La Pregunta Filosófica José Luis Vega

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La Pregunta Filosófica
José Luis Vega
El anciano despertó más temprano. Repasó el orden del día más rápidamente que lo que
el tiempo se cumple. Ninguna omisión ni deudas sin pagar. Eludió la puerta de su toilette.
Con el tacto de sus pies controló el repertorio sinuoso que lo cruzaría hasta la biblioteca.
Sus yemas y sus dedos rígidos de edad acertaron la solapa de un sobre mediano. En la
fotografía estaba él de muy pequeño, en brazos de su padre, y su madre junto a ambos.
La ternura persiguió uno a uno los detalles del rostro de ese niño. El sentimiento cubrió
la extrañeza de verse frente a sí en la disparidad extrema que se daba entre aquel que
lucía siendo un niño -ante la bienvenida con que la vida cumple en él todos sus halagos,
presente en la emoción visible de sus padres- y del que ahora presume los arreglos del
adiós cada vez antes de acostarse.
Ese hombre mayor sabe que ese niño es él mismo. Comprueba su identidad con el mismo
estupor en que queda extrañado de sí mismo. Ante él mismo. La lejanía desde la que un
niño deviene anciano es más ardua que la certeza de que ambos sean él mismo.
Comprueba que en cada evidencia de que es él, reverbera ese estupor al que ninguna
comprobación es capaz de acostumbrarlo
Ocurre entonces que el anciano comprende que aquello que lo que él es y que quien él
es, se eleva como una verdad sentida tan luminosamente que pone en penumbras todas
sus demás certezas.
El orden de la vida lo excede en el antes y en el después de su existencia. Esto él lo sabía
desde pequeño. Lo siguió considerando un enigma como otros tantos enigmas que no se
resolverán. Y se acostumbró a vivir pensando que ese presunto enigma ya podía ser
olvidado definitivamente, pues su vida debía no demorarse y aplicarse a lo que en cada
día se debía hacer.
Ahora las cosas son distintas: lo que fue un enigma durante casi toda su vida, ajeno a sus
intereses, exterior a sus movimientos internos, lejano a sus propósitos más reales, ahora
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deja de ser lejano, extraño, exterior. Se convierte en la atmósfera desde la que no quiere
salir para sentir, pensar y ser. Es ahora el espacio vacío de un atardecer lleno de silencios
en el que él quiere recordar, callar, despertar y anochecer.
El anciano contempla su ser, su historia, su presente, su delgado futuro a trasluz de todas
las cosas: del mundo, de su barrio, de sus trabajos, de sus hijos, de aquellos que tanto
añora. Y entonces ya no su ser, sino el ser, la existencia, el hecho de que haya mundo y
cosas, y de que él haya existido, y aún exista, todo se convierte en su atmósfera más
universal, más completa, en la que él respira lo que él es, lo más singular, lo más
auténtico. Lo único que ahora importa.
Sigue sabiendo que no podrá resolver esto. Como lo supo siempre. Sólo que ahora quiere
vivir, existir, mirar, callar y esperar sin salirse de este misterio que lo nombra como nada
ni nadie lo ha nombrado.
Tocar con la pregunta por el ser la certeza de que éste es mayor que todo saber que de
él se ocupe. Y que vivir en la lucidez de esta infinita tensión es hacer justicia a toda su
humanidad y a toda su persona.
El anciano no quiere salir de este espacio vacío en cuyo misterio debe seguir vigilando
como se vigila y se cuida algo crucial para que pueda llegar lo imposible, imprescindible,
inesperado, pero siempre irrenunciable.
Pensó en los relatos de los héroes que tanto le gustaban. Esos héroes que interrogaban y
desafiaban al orden de las cosas y por ello eran condenados y debían morir, porque
siempre algún dios, por celo o por envidia se cargaba de ira.
Entonces el anciano comprendió que soportar esta espera era algo heroico. Y que tarde o
temprano los hombres deberían decidir si serían heroicos o si se pasarían la vida huyendo
de esta verdad final.
Heráclito lo ha dicho con su habitual naturalidad:
“Si no se espera lo inesperado, no se lo hallará, dado lo inhallable y difícil de acceder
que es”1
1
Heráclito de Éfeso, Fragmento 18.
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El anciano mira su pregunta inmensa ante todo esto que mira y que silencia.
Es la pregunta con la que los hombres inauguran el amor por las verdades decisivas que
son más grandes que la misma pregunta y que por ello no se dejan abarcar por ninguna
evidencia.
Son las verdades de las que se capta un atisbo, pero un atisbo tal que así se sabe mucho
más que las pruebas que se puedan ofrecer de aquéllas.
Nuestro anciano se halla así arrobado por el exceso de su ser frente a todo lo que luce su
saber de sí. Una desproporción en la que él y cada hombre están definitivamente abiertos
al mundo y a los seres. Una des-coincidencia de conocimiento y ser se da en el seno de
su propia vida, y a través de esta diferencia e inadecuación su vida y él se van
desenvolviendo únicos y genuinos, mientras en la partitura de sus peguntas tan suyas
como humanas y de todos el anciano encuentra la pureza de sus grandes motivos para
que así esto ocurra. Para que su paso decisivo hacia sí mismo sea el amén al misterio en
el que participa y arraiga, y que fuera del cual ninguna respuesta puede ser legítimamente
una respuesta que haga justicia al valor que lo alienta, y al desamparo desde que formula
todas las cuestiones que lo atraviesan.
Como un sacerdote ante las ofrendas, así está el hombre ante la existencia y ante la
misteriosa presencia de su propia vida.
Pero el anciano sabe algo más: sabe que estas cuestiones decisivas que ahora afronta no
son solamente suyas. Por eso sabe que la respuesta que deba y pueda dar deberá cumplir
un requisito doble: deberá ser suya, original, y por ello revelará algo sin lo cual él no sería
él. Pero a su vez, deberá ser capaz de irradiar un sentido superior, que supere su
individualidad, y en el cual pueda cada quien hallar algo de su propia respuesta.
Por lo tanto, su respuesta lo revela a él si revela la condición humana en su hondura, y
recíprocamente.
Esta es una verdadera respuesta filosófica. Que por serlo siempre señalará un nuevo
espacio donde ahondar la pregunta respondida, reconociendo que toda verdadera verdad,
que toda verdadera respuesta, inaugura más verdad y más respuestas.
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Un hallazgo filosófico real inscribe en el reino de la verdad la nueva luz bajo la cual todo
aquello que es hijo de la luz, y, por consiguiente, es en la luz, queda revelado de modo
que se vuelve más verdadero aún bajo su especial custodia y sobreabundancia. .
Un hallazgo filosófico sobre el hombre debe ser precisamente sobre el hombre y no sobre
un hombre. Esto no significa que dicho hallazgo no encuentre su lugar de nacimiento en
una cierta biografía particular. Pero en dicha biografía única toda la humanidad en tanto
tal ha quedado nuevamente alumbrada y comprendida en una elocuencia inédita y
decisiva. Toda universalidad resplandece en la irrepetibilidad singular en que aquella se
realiza y es albergada.
La filosofía deberá hacer justicia a esta unión amorosa y no dialéctica entre lo universal
y lo singular. A la unión entre la razón y el sentimiento, el cual penetra más allá de la
razón, pero gracias a ésta, el firmamento del valor, del bien, de la belleza, sin el que la
razón morirá de inapetencia y de pena.
Así es que nuestro anciano –niño puede recordar, entre el manojo de esas preguntas que
jamás perecen, las tres preguntas con que Kant centró al hombre frente a su existencia:
1) ¿Qué podemos conocer?
2) ¿Qué debemos hacer?
3) ¿Qué nos es dable esperar?
Estas preguntas se desdoblan en dos niveles, ambos irreductibles entre sí pero no
menos solidarios en su mutua complementariedad:
i)
Se puede preguntar respecto de las causas que expliquen el hecho mismo de
la existencia de los diversos seres.
ii)
Se puede interrogar acerca del sentido de la existencia misma por el que se
comprenda a ésta misma.
Los caminos de los nexos necesarios entre causas y efectos deberían poder
completarse en la comprensión de la significatividad de la existencia, del sentido
único de cada ser, que hace de él tal vez una preciosa metáfora del mundo entero
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Veremos de qué manera estas preguntas se han tratado de formular de modo de que
la participación real en ellas sea la participación en el ser, en la vida personal, en la
historia de la existencia misma.
Esta participación es lo que se propone aquí entender por filosofía.
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