Tiempo de recuerdos Mis recuerdos son como un álbum de

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Tiempo de recuerdos
Mis recuerdos son como un álbum de vivencias sedimentadas en la
memoria.
En mi última visita al Cabañal, en ese entrañable encuentro anual de puertas
abiertas, me sorprendió subir tan fácilmente las empinadas escaleras que
accedían a viviendas de tipología semejante a donde vivían mis abuelos por parte
paterna, concretamente en la calle de la Reina. No sé muy bien porque, pero tenía
grabada en mi memoria la cuerda que abría la puerta desde arriba y la ascensión
hasta el hábitat. Su interior no obstante no me sorprendía tanto. Es cierto que con
los años cambia nuestra percepción de la escala en los espacios y objetos, pero
en mi caso esto se da especialmente en los jardines y espacios públicos. Lo que
antes me parecían inmensas selvas o praderas, ahora son pequeños jardines
domesticados y plácidas explanadas.
La mayoría de viviendas que visité eran un museo de recuerdos
cuidadosamente custodiados. Así se perpetuaba la vivencia de la casa de mis
abuelos. Como en la vivienda de mis recuerdos, en estas que visité recientemente
se depositaban diversos objetos en muebles sólidos y, al mismo tiempo, ligeros,
de sólidos volúmenes de madera rancia y vitrinas de vidrio soplado; muebles que
parecían intemporales, capaces de envejecer bien, allí se conservaban libros y
pequeños objetos, cada uno con una historia. Yo, de pequeño, me complacía al
escuchar una y otra vez, como repetitivas historias rituales que siempre se
enriquecen con alguna ligera variable por parte del narrador, los relatos que
guardaban esas vitrinas. En realidad, para mí el Cabañal también era esto, una
historia interminable, siempre que pasaba alguna temporada estival o en Semana
Santa, se me presentaba como un lugar conocido pero siempre abierto a descubrir
en él pequeñas sorpresas.
Volviendo a mi peregrinación por las viviendas de ahora y la evocación de la
de mis abuelos, recuerdo que en las paredes abundaban cuadros y dibujos,
sobretodo caricaturas, enmarcados de una manera un tanto solemne. El mosaico
hidráulico del suelo creaba un tapiz multicolor que singularizaba cada una de las
habitaciones. Me distraía buscando la lógica que formaban esos cuadros pintados.
Recuerdo la geometrización de plantas y flores. Mi recorrido, cada vez que entro
en alguna vivienda del Cabañal, oscila entre lo que percibo en el momento
presente y lo que me dicta la memoria. Es como reencontrarme con un espacio
familiar. El tiempo fluye entre estas estancias de ahora y la de antaño, se dibuja
delante de mí el balcón de mis abuelos que daba a la calle de la Reina, y que
estaba especialmente cuidado. Abundaban plantas de cualquier tipo. Para mi
abuela el balcón era como un pequeño jardín donde cultivaba incluso tomates en
miniatura. El balcón también era el espacio ceremonial, el mirador de los grandes
acontecimientos del barrio. Sobre todo recuerdo las temporadas pasadas en
Semana Santa, contemplando las procesiones y comiendo deliciosos pastelillos
caseros de chanfaina, espinacas y guisantes, y –como no- unas sabrosísimas
albóndigas de bacalao. El balcón que daba al patio interior era por el contrario, el
espacio íntimo donde se ubicaba el excusado. No obstante, no lo recuerdo como
un espacio cochambroso y oscuro. Eso sí, recuerdo el intenso olor de lejía y zotal.
Curiosamente el balcón interior era también el lugar de comunicación con la
vecina de abajo. Cuando mi abuela le gritaba a la vecina desde el balcón, en
seguida aparecía en el patio y se informaban de los últimos acontecimientos
locales o se pedían algunas especias para cocinar. Funcionaba, por lo tanto, como
si se tratara de una corrala madrileña. En esta zona de la vivienda también estaba
la cocina. El agua se extraía bombeándola. Lo recuerdo como un ejercicio
divertido. Para lavarse había que preparar una jofaina grande con agua tibia.
Afortunadamente estos aspectos rudimentarios, como tener que salir al exterior de
la terraza para ir al lavabo o no tener agua potable, han pasado a la historia,
aunque extraña la naturalidad con que asumíamos una cosa que ahora nos
parece imposible de soportar. Un día la vecina de toda la vida desapareció, había
emigrado a las américas, concretamente a Venezuela, un país que en aquel
momento, solo escuchar su nombre me evocaba inmensas selvas impenetrables.
Mis abuelos me mostraban cada una de las postales que recibían, las
contemplaba como si fueran lejanos presentes que llegaban de otro planeta.
He iniciado este texto de una manera un tanto políticamente incorrecta, de
hecho, no era éste el requerimiento que los organizadores me sugirieron para la
publicación. Lo siento, pero llevo mucho tiempo con estos recuerdos, sin hacerlos
públicos. Alguna vez he pensado incluso participar de alguna manera en el
“Cabanyal Portes Obertes” con alguna instalación referida a estas vivencias, pero
la situación actual me paraliza porque me duele demasiado, necesitaría una
distancia que no tengo. Desde que empezó el gran desarrollo de Valencia hacia
los poblados marítimos solo siento dolor. Sé que no está bien decirlo, pero me
duele haber perdido el precioso trayecto de huertas que me llevaba de la
cooperativa de viviendas de Artes Gráficas (situada junto a los chalés de los
periodistas, la Feria de Valencia y el Palacete de Ripalda, todo eso desaparecido,
excepto unos pocos chalés), hasta el Cabañal. Antes había vivido en el Grao, mi
padre trabajaba para una empresa de detergentes (Tutu), en la antigua zona
industrial de Valencia. Coger el tranvía para ir al Cabañal era habitual. Cogerlo
para cruzar el río era todo un acontecimiento, era ir a Valencia.
Había una
conciencia diferencial de los poblados marítimos con respecto a la capital.
Me duele, como no, la pérdida del ambiente vital que se respiraba en ese
barrio tan republicano. Recuerdo el Casino, con su ir y venir de gente, con sus
techos y ventanales, que me parecían altísimos y el conjunto producía una
sensación de amplitud semejante a la qué ahora me provoca cada vez que
traspaso los umbrales de la Lonja. Es una cosa que tiene que ver con el aire que
se respira, más que con analogías de cualquier tipo.
Para mi padre y mi abuelo sus santos patrones eran Blasco Ibáñez y Sorolla.
Mi abuelo tenía las obras completas de Blasco Ibáñez, cuando aún había
problemas de edición, creo que por un conflicto de los derechos por parte de los
familiares. Las donó al Ateneo Marítimo. A mi padre no le sentó muy bien, ya que
eran sus lecturas favoritas. Mi padre atribuía todos los males del subdesarrollo a la
Iglesia. Era representante, viajaba con el seiscientos por toda España y me decía
que en los pueblos y ciudades donde más miseria había encontrado era donde se
alzaban las iglesias y catedrales más impresionantes. Y, no obstante, eran
fervientes seguidores de la Semana Santa marinera. Me sorprendía que los pasos
se guardaran en el Cabañal en algunas viviendas y no en grandes iglesias de
culto.
Desde el balcón de mis abuelos me fascinaban las fachadas de unas casas
con azulejos de un cromatismo muy gritón, que se situaban justo delante. La casa
de mis abuelos estaba coronada en su frontispicio por una pequeña estatua de
alguna divinidad clásica. Me decían que era la estatua de la Libertad, aunque
ahora sé que se trataba de una Niké alada.
Recientemente paseé por algunos de las calles que recorría habitualmente
en mi infancia, estaban muy degradadas y casi me vienen las lágrimas a los ojos.
A diferencia de las vivencias en las casas que visité recientemente, en estas calles
no había continuidad con el pasado, había una ruptura violenta, solo compensada
con el espíritu ciudadano de colectivos como Salvem el Cabanyal.
Afortunadamente, solo se ha perdido la calle, y no todas. Soy por naturaleza
pesimista, pero confío que se pueda recuperar el sentido vital y ciudadano de
estas plazas y calles tan entrañables y que en mí despiertan tantos recuerdos.
De hecho, las casas, no solo las de estilo modernista popular, sino de un
singular estilo moderno que atiende a la tipología del lugar, están proliferando.
También he encontrado respetuosas restauraciones que acondicionaban viviendas
a los requerimientos actuales, pero manteniendo aquellas huellas que pueden
adquirir con el tiempo una significación poética.
Los tiempos en que había un rígido dictado de la forma por la función han
pasado, para alivio de todos cuantos apreciamos la historia. Las viviendas de
antaño han demostrado una versatilidad capaz de adaptarse al devenir del tiempo
y al gusto de diferentes inquilinos. No obstante, no han sido capaces de vencer el
demoledor dictado de una modernidad mal entendida que modifica a su capricho
lo que se ha trazado por la lenta sedimentación de la historia. En estos casos
siempre me viene a la memoria el hotel Imperial de Tokio de Wright, que superó
un terrible terremoto por su ingenioso sistema constructivo, pero fue incapaz de
superar el ansia especulativa del mercado. Sin embargo, aunque solo sea porque
se ha descubierto que el patrimonio cultural también es una importante fuente de
ingresos, la sensibilidad actual suele apostar por la rehabilitación, por la
estratificación y el respeto de las huellas del pasado. Es más, desde que ha
empezado a dar sus frutos la sabia propuesta de Juan Goytisolo de considerar
como patrimonio, no solo los monumentos y su entorno, sino sus propios
habitantes y su cultura, se están reconsiderando la vigencia e importancia de
espacios vitales de convivencia, no solo anclados en la historia de una manera
inamovible, sino activos y capaces del mestizaje cultural y temporal. El Cabañal
actual puede propiciar este tipo de activo. Su vigente trama urbana, fruto de la
lógica funcional de los poblados marítimos, trasciende su función original y da pie
a unos espacios de convivencia compactos que son los que han singularizado el
barrio hasta la fecha.
Me sorprende gratamente la confluencia y convivencia que se da en el
Cabañal actual entre interiores de viviendas que reflejan formas de vida tan
diferentes. La proliferación de artistas, así como profesores y estudiantes de la
Universidad Politécnica (dada su gran proximidad), han ido consolidando en el
barrio un segmento de población nuevo que es muy activo y participativo. Estos
han concebido un estilo de espacios interiores diferente del tradicional, han optado
por zonificaciones flexibles, donde se compatibiliza el taller con la vivienda. En su
hábitat de tipología popular se muestra una imagen propia del diseño y las
tendencias más vanguardistas. El mobiliario con que están equipados y los
espacios son una demostración fehaciente de la perfecta simbiosis de la historia
con la más rabiosa actualidad. No hace falta olvidar que incluso está diseñado en
algunas ocasiones por los propios usuarios, ya que -tal como se ha indicadoalgunos son artistas o están vinculados a la arquitectura y el diseño. La
persistencia de “Cabanyal Portes Obertes”, que año tras año da signos de una
creatividad innovadora, no sería factible sin este colectivo. Pero también, tanto
este acontecimiento como otros que se dan en el barrio, es posible porque junto a
estos “bien avenidos” perviven personas que casi se podría decir que custodian la
memoria viva de los poblados marítimos, siendo su hábitat un cuidado espacio
respetuoso con el que han recibido, y que en muchos casos merecería ser
considerado patrimonio cultural valenciano. Unos y otros son el Cabañal.
No obstante, también hay signos de alarma, colectivos desarraigados,
intencionalmente ubicados para distorsionar la vida del barrio, generando una
especie de mobbing inmobiliario encubierto. Esto también es una realidad y no
hace falta mirar para otro lado. Que lejos estamos de las políticas sociales de
inserción que se practican en otros contextos, como -por ejemplo- en el barrio del
Raval de Barcelona. Además, no hace falta olvidar, que estos nuevos vecinos no
han ido a vivir en el Cabañal por una opción vital, por apreciar un contexto urbano
y sociocultural determinado; su desplazamiento viene dado, en este caso, por la
coyuntura del interés de algunos promotores inmobiliarios de degradar al máximo
la convivencia ciudadana para propiciar el abandono de unos y la cesión de otros,
a unos planes urbanísticos que seccionarían el barrio en dos, rompiendo la traza
urbana y generando un nivel de edificación más rentable en los bloques
confrontados a la gran avenida que se abrirá.Esperamos que la reciente
resolución del Tribunal Supremo evite lo que dice el haiku de Matsuo Basho:
Este camino
Nadie ya lo recorre,
Excepto el crepúsculo.
Pero no por eso hay que claudicar. No sé si finalmente el Cabañal podrá
mantener su carácter de barrio compacto y su singular trazado, o si por el
contrario saldrán adelante los planes expansionistas de seccionar el barrio. En
todo caso, es necesario insistir una y otra vez en lo que nos parece justo,
adecuado, lógico y razonable. Los signos que muestran como el barrio se está
regenerando vitalmente en su estructura actual, a pesar de los pesares, es una
cosa que nos debe animar a seguir adelante.
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