el «poder gris». consecuencias culturales y políticas

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Enrique Gil Calvo*
EL «PODER GRIS». CONSECUENCIAS
CULTURALES Y POLÍTICAS
DEL ENVEJECIMIENTO
DE LA POBLACIÓN
El artículo repasa las alternativas opuestas, negativas y positivas, que cabe prever como
efecto del envejecimiento poblacional. Primero, se exponen las consecuencias culturales
perniciosas y, después, las favorables, para pasar luego a considerar los efectos
políticos ominosos y, por fin, los esperanzadores. Y, dentro de estos últimos, el artículo
concluye con el análisis de las principales reivindicaciones políticas, derivadas de la
lucha contra la discriminación por la edad, que quizá conformen la agenda futura del
movimiento de los mayores.
Palabras clave: envejecimiento de la población, capital humano, jubilación, tercera edad.
Clasificación JEL: J14.
1.
Introducción
Las consecuencias que pueden derivarse del incremento de la proporción de personas mayores son tan
variadas y tan contradictorias que resulta muy difícil estimar cuál podría ser la tendencia última que resulte de
su agregación múltiple. Sobre todo si tenemos en cuenta la posibilidad de que las diversas consecuencias previsibles puedan interaccionar a su vez con todas y cada
una de las demás, multiplicando extraordinariamente la
complejidad de la agregación resultante. De modo que,
ante la imposibilidad de avanzar ningún pronóstico sobre el sentido último de las consecuencias futuras, aquí
* Universidad Complutense de Madrid.
Fecha de esta versión: 15 de diciembre de 2003.
se optará por clasificarlas tan sólo en dos grandes alternativas contrapuestas, desde la más pesimista a la más
optimista, abriendo entre ellas un abanico de incertidumbre sobre el grado de cumplimiento de cada una de
ambas.
Esta opción es deliberadamente modesta, pues impide atreverse a formular ninguna previsión firme. Pero
es que resultaría ilegítimo ir más allá de esto, dada la
ausencia de precedentes históricos sobre un envejecimiento poblacional de la magnitud del que se aproxima. Conocemos qué es la vejez y cuáles son sus consecuencias mientras su proporción relativa se mantenga dentro de los límites experimentados hasta hoy.
Pero no tenemos ninguna posibilidad de conocer por
anticipado cómo se comportará esta variable cuando
rompa todos los límites que la definían hasta ahora.
Una sociedad con tantos mayores como se esperan no
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ha existido nunca, y no sabemos cómo terminará por
reestructurarse la presente sociedad para poder integrar en su seno a una mayoría de personas de edad
madura y avanzada.
2.
La normalización del envejecimiento crónico
Es verdad que, a título de contraste, tenemos la experiencia histórica de envejecimientos catastróficos, como
los que se producen cuando los conflictos bélicos o ciertas epidemias mortales diezman la población que se halla en edad reproductiva. Es lo que ocurrió por ejemplo
en Europa tras la Peste Negra que la asoló durante un
lustro en el siglo XIV, causando la muerte de un tercio de
la población, especialmente de jóvenes y menores.
Como consecuencia, se produjo abruptamente un extraordinario envejecimiento demográfico que alteró el
equilibrio de poder entre las generaciones hasta entonces en vigor. Y semejante impacto externo causó durante algún tiempo una situación de gerontocracia sobrevenida, dado el predominio relativo de los mayores supervivientes que pasaron a ejercer el control efectivo de la
actividad social (Minois, 1989). Esto fue algo parecido a
lo que también está ocurriendo hoy en África subsahariana, como consecuencia de la pandemia de VIH que
diezma a los progenitores de una infancia cuya forzosa
orfandad sólo puede ser precariamente atendida por
sus abuelos. Y algo análogo sucede durante los períodos de posguerra tras aquellas conflagraciones internacionales o civiles que diezman la población masculina
en edad de formar familia.
Pero tales episodios catastróficos de brusco envejecimiento poblacional son agudos, extraordinarios y excepcionales, por lo que pronto resultan compensados
por reactivos episodios de baby boom que a medio plazo contribuyen a restaurar el perdido equilibrio entre las
generaciones. Por lo tanto, de ningún modo pueden ser
utilizados como un precedente del actual envejecimiento demográfico, que no es un episodio agudo, excepcional y extraordinario, reversible por tanto, sino un proceso normal y ordinario. O sea, un proceso crónico, endó-
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geno e irreversible, que probablemente ya no será compensado por ningún baby boom ni explosión migratoria
capaz de reequilibrarlo.
Esta situación de crónico envejecimiento normalizado, causada por factores endógenos, es completamente
nueva, pues no existe precedente histórico. Y viene a
corresponder al cambio de naturaleza ontológica que ha
experimentado la propia vejez. Hasta que el control tecnológico de las enfermedades infecciosas hizo posible
lo que se ha llamado la primera revolución de la longevidad (Olshansky y Carnes, 2001), alcanzar la edad de la
vejez resultaba una excepción a la regla, pues lo habitual era morir a edades previas. Y quienes alcanzaban
ese raro privilegio también morían pronto, con lo que la
misma vejez parecía un acontecimiento singular o un
efímero episodio pasajero. Pero hoy ya no sucede así.
La mortalidad infecciosa ha descendido tanto que casi
todas las personas sobreviven hasta le edad de la vejez.
Y cuando se hacen viejas permanecen vivas durante
muchos años en un estado cercano a la inmortalidad
tecnológicamente controlada, aunque también estén sometidas al riesgo cada vez más elevado de padecer diversas enfermedades de naturaleza crónico-degenerativa que no son mortales pero sí son incurables por lo general.
De este modo, la vejez ha dejado de ser una excepción para convertirse en la regla. Ya no es una enfermedad aguda que concluye muy pronto con la muerte,
como antes parecía ser la vejez, sino una enfermedad
crónica que todos padeceremos durante largo tiempo
como un proceso incurable pero también interminable.
Y esto no sólo a escala personal o biográfica sino también a escala social, macroscópicamente agregada. El
envejecimiento demográfico ya no surge como un estado de excepción causado por algún impacto exógeno
(catástrofes bélicas o epidemias infecciosas), destinado
a provocar movimientos de población como reacción
compensatoria (baby booms o flujos migratorios), sino
que ahora se produce como un proceso permanente
que emerge como efecto endógeno de la propia dinámica poblacional. Es verdad que este envejecimiento se
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manifestará a medio plazo (de 2025 a 2050) como una
crisis aguda, causada por la interacción entre el baby
boom de los 60/70 y el baby bust de los 80/90 (Wallace,
2000). Pero cuando esa crisis se supere se instalará
una nueva situación de equilibrio estacionario, donde el
peso de las personas mayores seguirá siendo predominante en términos relativos.
3.
Consecuencias culturales negativas
Dado que por la ausencia de precedentes históricos
no tenemos ninguna evidencia empírica de la que partir,
deberemos utilizar aquí modelos exclusivamente analíticos. ¿Qué consecuencias teóricas cabe esperar de una
estructura de edades (o pirámide poblacional) donde el
peso de las personas mayores se incremente en términos relativos? Si aplicamos un modelo de razonamiento
abstracto basado en las leyes económicas del mercado,
deberíamos deducir que el exceso de oferta de ancianos determinará una devaluación de su demanda social. Así, groseramente expresado, la inflación de ancianos inducirá la caída de su precio de mercado. En consecuencia, la sociedad pasará a infravalorarlos, si es
que no a despreciarlos. Y es posible que ya esté ocurriendo algo parecido a esto, dado el sesgo economicista que últimamente ha venido adoptando la sociedad
occidental de mercado.
No es éste el lugar de abordar las consecuencias económicas del envejecimiento poblacional. Pero indudablemente, sus consecuencias culturales estarán en parte condicionadas por factores económicos. Y entre estos destaca la percepción pública del valor social que se
atribuye a los ancianos como clase de edad. Cuando los
mayores eran excepcionales por escasos, se les atribuía un elevado valor social, cifrado en términos del capital formal (patrimonio familiar) e informal (experiencia,
conocimiento, relaciones, autoridad moral) que incorporaban. Pero desde que su peso relativo les ha hecho redundantes, la percepción pública en torno a ellos ha
cambiado, pues ahora ya no se les define como un acti-
vo (un haber) sino como un pasivo (un debe): una carga
familiar y social (Gil Calvo, 2003).
Es verdad que no todo se reduce a determinismo económico, pues la definición cultural de la realidad goza de
autonomía propia para interpretar los hechos en un sentido u otro. Sin embargo, cabe temer que la opinión pública
esté aceptando una percepción de la realidad anciana
sólo acorde con los estereotipos más negativos tradicionalmente acuñados para construir el estigma de la vejez,
definida por su asociación con términos peyorativos y
conceptos descalificadores como los de pobreza, ignorancia, pasividad, invalidez, enfermedad y muerte. Y semejantes estereotipos vienen a coincidir con el punto de
vista hoy predominante en la sociedad de mercado, que
evalúa a las personas mayores por su presunta productividad menguante.
En este sentido, el fantasma del envejecimiento que
más alarma a la opinión pública gerontofóbica es el temor
a que nos estemos encaminando hacia una sociedad envejecida (tal como algunos hablan de la vieja Europa despreciada por la joven América), donde los valores dominantes pasarían a ser aquellos que presuntamente identifican a los ancianos: conformismo conservador, ausencia
de iniciativa propia, búsqueda de seguridad, aversión al
riesgo, incapacidad para innovar, resistencia al cambio, ritualismo convencional, retraimiento pasivo, absentismo
apático, ahorro improductivo, rentismo amortizador y así
sucesivamente, hasta conformar el temible síndrome de la
cultura de la dependencia senil. Pues una sociedad envejecida sería una sociedad sólo para mayores, que aprendería a valorar por encima de todo los valores propios de
la vejez.
¿Hasta qué punto resulta verosímil este escenario
que identifica el envejecimiento de la sociedad con la
paulatina imposición de una decadente y degenerativa
cultura senil? Desde luego, no cabe duda de que la mayoría de los ancianos actuales alberga unos valores culturales cuyo perfil agregado se aproxima a esa caricatura de la cultura senil. Y siendo las cosas como son, si
proyectamos hacia el futuro el retrato robot de la cultura
anciana actual, podría resultar creíble una futura socie-
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dad dominada por la declinante dependencia senil.
Como sostenía Marx, la cultura dominante es la cultura
de la clase dominante. Por eso, cuando la clase de edad
dominante sea la anciana, cabe temer que su mismo
peso imponga a los demás su cultura senil.
No obstante, este escenario exigiría que los viejos pudieran influir en los demás, contagiándoles sus propios
valores culturales. Lo cual resultaría contradictorio con
el hoy dominante estereotipo de la vejez, que desprecia
a las personas mayores considerándolas incapaces de
hacerse valorar y envidiar, o respetar y admirar. Entonces, ¿cómo podrían contagiar sus valores a los demás
unos viejos incapaces de hacerse valer por sí mismos?
Y la explicación que la gerontofobia ofrece para resolver
esta contradicción es de naturaleza no tanto cultural (en
el sentido de comunicativa) como epidemiológica. Los
demás sujetos sociales se contagiarían de los mayores
sin querer.
En efecto, cuando los mayores sean mayoritarios, su
demanda agregada de atención dependiente determinará que una gran parte de la sociedad se disponga a
su servicio, y ello tanto desde el sector público (sanidad,
seguridad social y servicios de atención asistencial)
como desde el privado (sociedad civil, familias y mercados). Entonces, el virus de la dependencia senil se
transmitirá no por influencia interpersonal pero sí por
contagio involuntario: como un subproducto colateral
capilarmente difundido por contacto a través de las redes de interacción entre mayores y no-mayores. Pues
para poder atender a los ancianos dependientes, los
ofertantes de bienes y servicios para mayores (personal
sanitario, trabajadores sociales, vendedores de seguros, asesores legales, agentes turísticos o inmobiliarios
y demás comunicadores que se dirijan a clientes o públicos ancianos) deberán asumir los valores de la cultura
senil por pura estrategia de mercado.
Es posible que todas estas personas que se dediquen
a atender a los mayores no interioricen como suyos los
valores propios de éstos. Pero lo cierto es que pasarán
a depender de ellos, aunque no interioricen sus valores.
De acuerdo a la dialéctica del señor y el sirviente pro-
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puesta por Hegel, tan dependiente del servicio de asistencia será el señor al que se sirve como el sirviente que
presta el servicio. Y semejante dependencia recíproca
resultará circularmente amplificada, cobrando una dinámica propia que generará un círculo vicioso de creciente
dependencia en espiral. De esta forma, una gran parte
de la capacidad productiva socialmente disponible se
verá infrautilizada por su forzosa puesta al servicio de la
improductiva dependencia senil.
Y el mejor ejemplo de cuanto digo es lo que sucede
con las familiares femeninas de los mayores dependientes (hijas, sobrinas o nietas, por ejemplo) que, ante la insolidaridad masculina y el déficit de servicios públicos,
se ven muchas veces obligadas a sacrificar en todo o en
parte su capacidad productiva de ejercer trabajos remunerados para poder atender las obligaciones morales
contraídas con sus parientes ancianos. Pues bien, este
ejemplo parece llamado a magnificarse, ya que por razones financieras resulta inverosímil que el Estado de
bienestar pueda atender con éxito la creciente demanda
de atención a los ancianos dependientes que cabe esperar. Y lo que sucede con las familiares femeninas no
es más que una muestra muy representativa de lo que
cabe temer para todo el resto de la sociedad, que deberá desviar una gran parte de sus esfuerzos productivos
para concentrarlos en la protección social de la dependencia anciana. Así es como fracciones cada vez más
significativas de la sociedad entera, destacando la propia cultura pública (enseñanza, medios de comunicación, etcétera), sufrirán con voluntad o sin ella el contagio de la cultura de la dependencia.
4.
Consecuencias culturales positivas
Pero este escenario catastrofista que profetiza la fobia contra la vejez no tiene por qué cumplirse, pues muy
bien pudiera suceder que se impusieran unas tendencias alternativas polarmente contrapuestas. En efecto,
si aplicamos a esta cuestión una perspectiva generacional de análisis longitudinal por cohortes advertiremos
que no resulta posible proyectar la situación actual
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como tendencia futura (Gil Calvo, 1992). Los ancianos
de hoy, que aún pueden ser caricaturizados por el estigma de la vejez dependiente, están predestinados a desaparecer, para ser sustituidos por nuevas generaciones de ancianos mucho más escolarizados, productivos
y competentes, que ya no responderán en absoluto a
esa caricatura carencial y defectiva (Gil Calvo, 2003).
La evidencia aportada por el nivel de estudios y la experiencia profesional de las generaciones próximas a
envejecer permite desmentir muchos de los prejuicios
economicistas utilizados como justificación para devaluar la productividad de la vejez. Así se rompe también
el dogma de la oferta y demanda aplicado al contingente
de personas mayores, que deducía pérdida de valor con
el aumento de la proporción relativa. Por el contrario,
cuando el capital humano crece más que el tamaño relativo sucede al revés. Por encima de un determinado
umbral (dependiente del nivel de estudios, la participación laboral y la experiencia profesional), la cantidad se
convierte en calidad.
Así sucede a escala individual, pues los profesionales
expertos ganan productividad con la edad (con Alan
Greenspan como máximo ejemplo), y también ocurre lo
mismo a escala colectiva, pues las generaciones expertas, instruidas y competentes pueden convertir su superior tamaño de una desventaja relativa en un valor social. Es una cuestión de masa crítica, como revela el
modelo de Granovetter (1990) sobre umbrales de conducta colectiva, pudiéndose anunciar que, a partir de un
cierto punto de inflexión en la tendencia histórica, las
masivas generaciones de mayores muy escolarizados
lograrán imponer su propia mayoría moral, haciendo valer así su superior peso social.
Y de ser esto así, cuando las futuras generaciones de
personas mayores estén ya tan escolarizadas que se
anule el diferencial de nivel de estudios (o brecha de capital humano) que condena a los ancianos actuales a la
impotencia, el ostracismo y la irrelevancia, entonces
muy bien pudiera producirse una auténtica revolución
cultural de la vejez (Gil Calvo, 2003). Con este concepto
me refiero a la posible emergencia de un nuevo estilo de
vida adoptado e impuesto por las personas mayores del
futuro que, lejos de avergonzarse de su propia edad al
haber asumido como propio el estigma peyorativo de la
vejez, por el contrario enarbolen la bandera del poder
gris, manifestándose orgullosas de ser mayores y de
reivindicar su condición de tales.
La doble condición necesaria y quizá suficiente para
que se produzca esa revolución cultural de la vejez es:
1) que, cuantitativamente, las generaciones de mayores
sean mayoritarias en términos relativos (por comparación a las más escasas generaciones sucesoras); y 2)
que, cualitativamente, su nivel de estudios no sea significativamente inferior al de las cohortes más jóvenes
que les siguen. Y esto sucederá en el momento en que
envejezca la superpoblada generación del baby boom
(en España, la generación nacida entre el Plan de Estabilización de 1959 y la Constitución de 1978), que protagonizó el gran salto adelante de la universalización de la
enseñanza secundaria y la democratización de la enseñanza superior, habiendo alcanzado además la paridad
de niveles educativos entre ambos géneros.
Además de esta doble condición (magnitud relativa y
capital humano), la generación del baby boom exhibe
otras características que favorecen su probable capacidad para protagonizar en el futuro una revolución cultural al envejecer. Se trata de una generación que tuvo
que aplazar su emancipación adulta ingresando muy
tarde al mercado de trabajo, y haciéndolo además bajo
unas condiciones laborales de extremada flexibilidad o
precariedad en el empleo, lo que le está haciendo experimentar un intenso proceso de rotación socioprofesional con permanente reciclaje de su cualificación técnica
(formación continua). Adicionalmente, esta generación
ha tenido que aplazar su proceso de formación de familia y aprender a hacerlo bajo un creciente riesgo de divorcio, innovando nuevas formas de emparejamiento
como cohabitantes y protagonizando la emergencia de
nuevas formas de familia protagonizadas por la iniciativa femenina como madres solteras o separadas. Y esto
ha determinado que la mitad femenina de esta generación, para poder asegurar su independencia económica,
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haya tenido que elevar su participación laboral (tasa de
actividad y ocupación) muy por encima de las generaciones predecesoras.
Todo lo cual permite pronosticar que, cuando esta
generación del baby boom se aproxime a la edad de
envejecer, su salida de la actividad económica se producirá de forma muy distinta a como lo han hecho las
generaciones previas. Si estas últimas han manifestado su preferencia por anticipar su jubilación para retirarse hacia la vida privada del retraimiento rentista, es
muy probable que la generación del baby boom se resista activamente a abandonar sus compromisos laborales y profesionales a edad temprana, para pasar a
expresar su reivindicación del derecho a mantenerse
en activo hasta edades más avanzadas, y ello aunque
nada más sea para poder compensar el inicio demasiado tardío de sus compromisos familiares y socioprofesionales.
Por eso cabe imaginar que el contenido que adquirirá
la revolución cultural que los babyboomers protagonicen al envejecer será precisamente el de reinventar la
propia naturaleza de la vejez, aprendiendo a construirla
socialmente y a definirla ante la opinión pública de una
forma enteramente nueva. Y para ello renegarán de los
viejos valores atribuidos a la vejez, que la conceptuaban
como una edad de dependencia social y pasividad rentista (carga familiar y social), a fin de sustituirlos por
otros valores mucho más asertivos, independientes y
activistas, que definirán a los mayores como sujetos
agentes dotados de protagonismo público y plena capacidad de iniciativa propia.
Por eso, cuando esta generación babyboomer se
vea libre por fin de sus cargas familiares, lejos de sufrir una crisis de mitad de la vida caracterizada por el
síndrome del nido vacío, como han hecho hasta hoy
las generaciones previas, muy probablemente recreará constructivamente su crisis vital adoptando una estrategia de salir del nido para echarse a volar y emprender el vuelo hacia nuevos rumbos inéditos. Para
ello reactivará no sólo su capacidad de consumo sino
también su activismo participativo en las redes inte-
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ractivas, dado el elevado capital social (en el sentido
de Putnam) de que disponen los babyboomers como
consecuencia de su superpoblada densidad demográfica. Todo ello en busca de nuevas formas de realización personal, tratando no sólo de recuperar las oportunidades pospuestas sino de multiplicar las propias
capacidades que les permitan improvisar nuevos estilos de vida y descubrir inéditas experiencias alternativas.
Esta construcción de la vejez como edad de oro (en
el sentido de la edad de la excelencia culminante de la
vida, elogiada por Séneca y el De Senectute de Cicerón) no es algo nuevo, pues siempre ha estado al alcance de una reducida minoría de privilegiados ancianos elitistas, sobre todo profesionales liberales, en su
mayoría varones. Pero lo nuevo es que los babyboomers podrán democratizar la experiencia de esta
edad de oro para universalizarla extendiéndola a todos los miembros de su generación, y especialmente
a su mayoritaria mitad femenina, ya profesional y altamente cualificada. Y cuando desarrollen su revolución
cultural de la vejez mayoritaria, los nuevos viejos del
futuro próximo se convertirán en la estrella emergente
del consumo de masas (como lo fue la revolución cultural de la juventud en los años 70), imponiendo a todas las demás clases de edad su liderazgo cultural en
tanto que experimentados árbitros de la elegancia ciudadana.
Pero la revolución cultural de la vejez no se reducirá
al mero consumismo posmoderno de los nuevos viejos,
pues para que sea una auténtica revolución tendrá que
subvertir la actual jerarquía de valores, centrada en el
inexperto consumismo del nuevo rico pueril. Por el contrario, los nuevos viejos serán expertos maestros del
consumerismo sostenible (Cortina, 2002): autolimitado,
bien informado y respetuoso con el ambiente. Y así se
producirá el retorno de los viejos valores perdidos asociados a la gerontocracia desaparecida, ahora recuperados por la nueva vejez mayoritaria: orgullo, dignidad,
respeto, experiencia, sabiduría, madurez, prudencia,
conocimiento y autoridad moral.
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5.
Consecuencias políticas negativas
Pasando ahora a las consecuencias políticas previsibles, distinguiré también entre sus posibles efectos perversos y benéficos. Por lo que respecta a las consecuencias políticas catastróficas que los agoreros denuncian, la profecía más alarmista de la gerontofobia actual
se centra como es sabido en la anunciada quiebra del
Estado de bienestar, que se prevé como consecuencia
de la explosión de la demanda de protección social. Así,
todo baby boom está destinado a desencadenar, 70
años después, un oldie boom: una explosión de nuevos
ancianos que habrá de provocar el big bang simultáneo
de los tres pilares públicos del welfare state (la sanidad,
las pensiones y los servicios sociales) que tienen por
objeto la protección de las personas mayores. A lo que
se viene a añadir la reciente reclamación de un nuevo
seguro de dependencia (además de los vigentes seguros que protegen a los mayores contra el riesgo de enfermedad, invalidez, jubilación, viudedad y sobrevivencia) destinado a prevenir el riesgo de sufrir discapacidades y pérdidas de autonomía como consecuencia del
previsible crecimiento de las enfermedades crónico-degenerativas que van a afectar endémicamente a la población anciana (Olshansky y Carnes, 2001).
La quiebra del Estado de bienestar se suele argumentar con razonamientos exclusivamente económicos o
actuariales, basados en la imposibilidad de financiar
unas indemnizaciones universalistas sobre la exclusiva
base de las cotizaciones actuales o diferidas en el tiempo (según que el método para financiarlas sea de reparto intergeneracional o de capitalización intrageneracional) pues, tanto en un caso como en el otro, el sistema
está destinado a colapsarse a partir de un cierto umbral
de saturación (Wallace, 2000). Pero a este argumento
económico basado en el juego de la pirámide se le viene
a añadir otro argumento político basado en el creciente
peso electoral de las cohortes de nuevos demandantes
de protección social. Sencillamente expresado, este argumento dice así: la reforma de los sistemas de pensiones resultará imposible porque la impedirán con éxito
los cada vez más numerosos votantes ancianos, que
son beneficiarios netos del Estado de bienestar. Y de
este modo, progresivamente, todo el resto de la pirámide social tendrá que trabajar en exceso para poder sufragar (sea vía cotizaciones o impuestos) el tributo de la
protección a los ancianos que éstos impondrán con su
tiranía electoral. Así se impondrá una nueva forma de
plusvalía no prevista por Marx: aquella que permitirá a
los mayores sobrevivir masivamente hasta edades muy
tardías a costa del obligado trabajo excedente de las generaciones sucesoras.
Sin expresarlo con esta crudeza terminológica, este
mismo argumento es el utilizado por cuantos lamentan
que la necesidad de atender la explosión de la demanda
de protección a los mayores sólo puede satisfacerse
mediante el estrangulamiento de la política de igualdad
de oportunidades (educación, enseñanza, formación,
empleo, vivienda, integración comunitaria y reinserción
social), prevista para favorecer la emancipación de los
jóvenes y la inserción laboral y profesional de las mujeres y del resto de minorías discriminadas (inmigrantes,
discapacitados, etcétera). Constitucionalmente, todos
los ciudadanos son iguales ante la ley y a todos se les
debe reconocer y proteger sus derechos sociales por
igual. Pero como los recursos públicos son limitados y
escasos, el incremento de la protección a los mayores
que se deriva de su creciente magnitud relativa sólo podrá sostenerse reasignando partidas presupuestarias
en detrimento de las que hasta ahora se asignaban a
otros colectivos a proteger (menores, mujeres, migrantes, minorías, etcétera). Y este argumento político alude
a un factor análogo al que ya vimos antes en términos
privados y domésticos, pues la atención a los mayores
dependientes tiende a atribuirse a las mujeres de su familia, que deben sacrificar en consecuencia su propio
derecho a la realización personal y profesional.
Además de estos argumentos presupuestarios, la vigente gerontofobia también teme otras posibles consecuencias políticas quizá más nefastas todavía. Una sociedad envejecida podría convertirse en una sociedad
políticamente conservadora y reaccionaria, dominada
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por la cultura del miedo y donde las políticas de fuerza y
seguridad (militar, por supuesto) se erigirían en la preferencia dominante, reforzando en consecuencia la propensión al autoritarismo gubernamental. Tanto más
cuanto el cambio cualitativo en la correlación de fuerzas
numéricas entre asalariados (jóvenes y adultos) y propietarios (maduros y ancianos), decantaría en favor de
estos últimos el control de la agenda política, determinando el establecimiento de programas defensores de
los intereses de las clases propietarias y rentistas en detrimento de los intereses de las clases profesionales y
asalariadas.
6.
Consecuencias políticas positivas
Frente a estos argumentos que acaban de resumirse
se oponen otros no menos plausibles, que extraen consecuencias opuestas del envejecimiento de la población. Consideremos al efecto el argumento de la cultura
del miedo que impondría una política de fuerza. ¿De
verdad es éste un efecto esperable del envejecimiento
social? Por el contrario, muy bien podría suceder que
del predominio de los mayores en las instituciones sociales se derive no tanto el auge del autoritarismo como,
por el contrario, un aumento de la prudencia y la sensatez (el seny del patriciado catalán), determinando en
consecuencia el auge del moderantismo. En realidad, el
autoritarismo interventor y su más extrema radicalización, el realismo político à la Schmitt, parece contradictorio (si es que no resulta antitético) con el conservadurismo moderado que cabe esperar, en efecto, de una
población envejecida.
Es lo que se deduce, en otro contexto, de la comparación entre la vieja Europa, desmilitarizada y proclive a la
diplomacia preventiva como mejor forma de resolver
conflictos, y la joven América, belicista y determinada a
intervenir en los conflictos mediante la fuerza militar
(Kagan, 2003). De este modo, las políticas autoritarias
de fuerza parecen corresponderse mucho mejor con el
aventurerismo de los jóvenes, siempre amantes del
riesgo de vivere pericolosamente, tal como enseña el
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ejemplo histórico de la joven Europa que reivindicó el
fascismo italiano o el nazismo alemán. Y en cambio los
regímenes gerontocráticos, como lo fue el comunismo
soviético o lo es el comunismo chino actual, suponen
estructuras de poder eminentemente fiables y estabilizadoras, en la medida en que rehuyen cualquier atrabiliario aventurerismo que pueda incrementar la incertidumbre del sistema.
Por lo que respecta al resto de consecuencias políticas antes citadas, también admiten ser expuestas en
términos mucho más constructivos. Es verdad que las
personas mayores compiten por el acceso público a la
protección social con los demás colectivos desfavorecidos que también la demandan, conformando así el pentágono de la discriminación que cabe denominar las 5
emes: mayores, menores, mujeres, minorías y migrantes. Pero el hecho de que compitan con ellos no quiere
decir que estén condenados a enfrentarse a ellos en un
conflictivo juego de suma nula o negativa, lo que sucedería si hiciera falta que los demás perdiesen para que
los mayores ganaran. Por el contrario, muy bien podría
suceder que todos ellos aprendiesen a cooperar en un
juego de suma positiva donde estos cinco colectivos
uniesen sus fuerzas para que todos ganaran. Así se formaría la típica coalición socialdemócrata de colectivos
interesados en el desarrollo sostenible del Estado de
bienestar, cuyo futuro no pasa por su agotamiento sobreexplotador sino por su viable mantenimiento.
De modo que los primeros interesados en que el
Estado de bienestar no quiebre serán los futuros mayores, quienes tanto por su superior magnitud relativa
como por su elevado nivel de estudios se hallarán en
perfectas condiciones de liderar esta coalición entre los
diversos colectivos discriminados (menores, mujeres,
migrantes, minorías...), formando así la primera línea de
su vanguardia reivindicativa. Pero como toda coalición
se dirige siempre contra terceros, cabe preguntarse
acerca de quién será el adversario a superar que figure
como diana a la que apunta esta coalición de colectivos
discriminados. Y la respuesta más lógica es que el enemigo a vencer será no el colectivo de cotizantes asala-
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riados (que hoy financian la Seguridad Social pero que
mañana serán sus envejecidos beneficiarios), como a
veces se piensa, sino aquellas instituciones (empresas,
mercados) que hacen posible la discriminación social de
la que son víctimas comunes tanto pensionistas como
asalariados (ya sean éstos menores o mayores, hombres o mujeres, mayorías o minorías y autóctonos o migrantes).
Como hemos visto en la sección anterior, la gerontofobia en vigor tiende a creer que se plantea un irreductible conflicto de intereses entre unas generaciones y
otras por su opuesta relación con la actividad económica. Así, los intereses de los pensionistas inactivos estarían contrapuestos a los intereses de los cotizantes activos que sufragan las pensiones porque, ceteris paribus,
cualquier incremento de éstas sólo puede proceder de
una mayor presión contributiva sobre las cotizaciones.
Por lo tanto, si como consecuencia del envejecimiento
poblacional asciende el volumen y la longevidad de los
pensionistas, y no lo hace (o desciende en términos relativos) el volumen de los cotizantes, entonces sólo
cabe predecir un agravamiento del irreductible conflicto
de intereses que opondría a unos contra otros. Pero
este planteamiento de la cuestión es falaz porque escamotea diversos datos del problema, entre los que destaca el de la discriminación por la edad.
La clave de todo reside en que los empleadores (el
mercado de trabajo como un todo y cada una de las empresas o instituciones contratantes en particular) discriminan a los empleados más mayores expulsándoles del
empleo precozmente con el pretexto de su menor productividad contable, para poder sustituirlos así por otros
empleados más jóvenes e inexpertos pero que están
dispuestos a contratarse con muy inferior nivel salarial y
en régimen de incierta precariedad laboral. Éste es el
auténtico conflicto invisible, latente y opaco que subyace bajo el cacareado conflicto aparente que se establecería entre las generaciones, oponiendo a los pensionistas mayores frente a los cotizantes más jóvenes.
Bien, pues parece llegada la hora de denunciar esta falacia para replantear el problema en su auténtica dimen-
sión, que es la injusta discriminación en razón de la
edad.
Y van a ser las próximas cohortes de mayores, especialmente los muy escolarizados componentes de la
masiva generación del baby boom, quienes van a liderar
como sujetos protagonistas esta nueva reivindicación
política de lucha contra la discriminación por la edad,
buscando para ello el apoyo solidario de otros colectivos
discriminados con los que coaligarse (menores, mujeres, migrantes, minorías...) para formar con ellos un
frente común de lucha contra la exclusión social. Pues
también los menores sufren por el otro extremo que los
mayores la misma discriminación por la edad. Y también
las mujeres, los migrantes o las minorías sufren la misma exclusión discriminante en los mercados de trabajo,
aunque esté fundada no sólo en la discriminación por la
edad sino también en la discriminación por razón de género, pertenencia étnica, afiliación religiosa u orientación sexual.
Si denomino consecuencia positiva (en vez de negativa) a la apertura de este conflicto protagonizado por los
mayores en lucha contra la discriminación por la edad
es debido a que, objetivamente, toda discriminación es
no sólo injusta e inconstitucional (en tanto que atentatoria contra los derechos individuales y el universalismo
jurídico) sino además ineficiente y disfuncional (pues
restringe la libertad de mercado y reduce la competencia, tolerando el establecimiento de onerosas colusiones oligopólicas). Y si sostengo que los mayores del futuro parecen llamados a liderar esta coalición anti-exclusión social es no sólo por su mismo volumen mayoritario
sino además por el peso que entre sus filas poseerán
las mujeres con experiencia en la lucha por defenderse
colectivamente de la discriminación social.
7.
El poder gris como «voz» de la vejez
Pero la consecuencia política positiva más importante
que cabe esperar del próximo envejecimiento masivo de
la población es la recuperación de la voz por parte de la
clase de edad anciana, tras muchas décadas de estar
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enmudecida por la espiral del silencio que siguió a la
pérdida del poder por parte de la gerontocracia tradicional (Gil Calvo, 2003). Hasta ahora, y ante la devaluación
social de los patrimonios sociales que atesoraban (pues
la salarizada sociedad de mercado sólo valora los ingresos obtenidos por el trabajo personal acumulado), los
ancianos apenas si se atrevían a levantar la voz porque
se sentían en condiciones de inferioridad social, dada
su escasa cuantía y la abismal brecha de capital humano que les colocaba bajo el poder de sus sucesores.
Pero la próxima llegada de masivas generaciones de
mayores sobreescolarizados, nacidos durante el baby
boom, les proporcionará un poder cuantitativo y cualitativo que les permitirá atreverse por fin a levantar su voz
de protesta, reivindicando un trato igualitario.
Y al decir levantar la voz me refiere al concepto de
voz introducido por Hirschman (1977), opuesto al de salida o abandono de los compromisos contraídos ante el
deterioro de la actividad social. Hasta hoy mismo, los
mayores tienden en efecto a acogerse a la opción de salida, aceptando jubilaciones anticipadas para recluirse
en la retraída pasividad rentista. Pero esta opción de salida parece tener los días contados, para ser muy pronto
sustituída por la opción de elevar su voz de protesta militante y activista como estrategia mayoritaria a adoptar
por la clase de edad anciana (Gil Calvo, 2001). Y a esta
estrategia de elevar la voz para hacerse oír, reclamando
un nuevo trato igualitario en su relación con los demás
poderes públicos y privados, es a lo que he llamado metafóricamente poder gris (Gil Calvo, 2003).
Con lo de nuevo trato igualitario me refiero a que, hasta ahora, los mayores aceptaban relacionarse con los
demás en condiciones de sumisión e inferioridad, asumiendo como algo inevitable y necesario (un mal menor) el ser tutelados por sus familias y por los poderes
públicos (representados por el personal burocrático de
los servicios sociales y sanitarios) con quienes han de
relacionarse los ancianos en su vida cotidiana. Y si los
mayores lo asumían resignados, aunque lo considerasen injusto, es porque su inferioridad numérica, cultural
y académica les colocaba en poder de la superior autori-
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dad moral de sus cuidadores, fueran éstos sucesores,
parientes, funcionarios o médicos. Bien, pues muy pronto va a dejar de ser así. Una vez que se vaya rellenando
la brecha de capital humano conforme envejezcan las
cohortes más escolarizadas, y cuando los mayores se
sientan por fin mayoritarios en términos relativos, entonces llegará el momento de invertir la correlación de fuerzas que enfrenta a los ancianos con el resto de poderes
públicos y privados. Y de ser ésta una relación jerárquica de inferioridad asimétrica y sumisión efectiva, pasará
a ser una relación equilibrada de reciprocidad simétrica
e igualdad paritaria. Es decir, una relación de tú a tú. Lo
cual podría resultar revolucionario.
¿Qué contenido tendrá esta nueva voz de la vejez,
que reivindicará el ejercicio de su nuevo poder gris?
Desde el punto de vista filosófico, podría fundarse en el
concepto de libertad como no dominación propuesto por
Philip Pettit (1999). Como se sabe, para este autor la libertad (entendida como plena autonomía personal) se
basa en una doble condición de posibilidad. Ante todo,
esa autonomía debe estar libre de toda interferencia externa ilegítima (pues existen interferencias legítimas,
exigidas por el común interés público, como sucede con
la redistribución de la renta y la discriminación positiva).
Pero además, esa autonomía no debe ser arbitraria, en
el sentido de que no debe proceder de ninguna concesión graciosa o discrecional. Y de este modo, la libertad
como no dominación consiste en la inmunidad garantizada por la ley contra toda interferencia ilegítima y arbitraria.
Pues bien, la vejez actual se vive como una doble dominación arbitraria e ilegítima, dado que se sufre a la
vez un recorte tanto de la libertad física corporal como
de la libre autonomía personal. Desde luego, hay opresión material siempre que se da el maltrato físico directo, que según el Centro para el Estudio de la Violencia
(El País, 12-IX-03, página 32) sufren 3 de cada 10.000
personas mayores en España (según datos estimados a
partir del Ministerio del Interior). Pero también hay opresión material cuando los mayores son expulsados obligatoriamente del mercado de trabajo o cuando son tra-
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tados con procedimientos autoritarios y coercitivos en
los centros sanitarios, en las residencias geriátricas o en
las instituciones asistenciales. Ahora bien, la opresión
más insidiosa de todas no es la material sino la moral,
que se produce siempre que se trata al anciano con
descuido y desatención como si fuera un objeto impersonal y anónimo, o cuando se le incapacita en la práctica tutelándole con ignorancia o desprecio de todos sus
derechos para reducirle a la categoría de menor de
edad. Y esa dominación que sufren los mayores es producto tanto de interferencias arbitrarias de los poderes
públicos y privados, que someten a los mayores a un
trato discriminatorio contra su voluntad, como de graciosas concesiones discrecionales, que sobreprotegen a
los mayores tratándoles como a mascotas domésticas o
menores incapacitados a los que haría falta tutelar con
censura informativa y dulces mentiras piadosas.
Pero este estado de cosas, caracterizado por la objetiva opresión de la vejez, no puede continuar. Si hasta
ahora se produce es porque las generaciones actuales
de mayores se han resignado a sufrirlo sin rechistar, incapaces de levantar la voz como consecuencia de su
posición relativa de inferioridad social. Ahora bien, en
cuanto las próximas cohortes de mayores superpoblados y sobreescolarizados envejezcan, ya no se dejarán
dominar. Por el contrario, levantarán su voz de protesta
colectiva para reivindicar en público su derecho a la no
dominación y su airada exigencia de una definitiva abolición de la discriminación por la edad. Ahora bien, además de esta genérica defensa de su derecho a no ser
discriminados, los mayores también plantearán probablemente la explícita reivindicación de otros derechos
específicos, derivados de la propia naturaleza del envejecimiento.
Ante todo, por supuesto, reivindicarán su derecho
constitucional al trabajo personal, que por tratarse de
un derecho fundamental no puede estar subordinado a
ninguna otra consideración de interés general. La jubilación obligatoria debe ser abolida de una vez para
siempre, y tanto más cuanto resulta injustamente discriminatoria, dado que ahora sólo se aplica a los asala-
riados y a los funcionarios públicos, pero no a los propietarios, los empresarios ni a los profesionales libres.
Pero esta reivindicación del derecho al trabajo personal también va unida a la reivindicación del derecho al
ahorro personal (en forma de pensiones contributivas
de jubilación), sin que ninguna de ambas reivindicaciones pueda ser usada como condición de la otra. Las
pensiones contributivas deben ser proporcionales al
trabajo realizado a lo largo de la vida activa. Y el momento de salida de la actividad económica debe ser
elegido libremente. Quien elija jubilarse anticipadamente, percibirá pensiones más bajas. Y quien decida
posponer su jubilación tendrá derecho a pensiones
más elevadas el día que se jubile. Es verdad que puede haber fricciones en el ajuste de unos y otros contingentes, que siempre se pueden suavizar mediante políticas ad hoc de estímulos e incentivos. Pero lo que no
se puede tolerar (y mucho menos con efectos retroactivos) es la coactiva confiscación estatal de los derechos
adquiridos por el ahorro personal acumulado, como supondría cualquier recorte real de las pensiones contributivas.
Pero además de esta doble reivindicación política
del derecho al trabajo personal y del derecho al ahorro
personal, existen cuando menos otras dos reivindicaciones que parecen específicas de la vejez. La primera
de ellas es la reivindicación del derecho a la autonomía
personal, puesta en peligro como consecuencia del
proceso de envejecimiento físico. El riesgo de incapacidad relativa aumenta progresivamente con la edad, lo
que puede colocar a la persona mayor discapacitada
en situaciones de dependencia física. Pero ello no
debe condicionar su inalienable libertad de elección
personal, que debe ser reconocida y protegida a ultranza. Es verdad que el coste económico de hacerlo puede ser elevado, dado el incremento de las discapacidades que se espera como consecuencia del envejecimiento demográfico. Pero siempre puede prevenirse
mediante el establecimiento de seguros colectivos contra la dependencia, tanto si son seguros públicos como
privados. Ahora bien, lo que nunca debe hacerse es
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privar a los ancianos de su capacidad de decisión propia (o libre albedrío personal), que no debe estar subordinada al dictamen de aquellos agentes encargados
de asumir la protección de su discapacidad física.
Quien debe elegir en cada caso es el anciano, no las
autoridades, los médicos ni su familia.
Y como consecuencia última del derecho a la autonomía personal aparece la otra gran reivindicación a plantear por la vejez, que es el derecho a una muerte digna.
Cada anciano debe ser enteramente libre de elegir por
sí mismo qué quiere hacer con su vida. Y semejante decisión no puede tomarla en su lugar ningún familiar, por
próximo que sea, ni tampoco ninguna autoridad judicial
o médica. Las autoridades del Estado no están legitimadas para decidir en nombre de cada anciano, quien
debe disponer libremente de su vida sin tener por qué
atender los consejos de los profesionales llamados a
aconsejarle. Si decide dejar de vivir, el Estado no tiene
derecho a impedírselo, y mucho menos con espurias razones científicas, pues el único titular del derecho civil a
la vida es el propio ciudadano, que tiene derecho no
sólo a perjudicarse a sí mismo sino también a querer dejar de vivir. Y esto impone la necesidad de despenalizar
y legalizar la eutanasia, tanto la pasiva como además la
activa. Es verdad que ello plantea vidriosos problemas
de ética jurídica, en los que aquí no cabe entrar (Szasz,
2002). Pero hará falta superarlos, pues sin el reconocimiento público del derecho a una muerte digna no podrá
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resolverse la más grave cuestión planteada por el próximo envejecimiento poblacional.
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