PUERTA DE URGENCIAS De vez en cuando notaba esa sensación: el dolor, mejor dicho, la molestia le bajaba desde el cuello recorriendo el brazo y llegaba, algunas veces, a dormir la punta de los dedos; otras veces, incluso, se metía por el tórax y, bajando por el pectoral, se hacía fuerte en el esternón. Como todo aquello le ocurría en la parte izquierda del cuerpo, a ratos se acojonaba pensando que estaba sufriendo un infarto. Incluso, su mujer le llevó una noche a urgencias donde le explicaron que esto no era más que una fuerte contractura cervical, que se agudizaba en periodos de estrés. A pesar de todo, como hoy la cosa duraba más y era más intensa, la ansiedad le ha vuelto a vencer y se ha ido a solas en el hospital. Como ha llegado muy nervioso, le han puesto un diazepam bajo la lengua y la han pasado a la sala de espera, la cual comparte con cincuenta o sesenta personas. Enseguida, un hombre de unos cuarenta años le explica que estaba allí desde hacía cinco horas acompañando a su madre, que proviene de otro hospital donde le han hecho una operación que ha salido mal, y que nadie les ha llamado aún ni les ha dicho ni pío, y se plantea si eso es normal. Anselmo, que es poco amigo de confraternizar con desconocidos, le ha contestado sin levantar la vista del libro que sí, que la cosa se puede prolongarse muchas horas más. Le ha venido a la cabeza, pero no se lo ha contado al otro, la segunda vez que fueron de urgencias con su madre. Había sufrido una trombosis y llegaba en un estado lamentable y, aun así, tardaron cuatro horas en hacerle la primera exploración, mientras languidecía sin que las airadas protestas de hijos obraran ningún efecto. Anselmo intenta concentrarse en la lectura para olvidarse de sus molestias y aislarse de las miserias que ve a su alrededor. Una mujer muy vieja brama de dolor en una camilla; enfermeras, médicos y demás fauna sanitaria pasan por su lado con indiferencia; la indiferencia necesaria, supongo, para poder trabajar en un hospital y no morir de pena. Una chica de unos diecisiete años, cargada con una enorme mochila intenta calmar a la abuela, pero es inútil, la anciana grita, llora, duerme, se despierta gritando de nuevo; la joven se desespera, se va, vuelve, ahora la riñe, ahora la mima... Anselmo recuerda las largas noches pasadas en el hospital cuidando a la madre y, años después, al suegro. A la angustia por el familiar enfermo se unía la incomodidad de aquellos potros de tortura que llaman "butacas del acompañante", el entrar y salir del personal a hacer sus trabajos, las evoluciones de los vecinos de habitación. Noches interminables en que pensaba que no debe haber un lugar más deprimente que un hospital, donde las penurias humanas afloran con tanta crudeza. Ya dos horas de espera y la sala, lejos de vaciarse, se llena cada vez más. "Son las tres, hora del cambio de turno", dice una habitual de las urgencias, "hasta que no termine aquí no llaman a nadie". Por la puerta entra una mujer acelerada, estirando el cuello preocupada, buscando a alguien; finalmente ve al hijo, tumbado en una camilla con la pierna derecha en alto. Anselmo deduce que el chaval ha debido tener un accidente con el monopatín, por qué tanto él como la chica que lo acompaña no llevan más equipaje que sus monopatines. El chico ha estado todo el tiempo charlando animadamente con la amiga, riéndose, haciéndose autorretratos con el teléfono. La madre ha agradecido a la chica la compañía y la ha despachado rápidamente. Ahora sí, ahora que se ha quedado a solas con la mamá, ahora que la novieta no le ve, el joven se queja, incluso llora un poquito. Anselmo bromea con la madre, "hace un momento no le dolía nada"; "ya lo supongo, ya" ríe la mujer. Precisamente, en este instante, llaman al adolescente por la megafonía. Anselmo vuelve a la lectura; de él no se acuerdan. Y ya han pasado tres horas. En un rincón de la sala una pareja, que ya estaba cuando llegó Anselmo, protesta, con toda la razón pero con muy poca educación, a una auxiliar que pasaba por allí; ella, a su vez, tampoco ha sido demasiado correcta en la respuesta. La pareja vuelve a lo suyo, ella acostada en la camilla se lamenta de un dolor abdominal, él la cuida solícito. Demasiado solícito, le parece a Anselmo que se fija en las evoluciones del hombre; sí, definitivamente, demasiado solícito para lo que requiere el lugar ... y el malestar de ella; que tampoco es que rechace las caricias subidas de tono que le dispensa su hombre. A todo esto el diazepam ya ha hecho su efecto y Anselmo está más tranquilo. Ahora tiene al lado a uno que le está contando que a su hermano se lo han llevado hacia dentro hace muchas horas y nadie le da razón, y está muy preocupado porque el hermano es muy mayor y está muy delicado. Es el punto de inflexión que necesitaba Anselmo: si no le ha dado el infarto todavía, después de cinco horas de espera, ya no le dará; por eso decide abandonar al confidente y el hospital. Mientras sale a la calle escucha que por la megafonía llaman: "Anselmo Lucas Barral, consulta 5" pero no retrocede. Visto todo lo prefiere morirse de un infarto fulminante en la calle que de angustia en una sala de urgencias. Malilla (L’Horta), 12 de abril de dos mil dieciséis