70. Limpieza de sangre: cuando ardió la Inquisición

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Limpieza de sangre: cuando ardió la
Inquisición
Publicado por Dolores Glez. Pastor
Condenados por la Inquisición,
de Eugenio Lucas.
Sus palabras ardían como teas,
pues parecía que el espíritu y
tesón de Elías estaban en él.
(Pedro Ferrando [1235-1239],
Leyenda de Santo Domingo de
Guzmán)
En 1506, no era buen negocio
ser judío. No quiero decir con
esto que el s. XX no haya
tenido sus momentos ni que no
se viese venir. En 1492 los Reyes Católicos firmaban el edicto de expulsión de los
judíos de España y cerca de cien mil prefirieron emigrar a Portugal que convertirse,
quizá esperando que el edicto fuese temporal y pudiesen retornar en fecha próxima. Las
tensiones entre la monarquía lusa y castellana habían sido constantes y bajo el rey Juan
habían gozado de protección y prosperidad en su reino. No habría de ser así bajo su
sucesor, el rey Manuel, a la sazón yerno de Isabel y Fernando. Tras
negociar sucesivos acuerdos, las razones políticas —que no morales ni de credo— le
llevan a tomar la misma decisión de expulsión que sus suegros al subir al trono.
«Muerto el perro, se acabó la rabia», debió de pensar el rey Manuel. Pero nada más
lejos de la realidad. El aluvión de exiliados de Castilla había duplicado la población
judía de Lisboa. Miles de judíos tornáronse «cristianos nuevos», y los viejos, deseosos
de distinguir su pureza de sangre (ya que el credo en teoría era ya el mismo) les
llamaban «marranos», que en portugués y castellano significa exactamente lo mismo
aunque para los hebreos vendría más bien de la unión de dos palabras: marre y anussim
(amargados y forzados).
En la primavera de 1506 no quedaban oficialmente judíos en Portugal. La tensión entre
cristianos viejos y nuevos crecía sin embargo conforme iban ya tres años de fuerte
sequía y la peste arreciaba de tal modo que desde enero morían más de cien personas
cada día. Se acusaba a los cristianos nuevos de haberla traído de Castilla con la
inmigración. El que sufriesen menos la peste les parecía además altamente sospechoso
de que seguían judaizando, aunque entonces no se sabía que algunos de sus ritos
implicaban más higiene. Los cristianos nuevos también seguían dedicados a oficios
como el comercio y la artesanía, lo que los hacía menos vulnerables a la sequía. Para
colmo, la Corona les había puesto al frente del Tesoro, siendo muchos de ellos
recaudadores de impuestos.
Y así, en este clima digamos un poco tenso, la corte y gran parte de las autoridades se
trasladan a Abrantes temporalmente huyendo de la peste, y dejando en Lisboa un vacío
de poder en medio del hambre y la enfermedad.
Todo sucedió en Semana Santa, abril de 1506. Se había ordenado una procesión de
penitencia el quince de cada mes por las calles de Lisboa hasta la iglesia de Santo
Domingo, a la que seguían rezos solemnes pidiendo el fin de la sequía, clamando por la
misericordia divina. De lo que sucedió a continuación quedan testimonios de
portugueses, alemanes, judíos y españoles que fueron testigos más o menos cercanos a
los hechos.
Reunidos tras la procesión, concentrados en Santo Domingo, se vio un reflejo aparente
en el crucifijo de un Cristo. Se empezó a extender durante cuatro días que aquello era un
milagro y cada vez más personas dijeron haberlo visto después. Un alemán dijo que su
hija enferma había sanado rezando en la misma iglesia. Muchos fueron a Santo
Domingo a rezar o a comprobarlo y el 19 de abril se alzó una voz que cuestionaba,
según algunos con burla, diciendo que aquella luz bien podría haber sido el reflejo de
una vela o de un rayo de sol. Alguien señaló al disidente reconociéndolo como cristiano
nuevo, y una turba se abalanzó sobre él al grito de traidor y judío, arrastrándolo ya de
paso junto a otro que lo apoyaba fuera del templo, donde los asesinaron. Unos
decidieron quemarlos allí mismo, otros pensaron que, ya puestos, había llegado el
momento de acabar con todos los cristianos nuevos que, sin duda, eran causantes de
todos los males de la ciudad por seguir judaizando. Desde la iglesia de Santo Domingo
convirtieron la barriada de lo que había sido la judería grande de Lisboa en una ratonera
donde la turba señalaba y mataba a todo aquel que alguien identificase como cristiano
nuevo. Tras los asesinatos, venía el robo y el pillaje. Cerca de quinientas personas
murieron asesinadas aquel día.
Las hogueras aún humeaban al amanecer de la jornada siguiente, cuando las hordas
parecían haberse calmado. Y entonces llegaron los refuerzos. Dos frailes dominicos,
viendo la oportunidad de erigirse en los héroes el asunto salieron de Santo Domingo
crucifijo en mano por las calles al grito de «¡Herejía, herejía!» prometiendo la
absolución de los pecados mortales de los últimos cien días si se mataba y denunciaba a
los herejes.
Grabado medieval (DP)
Unos cuantos barcos de la Liga Hanseática
fondeaban en el puerto de Lisboa y muchos
marineros holandeses y alemanes de paso se
unieron a la anarquía general; unas quinientas personas azuzadas por los dominicos —y
la oportunidad del pillaje— desplegaron por las calles muerte y fanatismo, pero también
lujuria, venganza, calumnia y robo. Solo en la plaza del Rossío ardieron
trescientas personas, al mismo tiempo había hogueras por toda la ciudad en las que
ardían grupos de quince o veinte. Los pocos alguaciles que quedaban huyeron
acobardados incapaces de contener el horror y al caer la noche muchos cristianos viejos,
a causa de las venganzas o del ansia de pillaje fueron empujados a la hoguera junto a los
conversos. Algunos se obstinaban en salvarse desnudándose ante los asesinos en un
vano intento de demostrar que no estaban circundidados. Pero para qué vamos a
exagerar con la distancia del tiempo cuando historiadores que fueron testigos nos lo
cuentan de primera mano:
Entraban con escaleras a las casas en que vivían o sabían que estaban, y los sacaban
arrastrados por las calles, con sus hijos, esposas e hijas, arrojando juntos a la hoguera a
los vivos con los muertos, sin piedad, y tal era la crueldad que incluso a los niños los
ejecutaban en la cuna, rompiéndolos en pedazos tomándolos por las piernas y
lanzándolos así contra las paredes. Donde no había matanza había saqueo, y robaron
todo el oro, la plata, los trajes que encontraron y luego fueron a las iglesias, donde se
habían refugiado algunos, y sacaban a hombres, mujeres y muchachos inocentes
escondidos en las capillas y abrazados a las imágenes quemando todo sin temor de Dios.
En este día más de mil almas perecieron en las hogueras de la ciudad y nadie se atrevió
a resistir, los pocos afortunados que se salvaron estaban fuera de ella, a causa de la
peste. (Damián de Gois [1502-1574], en Crónica de Felicísimo Rey D. Manuel).
Un día más había de durar la masacre, aunque «las hecatombes de sangre y fuego eran
menos frecuentes porque las víctimas escaseaban». Conforme desaparecían los
cristianos nuevos, asaltaban a los viejos y llegaron los disturbios hasta aldeas cercanas a
Lisboa.
Hasta cuatro mil personas perdieron la vida en aquellos tres días de Semana Santa
cristiana. El cuarto día unos flagelantes salían de Santo Domingo clamando: «¡Paz!,
¡paz!» y las masacres fueron cesando.
La corte, tras enviar a un corregidor que nada pudo hacer salvo informar de vuelta
salvando el pellejo, permaneció impasible hasta el cuarto día: llegaron noticias del
asesinato de un converso llamado Mascarenhas, prominente funcionario y recaudador
de impuestos. Viendo realmente el rey en riesgo su autoridad en Lisboa (y sus dineros),
exigió al gobernador que de inmediato volviese a la capital y castigase a los culpables.
Matábamos para castigar, para purificar a los impuros a través de la sangre. Quizá
estábamos poseídos por un deseo inmoderado de justicia [...] también se peca por
sobreabundancia de perfección. [...] Solo nosotros éramos los apóstoles de Cristo, todos
los demás le habían traicionado (El nombre de la rosa, Umberto Eco).
La represión de las fuerzas del rey Manuel fue terrible. Los marineros holandeses y
alemanes, cómplices en la matanza y los saqueos ya habían huido en sus barcos con el
botín a bordo, por lo que el castigo del rey cayó como un rayo sobre la población que
quedaba en Lisboa: cristianos viejos mayormente. Los dos dominicos fueron los
primeros en ser ajusticiados y quemados. Se publicó un edicto en el que el rey negó a la
ciudad el lema «la más fiel» y condenaba a muerte a cualquiera que fuese encontrado
culpable de haber participado en la masacre y los saqueos. Tres patíbulos de refuerzo a
los oficiales fueron levantados en la ribera del río para ejecutar a destajo. En lugar de
dejar secar los cadáveres de los ahorcados al sol, como era costumbre por escarmiento,
los retiraban según los ajusticiaban para dar paso a los siguientes reos. Se suprimieron
las garantías procesales y cientos de cristianos viejos fueron falsamente denunciados por
venganza o resentimiento. El sectarismo generó odio y cambió de bando. Cuenta el
historiador Correia que la cruel represión solo finalizó cuando una mujer de la corte,
Isabel de Mendanha, escribió al rey rogándole que parara las ejecuciones sumarias de
muchos cristianos inocentes, restableciendo las garantías procesales. Con todo, el edicto
no prescribió, y muchos marineros extranjeros que volvían incluso años más tarde a
Lisboa fueron procesados y ejecutados (ahora sí, con garantías) tras reconocerlos sus
víctimas muchos años después. Los conversos fueron rehabilitados en cargos y
funciones, pero no pudieron evitar que el sucesor del rey Manuel, movido por las
presiones políticas de España, estableciese la Inquisición en Portugal solo treinta años
después de la masacre de Lisboa. No fue abolida hasta 1821.
Mátenlos a todos, el Señor sabrá cuáles son suyos (Almarico Amaury, Abad de
Citeaux. 1209).
De los dos grandes terremotos que ha sufrido Lisboa en los últimos quinientos años,
apenas tenemos documentación del primero. Veinticinco años después de la masacre de
Lisboa, los conversos habían huido de la zona baja de la ciudad donde, con epicentro en
la iglesia de Santo Domingo, habían tenido lugar las peores matanzas. La antigua
judería de la colina de Alfama los acogió y, restablecido el orden, fueron recuperando
posición y actividad, aunque el odio hacia los cristianos viejos por los sucesos, y de los
viejos a los nuevos por lo que vino después,
quedaba soterrado.
Santo Domingo presidiendo un auto de fe, de Pedro
Berruguete.
En la madrugada del 26 de enero de 1531 un
terremoto de 8 grados en la escala Richter hace
temblar por tres veces la ciudad que queda
parcialmente destruida. Una parte del palacio real,
el Rossío, la Torre de Belem, Jerónimos y, por
supuesto, gran parte del monasterio adjunto a la ya
tristemente famosa iglesia de Santo Domingo se
vienen abajo y mueren alrededor de treinta mil en
una ciudad de cien mil habitantes. Los monjes de
Santarem, un monasterio cercano, enseguida
relacionaron el desastre con la presencia de
conversos rehabilitados por el rey tras la masacre.
Tuvo que ser Gil Vicente, poeta y dramaturgo,
quien escribiera una carta a los propios monjes
acusándolos de provocar el terror y el odio sectario entre los fieles fomentando la
superstición y el sectarismo. Los cataclismos, decía Gil Vicente, no eran resultado de la
ira divina por los pecados de los hombres en todo caso culpables del odio entre sus
semejantes. También escribió cartas al rey, condenando la persecución que aún sufrían
los conversos acusados de judaizar. El hecho de que la mayoría de las familias
conversas, refugiadas en la colina de Alfama, se vieran menos afectadas por aquel
terremoto bastó para aumentar la presión social a favor de la represión por herejía. La
Inquisición en Portugal se oficializa apenas treinta años después de la masacre de cuatro
mil conversos y el castigo posterior de las tropas del rey Manuel a la población de
Lisboa.
Dos siglos después se produce un terremoto aún más devastador, la peor catástrofe
natural europea de la que tengamos noticia nunca: el gran terremoto, tsunami e incendio
de Lisboa de 1755. La población de Lisboa era ya el doble y murieron entre sesenta
mil y cien mil personas. La destrucción del barrio de Baixa, aquel donde antaño se
masacró a los conversos fue prácticamente total. Las réplicas se prolongaron durante
tres años y el convento de Santo Domingo quedó muy dañado, aunque rápidamente se
iniciaron las labores de reconstrucción de la iglesia. Enfrente de la misma se situaba el
Tribunal de la Inquisición. Como ya sucediera en 1531, muchos fueron los que
culpabilizaron a los herejes de aquello. Voltaire, sin embargo, escribía a un amigo en
una carta, recién informado del suceso: «[...] me agrada la idea de que aquellos
reverendos padres, los de la Inquisición, fallecieran bajo el colapso de la ciudad como el
resto. Servirá para enseñar que los hombres no deben perseguir a otros hombres, porque
en cuanto los beatos hipócritas queman a unos cuantos en la hoguera, la tierra se abre y
se traga a todos sin distinción».
La reconstrucción de Lisboa, bajo el gobierno del todopoderoso Marqués de Pombal,
fue una obra hercúlea que cambió la fisonomía del centro de la ciudad, la antigua gran
judería de Baixa desaparecida para siempre. Fue Pombal un hombre ilustrado y un
déspota con todo aquel que se interpusiese en su voluntad de prosperidad y progreso
para la ciudad y el país. El antisemitismo por supuesto arreció tras el terremoto y fueron
muchos los que presionaban al rey José para que contraviniera la nueva ley de Pombal
que eliminaba cualquier distinción entre cristianos viejos y nuevos y esta diferencia
fuese visible de algún modo. El rey, queriendo contentar a todos, ordenó a Pombal que
diseñara algún tipo de emblema que los identificase y Pombal volvió a los pocos días
mostrando al rey no una enseña, sino tres iguales: «Para el judío, para mí y para vos
mismo. En Portugal, todos somos judíos». Lo que pudo ser un gesto de grandeza, en
Pombal siempre tenía un sentido prosaico. Con una mano defendió a los conversos que
financiaban la reconstrucción de Lisboa y con otra ejerció la represión total hasta la
expulsión de los jesuitas, quienes en las colonias abogaban por la dignidad de los
indígenas y su educación, entorpeciendo el esclavismo que tanto ayudaba a las colonias
a tener un comercio próspero. Pombal sería un ilustrado, pero ante todo, siempre fue un
hombre práctico.
La iglesia de Santo Domingo, menguada tras dos terremotos pero en pie desde el s.
XIII, siguió siendo el centro donde se leían las sentencias del Tribunal de la Inquisición,
aunque Pombal prohibió definitivamente los autos de fe y las hogueras en 1765. Solo a
partir de 1800 se volvió a readmitir a la comunidad judía en el país, y la Inquisición fue
finalmente abolida en 1821.
Durante la II Guerra Mundial Portugal adoptó una política bastante liberal permitiendo
la entrada de miles de refugiados judíos, y se convirtió en centro de operaciones (y
espionaje) de muchas organizaciones judías con enlaces en América y Europa.
Del viejo convento de Santo Domingo apenas quedaba la iglesia, con una nueva portada
neoclásica rescatada de un palacio tras el terremoto de 1755 y un interior barroco con
pinturas valiosas y tallas cubiertas de oro y telas preciosas, que seguía usando la nobleza
y corte portuguesa para sus ceremonias religiosas.
Y entonces ocurrió.
… y yo, Elías, invocaré el nombre del Señor y el que responda con fuego este es el Dios
verdadero… (1 Reyes 18:24).
No se conocen bien las causas, dicen que fue una vela que cayó de una talla, que
empujó a otra que cayó sobre una tela, y luego cayó otra, y otra… Y así, la madrugada
del 13 de agosto de 1959 un incendio pavoroso destruía por completo el interior, las
tallas, los frescos del s. XVI, el retablo dorado. Cien bomberos estuvieron toda la noche
tratando de apagar el fuego y dos de ellos fallecieron al colapsar la bóveda, evitando
milagrosamente que el fuego se extendiese a los edificios colindantes. Se perdió todo lo
que contenía la iglesia.
Pasaron muchos años hasta su reconstrucción. Hubo muchas dudas sobre cómo
acometerla. ¿Debían replicarse las tallas, los altares, el dorado, las pinturas? Hasta las
columnas de mármoles de colores se habían
derretido con el fuego.
Iglesia de Santo Domingo de Lisboa. Foto:
sjandirks (CC)
Desconozco quienes fueron los que
decidieron la solución final, pero desde aquí
mi admiración, respeto y aclamación por el
resultado. La iglesia de Santo Domingo se
reabrió en 1994 y es hoy una —si no la más— querida de Lisboa. Todo un símbolo
contra el sectarismo y la barbarie fanática que estremece e invita a la oración sea cual
sea el credo del visitante. Y aunque no lo tenga.
Al fin el fuego tuvo un sentido purificador.En el largo (plazuela) frente a su puerta se
puso en 2004 un memorial en honor a las víctimas de la masacre de 1506, en todos los
idiomas. Pero si el fuego de Santo Domingo hoy Voltaire lo hubiera interpretado como
justicia divina, el edificio que hoy ocupa enfrente lo que fue el Tribunal de la
Inquisición es la justicia poética: el Teatro de Doña María luce la estatua de Gil Vicente
sobre la portada, aquel autor que intercedió contra el sectarismo y cuyas obras persiguió
la Inquisición.
Gil Vicente, crítico satírico de las costumbres, siempre recordó a los clásicos:
Ridendo castigat mores. Riendo se castigan las costumbres.
Tomado de: http://www.jotdown.es/2014/09/limpieza-de-sangre-cuando-ardio-lainquisicion/
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