CRISTÓBAL COLÓN Soy Cristóbal Colón, Almirante de la mar Océana y Virrey de las tierras descubiertas y por descubrir del Nuevo Mundo. Imagino que estás esperando que te cuente la verdadera historia de mi familia y el lugar donde nací, pero eso no me interesa: no quiero que me juzguéis por mis orígenes sino por el empeño que puse en hacer realidad mis sueños. Desde muy joven sentí que la misión de mi vida era encontrar las tierras que describió Marco Polo: la gran isla de Cipango (a la que ahora llamáis Japón), las tierras del Gran Khan (a las que nombráis como China) y las Indias (que comprendían la India y todo el sudeste asiático). Pero yo encontraré una nueva ruta para llegar a estas tierras navegando hacia el oeste, surcando ese mar Océano inexplorado al que todos temen. Empecé a darle vueltas a esta idea al poco tiempo de llegar a Portugal en 1476. Como era agente comercial de una casa genovesa en Madeira tuve que hacer muchos viajes por diferentes rutas: a Génova, a Inglaterra, por varios lugares de la costa occidental de África… En esos años me perfeccioné como navegante: aprendí mucho del manejo de mapas y de la experiencia de otros marineros y navegantes. En 1980 me casé con una noble portuguesa, Felipa Monis de Perestrelo, hija de un importante navegante portugués y nació mi hijo Diego. Fue en esa época cuando decidí ofrecer mi proyecto al rey Juan II de Portugal. Pero no le interesó demasiado porque ellos habían elegido otra ruta bordeando las costas de África hacia el sur. Así que, al morir mi esposa en 1485, decidí probar suerte en España. Conseguí con la ayuda de los monjes de la Rábida que los reyes Isabel Y Fernando me recibieran en Córdoba, desde donde preparaban sus primeras campañas para la guerra de Granada. La reina parecía interesada en mi propuesta, pero su meta más urgente era conquistar el reino musulmán de Granada, así que me pidieron que esperara. La misma respuesta obtuve dos años después, cuando ya tenían sitiada la ciudad de Málaga y esperaban su rendición. En 1492, cuando preparaban el último asalto a la ciudad de Granada, volvieron a recibirme en Santa Fe. Granada estaba ya bajo su poder, pero ahora había otro problema: las arcas estaban vacías por la guerra. Afortunadamente, Luis de Santángel, un judío converso encargado de las finanzas del reino de Aragón, se ofreció a adelantar 1.140.000 maravedíes de su fortuna personal para financiar mi viaje. En abril se firmó el acuerdo que me permitiría emprender mi primer viaje. Tras varios meses de preparación de los barcos, los víveres y la tripulación, el tres de agosto de 1492, salimos del Puerto de Palos en Huelva a bordo de tres naves: La nao Santa María, que yo capitaneaba, y dos carabelas algo más pequeñas, la Pinta y la Niña. Pusimos rumbo a Canarias, donde pasamos un mes arreglando el timón y las velas de la Pinta. De allí salimos a mar abierto hasta que, después de 34 días de navegación, cuando algunos marineros empezaban a desconfiar y perder la esperanza, el 12 de octubre llegamos a la isla Guanahaní, a la que llamé San Salvador. Nos sentimos algo defraudados al encontrar indígenas medio desnudos, pero quedamos maravillados por la vegetación tan verde y frondosa. Después nuestra flota se dirigió a una isla más grande: Cuba. El paisaje tenía una belleza más extraordinaria aun. En aquel momento hubiera deseado llevar a un botánico entre la tripulación para que investigase tal cantidad de plantas que nunca habíamos visto hasta entonces, aunque ahora todos las conocéis porque muchas de ellas las fuimos trayendo a España en sucesivos viajes: el árbol del caucho, el maíz, la patata, el tomate, el pimiento, la alubia, la fresa virginiana, el aguacate, el cacahuete, la papaya, el cacao, la piña o el tabaco. A pesar de haber salido tan bien el viaje, ni la tripulación ni yo estábamos contentos porque ni aquello se parecía a las Indias, ni se encontraba el oro que habíamos venido a buscar. Por el contrario, los indígenas parecían pobres, vivían en cabañas y dormían en hamacas. Se dedicaban a cultivar la tierra, hilar algodón o construir piraguas. Seguimos nuestro viaje a otra gran isla cercana, donde quedó encallada la Santa María el día 25 de diciembre. Era la isla donde hoy día están Haití y la República Dominicana, a la que bautizamos como La Española. En ella vivían los taínos, un pueblo amable y pacífico que nos ayudó a construir un campamento con los restos de la nave. Esta fue la primera colonia en el Nuevo Mundo. En él quedaron 39 hombres con algunas provisiones mientras el resto partíamos de vuelta a casa en la Pinta y la Niña, para preparar el segundo viaje. Luego hice otros tres viajes más, entre 1493 y 1502, pero no fueron tan felices como el primero: al regresar encontré muertos a los hombres que quedaron en el campamento, no pude controlar la codicia de los colonos que traje, sufrí motines y ataques de los indígenas, que no estaban dispuestos a dejarse esclavizar y vi morir a cientos de ellos por las enfermedades que les llevamos o las penurias que les hicimos pasar. Pedí ayuda a la corona y enviaron a un juez especial que me destituyó de mis cargos y me mandó a España encadenado. Los reyes me dieron la libertad, pero me quitaron los privilegios de descubridor y perdí mi prestigio. Al final acabé mis días enfermo, triste y pobre en el convento de San Francisco de Valladolid en 1506 sin llegar a saber que lo que yo había encontrado viajando hacia el oeste era un nuevo gran continente al que un año después todos empezarían a llamar América olvidándose de que fue mi sueño juvenil el que dio la gloria y, años más tarde, galeones cargados de oro a la corona española. Trabajo para los alumnos de 4º B