El sultán del trono dorado

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El sultán del trono dorado
Por Alberto Márquez Alarcón
Han pasado tres generaciones por este trono desde que mi bisabuelo, el quinto sultán de la dinastía,
decidiese acuñar por primera vez monedas. Fue una genialidad de mi ancestro, el comercio cambió
radicalmente, tanto es así que nadie puso reparos cuando su hijo, mi abuelo, decretó obligatorio
utilizar todo el oro de sus dominios para acuñar monedas. Una decisión muy objetiva por su parte,
ya que al ser poseedor de gran parte del oro del sultanato, se vio obligado a desprenderse de una
gran cantidad de joyas y adornos que guardaba en los aposentos por los que camino. Al ver una
acción tan ejemplar, sus vasallos no solo no objetaron en hacer lo mismo que él, sino que también
vieron reforzada la fe que ya tenían sus padres en esos pequeños cilindros. Fueron buenos tiempos
aquellos, o eso cuentan las historias.
Mi padre por otro lado tuvo que hacer malabares para que el comercio, ya sobreexplotado, no se
desmoronase. Las monedas que acuñó su padre, aquellas que dieron los mayores momentos de
esplendor del sultanato; ahora ahogaban a todos, incluidos los actores mejor situados en el escalafón
social. Para ello mi padre decidió inspirarse en las acciones de mi abuelo, exigiendo el uso de
ciertos metales -con escasa funcionalidad fuera del campo de lo estético- para enriquecer el sistema
monetario. Tras años de normas que provocaron más de una conversación en privado, por fin esta
solución pareció satisfacer a casi todos. Iluso de lo que provocaría ese aparente consenso, se fue a la
otra vida satisfecho por haber hecho honor a la astucia que ya caracterizaba a mi familia.
Pero claro toda acción tiene sus consecuencias y en este caso hasta las que en su momento
parecieron insignificantes, ahora, con el paso del tiempo se habían vuelto monstruosas. A los 20
años de la muerte de mi padre, la economía se había vuelto un caos, el cual amenazaba el poderío
de mi pueblo. Durante años hice oídos sordos de las advertencias de algunos allegados, ya que
guardaba fe en el sistema que mis ancestros habían creado y perfeccionado hasta mis días.
Ciertamente esas advertencias se volvieron consejos y estos a su vez en amenazas.
Finalmente la verdad iluminó mis ojos mientras hace escasos meses veía mi pueblo arder por las
revueltas. Sin duda todo esto necesitaba un remedio. Mi primer impulso, basarme en las acciones de
mi ascendencia, pero lo descarté por varias razones, pero la principal, para que mi hijo no tuviese
que ver a su pueblo sumido en el fuego y la violencia. ¿Que solución tenía este entuerto?
Mentiría si dijese que me llevó poco trazar un plan, pero la gravedad del problema exigió medidas
extremas. Así que para evitar la discordia de mis súbditos los consideré como iguales y ordené
recaudar todo el dinero para posteriormente administrarlo de una manera más adecuada.
Y en ese punto estoy, contemplando las montañas de monedas que guardo en mi palacio, a la espera
de los últimos registros de mis guardias. Mañana será la hora del borrón y cuenta nueva, con ello
espero forjar un nuevo apogeo del que disfrute mi heredero.
Era espectacular la imagen, no había tanto metal precioso en este palacio desde tiempos de mi
tatarabuelo. Ahora podía comprender el porque de su ostentosa forma de decorar esta casa y
mientras llegaban los últimos cofres fui formando un asiento con todas aquellas monedas. Pude
percibir el recelo en las miradas de mis guardias, pero como se esperaba de ellos, se limitaron a
hacer su trabajo y a dejarme en paz en mi trono de oro, plata y cobre.
A la mañana siguiente me desperté sobre el rígido asiento, dispuesto a satisfacer a mi pueblo, al cual
avisé que a día de hoy, debían acudir a palacio para asignarle su lugar en el nuevo orden. Deseoso
de ver la tromba de gente apiñada en mi jardín fui directo a la ventana más cercana al mismo.
¡Que sorpresa me llevé! nadie había acudido a mi llamada. ¿Como era posible? ¿que más tenían que
hacer?. Rápidamente fui recorriendo las dependencias del palacio comprobando que me encontraba
solo. No salía de mi asombro, el cual no hizo mas que crecer al ver que todo la ciudad actuaba como
si nada hubiese pasado.
El mercado, las tiendas de artesanos y otros comercios estaban repletos de gente. Histérico, sin
saber que estaba fallando salí a toda prisa del palacio.
Una vez llegué al mercado, no pude evitarlo y estallé en cólera:
-¡¿DONDE GUARDÁIS EL DINERO TRAIDORES?!
El murmullo de los presentes al verme, pasó a un silencio absoluto, el cual me pareció eterno.
Finalmente, un anciano se me acercó y con una voz suave y calmada dijo:
-En ningún lugar, todo el dinero del sultanato lo guarda su majestad.
-¿Y como es que no estáis en la puerta del palacio esperando su reparto?
-Verás ayer, mientras veíamos todas nuestras riquezas, ya fuesen menores o mayores, partir hacia
palacio, descubrimos que en realidad no era algo que realmente necesitásemos, que solo era un
símbolo y al estar todo en vuestras manos el símbolo perdió todo su valor. Podrá creer que ahora
mismo, majestad, ostenta todo el poder, pero para nosotros, lo que guarda en su palacio ya no
supone gran cosa.
Sus palabras me dejaron petrificado.
-Se ha vuelto más poderoso de lo que una persona puede ser y como consecuencia ha perdido todo
el respeto, está solo, no hay guardias que lo protejan o cumplan su voluntad. Sin darse cuenta ha
exterminado su dinastía haciendo que todos valgamos lo mismo. Pero que esto no le preocupe, a fin
de cuentas ha solucionado el problema.
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