Supersticiones y creencias campesinas La luz mala Detalle de la ilustración de Elsa Carafí de Marchand, extraída de la revista “El Grillo”i 1 A excepción de Fausto Ruiz, hombre razonador y criterioso, que sólo aceptaba la existencia de las cosas concretas, cuya realidad se podía demostrar, todos los demás integrantes del personal de la estancia creían a pie juntillas en lobisones, fantasmas y aparecidos, con esa ingenuidad característica de los campesinos. Para aquellos crédulos paisanos era un hecho indiscutible –aunque careciera de fundamento racional– que de siete hermanos varones consecutivos, el menor convertíase en lobisón al alcanzar la mayoría de edad. Y en el caso inverso, vale decir de siete hermanas mujeres, la última tenía fatalmente que ser bruja. Muchas veces –sobre todo los martes y los viernes, días que la imaginación popular considera propicios para las cosas sobrenaturales– se abordaba ese tema en las ruedas nocturnas del fogón. Sebastián, que era el más supersticioso de los peones, poníase entonces a relatar, uno tras otro, los que él llamaba “casos positivos”, y que no pasaban de figuraciones absurdas, desprovistas en absoluto de lógica, en cuya elucubración había jugado evidentemente el miedo tan importante papel como la fantasía. Contaba, por ejemplo, que cierta vez un hermano suyo, al regresar del pueblo un viernes a media noche, se encontró en el camino con una espeluznante bestia que tenía cuerpo de vaca, cabeza de carnero y pies humanos calzados con grandes zuecos. O que un amigo, en otra oportunidad, fue acompañado largo trecho por una leve figura de mujer, vestida de blanco, que se le sentó en el anca del caballo. O que a él mismo solían perseguirlo con frecuencia las luces malas cuando viajaba de noche por el campo. Ruperto y Pedro escuchaban con los ojos muy abiertos y el corazón en suspenso aquellos disparatados relatos. Y hasta el propio capataz Umpiérrez, presente muchas veces en las reuniones fogoneras de marras, dejaba traslucir la honda impresión que tales cuentos le causaban. Únicamente Fausto sonreía incrédulo, afirmando que esas cosas carecían de sentido, y que sólo eran el producto de alucinaciones originadas por el miedo. Una cálida y estrellada noche de verano, tan serena que no se movía ni una hoja en los árboles, Ruperto tuvo necesidad de ir hasta el galpón, luego de haber oído varios de los fantásticos relatos de su compañero. Y de improviso volvió corriendo a la cocina, pálido como un muerto y tartamudeando a causa del terror. – ¡Hay una luz mala en el campo! –balbuceó–, ¡Vengan a verla si no quieren creerme! 2 Salieron todos al patio, y mirando hacia la dirección indicada por Ruperto distinguieron una especie de llama azulada, de vivo y bello fulgor, que parecía flotar en el espacio, a un par de metros del suelo. Entre el estupor general, se oyó entonces la voz tranquila de Fausto, que decía: –No se asusten, que eso es un inofensivo fuego fatuo. Vamos hasta allá y les explicaré su origen. Echó a andar seguido a prudencial distancia por los otros, y cuando llegaron al sitio donde resplandecía la misteriosa llama, les señaló una osamenta vacuna que blanqueaba entre los pastos. –De ahí salió la “luz mala” –díjoles sonriendo–. Los huesos y la grasa de los animales muertos en el campo suelen producir unos gases fosforescentes, que cuando las noches son serenas como ésta se acumulan en el aire, formando núcleos que irradian un fulgor verdoso o azulado, según la etapa en que esté el proceso de descomposición orgánica. La superstición y el miedo se encargan, por desgracia, de convertir en sobrenaturales esas inofensivas y bellas lucecitas. Serafín J. García Referencia bibliográfica: García, Serafín J.: “Supersticiones y creencias campesinas. La luz mala”. En El Grillo. Montevideo, Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal, 1956. P. 20. i Ilustración. Carafí de Marchand, E. En El Grillo. Montevideo, Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal, 1956. P. 20. 3