Urdu, realista y sucio

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Urdu, realista y sucio
Jordi Joan Baños
Ser un realista sucio en urdu puede parecer aventurado. Pero más lo era hace sesenta años,
cuando Sadat Hasan Manto escribía para pagarse el alcohol adulterado que le llevó a la tumba,
en la República Islámica de Pakistán. Al siglo de su nacimiento -que se cumplió el pasado
viernes y que poco van a celebrar durante un año, tanto la India donde nació, como el Pakistán
donde eligió morir- Manto sigue siendo el gran cuentista en urdu, lengua hablada por
doscientos cincuenta millones de habitantes y comprendida (aunque no leída) por cerca de mil
millones más*.
Sadat Hasan Manto es también sinónimo de obscenidad en su tierra. Mi casero, nonagenario,
que lo trató en la radio Lahore, admite que le perseguía la mala fama de la bohemia, pero que
en su trato profesional era “un hombre extremadamente educado”. Aunque en el resto del
mundo nunca haya escandalizado a nadie porque sigue siendo un perfecto desconocido.
Inédito en lenguas españolas hasta hace cuatro días (aunque la web del ISBN aún no lo recoja,
la editorial zaragozana Contraseña acaba de publicar la antología ‘Toba Tek Singh’, traducida
directamente del urdu por Rocío Moriones), Manto es, por encima de todo, el gran cronista del
desgarrón del Subcontinente (la división de la India Británica en dos estados, Hindustán y
Pakistán, el 14-15 de agosto de 1947). Y eso que ni siquiera fue un espectador privilegiado de
las matanzas interreligiosas que ensangrentaron el éxodo e intercambio de poblaciones.
Durante los meses fatídicos inmediatamente anteriores y posteriores a la escisión, Manto
permaneció en Bombay, donde era un guionista de éxito en la industria que todavía no se
llamaba Bollywood (firmó, por ejemplo, una película sobre Mirza Ghalib, el gran poeta en urdu
del siglo XIX, icono de Delhi). Entonces, como ahora, los guiones en Bombay se escribían en
hindi con caracteres latinos (aunque cada vez más se traman en inglés y luego la versión final
se traduce a un indostánico macarrónico, con multitud de expresiones inglesas simplonas).
Para entender mejor el sorprendente complejo de inferioridad lingüística de los indios (sin
parangón en Asia, con la posible excepción de Filipinas), léase ‘Becoming Indian”, de Pavan K.
Varma.
Pero volvamos a nuestro hombre, que sí creía firmemente, por lo menos, en una lengua india
derivada del sánscrito: el urdu. Manto solo se decidió a mudarse al recién nacido Pakistán a
principios de 1948, para reunirse con su mujer, sus hijos y su cuñada (no hay que tenérselo en
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cuenta, hasta el padre de Pakistán, Muhammad Ali Jinnah, pensó inocentemente que tras
proclamar la independencia de Pakistán volvería a su mansión de Bombay, en la exclusiva
Malabar Hills, objeto de litigio aún hoy en día). Así que Manto se echó la manta a la cabeza y
se instaló en Mall Road, entonces la gran arteria de Lahore, hoy marginada por las nuevas
élites que intentan alejarse lo más posible del pueblo y viven en “markets” feos y
despersonalizados (algo parecido ha sucedido en Delhi, donde las avenidas históricas de
Chandni Chowk y Darya Ganj se han depauperado).
En Lahore, a un paso de la nueva frontera y epicentro de la sangría, Manto escuchó relatos
escalofriantes. Y lo que no escuchó, lo leyó en la prensa urdu, cuyas gacetillas sirvieron a
menudo de punto de partida de sus cuentos. En lugar de producir un relato sesgado (por los
testimonios de un solo bando) y sectario, Manto dio al mundo un relato de la deshumanización
de todas las partes. Para comprender el envilecimiento moral al que llegó entonces el norte de
India -para desesperación de un Gandhi impotente- los cuentos breves de Sadat Hasan Manto
sirven tanto o más que los libros de historia. Relatos, por ejemplo, como “Thanda gosht” (carne
fría):
Aunque para asegurarle un lugar en una antología del cuento del siglo XX, le basta con “Toba
Tek Singh”, su cuento más celebrado, impresionante, en el que describe los efectos de la
decisión de India y Pakistán de repatriar a los locos que se han quedado en manicomios
situados en el lado equivocado de la nueva frontera religiosa. En un contexto de locura
generalizada, son los locos quienes parecen conservar un rastro de humanidad.
Manto fue un realista sucio ‘avant la lettre’, capaz de describir minuciosamente el sobaco
femenino y sus propiedades visuales, táctiles y olfativas mucho antes que Charles Bukowski.
Los protagonistas de sus cuentos son frecuentemente seres marginales, a menudo prostitutas,
a las que describe de forma realista, sin paternalismo, ni tremendismo, devolviéndoles la
humanidad negada, del mismo modo que hace con las mujeres violadas. Todo ello, como es de
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imaginar, le creó graves problemas con la justicia.
Pero lo genial de Manto es que no solo sirve para entender el pasado, sino también para
comprender el presente. Ahí están sus nueve “Cartas al Tío Sam”, que tienen detrás una
jugosa historia. Manto fue juzgado por obscenidad tres veces por los británicos (los mismos
que mantenían a cientos de miles de presos políticos indios pudriéndose en sus cárceles,
siempre y cuando no pudieran usarlos, por millones, como carne de cañón en sus guerras
mundiales). Antes de ser juzgado tres veces más por los nuevos tribunales pakistaníes.
Cuando un juez le impuso una multa de trescientas rupias por obscenidad (suma que, en su
pobreza, no podía pagar), el consulado de EE.UU. se le acercó para pedirle un cuento para
una supuesta nueva revista (a diferencia de muchos intelectuales pakistaníes de la época,
Manto criticaba a la U.R.S.S. y los estadounidenses creyeron que podrían ganarlo para su
causa). Le ofrecieron un mínimo de quinientas rupias pero dijo que su tarifa eran doscientas. Al
final, aceptó trescientas. Pero el resultado no debió ser muy del gusto de los estadounidenses,
porque su “Carta al Tío Sam” está llena de sarcasmos sobre la cultura norteamericana y sobre
sus presuntas buenas intenciones hacia Pakistán. Eso sí, termina mandándole “un beso
freestyle” a la actriz Hedy Lamarr, y tanto le gustó la experiencia, que escribiría ocho más,
gratis, cuando el consulado ya no quería verlo ni en pintura.
Del mismo modo que, en India, Nehru cargaba públicamente contra los santones hindúes
diciendo que India estaría mucho mejor sin ellos, Manto se mete en ellas con los mulás con
una virulencia que hoy sería inimaginable. La tolerancia en Pakistán ha ido a peor y Manto, en
la lucidez de sus Cartas al Tío Sam (‘Primera’ y ‘Tercera’), a principios de los cincuenta, veía ya
el motivo: la alianza entre EE.UU. y los clérigos musulmanes, para intentar desestabilizar el
flanco débil de la Unión Soviética, su bajo vientre musulmán de Asia Central.
La relación entre estadounidenses y pakistaníes sigue el mismo patrón descrito por Manto hace
sesenta años. La élite pakistaní toma el dinero y a la vez, se hace la ofendida. Esconder a Bin
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Laden, su harén y su infinita prole en una ciudad cuartel/estación de montaña pakistaní puede
parecer cosa del cómico Sacha Baron-Cohen. Pero ni así se atreven los estadounidenses a
cortar con Pakistán. Está claro que los pakistaníes son mucho más zorros, por lo menos en lo
que respecta a su propia tierra y gente. Ya en 1948, cuando una periodista estadounidense le
preguntó a Muhammad Ali Jinnah qué necesitaba Pakistán de Estados Unidos, el Qaid-i-Azam
le replicó, “No se confunda, señorita, los que nos necesitan son ustedes”. Y hoy parece que
están dispuestos a reabrir, después de medio año, la ruta pakistaní de avituallamiento a las
tropas de la ISAF en Afganistán. Siempre y cuando, claro, que la cumbre de la OTAN sobre
Afganistán en Chicago, les ceda un asiento. No hay paz sin Pakistán. Ni guerra sin Estados
Unidos.
Ciertamente, Sadat Hasan Manto era un maldito y un borracho, pero no un vividor, sino un
cuentista, y de los buenos. Así ha sido reivindicado por la reciente hornada de novelistas
pakistaníes en inglés, como Mohsin Hamid y Mohamed Hanif. Salman Rushdie lo elogió como
“el maestro indiscutible del relato moderno en India”.
Manto murió de cirrosis con apenas cuarenta y dos años. Entonces, como hoy, no estaba claro
que Pakistán hubiera sido una buena idea, aunque el relativo atraso de los musulmanes en la
India moderna (cuya Constitución impide sibilinamente la discriminación positiva de los
musulmanes) podría ser una certificación a posteriori de que los temores de Jinnah a que su
comunidad quedara relegada por la mayoría hindú -dueña de India por primera vez en ocho
siglos- estaban justificados.
A lo largo de 65 años, el estado indio y el estado pakistaní han producido mucha doctrina para
justificar el desmembramiento. Pero para mi casero -un antiguo alto funcionario (hindú) que
vivió en sus carnes la división de India (escondido en casa de amigos musulmanes, en Lahore,
después de ver como quemaban vivo al primo de su padre, frente a su casa)- el drama
entonces se veía mucho más claro. En el movimiento independentista indio había dos egos
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muy fuertes, Jawaharlal Nehru y Mohamed Jinnah (paradójicamente, ambos igualmente
anglófilos hasta la médula e inicialmente en el Partido del Congreso, hasta que Jinnah se unió
a la Liga Musulmana), que ambicionaban el mismo cargo de primer ministro. Cuando Gandhi
se inclinó por el hindú, la suerte de una India unida estaba echada. “Esa rivalidad personal y la
voluntad británica de debilitar a India, con el divide y vencerás, está en el origen del drama”,
resume el señor Merah, mi casero. La única hija de Jinnah solo pisó Pakistán para el entierro
de su padre. Sesenta años después, volvió a Karachi junto a sus hijos y nietos -de regreso al
redil de la religión zoroastriana, como la rica heredera veintitrés años más joven con la que se
casó Jinnah y que murió joven- todos ellos magnates de lo más granado del capitalismo indio
en Bombay (Bombay Dyeing, GoAir, etc.).
Los herederos del Padre de Pakistán, cuyo retrato cuelga en todos los despachos oficiales de
aquel país, no han querido ver Pakistán ni en pintura. De manera que los mandamases
pakistaníes, a la muerte de Jinnah en 1948, tuvieron que conformarse con cortejar a su
hermana, hasta que, años después, ella misma se convirtió en un “peligro”, cuando compitió
con un militar para el cargo de presidente. El recuento se encargó de que perdiera.
India, eso sí, ha tratado a sus lenguas territoriales mucho mejor que Pakistán, donde solo el
urdu (y el inglés en ciertas instancias) tiene rango oficial. Los pakistaníes de Catalunya, por
ejemplo, proceden todos de la misma comarca punyabi y, aunque sepan urdu, acostumbran a
hablar entre ellos en punyabi (siendo la distancia entre urdu y punyabi similar a la que puede
haber entre castellano y catalán).
Nota final. Saadat Hasan Manto era, de hecho, de familia cachemir y había nacido en el
Punyab. Seguramente hablaba cachemir y punyabi, además de inglés. A diferencia de lo que
ocurre en Europa, en India hay más gente efectivamente plurilingüe (que habla más de una
lengua en su día a día) que monolingüe. Su apuesta por el urdu fue también la apuesta de los
fundadores de Pakistán, con el mismo celo con el que, exactamente por las mismas fechas, se
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fundaba el estado de Israel con el hebreo resucitado de sus cenizas (hasta los judíos catalanes
de la Edad Media hablaban árabe, no hebreo, además de catalán) como lengua oficial. La
apuesta por el urdu no ha salido mal del todo (prácticamente todos los pakistaníes dominan la
lengua oral) pero tampoco tan bien como se esperaba. El urdu sigue siendo la lengua materna
de apenas el 8% de los pakistaníes, básicamente aquellos que llegaron con las maletas desde
la actual India alrededor de 1947. Está bien recordar que el urdu no es una lengua autóctona
de Pakistán, sino de India. Sus principales focos era Delhi, Agra, Lucknow y Haiderabad, todas
ellas ciudades indias en la actualidad y actualmente de neta mayoría hindú. Sin embargo, por
sus connotaciones religiosas, India ha dejado languidecer el urdu, mientras que Pakistán ha
forzado su conversión en lengua nacional, con algunos efectos secundarios catastróficos
(véase la escisión de Pakistán Oriental, hoy Bangladesh, que literalmente significa “estado
bengalí”).
* Urdu e hindi son en resumidas cuentas una misma lengua dividida por dos alfabetos, propios
de religiones distintas, como el serbio y el croata. El término unificador usado durante siglos,
hindustani, aunque útil, suena ya tan arcaico como serbocroata. Manto no está traducido a
ninguna lengua española, pero un recital de sus cuentos podría ser entendido en versión
original por una quinta parte de la humanidad. Urdu, por cierto, proviene de la misma palabra
turca que en castellano ha dado “horda”. Según la definición del diccionario de la Real
Academia Española proviene “del hindi ‘urdu’, campo’), lo que además de erróneo -en todo
caso sería ‘campamento’- es como decir que una palabra serbia viene del croata o viceversa.
El urdu era, pues, la lengua de las guarniciones musulmanas asentadas en la llanura
indostánica. No olvidemos que el urdu es una lengua genuinamente india, pese a la fuerte
influencia del persa, que fue la lengua de la corte durante más de seiscientos años, y la lengua
culta del norte de India hasta hace dos siglos. Estos días, Nueva Delhi ha anunciado que
iniciará una campaña para promover el hindi a lengua oficial de Naciones Unidas (junto al
francés, inglés, ruso, chino y castellano). Sin embargo, antes de convencer a los demás,
debería convencerse ella misma del valor universal de su principal lengua (y de las demás).
Pocas cosas hay tan irrelevantes para la India independiente como un escritor en hindi (o
bengalí, tamil, guyarati, etc.).
Hoy en día, la gran ciudad donde el urdu es auténticamente la lengua de la calle es Karachi.
Porque los mohayires, los refugiados de India hablantes de urdu, solo constituyen la mayoría
allí, en la antigua capital, Karachi -lo que no es poco, puesto que se trata de la mayor ciudad de
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mayoría musulmana del mundo- y en la cercana ciudad de Haiderabad (no confundir con la
homónima india), también en Sind. De hecho, la continua afluencia de patanes, fruto de la
violencia en las áreas tribales fronterizas con Afganistán, está alterando el equilibrio de poder y
ha reactivado la sangrienta violencia identitaria que ya sacudió a la megalópolis veinte años
atrás). El estado pakistaní nunca ha apoyado a las lenguas propias del país, como el punyabi,
el sindi, el beluchi y el pastún, aunque ha utilizado las fronteras lingüísticas para su
organización provincial. En breve, una nueva provincia podría ver la luz en el sur de Punyab,
alrededor de Multán, donde el siraiki (reconocido como idioma distinto del panyabi) es la lengua
propia. Algo que serviría también para corregir el excesivo peso demográfico de Panyab en el
conjunto nacional.
Recomendación final: “Pakistan on the Brink: The Future of America, Pakistan, and
Afghanistan”, el nuevo ensayo de Ahmed Rashid, nuevamente imprescindible para
desenmarañar Pakistán y el despropósito (ruinoso para las arcas públicas, aunque no para las
privadas) de la ocupación internacional del yermo afgano, con la que Pakistán ha vuelto a
recordarle al Tío Sam quién necesita más a quién.
Ojo con las preguntas
No me resisto a reseñar la visita de hace poco más de una semana de Hillary Clinton a
Calcuta, para felicitar a la primera ministra de Bengala Occidental, Mamata Banerjee, por haber
echado a los comunistas del poder tras treinta y cuatro años en el poder y, como quien no
quiere la cosa, para interceder a favor de la familia propietaria de Wal-mart, muy enfadada
porque por culpa de Mamata los supermercados extranjeros siguen sin poder desembarcar en
India. Seguramente también le pidió que cambie o restituya el nombre colonial de la calle del
consulado estadounidense en Calcuta, que los comunistas, con toda la mala leche,
rebautizaron como Ho Chi Minh, el artífice de la derrota de EE.UU. en Vietnam. La
impredecible Mamata ha vuelto a ser portada este fin de semana por su estruendosa aparición
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en un programa de información y entrevistas de la cadena CNN-IBN, grabado en Calcuta. El
público estaba formado por universitarios y Mamata, en su papel de mamá de los bengalíes,
dejó el plató y se sentó entre los estudiantes para atender sus preguntas. Pero lo que escuchó
-quejas sobre falta de libertad de expresión o fuga de cerebros- no le gustó en absoluto. La jefa
de gobierno de Bengala se levantó, acusó entre gritos a los estudiantes de ser “maoistas” y los
dejó con un palmo de narices, no sin antes ordenar a la policía que tomara fotos de los
estudiantes y exigiera sus teléfonos a la productora, prometiendo que iban a ser investigados.
http://blogs.lavanguardia.com/india/urdu-realista-y-sucio/
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