Mi China

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Mi China
Joseph Needham y su esposa Dorothy
Según Eric Hobsbawm, Cambridge siempre se jactó de que
sus cuarentitantos premios Nobel en ciencias (físicos,
químicos, biólogos, médicos) también alcanzaran la
excelencia en una actividad paralela, amateur: el químico
Haldane escribía sobre religiones comparadas; el físico
Bronowski era una autoridad en poetas románticos; el
legendario J. D. Bernal sabía más que nadie en el mundo
sobre antigüedades persas. Claro que hacía falta ganar el
Nobel para que esas “distracciones” merecieran el respeto
general. El bioquímico Joseph Needham tenía futuro de
Nobel, a los cuarenta años: era una autoridad en su campo
(la embriología) y, junto a su esposa y compañera de
investigación Dorothy, conformaban el único matrimonio
miembro de la Real Sociedad de Ciencias. Needham ya era
un poco excéntrico para los parámetros académicos de la
época (sus fanáticas aficiones por el nudismo, las danzas
medievales, el acordeón y el marxismo eran igual de
conspicuas) cuando en los años ’30 dejó boquiabierto a
todo Cambridge al abandonar sus investigaciones en
bioquímica para dedicar los cincuenta años de vida que le
quedaban al estudio de la China.
Lu Gwei-Djen
Todo empezó cuando un grupo de estudiantes chinos se incorporó a sus
clases. A una de ellas, llamada Lu Gwei-Djen, le pidió que le enseñara la
suficiente caligrafía como para poder seguir leyendo y aprendiendo solo
(“Pasar de las fórmulas químicas a los cristalinos caligramas chinos fue
como sumergirse en un río de montaña en un día de mucho calor”,
confesó años después en un reportaje). Poco después, Needham viajó con
una delegación de científicos marxistas ingleses a conocer China. Su
ingenuo plan inicial era “juntar
algunos datos que explicaran por
qué la ciencia moderna no se había
originado en China sino en Europa (habiendo los chinos
inventado en su momento la brújula, la imprenta y la pólvora) y
escribir a mi regreso un breve opúsculo sobre el tema”.
Los demás volvieron a los tres meses; él se quedó
seis años recorriendo a lomo de burro el país entero,
internándose en sus bibliotecas y fábricas y escuelas
y templos. Volvió al final de la Segunda Guerra,
con una montaña de notas y de libros, que se
centuplicó en los años siguientes, a través de la
correspondencia que estableció con estudiosos
chinos y extranjeros enamorados de la China como
él. Aquel “opúsculo breve” se convertiría en una
obra de dieciocho volúmenes de mil páginas cada
uno, que Needham habría de ir escribiendo a lo
largo de los cuarenta años siguientes, los primeros
veinte solo, luego con un equipo de ayudantes y por
fin con una institución entera (el Instituto Needham
de Sinología) creado especialmente para él por
Cambridge cuando resultó evidente (según palabras
de uno de los popes del claustro universitario que no
le tenía especial simpatía) que “la historia de la ciencia y la civilización chinas de Needham es
seguramente el más imponente trabajo de síntesis histórica y comunicación intercultural jamás
intentado por un solo hombre”.
Carretilla China
Puestos uno al lado del otro, los dieciocho tomos de Ciencia y civilización en China ocupan un estante
de seis metros de longitud. La demencial obra de Needham habla de todos los temas humanamente
imaginables, desde la invención de la carretilla (mil años antes que en Occidente) hasta los poderes
alquímicos de cierta porcelana fabricada en las montañas de Jingdezhen. Borges y Bioy (que saquearon
sin empacho los libros de Needham para inventar escritores orientales imaginarios, en las antologías de
literatura fantástica que hacían para “distraerse del oprobio” durante los años peronistas) lo definieron
como un Mil y Una Noches chino. George Steiner, en su reciente Los libros que no he escrito, lo
compara con En busca del tiempo perdido, además de poner a Needham en lo más alto de su pedestal
de admirados (por supuesto, Steiner hace saber al lector que le habría gustado escribir los dieciocho
tomos de Needham además de sus propios libros; con Steiner ya se sabe, él mismo lo confesó alguna
vez: “He sido de aspirar el fétido olor que sube desde el ego”).
La comparación con Proust, un poco delirante a primera vista, apunta a que
Needham no sólo rescató del pasado y reconstruyó él solo un mundo entero, como
el autor de En busca del tiempo perdido, sino que lo hizo por amor a una persona.
En el caso de Proust, el Albert camuflado en Albertine en el libro. En el caso de
Needham, aquella joven llamada Lu Gwei-Djen que le enseñó los seis mil
caracteres de mandarín que hacían falta para comprender un texto en chino.
Needham conformó un ménage-à-trois increíblemente armónico con su esposa y
con Lu Gwei-Djen, que se prolongó hasta la muerte de Dorothy en 1991 (durante
todo ese tiempo, Dorothy continuó las investigaciones de Needham en bioquímica
y Lu Gwei-Djen fue su mano derecha en la monumental obra sobre China).
El secreto de tan admirable logro quizá se halle en la empatía de
Needham con el concepto chino de yin y yang, aunque Dorothy
diría que su marido ya entendía el asunto desde sus días como
bioquímico, cuando buscó en la embriología el punto de
encuentro, el fin de las disputas, entre biólogos y químicos. El
rechazo a los opuestos, la fascinación con los complementarios,
puede verse en casi todas las facetas de Needham. Mantuvo hasta
el fin su credo marxista, aunque eso no le impidió ir a la iglesia
todos los domingos de su vida (aunque desde los años ’50 prefería
evitar el oficio religioso e ir cuando la iglesia estaba vacía, como
correspondía a un “taoísta anglicano” como él). Y, cuando le
cuestionaban (en 1995, cuando ya tenía noventa y cinco años y le
quedaban sólo unos meses de vida) que había estado cuarenta
años escribiendo una obra de tres millones de palabras, pero no
había logrado nunca contestar aquella pregunta inicial (¿por qué
se estancó China?), él mostraba los dientes que le quedaban en
una sonrisa amarilla y decía: “¿No parece una de esas parábolas
del Tao a la manera de Chuang-Tzu?”.
Chuang- Tzu
Needham
Fuente: Página 12
Viernes, 20 de marzo de 2009
Por Juan Forn
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