La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida Giovanni Cucci, S.J. La reflexión de todos los tiempos ha reconocido la fascinación que ejerce el dinero en quienes lo poseen y más aún en quienes no lo poseen, dando origen al vicio conocido como avaricia. Aristóteles recomienda ser desprendidos en lo tocante a los bienes materiales, es decir, vivir en el justo medio, cuidándose de que sirvan como instru- mentos para poder vivir, mientras apegarse a los mismos es señal de injusticia. “Por cuanto el hombre injusto es un hombre que desea tener más, se verá afectado por los bienes: no todos, sino aquellos vincu- lados con la buena y la mala suerte, los cuales son siempre bienes en sentido absoluto, pero no siempre lo son para algunos. Los hombres los piden en sus oraciones y los persiguen; pero es preciso rogar que los bienes en sentido absoluto lo sean también para nosotros, y elegir aquellos que son bienes para nosotros”1. El peligro del apego a las cosas es un tema muy presente en la Biblia: “El dinero todo lo allana” (Qo 10, 19); “No te afanes por enri- quecerte, deja de preocuparte. Apartas tu mirada y no queda nada, pues echa alas como águila y vuela hasta el cielo” (Pr 23, 4-5); “No te apoyes en tus riquezas, ni digas: «Ellas me bastan»” (Si 5,1): “El insomnio del rico acaba con su salud, sus preocupaciones ahuyentan el sueño” (Si 31, 1). Para Santo Tomás, se trata de una tendencia también presente en los otros vicios capitales, ya que muestra el elemento común de la avidez, “el apetito desordenado”, dirigido hacia cualquier bien posible, sin que esté presente una verdadera necesidad2. La razón “formal” que hace a la avaricia ser un vicio no es tanto mostrar un interés especial en el dinero y las cosas en general, sino que éstas asuman un valor simbólico desmesurado, convirtiéndose en sinónimo de estima, paz, seguridad, poder. No se puede ciertamente sostener que la avaricia es un vicio actualmente reprobado; por el contrario, una sociedad que pro- cura transformar todo tipo de acontecimiento en valor monetario, difícilmente podría censurar la avaricia. Oscar Wilde lo reconoció hace más de un siglo con su acostumbrado y agudo humour: “Hoy en día los jóvenes creen que el dinero es todo. Y sólo cuando llegan a ser más viejos saben que [¿NO?] así es”. Este consenso general en cuanto a “su majestad el dinero” se advierte también en el espacio dedicado por los medios de comunicación a quienes son indebidamente llamados vip, situados en el más alto nivel de las empresas, bancos, instituciones: parecen haber llegado a ser los nuevos sacerdotes del templo en el cual se celebra el culto del hombre moderno. Sin embargo, rara vez parece acompañar al prestigio económico una riqueza igualmente evidente a ni- vel ético, espiritual y humano, como ya reconociera Aristóteles. Cuando estas personas son entrevistadas o descritas en un artículo, casi nunca se muestra “la otra cara de la medalla”, es decir, el precio pagado por todo esto, no sólo en términos de operaciones, sino sobre todo en lo tocante a las personas, a menudo los más débiles, que han pagado los gastos de este victorioso ascenso. También el desarrollo histórico de la sociedad europea ha con- tribuido indudablemente a la formación de esta mentalidad, que de ningún modo es obvia ni se debe dar por sentada. Recordemos, por ejemplo, el asombro de los exploradores de los siglos anteriores al advertir la 1 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida falta de avidez y la total ignorancia a propósito de algo vagamente parecido al término “dinero” en muchos pueblos injustamente definidos como“primitivos”. Semejante comparación, sin embargo, no ha puesto para nada en tela de juicio las convicciones del hombre europeo a este respecto: si bien a partir de Descartes comenzó a dudar de todo, el dinero jamás ha sido objeto de esta revisión crítica propia de la modernidad y nunca ha sido motivo de algún tipo de perplejidad. Retomando a Descartes, la moneda podría calificarse en cambio como una de las pocas “ideas claras y distintas” que se imponen por su propia evidencia. Como observa agudamente Péguy: “Por primera vez en la his- toria del mundo, el dinero está solo ante Dios. Ha recogido en sí mismo todo cuanto existía de venenoso en lo temporal y ahora es una especie. A causa de una aberración no identificada de un mecanismo, de una alteración de la verdad, de un desorden, de un monstruoso enloquecimiento de la mecánica, aquello que debía servir únicamente para el intercambio ha invadido totalmente el valor intercambiable. No se debe decir solamente, por tanto, que en el mundo moderno la escala de valores se ha invertido. Hay que decir que se ha aniquilado desde el momento que el aparato de medición, de intercambio y de evaluación ha invadido todo valor a medir, intercambiar y evaluar, a lo cual dicho aparato debía servir. El instrumento se ha convertido en la materia, el objeto y el modo”3. Esta mentalidad —que de hecho admiran quienes se enriquecen a cualquier costo aun cuando aparentemente la condenan (aunque tal vez en la base de eso se encuentra otro vicio, la envidia)— pue- de encontrar una confirmación en los problemas jurídicos para evaluar la gravedad de tales acciones. Se advierte, en efecto, cierta complicada dificultad para reconocer y consiguientemente castigar en forma apropiada a quienes se apropian del dinero ajeno de ma- nera sofisticada, con apoyo en sistemas computacionales, llevando a cabo operaciones ilícitas, atropellando con la mayor tranquilidad la confianza de clientes ignorantes y ahorrantes con tal de sacar provecho, con consecuencias desastrosas a escala planetaria, como puede comprobarse con la actual crisis económica. Fenomenología de la avaricia Si bien con el término “avaricia” se entiende precisamente el apego a las cosas en general, en realidad ésta ha sido considerada en la reflexión literaria, filosófica y espiritual principalmente en su acepción específica de philargyria, “amor al dinero”4, reconociéndose en el dinero el elemento representativo de todo cuanto puede ser útil y servir en cualquier circunstancia5. Quienes han reflexionado sobre este vicio advierten que no es la necesidad lo que mueve al 2 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida avaro, sino el poder: él espera que al acu- mular podrá disponer como quiera de su propia vida, liberándose de la aflicción de la inseguridad y de la dependencia de los demás, poniéndose al abrigo de los caprichos de la fortuna, de las posibles calamidades ocasionales y en definitiva también de Dios. Y con el tiempo ese vicio ciega y hace ser capaz de llevar a cabo las cosas más horribles con tal de aumentar la propia riqueza. La avaricia resulta ser por lo tanto sumamente difícil de extirpar, porque penetra con suavidad en la profundidad del corazón humano, generando otras malas disposiciones. Precisamente esta dinámica ramificada de la avaricia la hace ser un vicio capital. Ésta es una de las razones por las cuales, según Santo Tomás, la avaricia es un mal muy difícil de curar, “a causa de la condición del sujeto, puesto que la vida humana está permanentemente expuesta a la carencia; pero cada carencia impulsa la avaricia: por este motivo, ciertamente, se buscan los bienes temporales, con el fin de obtener remedio para la carencia de la vida presente”6. Bosch representa la avaricia como un juez corrupto, que parece estar escuchando a un campesino que le pide justicia; pero toda la atención está concentrada en su mano izquierda, que se dispone a recibir una pesada bolsa de monedas para emitir una sentencia suavizada. El dinero se muestra con capacidad de realizar milagros en sentido contrario: hace ciego al que ve, sordo al que escucha y mudo al que habla. La avaricia, vicio del espíritu Las consideraciones desarrolladas hasta aquí muestran cómo la avaricia no consiste esencialmente en el hecho de poseer muchos bienes y tampoco es en sí misma sinónimo de riqueza; es más bien la apetencia y la avidez de posesión lo que endurece el corazón y conduce a la presunción de autosuficiencia, de ser suficiente para uno mismo y no tener necesidad de nada. Éste es el motivo por el cual ha sido asociada estrechamente con la soberbia, con la envidia (porque desearía poseer los bienes de los demás), con la ira (si se pierden los codiciados bienes o no resulta posible conseguirlos). La raíz de semejantes vicios es común: la codicia y el apego a las cosas, como recuerda San Pablo (ver 1 Tm 6, 10; Ef 5, 5; Col 3, 5). Se trata por tanto de un vicio esencialmente afectivo y espiritual: “Dirigido hacia lo superfluo, el deseo del avaro no puede sino ser infinito, pero en la medida en que es infinito es también necesariamente frustrado, ya que las riquezas, cualesquiera sean y en cualquier medida, sea como fuere son siempre finitas”7. De aquí proviene el aspecto religioso de la avaricia, porque el di- nero da la ilusión de ser omnipotente: el dinero, dada su naturaleza, permite una autosuficiencia que ningún otro objeto podría ofrecer. Para Péguy, éste constituye la única alternativa realmente atea de Dios, ya que 3 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida da la ilusión de poder obtenerlo todo, puesto que toda realidad puede transformarse en dinero, que a su vez permite en- trar en posesión de cualquier cosa. Marx, analizando la mentalidad capitalista, fruto de la revolución industrial, advirtió con agudeza y de manera incisiva su carácter esencialmente religioso, es decir, de consagración de todo el propio ser a una realidad considerada absoluta, superior a todas las demás. El dinero es el nuevo dios, el centro del universo capaz de hacer girar alrededor suyo cualquier cosa, con el cual podemos sentirnos omnipotentes: “Soy feo, pero puedo comprarme a la más linda de todas las mujeres. Por lo tanto, no soy feo, en cuanto el efecto de la fealdad, su poder desalentador, es anulado por el dinero. Soy, como individuo, lisiado, pero el dinero me da 24 piernas: no soy por lo tanto lisiado. Soy un hombre malvado, infame, sin conciencia, sin ingenio, pero el dinero es honrado y por consiguiente también lo es su poseedor. El dinero es el más grande de los bienes, de manera que su poseedor es bueno: el dinero me exime de la pena de ser deshonesto, y por lo tanto soy considerado honesto; soy estúpido, pero el dinero es la verdadera inteligencia de todas las cosas: ¿cómo podría ser estúpido su poseedor? Además éste puede comprar a las personas inteligentes, ¿y no es quien tiene poder sobre las personas inteligentes más inteligente que el hombre inteligente? (…) Por el hecho de que el dinero, en cuanto concepto existente y actual del valor, confunde e intercambia todas las cosas, éste constituye la confusión general y la inversión de todas las cosas, y por lo tanto el mundo trastrocado, la confusión y la inversión de todas las cualidades naturales y humanas”8. Esta página repite la historia de siempre de la avidez del hombre occidental. La consideración del dinero como una especie de varita mágica capaz de resolver todos los problemas, de transformar cual- quier cosa en su contrario, está muy presente también en la poesía y en la literatura, como se puede ver en este poema del siglo XII, muy parecido a las consideraciones de Marx: “Si un ladrón o un bandido es arrestado, /se da dinero a los jueces, y de inmediato / se convierte en el justo Catón; / si uno es estúpido y no está en condiciones de estudiar / las artes sagradas, estudie entonces los dineros: / se convertirá en Aristóteles. / Llega un amante agradable a ver a una bella señora. / Si no ha traído nada, es expulsado del tálamo; / se abre camino uno feo, pero lleno de dinero, / y encuentra todo a su disposición. / El dinero reina, gobierna, impera y todo derrota. / Manda junto con Júpiter; / ambos, erigidos en divinidad, son venerados en todo el mundo, / pero vale más el dinero, que como dios cuenta por dos. / En realidad, lo que ni los truenos ni los rayos pueden someter, el dinero lo somete y lo hace propio. /Júpiter ofendido no se venga de todos los insultos; / son innumerables en cambio las ofensas que el dinero castiga”9. La avaricia, por cuanto no tiene relación con una necesidad del cuerpo ni tiende a un placer en sí mismo, busca una satisfacción de tipo afectivo, pero al mismo tiempo impalpable, vinculada con la imaginación. Este carácter espiritual de la avaricia lo muestra muy bien su objeto básico, el dinero, que tiene en sí mismo un componente esencialmente 4 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida simbólico de referencia a otra cosa: es un simple trozo de papel, pero permite el acceso a otras cosas, proporcionando de tal manera honores y consideraciones. El dinero parece estar en condiciones de abrir cualquier puerta, de transformar cualquier defecto, como observó Marx: “El dinero no sólo está en condiciones de representar todas las riquezas en cuanto medida de su valor; hay en éste, en el material que lo constituye y en el uso que los hombres hacen del mismo, también una extraordinaria fuerza simbólica, que mediante la evocación del fantasma de la idolatría, es capaz de dar una connotación ética a las riquezas en sentido negativo, aumentando de este modo el peso específico de la culpa de todos aquellos que lo aman demasiado”10. De este modo, la avaricia se manifiesta como una forma mundana de consagración a un ídolo, algo a lo cual estamos dispuestos a ofrecer toda nuestra vida, sacrificando por el mismo ante todo la propia libertad y dignidad: “Así como el perro está condicionado para emitir la saliva, ya no a la vista de la comida, sino al sonar la campana que la anuncia, sin verla en realidad, el avaro es atraído por el dinero aun cuando éste se acumule sin ser utilizado”11. En este vicio se advierte una situación invertida también a propósito de la práctica de morti- ficación y penitencia: el avaro se impone un ascetismo con miras al futuro, experimentando vagamente el presente en vez de vivirlo. Y el ansia, por su parte, le impide gozar de lo que posee, aun cuando lo haya obtenido con éxito. San Ignacio de Loyola reconoció en la avidez por las cosas el primer lazo puesto por el demonio en el pie del que desearía caminar en la vida espiritual, de lo cual proviene cualquier otro tipo de vicio y mal posible12. Ciertamente, el dinero, muy lejos de tranquilizar, cuando se convierte en un fin en sí mismo, aumenta los temores: el temor de perder lo ganado, de que un rival se adjudique un negocio anhelado, de ser superados en la escala social, resultando inútil el afán de toda una vida. Debido a un curioso mecanismo psicológico, cuando se busca una seguridad excesiva, que el dinero debería proporcionar, se obtiene el resultado precisamente contrario: el ansia y la insegu- ridad se difunden y 5 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida prosperan con intensidad cada vez mayor13. Éste es exactamente el estado de ánimo característico de los avaros: “Siempre están agitados y su alma no tiene reposo. La urgencia por poseer lo que aún no tienen hace que lo que ya tienen les parezca nada. Por una parte, traman a causa del temor a perder lo que ya han acumulado, y por otra trabajan por poseer otras cosas, lo cual implica nuevos motivos de temor”14. Los Padres de la Iglesia destacan a menudo la angustia mortal que perturba al avaro, considerada como una serpiente que se muerde la cola: mientras más posee, es más poseído por aquello que lo impulsa a acumular, es decir, el ansia y el miedo15. Otro sentimiento típico del avaro es la tristeza, ligada a la desilu- sión de nunca poder encontrar plenamente lo que anhela, sintiéndose en cambio cada vez más indigente: “Así como el mar nunca está sin olas, del mismo modo el avaro nunca está sin tristeza”16. Su tribulación recuerda el castigo terrible al cual fue sometido el rey Midas, un castigo que consiste precisamente en atender a su voraz apetencia. Hay una especie de extraño masoquismo en este vicio, en cuanto lo que se considera la única fuente de felicidad en realidad hace angustiarse hasta arruinar la propia vida: “No sólo se privan los avaros de la alegría de lo que tienen y de lo que no se atreven a usar para su deleite, sino también de aquello con lo cual nunca se sacian y siempre tienen sed: ¿puede haber algo más penoso?”17. Dante muestra el carácter peculiar del avaro mediante un esbozo fulgurante: en el canto VII del Infierno, destaca que los avaros resucitarán con el puño cerrado, para simbolizar su manera ya cristalizada para siempre de enfocar la vida, los demás y los bienes. El avaro está fijado para la eternidad en una actitud que lo hace desear atrapar todo en sí mismo, pero termina atrapando el vacío, sofocando y matando todo cuanto lo rodea, empezando por sí mismo. Para Dante, éstos constituyen el grupo más numeroso que se encuentra en el infierno, 6 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida hasta el punto que sería preciso poner en la entrada el fatídico anuncio: “Estamos llenos, no hay más lugar”. “Vi aquí mucho más gente que en las otras partes”, señala con sarcasmo18. Quienes tienen este vicio son tantos y tan diversificados que deben ser colocados en diversos circuitos del infierno: están los usureros y los simoníacos, respectiva- mente en el séptimo y el octavo círculo; los avaros y los pródigos (“el corto aliento“), que basaron su vida en la vana fortuna, y eternamente se reprenden por sus respectivos vicios, aun cuando es inútil, ya que unos son incapaces de comprender la actitud de los otros. El avaro, un hombre solo La avaricia, siendo animada por la estrechez de espíritu, manifies- ta la pobreza de ánimo de quien padece de la misma: es incapaz de gestos generosos, de involucrarse en algo sin calcular antes cuánto podrá ganar. Hay una estrecha relación entre avaricia y soledad: el avaro se encuentra a sus anchas sólo en compañía de las cosas, única realidad en la cual puede confiar: “La imagen es de un personaje triste, solitario, abandonado por los amigos, poco locuaz, siempre suspicaz, a menudo brusco y arrogante, en el mejor de los casos mal educado”19, porque la avaricia embrutece el ánimo, hace ser a las personas burdas, superficiales, infelices, en una palabra inhumanas. El avaro se ha fosilizado, convirtiéndose en una sola cosa con las riquezas que ha acumulado, asumiendo la misma fijeza impersonal de las cosas, que es como decir que ha muerto. De hecho, precisamente en el momento de la muerte, la soledad del avaro se manifiesta enteramente, ya que nada de cuanto lo rodea y a lo cual se ha apegado puede realmente sostenerlo y confortarlo; haciendo trueques entre las personas y las cosas, nunca ha podido amar a nadie. Como un faraón sepultado en su pirámide, ha reali- zado a pesar suyo el sueño que lo acompañaba desde siempre: llegar a ser una sola cosa con sus riquezas; pero quien observa las cosas desde afuera advierte un espectáculo muy distinto: “Quienes han descubierto el tesoro de Tutankamón deben haber experimentado algo espectral. Imaginemos el cuerpo del faraón sellado junto con sus riquezas durante todos estos siglos en una habitación oscura y sin aire. Al abrirse, su cuerpo se había descompuesto, pero el oro y los alabastros conservaban su forma y sustancia, y resplandecían como siempre. Lo que resultaba estar ausente de todo esto era el faraón mismo. Las joyas hablaban de su majestad —es decir, de su status—, pero nada decían del hombre (…), un objeto sepultado entre otros objetos (…), 7 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida en medio de los cuales ese hombre se convirtió en el objeto más apagado y sin vida. Si observamos con franqueza nuestras sociedades actuales, ¿cómo podemos negar que ésta es también nuestra imagen?”20. Remedios para la avaricia Para Aristóteles, la virtud contrapuesta a la avaricia no es la pro- digalidad, que es más bien un vicio opuesto en sus manifestaciones, pero muy parecido en su dinámica afectiva, como muy bien lo vio Dante. La actitud contraria a la mezquindad es más bien la liberali- dad, analizada en el libro IV de la Ética a Nicómaco, entendida como la capacidad de dar de acuerdo con las propias posibilidades. Usar lo que se ha recibido para que otros puedan vivir bien es el mejor reme- dio para el vicio de la avaricia, porque atañe al afecto, permitiendo experimentar a quien da sentimientos nuevos, que lo hacen capaz de gestos no concebidos anteriormente. Este cambio de sensibilidad afectiva hacia las cosas puede contrastar eficazmente la avaricia, como muy bien lo reconoció Cassiano: “De nada servirá privarse del dinero si subsiste en nosotros el anhelo de poseerlo”21. Semejante predispo- sición ciertamente despierta en el corazón de quien procede de ese modo el deseo de emplear bien la propia vida, y hace a la persona capaz de sacrificios incluso notables, porque el corazón se ha vuelto sensible a los sufrimientos y a las necesidades de los demás. Ésta es por otra parte la verdad misma de las cosas: éstas existen en vista del otro; son, como recuerda Winnicott, objetos transicionales , una posibilidad de salir de la soledad autista del yo para encontrar al otro (trans-ir)22. Precisamente en el encuentro con el otro, en la relación, el hombre encuentra la verdad de sí mismo. Compartir los bienes es la condición básica para que la vida se difunda y desarrolle cada vez más. La actitud del avaro constituye violencia contra la naturaleza misma; su tendencia a la acumulación es un auténtico proyecto de anticreación. El Creador quiere transmitir y comunicar su propio ser y aquello que le pertenece. Del mismo modo se comportan sus criaturas: el sol transmite la luz, el fuego el calor, los árboles los frutos (…). El avaro, en cambio, no quiere compartir con nadie lo que posee sino cuando lo obliga la muerte23. Tal vez en el fondo de la avaricia se encuentra este esfuerzo so- brehumano de querer ganarse la existencia, merecer vivir: forma enfermiza de autoestima. Por el contrario, sin la gratuidad nada sería posible, y con mayor razón no sería posible ganancia alguna, riqueza alguna. Por otra parte, nadie podrá jamás equilibrar las cuentas, debiendo más bien gastar para emplear a su vez lo que recibió gratuitamente. Indudablemente, también a propósito de este vicio, un recorrido espiritual resulta de gran ayuda para cultivar la gratuidad y saborear la vida, mostrando la importancia de situarse frente al Señor en un espacio que es por definición sagrado (= separado) y no productivo. Semejante 8 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida predisposición de ánimo abierta a la relación que acoge gratuitamente el amor de Dios ayuda a introducir sentimientos nue- vos que dan sabor a la vida. Ésta es una de las múltiples verdades contenidas en la enseñanza bíblica del sábado, entendido como día consagrado al Señor: El judaísmo procura transformar nuestro deseo de las cosas del espacio en deseo de las cosas del tiempo, enseñando al hombre a desear el séptimo día durante toda la semana (…). Es como si al mandamiento: «No desear las cosas del espacio», correspondiese: «Tú desearás las cosas del tiempo» 24. Cuando se olvida santificar ese día, uno se enajena, extraviándose en las cosas. En el fondo de las prescripciones dadas al pueblo de Israel en vista de la entrada a la tierra prometida, se encuentra la convicción de que lo que más cuenta, más que los bienes recibidos, es el bien que con éstos se puede realizar con los más pobres. Esta preciosa enseñanza es recordada por la Biblia mediante la invitación a ofrecer el diezmo al Señor (ver Dt 14, 22-29) a favor del necesitado y el forastero. El diezmo para ofrecer recuerda dos cosas fundamentales al creyente: que todo cuanto tiene y es, existe en forma de don y no de mérito, además que mediante el diezmo el hombre restituye en pequeña medida aquello que en el fondo no le pertenece realmente, creando esos espacios de comunión que pueden considerarse, como el sábado, un anticipo de la beatitud eterna. En el relato de K. Blixen, La fiesta de Babette, que ha llegado a ser famoso también gracias a una excelente realización cinematográfica, se encuentra en forma literaria todo lo que se advertía en el ámbito espiritual, es decir, el poder del don de reestructurar una situación a nivel individual y social. En el relato, ambientado en un pequeño pueblo de Dinamarca a fines del siglo XIX, esta transformación se nota ante todo en relación con la donante, Babette, que ha llegado como prófuga a ese pueblo, con una his- toria de fracasos, sufrimientos y luchas a su haber. Lo único que todavía conserva es un boleto de lotería, con el cual al cabo un tiempo obtendrá el primer premio, 10.000 francos, una verdadera fortuna. En este punto, todos esperan que Babette abandone el pueblo y disfrute con el dinero; ella, en cambio, decide utilizar- lo únicamente en preparar una comida de agradecimiento a la comunidad, una comida rica en todos los bienes de Dios. Y al final del relato se llega a saber que la persona más beneficiada ha sido precisamente Babette. Ante la objeción en el sentido de que no debería haber derrochado todo esto por ellos, responde con inesperada sencillez: ¿Por ustedes? No, por mí (…). Soy una gran artista (…). Un gran artista, mesdames, nunca es pobre. Tenemos algo, mesdames, sobre lo cual nada saben los demás 25. Ciertamente, Babette, al preparar esa fiesta, pudo ella también reconciliarse con los que le habían hecho daño, las personas que dieron muerte a familiares suyos, obligándola a huir sola e indigente de París. Ella ya no está resentida con ellos, porque también para ellos supo poner a disposición su capacidad de cocinera: también dio a conocer su talento de cocinera a sus 9 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida enemigos y es esto en definitiva lo único que ahora cuenta para ella, lo que ha hecho que sea bella su vida. Porque, mesdames —dice al final—, esta gente me pertenecía, era mía (…). Podía hacerla feliz. Cuando me esmeraba, lograba hacerla perfectamente feliz 26. Este relato puede considerarse un hermoso comentario narrativo de la Eucaristía, la comida en la cual el Señor Jesús llama a reunirse a los suyos, amigos y enemigos, consumiendo todo su ser, su vida misma por todos, para que todos estén en comunión con Él y entre ellos. La verdadera riqueza, que realmente nos pertenece, es la que se recibe ofreciendo lo mejor que se tiene, convirtiéndonos en partícipes de la generosidad superabundante de Dios. Sólo dando es posible salir de la soledad infernal en que se ha encerrado el avaro. 10 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida Notas: 1 ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco I, V, 2, 1129b, (ver también I, IV, 1, 1119b). Aristóteles distingue entre bienes exteriores, bienes del cuerpo y bienes del alma (ver Etica Eudemia, I, II, 1, 1218b, 32), que son los bienes supremos, como la sabiduría, búsqueda de las causas primeras, objeto de la metafísica, que hace ser libre a quien la adquiere, acercándolo a la felicidad de la cual goza Dios (ver Metafisica, I, I, 2, 983a). 2 Ver TOMÁS DE AQUINO, S., De malo, q. 8, a.1. Para una profundización del tema, ver G. CUCCI, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, Adp, 2008, 167-211. 3 CH. PÉGUY, Note conjointe sur M. Descar tes et la philosophie car té - sienne, en id., Oeuvres en prose : 1 9 0 9 -1 91 4 , P a r í s , G a l l i m a r d , 1961, 1531. 4 EVAGRIO, Gli otto spiriti della mal- vagità, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2006, n. 8; G. CASSIANO, Conferenze ai monaci, Roma, Città Nuova, 2004, I, V, 11; id., Le isti- tuzioni cenobitiche, Praglia (Pd), Monastero, 1992, I, VII, 1. 5 Ver AGOSTINO, S., De libero arbitrio, Roma, Città Nuova, 1976, I, I, XV, 32: Summa Theol., II-II, q. 117, a. 1 ad 2; De malo, op. cit., q. 13, a. 1; ARISTÓTELES, Etica 11 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida Nicómaco, op. cit., I, IV, 1, 1119b, 26. 6 TOMÁS DE AQUINO, S., De malo, op. cit., q- 13, a, 2, ad 8. 7 C . C A S AG R A N D E S . V EC C H I O, I sette vizi capitali. Storia dei pec - cati nel Medioevo, Turín, Einaudi, 2000, 113. 8 K. MARX, Manoscritti economico- filosofici del 1844, Turín, Einaudi, 1968, 151-156. 9 PIETRO PICTOR, De denario, en Corpus Christianorum. Continuatio Mediaevalis, vol. XXV, Turnhout, Turnholti Typographi, 1972, 101 s. 10 C. CASAGRANDE S. VECCHIO, I sette vizi capitali..., op. cit., 106. 11 S. SCHIMMEL, The Seven Deadly Sins; Jewish, Christian and Classical Reflections on Human Psychology, Nueva York, Oxford University Press, 1997, 173. 12 Que primero hayan de tentar (los demonios) de codicia de riquezas, como suele ocurrir, para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia; de manera que el primer escalón sea de riquezas, el 2º de honor, el 3º de soberbia, y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios (IGNACIO DE LOYOLA, S., Ejercicios Espirituales, n. 142). 13 Ver G. CUCCI, La forza della debo- lezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, Adp, 2007, 41-47. 14 JUAN CRISÓSTOMO, S., Comentario al Evangelio de Mateo, Roma, Città Nuova, 2003, Hom LXXXI, 4. 15 Ver GREGORIO MAGNO, S., Moralia, Roma, Città Nuova, 1994, I, XV, 19; G. CASSIANO, Le istituzioni cenobi- tiche, op. cit., I, VII, 1; BERNARDINO DE SIENA, S., Prediche volgari, Milán, Rusconi, 1989 (Om XXXVIII); PERAL- DO, Summa Vittorum et Virtutum, Brescia, 1494, I, II, IV, 4; AMBROSIO, S., De Nabuthae, en id., Opere (VI, 12 / 13 La avaricia, tentativa ilusoria de poseer la vida 28), vol. 6, Roma, Città Nuova, 1985; EVAGRIO, Gli otto spiriti della malvagità, op. cit., c. 8. 16 JUAN CLIMACO, S., La escala del paraíso, Milán, Paoline, 2007, I, XVI, 21. 17 JUAN CRISÓSTOMO, S., Homilías sobre I Corintios, X XII, 5 (PG 61, 187 s.). 18 DANTE, Inferno, VII, 25. 13 / 13