El Universal

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EL UNIVERSAL
I METRÓPOLI I C3
Lunes 12 de agosto de 2013
HÉCTOR
DE MAULEÓN
Twitter: @hdemauleon
[email protected]
El Automóvil Gris
CRECÍA LA CONVICCIÓN DE QUE LOS EXTREMOS DE GOBIERNO Y
BANDIDAJE NO SÓLO SE TOCABAN, TAMBIÉN SE CONFUNDÍAN, Y
CORRÍAN LEYENDAS QUE SEÑALABAN COMO DIRECTORES OCULTOS
DE LA BANDA A LOS GENERALES PABLO GONZÁLEZ, AMANTE DE LA
ACTRIZ DEL TEATRO PRINCIPAL, MIMÍ DERBA, Y JUAN MÉRIGO,
AMANTE DE LA ESTRELLA DEL LÍRICO, MARÍA CONESA
O
currió hace un siglo, en 1913, durante los días de efervescencia de la Decena Trágica. Un granadazo disparado desde la Ciudadela abrió un boquete en los muros
de la cárcel de Belén y dio lugar a la aparición de una calamidad
pública a la que los diarios de la época llamaron los Asaltantes
Automovilistas, la Banda de Cateadores o la Banda del Automóvil Gris.
Aquella tarde de 1913, aprovechando la confusión creada por
el cuartelazo de Félix Díaz y Manuel Mondragón contra el gobierno de Francisco I. Madero, los reos de la cárcel más temible
de México destruyeron los expedientes que consignaban sus
fechorías y huyeron bajo las balas hacia los llamados “barrios
de la delincuencia”, las colonias de la Bolsa, Santa Julia, las
Trancas de Guerrero y la Candelaria de los Patos.
En el libro de entradas y salidas que habían olvidado destruir,
quedaron, sin embargo, consignados los apodos y los nombres
de la mayor parte de ellos: Higinio Granda, Santiago Risco, Rafael Mercadante, Enrique Rubio Navarrete, Francisco Oviedo
y Mario Sansi. Con ellos huían también dos sujetos apodados
El Pifas y El Gurrumino: el primero era un ladrón de cajas fuertes que se había hecho célebre desde que fue mandado traer de
la cárcel para liberar al cajero en jefe del Banco Nacional de
México, que accidentalmente había quedado encerrado en la
bóveda, y a quien ni los expertos de la Casa Mosler habían sido
capaces de rescatar.
Mientras Madero era asesinado y Victoriano Huerta subía al
poder, el líder del grupo, Higinio Granda, reagrupó a sus cómplices en un antro de la colonia de la Bolsa, llamado el Grano
de Arena. Quienes veían en la usurpación de Huerta el regreso
a la antigua “normalidad” porfiriana, ignoraban que estaban a
punto de convertirse en “víctimas colaterales” del cuartelazo
que, con Madero, echó por tierra al primer gobierno democrático de la historia de México.
La caída de Huerta, meses después, las entradas y salidas
continuas de zapatistas y constitucionalistas a la capital del
país, crearon el vacío de poder que Granda y sus hombres necesitaban. Familias ricas, mujeres solas, comerciantes acomodados, usureros de edad avanzada comenzaron a reportar la
existencia de un grupo de delincuentes que, con uniformes militares y órdenes de cateo firmadas por autoridades carrancistas —los generales Pablo González y Francisco de P. Mariel,
entre otras—, se presentaba en residencias de todos los puntos
de la ciudad con el pretexto de buscar armas y municiones, y
salía de éstas cargado de oro, billetes y alhajas.
Los maleantes se presentaban en un Lancia tipo torpedo,
con cuatro puertas, de color gris, o en un Fiat del mismo
color, que luego se supo eran rentados en un garage de San
Cosme. Las primeras víctimas fueron Enrique Pérez y Luis
Toranzo. Siguió un pulquero de apellido González, al que
despojaron de 140 mil pesos, y un ingeniero de apellido Olvera, al que le quitaron 100 mil. El rosario de atrocidades
incluyó al acaudalado Gabriel Mancera, al que le robaron
medio millón.
La gente temblaba si un automóvil cualquiera se detenía
frente a su puerta. Los robos se cometían también en plena
calle. La llegada de la noche abría las puertas del horror.
Crecía la convicción de que los extremos de gobierno y
bandidaje no sólo se tocaban, también se confundían, y corrían leyendas que señalaban como directores ocultos de la
banda a los generales Pablo González, amante de la actriz
del Teatro Principal, Mimí Derba, y Juan Mérigo, amante de
la estrella del Lírico, María Conesa.
En tanto los habitantes de la ciudad se encerraban a
piedra y lodo al caer la noche, los jefes carrancistas cenaban en el Gambrinus o en el Sylvain, los restaurantes
de moda, poniendo a los pies de las tiples alfombras formadas por flores, fajos de billetes y joyas deslumbrantes.
El verbo “carrancear” fue introducido como un sinónimo de despojar.
Venustiano Carranza se vio obligado a tomar cartas en el
asunto. Presionó a sus subalternos y los miembros de la
banda empezaron a caer. Algunos fueron llevados al paredón de la Escuela de Tiro de San Lázaro (el cineasta Enrique Rosas filmó la escalofriante ejecución).
Algunos otros, los más importantes, murieron envenenados en su propia celda o fueron asesinados por otros reos
en los patios de la prisión.
Uno de ellos alcanzó a escribirle una carta a su madre “para que vea que no soy tan malo y pueda descubrir y dar el
nombre del alto militar que nos mandaba a robar”.
En 1923, diez años después de la fuga, el viciado proceso seguía en marcha. De ese año es el titular de EL
UNIVERSAL: “Nunca se sabrá quiénes fueron los responsables del Automóvil Gris”. Un siglo nos separa ahora de esos hechos, y al mismo tiempo nada —como si la
banda del Automóvil Gris siguiera recorriendo las calles
de 2013, y su paisaje fuera la herencia de un sistema judicial en ruinas.
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