AIT y Segunda Internacional. Un estado de la cuestión

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La Asociación Internacional de los Trabajadores y la Segunda
Internacional
(Material de Cátedra)
Introducción
“Su aniquilamiento, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos en socialmente
concentrados, y por consiguiente la conversión de la propiedad raquítica de muchos en propiedad masiva
de unos pocos, y por tanto la expropiación que despoja de la tierra y de los medios de subsistencia e
instrumentos de trabajo a la gran masa del pueblo, esa expropiación terrible y dificultosa constituye la
prehistoria del capital " (Marx, 2012: 952)
“La emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos” (Estatuto Provisional de la
Asociación Internacional de los Trabajadores, 1864)
Entre 1840 y 1895, comenzó una nueva fase de la Revolución Industrial caracterizada por la
expansión de las industrias de base. La presión de las grandes acumulaciones de capital en su
seno, otorgaban a Inglaterra un lugar de privilegio como abastecedor del mercado en rápido
crecimiento para aquellos productos de base que aún no se producían en cantidad suficiente
en los países que se estaban industrializando (Hobsbawm, 1989). En este contexto la clase de
aquellos que obtenían un salario a cambio de su trabajo irrumpía con fuerza incontenible en el
escenario occidental: “ningún país industrial (…) podía dejar de ser consciente de esas masas de
trabajadores sin precedentes históricos, aparentemente anónimas y sin raíces, que constituían
una proporción creciente y, según parecía, inevitablemente en aumento de la población y que,
probablemente a no tardar constituirían la mayor parte de ésta” (Hobsbawm, 1987: 125). Pero
esta masa no era homogénea, ni siquiera en el seno de las diferentes naciones.
En el presente estudio, analizaremos el proceso de unificación de la clase trabajadora a partir
del ascenso de las luchas obreras de carácter económico y político en la segunda mitad del
siglo XIX en Europa. La historia del capitalismo puede ser abordada desde distintas ópticas. En
este escrito nos proponemos recorrer el período que se inicia en la segunda mitad del siglo XIX y
finaliza con la Primera Guerra Mundial, centrándonos en las transformaciones en la composición,
formas de organización y conciencia de la clase trabajadora. Para ello analizaremos cómo las
distintas transformaciones en la economía industrial afectaron a esta clase de diversas maneras
enfocando en las experiencias de la Asociación Internacional de los Trabajadores –AIT(posteriormente conocida como Primera Internacional) y la Segunda Internacional, en tanto
expresiones paradigmáticas del desarrollo, desafío y contradicciones del movimiento obrero de
la época.
PRIMERA PARTE
Crecimiento y diversificación del proletariado en la segunda mitad del siglo XIX
“De a poco fueron aprendiendo los trabajadores de Inglaterra,
como escribió Marx, «a distinguir entre la maquinaria
y su empleo capitalista y a retirar sus ataques a los
medios materiales y concentrarlos en la forma
de explotación social»” (Abendroth, 1983).
La expansión de la industrialización en la segunda mitad del siglo XIX, como afirma Hobsbawm
(1987) trajo aparejadas distintas transformaciones en la sociedad de la época:




Incremento de tamaño absoluto y concentración de la clase trabajadora, de las ciudades y
de los establecimientos de trabajo.
Transformación en la composición profesional de la clase trabajadora1.
Aumento de la integración nacional y de la concentración de la economía nacional, en el
cual, el estado desempeñó un rol central2.
Ampliación del sufragio y la política de masas.
Estos fenómenos son fundamentales para comprender las condiciones de posibilidad para que
esa heterogénea clase trabajadora, en expansión en distintos países europeos, pudiera
unificarse a escala nacional y emprendiera un camino, por momentos, amenazante del status
quo imperante a nivel internacional. Sin embargo, dicho proceso, no tuvo lugar de la noche a la
mañana. En la primera mitad del siglo XIX, ni el socialismo ni el anarquismo habían logrado
articular una respuesta organizativa única a las profundas contradicciones que evidenciaba la
sociedad industrial en desarrollo de la Europa occidental. Mucho menos convertirse en la
“Como atestigua el hecho de que los ferroviarios, que no llegaban a 100.000 en 1871, pasaron a ser
400.000 en 1911; de que los mineros pasaran de medio millón a 1.200.000 en el mismo período, mientras que
el total de la población masculina en Inglaterra, Gales y Escocia aumentaba sólo en un 60 por 100. Y lo
mismo, evidentemente ocurrió en el caso de su composición por edades y sexos, con el descenso del
empleo de chicos en edad escolar del 30 por 100 de todos los niños en 1851 al 14 por 100 en 1914, y la
modesta, pero novedosa, penetración de las mujeres en industrias fabriles que no eran del ramo textil. Los
cambios experimentados por las habilidades manuales de los trabajadores son menos evidentes y
continúan suscitando muchos debates. A pesar de ello, es innegable que en 1875 los principales sindicatos
nacionales eran con mucho el de Mecánicos Unidos y el de Operarios de Albañilería, a los que seguían, por
el orden que se indica, el de Calderos, el de Carpinteros y Ebanistas Unidos, el de Sastres Unidos y el de
Hilanderos de Algodón. Después de 1895 el Congreso de los sindicatos se vio notoriamente ominado por los
grandes batallones del carbón –organizados ahora a escala nacional- y del algodón, y en 1914 por la Triple
Alianza del Carbón, el Transporte y los Ferrocarriles” (Hobsbawm, 1987: 242).
2 “Bastará con recordar que, a efectos prácticos, el conflicto laboral en forma de huelga nacional o cierre
patronal no existe antes del decenio de 1890 (…). Para el caso del convenio colectivo negociado a escala
nacional brilla por su ausencia antes de 1890 (…). En 1910 (…) ya había convenios de este tipo en los ramos
de ingeniería, construcción naval, imprenta, hierro y acero, y calzado, así como mecanismo equivalentes
en otras partes” (Hobsbawm, 1987: 243).
1
ideología de un movimiento “clasista” que representara los intereses de los trabajadores en toda
su diversidad.
Fue recién en la segunda mitad del siglo XIX que se presentó un escenario con mayores
posibilidades para el desarrollo de las primeras organizaciones de la clase trabajadora con
alcance nacional e internacional.
En su estudio3 sobre los orígenes de la Asociación Internacional de los Trabajadores, David
Riazanov (2004), afirma que a fines de la década de 1850 se verificó, sobre la base de
fundamentos sociales reales, un ascenso del movimiento obrero en Inglaterra y en Francia.
Si bien la necesidad de conformar una organización que trascendiera las fronteras nacionales ya
había inspirado distintas experiencias en Europa, la idea de una asociación internacional de los
trabajadores como clase, surge como inevitable conclusión para los obreros organizados en
Francia e Inglaterra, a partir de la explotación a la que eran sometidos cotidianamente para
paliar los riesgos de la especulación que servía de base e impulso al capitalismo en pleno
desarrollo. En el caso de los franceses, la derrota de 1848 se había constituido, como afirma Droz
(1984), en una “experiencia crucial”, en la medida en que consumó la separación de las luchas
del proletariado y el republicanismo4.
A diferencia de las primeras experiencias organizativas obreras acotadas a lo local, en la
segunda mitad del siglo XIX se abría paso un internacionalismo en el que se entrelazaban las
reivindicaciones económicas con las luchas políticas. Los avances organizativos, las luchas y
conquistas obreras en Inglaterra y Francia fueron el preludio necesario de este proceso.
En el caso de la primera, los avances del movimiento obrero inglés proporcionarían a los obreros
del continente el esquema para sus luchas. En este sentido las conquistas obtenidas en el
período de huelgas iniciado a fines de la década del 40´ demostraron la capacidad de la
acción del proletariado para presionar al poder público y obtener concesiones. Si bien se trató
de un período nutrido de varios conflictos, a los fines de este estudio, nos detendremos
puntualmente en tres huelgas que marcaron hitos fundamentales, interpelando al movimiento
obrero de otros países.
La primera gran huelga fue la de 1847 en la que los trabajadores ingleses de la rama textil
obtuvieron la ley de las 10 horas. Si bien dicha conquista, debido a la resistencia patronal, se
concretaría recién para agosto de 1850 y sólo para esta rama, sentaba un precedente
fundamental para el resto de las industrias.
La segunda huelga a destacar tuvo lugar en 1859 de la mano de los trabajadores de la
construcción. Londres era el motor del desarrollo industrial, lo que provocó, como vimos, el
aumento de la población urbana y en consecuencia de la demanda habitacional. La
construcción se había convertido en una de las ramas más dinámicas de la producción
capitalista. Ya no se hacían viviendas a pedido sino como mercancías para abastecer al
mercado. Esto dejaba sujeta la rama a los vaivenes de la especulación, por lo cual los patrones
para prevenir futuras pérdidas intensificaron la exigencia productiva en la jornada de trabajo,
agudizando las contradicciones y fortaleciendo la necesidad de los trabajadores de exigir
Publicado por primera vez en 1926 en el Marx-Engels Archiv, revista del Instituto Marx-Engels de Moscú
Al respecto Mommsen (1978) afirma: “En el curso de la industrialización los trabajadores fueron
desligándose en Europa del sistema de tutela liberal todavía típicos a mediados del siglo XIX”.
3
4
entonces la reducción de la jornada laboral a 9 horas5. Ante la amenaza de los empresarios,
organizados en la Master Builder´s Society, de no contratar a ningún obrero que no firmara
previamente un compromiso de no sindicalización, la solidaridad, tanto de los obreros del rubro
en otras ciudades, como de otras ramas, no demoró en propagarse por todo el Reino Unido. La
formación de comités para recolectar fondos para estos huelguistas se constituyó en un
antecedente fundamental de lo que posteriormente fue el London Trades Council (Riazanov,
2004). La primera reunión del London Trades Council tuvo lugar en julio de 1860 y contó con la
participación de representantes de cordeleros, albañiles, zapateros, carpinteros y leñadores,
sombrereros, aserraderos, y trabajadores de la industria del estaño (Kriegel, 1986).
La tercera huelga de relevancia de cara al proceso posterior, fue la que tuvo lugar en 1861 ante
la proximidad de la Exposición Universal 6. La misma no sólo contó con el apoyo manifiesto del
recientemente creado London Trades Council sino que, debido a la necesidad de contar con
mano de obra para finalizar las obras requeridas para la exposición, permitió obtener la
reducción de la jornada laboral a nueve horas y media, incentivando la organización en otras
ramas como la industria alimenticia. Sin embargo, la respuesta de los empresarios no se haría
esperar, amenazando con importar mano de obra de otros países para reemplazar en su puesto
a los huelguistas. Esto no sólo amenazaba la incidencia de la huelga como tal, sino también las
condiciones laborales conseguidas hasta el momento por, entre otras cosas, la superioridad de
los salarios ingleses en comparación con los de otros países. De esta manera, la evidencia de
que la competencia de los trabajadores provenientes del continente llevaría nuevamente el
salario a los niveles previos a la consecución de la reducción de la jornada laboral, fortaleció la
necesidad de luchar por iguales condiciones de trabajo, no sólo al interior del país, sino también
a nivel continental.
Las repercusiones de esta segunda huelga de la construcción cruzaron el Canal de la Mancha,
llegando hasta Francia. Allí, bajo el imperio de Napoleón III, ante el fortalecimiento de la
oposición al régimen de un sector de la burguesía, los sindicatos habían comenzado a gozar de
cierta tolerancia. El imperio, en crisis, esbozó una “aproximación” con el movimiento obrero
tolerando en 1861 una huelga de tipógrafos y autorizando en 1862 el envío a la Exposición
Industrial Universal de Londres de una delegación obrera (Cole, 1974; Droz, 1984). Distintos
autores coinciden en que el encuentro de los trabajadores ingleses y franceses en esta ocasión,
favoreció la propagación del ejemplo inglés potenciando en Francia la lucha contra la
prohibición de la coalición y el movimiento por la reducción de la jornada de trabajo a 10 horas
(Riazanov, 2004; Kriegel, 1986; Droz, 1984; Cole, 1979).
Dos acontecimientos del contexto favorecieron que estos lazos no quedaran acotados a la visita
de la delegación francesa: la crisis del algodón7 y la insurrección polaca8. Con motivo de la
última, el 22 de julio de 1863 se realizó una reunión con representantes de ambos países en el
5 Uno de los dirigentes de este proceso fue William Cremer (1828-1908) posteriormente secretario general de la
Asociación Internacional de los Trabajadores.
6 Las Exposiciones Universales, se inspiraron en la tradición francesa de exposiciones nacionales, y se realizaron con el
fin de propagar los progresos de la industrialización en los distintos países.
7
En 1862 la reducción de la importación del algodón producto de la Guerra Civil norteamericana, produjo la
paralización de un importante sector de la industria tanto en Inglaterra como en Francia. Ante la situación de crisis, los
trabajadores se movilizaron no sólo por necesidad económica, sino que también organizaron grandes
manifestaciones de carácter político en apoyo a los estados del Norte y en repudio a la posición adoptada por el
gobierno inglés que había prestado su apoyo a los estados esclavistas del sur.
8 en 1863, se produjeron grandes actos de solidaridad y apoyo en ambos países.
Saint James Hall de Londres. Dicha reunión fue la ocasión no sólo para que obreros franceses e
ingleses levantaran el estandarte de la fraternidad entre los pueblos, sino también para que
acordaran la “exigencia de mejorar su situación social a través de la reducción de la jornada
laboral y el aumento de los salarios, objetivos irrealizables sin una organización internacional de
los trabajadores” (Riazanov, 2004: 63). En esta línea, en ese mismo viaje, se produjo una segunda
reunión más íntima en la que los obreros ingleses realizaron un llamamiento a los franceses, que
saldría a la luz el 5 de diciembre de 1863:
La fraternidad de los pueblos es extremadamente necesaria dentro del interés de los
obreros. Cada vez que intentamos mejorar nuestra situación por medio de la reducción
de la jornada de trabajo o del aumento de los salarios, los capitalistas nos amenazan
con contratar obreros franceses, belgas y alemanes, que realizarían nuestro trabajo por
un salario menos elevado. Por desgracia, esta amenaza se cumple muchas veces. La
culpa, es verdad, no es de los camaradas del continente, sino exclusivamente de la
ausencia de toda inteligencia regular entre los asalariados de los distintos países.
Confiamos, sin embargo, en que esta situación terminará pronto, pues nuestros esfuerzos
para lograr que los obreros mal pagados se pongan al nivel de los que reciben salarios
elevados, impedirán bien pronto que los empresarios puedan servirse de algunos de
nosotros contra nosotros mismos para hacer descender nuestro nivel de vida conforme
con su espíritu mercantil (“Llamamiento de los obreros ingleses a los franceses” en
Riazanov, 2004: 58).
La Asociación Internacional de los Trabajadores
El 28 de septiembre del año siguiente, tuvo lugar finalmente la reunión que daría nacimiento a la
Asociación Internacional de los Trabajadores –AIT– en el St. Martin´s Hall en Londres. La AIT no fue
una federación de partidos políticos, ni de sindicatos 9 (aunque tuvo gran influencia en varios)
sino que se organizó en secciones nacionales compuestas en cada país por miembros
individuales, y sólo en algunos casos por organizaciones obreras.
En su primera reunión, además de trabajadores ingleses y franceses, participaron emigrados
polacos, alemanes e italianos. Entre los alemanes encontramos, en su mayoría, ex miembros de
la Liga de los Comunistas10, como por ejemplo Karl Marx. Si bien existen interpretaciones que
atribuyen a Marx la creación de esta herramienta, el mismo es invitado a participar recién en su
primera reunión. Fue posteriormente, en octubre, en las reuniones de la subcomisión encargada
de elaborar los estatutos de la nueva organización y su manifiesto inaugural que Marx
desempeñaría un papel decisivo (Droz, 1984; Riazanov, 2012). El objetivo del Manifiesto Inaugural
era explicar el motivo que había inducido a los obreros reunidos en la asamblea el 28 de
septiembre de 1864 a fundar la Internacional y el del Estatuto provisorio dejar sentados los
principios generales de esta nueva herramienta. En este último se establece que un consejo
general establecerá las relaciones entre las diferentes seccionales de cada país y que la AIT
tomará sus decisiones en un congreso anual.
Como afirma Kriegel, tras haber desempeñado un papel clave en su creación, los sindicatos ingleses
mantuvieron una actitud más reservada frente a dicha experiencia.
10 Anteriormente denominada Liga de los Justos, en el verano de 1847, después de la publicación del
Manifiesto Comunista, adopta del nombre de Liga de los Comunistas.
9
Ambas tareas fueron realizadas por Marx quien logró exponer los puntos de vista del comunismo
“de manera aceptable para el movimiento obrero de entonces” (Riazanov, 2012: 203), logrando
ser “violento en el fondo y moderado en la forma” (Hobsbawm, 2012). Como afirma Abendroth
(1983): “El arranque inicial del movimiento total, la necesidad de una común lucha de clases de
los obreros, quedaba claramente formulado; pero a Marx sólo de un modo muy relativo le era
posible incluir en el programa de la Internacional sus teorías políticas y sociales desarrolladas en
el Manifiesto Comunista de 1848” (p. 40).
Estatuto11:
Considerando:
que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la propia clase obrera; que la
lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por privilegios y
monopolios de clase, sino por el establecimiento de derechos y deberes iguales y por la
abolición de todo dominio de clase;
que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los medios de
trabajo, es decir, de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre en todas sus
formas, de toda miseria social, degradación intelectual y dependencia política;
que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al que
todo movimiento político debe ser subordinado como medio;
que todos los esfuerzos dirigidos a este fin han fracasado hasta ahora por falta de
solidaridad entre los obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y de una
unión fraternal entre las clases obreras de los diversos países;
que la emancipación del trabajo no es un problema nacional o local, sino un problema
social que comprende a todos los países en los que existe la sociedad moderna y
necesita para su solución el concurso práctico y teórico de los países más avanzados;
que el movimiento que acaba de renacer de la clase obrera de los países más
industriales de Europa, a la vez que despierta nuevas esperanzas, da una solemne
advertencia para no recaer en los viejos errores y combinar inmediatamente los
movimientos todavía aislados;
Por todas estas razones ha sido fundada la Asociación Internacional de los Trabajadores.
Y declara:
que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a ella reconocerán la
verdad, la justicia y la moral como base de sus relaciones recíprocas y de su conducta
hacia todos los hombres, sin distinción de color, de creencias o de nacionalidad.
No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes.
En este espíritu han sido redactados los siguientes Estatutos:
11
Extraído de Riazanov (2004).
1.- La Asociación es establecida para crear un centro de comunicación y de
cooperación entre las sociedades obreras de los diferentes países y que aspiren a un
mismo fin, a saber: la defensa, el progreso y la completa emancipación de la clase
obrera.
2.- El nombre de esta asociación será «Asociación Internacional de los Trabajadores».
3.- Todos los años tendrá lugar un Congreso obrero general, integrado por los delegados
de las secciones de la Asociación. Este Congreso proclamará las aspiraciones comunes
de la clase obrera, tomará las medidas necesarias para el éxito de las actividades de la
Asociación Internacional y elegirá su Consejo General.
4.- Cada Congreso fijará la fecha y el sitio de reunión del Congreso siguiente. Los
delegados se reunirán en el lugar y día designados, sin que sea precisa una
convocatoria especial. En caso de necesidad, el Consejo General podrá cambiar el
lugar del Congreso, sin aplazar, sin embargo, su fecha. Cada año, el Congreso reunido
fijará la residencia del Consejo General y nombrará sus miembros. El Consejo General
elegido de este modo tendrá el derecho de adjuntarse nuevos miembros.
En cada Congreso anual, el Consejo General hará un informe público de sus
actividades durante el año transcurrido. En caso de urgencia podrá convocar el
Congreso antes del término anual establecido.
5.- El Consejo General se compondrá de trabajadores pertenecientes a las diferentes
naciones representadas en la Asociación Internacional. Escogerá de su seno los
miembros necesarios para la gestión de sus asuntos, como un tesorero, un secretario
general, secretarios correspondientes para los diferentes países, etc.
6.- El Consejo General funcionará como agencia de enlace internacional entre los
diferentes grupos nacionales y locales de la Asociación, con el fin de que los obreros de
cada país estén constantemente al corriente de los movimientos de su clase en los
demás países; de que se haga simultáneamente y bajo una misma dirección una
encuesta sobre las condiciones sociales en los diferentes países de Europa; de que las
cuestiones de interés general propuestas por una sociedad sean examinadas por todas
las demás y de que, una vez reclamada la acción inmediata, como en el caso de
conflictos internacionales, todas las sociedades de la Asociación puedan obrar
simultáneamente y de una manera uniforme. Si el Consejo General lo juzga oportuno,
tomará la iniciativa de las proposiciones a someter a las sociedades nacionales y
locales. Para facilitar sus relaciones, publicará informes periódicos.
7.- Puesto que el éxito del movimiento obrero en cada país no puede ser asegurado
más que por la fuerza resultante de la unión y de la organización, y que, por otra parte,
la utilidad del Consejo General será mayor si en lugar de tratar con una multitud de
pequeñas sociedades locales, aisladas unas de otras, tratara con unos pocos centros
nacionales de las sociedades obreras, los miembros de la Asociación Internacional
deberán hacer todo lo posible por reunir a las sociedades obreras, todavía aisladas, de
sus países respectivos, en organizaciones nacionales representadas por órganos
centrales de carácter nacional. Es claro que la aplicación de este artículo está
subordinada a las leyes particulares de cada país, y que, prescindiendo de los
obstáculos legales, toda sociedad local independiente tendrá el derecho de
corresponder directamente con el Consejo General.
8.- Cada sección tendrá derecho a nombrar su secretario correspondiente para sus
relaciones con el Consejo General.
9.- Todo el que adopte y defienda los principios de la Asociación Internacional de los
Trabajadores, puede ser recibido en ella como miembro. Cada sección es responsable
de la probidad de los miembros admitidos por ella.
10.- Todo miembro de la Asociación Internacional recibirá, al cambiar su domicilio de un
país a otro, el apoyo fraternal de los trabajadores asociados.
11.- A pesar de estar unidas por un lazo indisoluble de fraternal cooperación, todas las
sociedades obreras adheridas a la Asociación Internacional conservarán intacta su
actual organización.
12.- La revisión de los presentes Estatutos puede ser hecha en cada Congreso, a
condición de que los dos tercios de los delegados presentes estén de acuerdo con
dicha revisión.
13.- Todo lo que no está previsto en los presentes Estatutos, será determinado por
reglamentos especiales que cada Congreso podrá revisar.
Los debates de la AIT
El primer congreso12 de la AIT tuvo lugar en 1866 en la ciudad de Ginebra. Allí se definieron las
reivindicaciones mínimas por las que deberían luchar las seccionales de cada país fijando la
consecución de la reducción de la jornada laboral a ocho horas como prioritaria. Es en este
mismo congreso también, que tiene lugar el primer desacuerdo de importancia. Los delegados
franceses, que en su mayoría se declaraban seguidores de las ideas proudhonianas13,
defendieron la idea de que la emancipación obrera sería producto de la generalización del
mutualismo. En esta línea, los esfuerzos obreros debían abocarse a “cambiar las bases de
reciprocidad por medio de la organización de un crédito mutuo y gratuito, nacional y luego
internacional” (Tolain en Droz, 1984: 97). A diferencia de los que suscribían a las ideas plasmadas
por Marx, los proudhonianos defendían la persistencia de la pequeña propiedad privada. Sus
planes prácticos para reformar la sociedad burguesa consistían en formar sociedades
cooperativas: “no se trata de destruir la sociedad existente sino de repararla”. Esto era
incompatible con las herramientas de lucha más propias de los sindicatos. De acuerdo a
Riazanov, los proudhnianos, consideraban a la “cooperación” como un elemento clave, por
ende se oponían a cualquier organización de resistencia a los patrones, mientras que para los
“marxistas”14 dichas organizaciones eran el “núcleo fundamental de la organización de clase del
proletariado” (Riazanov, 2012: 232).
En realidad el primer congreso estaba previsto para 1865 en Bruselas, pero como no pudo garantizarse
fue reemplazado por una conferencia en Londres en la que se ratificaron el Estatuto y el Manifiesto
Inaugural redactados por la subcomisión constituida el año anterior para ello.
13 Es importante destacar que la polémica entre Marx y Proudhon antecede a la AIT, y data de las
vísperas de las revoluciones de 1848.
14 Si bien este término como tal no existía en ese momento, en el presente texto, dada la relevancia que
cobró la intervención de Marx en los distintos debates, lo utilizaremos para hacer referencia a aquellos
que en la AIT se identificaban con las posturas de este último.
12
En el marco de este mismo congreso tuvo lugar una controversia a partir de los argumentos
sostenidos por algunos sindicalistas ingleses, según los cuales una subida de salarios implicaría un
aumento de los precios. En esta ocasión, Marx, expuso la nueva teoría del valor y de la plusvalía,
que posteriormente desarrollaría en El Capital (1867) y enfatizó que los sindicatos fallaban
totalmente en su objetivo si se limitaban a “una guerra de escaramuzas contra los efectos del
régimen existente, en vez de trabajar, al mismo tiempo, en su transformación” (Kriegel, 1986: 9).
En los congresos de Lausana en 1867 y de Bruselas en 1868 terminó por imponerse, contra los
partidarios de Proudhon, el reconocimiento del movimiento sindical y de su arma más
importante: la huelga. Asimismo se declaró a la AIT partidaria de la apropiación colectiva del
suelo, las minas, las canteras, los bosques y los medios de transporte. Es en el congreso de
Bruselas también que se declaró, ante una posible agudización del conflicto entre Francia y
Alemania, una huelga de los pueblos contra los gobiernos con el fin de evitar la guerra. Sin
embargo, otro contrapunto se abriría paso en la internacional y permanecería en su seno hasta
convertirse en una de las principales razones del final de esta experiencia, pero también en la
base constitutiva de su continuadora (la Segunda Internacional): el referido al papel de la lucha
política de la clase obrera.
Es importante aclarar, en este sentido, qué aspectos de la intervención política de los
trabajadores, generaron contrapuntos entre quienes participaban de la AIT en ese momento. En
primera medida, tuvieron lugar fuertes discusiones en torno a si la exigencia de medidas políticosociales al Estado existente en favor de las mujeres y de los niños y para limitar la jornada laboral
a ocho horas, era un factor progresivo o regresivo de cara a los intereses últimos de la clase
trabajadora. Los proudhonianos rechazaban enfáticamente toda intromisión del Estado en la
reglamentación laboral, porque sostenían que eso implicaba fortalecer más aún al Estado,
otorgándole mayor entidad. Marx y sus seguidores, en cambio, sostenían que “las medidas para
proteger a los obreros sólo podían imponerse mediante la transformación de la razón social en
fuerza política”. En esta línea no sólo validaban la lucha por ampliar los derechos democráticos y
la legislación social, sino que la consideraban un método, que lejos de fortalecer al poder
dominante, transformaba todo poder que se utilizaba contra los trabajadores, en su propio
instrumento.
El congreso de 1869 en Basilea, ya cuenta con una composición auténticamente internacional
(27 franceses, 24 suizos, 10 alemanes, 6 ingleses, 5 belgas, 2 austriacos, 2 italianos, 2 españoles, 1
norteamericano; en total 72 delegados). En el mismo se retomó la cuestión de la socialización de
los medios de producción, ya tratada en Bruselas y se terminó de derrotar la postura
proudhoniana a favor de la propiedad individual de la tierra. Asimismo se aprobó por
unanimidad una resolución referida a la necesidad de una organización sindical internacional:
“El Congreso estima que todos los trabajadores deben afanarse en crear sociedades de
resistencia en los diferentes cuerpos de oficios” (Kriegel, 1986: 12). Es en este congreso también
que apareció una nueva tendencia, encabezada por el anarquista ruso Mijaíl Bakunin15. Desde
su ingreso, Bakunin y aquellos que apoyaban sus ideas, debatieron con distintos puntos del
Estatuto. Los primeros contrapuntos surgieron en relación al rol del Consejo General y el grado de
autonomía de cada sección. Los bakuninistas se pronunciaron por la autonomía total para las
15
Mijaíl Bakunin (1814-1876).
secciones nacionales de la AIT, calificando de dictatorial el rol centralizador ejercido hasta el
momento por el Consejo General16.
Otro debate que reavivó el ingreso bakuninista fue el de la necesidad o no de una organización
política de la clase trabajadora. Bakunin, negaba toda lucha política en la sociedad burguesa
existente: “El propósito supremo del movimiento obrero es la emancipación económica de la
clase obrera y esto sólo puede conseguirse por la expropiación de los medios de producción y la
supresión de todo dominio de clase” (Cole, 1974: 116). En este sentido, se definía enemigo del
Estado en todas sus formas. Dios y el Estado, la obra más conocida de Bakunin, enlaza estos dos
conceptos como expresión del principio autoritario, los dos enemigos principales y unidos de la
libertad humana. Sin embargo, Marx, también era contrario a Dios y al Estado; pero “el "Estado"
que consideraba como enemigo era el Estado policía de los feudalistas y capitalistas, que
trataba de derrocar y de reemplazar por un nuevo Estado. Para Bakunin, un Estado de los
trabajadores era una contradicción en sí misma (Cole, 1974: 117).
El próximo congreso que debía reunirse en Maguncia (Alemania), no pudo efectuarse, las
tensiones entre Alemania y Francia se agudizaron al punto que en julio de 1870 estalló la guerra
Franco-prusiana. El Consejo General de la Internacional publicó dos manifiestos (a cargo de
Marx) en el transcurso de la guerra, logrando predicciones sobre el futuro del conflicto y
exponiendo las tareas que se desprendían para la clase trabajadora 17.
La Comuna de París
“Si entonces la Comuna era la verdadera representación
de todos los elementos sanos de la sociedad francesa y,
por consiguiente, el auténtico gobierno nacional,
era al mismo tiempo, como gobierno de trabajadores y campeón
audaz de la emancipación del trabajo, enfáticamente internacional.
Bajo la mirada del ejército prusiano, que había anexado
a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexaba
a Francia al pueblo trabajador del mundo entero” (Marx, 2009: 83).
El 2 de septiembre de 1870 Napoléon III capitulaba, dos días después se proclamaba en París la
República. Ante la situación de emergencia se permitió a los diputados parisinos del antiguo
cuerpo legislativo constituirse en un “Gobierno de Defensa Nacional” y, a los fines de la defensa
“todos los parisinos capaces de empuñar armas” debían alistarse en la Guardia Nacional (Engels,
2009). El componente mayoritariamente obrero dentro de esta última se tornó evidente. Ante las
condiciones que imponía la brutal derrota para Francia –la cesión de Alsacia-Lorena, una gran
indemnización y la ocupación de París mismo por el ejército prusiano (Cole, 1974: 142)- París fue
ganada por masivas manifestaciones en las que participó, incluso, la Guardia Nacional. La
indignación se profundizó cuando, ante esta situación, la Asamblea decidió establecerse en
Versalles. Ante esto, París, que en armas se percibió sin autoridad, se decidió inmediatamente a
celebrar elecciones con el fin de establecer un gobierno verdaderamente representativo. El 28
de marzo de 1871, con la participación de 229,000 electores se estableció la Comuna,
Por eso algunos autores como por ejemplo Eduardo Colombo (2013) han definido este debate como el
enfrentamiento entre los autoritarios y los libertarios o antiautoritarios.
17 Dichos manifiestos fueron reunidos en La Guerra Civil en Francia de Karl Marx.
16
conformada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los distintos barrios
de la ciudad (Marx, 2009). La comuna, de acuerdo a la interpretación de Marx (2009), no era un
organismo parlamentario, sino “ejecutivo y legislativo” al mismo tiempo, cuyos representantes
podían ser revocados en todo tiempo por sus electores (Abendroth, 1986). Su composición era
diversa: conocidos radicales, miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, blanquistas y
jacobinos de los clubes revolucionarios y miembros de la clase obrera, algunos, relacionados con
la Internacional (Cole, 1974:142).
Fueron muchas las medidas revolucionarias tomadas en el corto tiempo que duró la Comuna de
París. Entre ellas, se destacan: la supresión del ejército permanente y la policía, y su sustitución por
el pueblo armado; la educación gratuita; la expropiación de la Iglesia y su separación del
Estado; la equiparación salarial entre servidores públicos y obreros; y la revocabilidad
permanente de todos los funcionarios.
Leo Frankel, obrero alemán e integrante de la Internacional, quedó a cargo de los asuntos del
Trabajo y de la Industria en la Comuna. El mismo realizó todos los esfuerzos para mejorar las
condiciones de trabajo y que las fábricas y talleres abandonados por sus propietarios fuesen
abiertos como cooperativas. Asimismo, colaboró con los sindicatos obreros y logró poner en
marcha cierto número de talleres, mejorar los salarios de los contratos públicos, suprimir el trabajo
nocturno en las panaderías y llevar a cabo algunas reformas (Cole, 1974).
Sin embargo, a los dos meses de su proclamación, la Comuna de París, fue aniquilada por las
fuerzas de la burguesía francesa que pactó con sus antiguos enemigos de guerra, las tropas
prusianas, para masacrarla: “1848 no fue sino un juego de niños comparado con el frenesí de la
burguesía en 1871” (Engels, 2009: 18). La aniquilación de la Comuna de París posteriormente sería
bautizada como la “semana sangrienta”. Mientras algunos afirman que el número de los muertos
en las barricadas fue de unos 2,500, y el de los muertos después de la lucha superó los 14,000;
otros hacen ascender el total de muertos a 30,000 y el de prisioneros a 45,000. De lo que no cabe
duda es de la composición mayoritariamente proletaria de estas víctimas:
Se conservan listas que registran la ocupación de unos 20,000 que fueron juzgados por
tribunales ordinarios. Estas listas incluyen 2,901 labradores, 2,664 mecánicos y cerrajeros,
2,293 albañiles, 1,659 ensambladores, 1,598 empleados comerciales, 1,491 zapateros,
1,065 empleados de oficinas, 863 pintores de brocha gorda, 819 impresores, 766
canteros, 681 sastres, 636 ebanistas, 528 plateros, 382 carpinteros, 347 curtidores, 283
marmolistas, 227 hojalateros, etc., incluyendo 106 maestros, y una larga lista de
ocupaciones menos nutridas. La gran mayoría de los condenados eran obreros
manuales, de los oficios e industrias de París (Cole, 1974: 153-154).
Engels relaciona estos hechos con aquella traición de la burguesía al proletariado en las
revoluciones de 1848 y afirma: “Fue la primera vez que la burguesía mostró a cuán demencial
crueldad de venganza es capaz de recurrir cuando el proletariado, como clase independiente,
con sus propios intereses y reivindicaciones es capaz de enfrentársele”. De esta manera se
clausuraba la Comuna de París. Más allá de su corta duración, fue tal el impacto de esta
experiencia que además de convertirse en la demostración práctica de lo que Marx había
definido como la “dictadura del proletariado”, posteriormente inspiraría a Lenin, para escribir su
libro El Estado y la Revolución.
El Consejo General de la AIT encargó a Marx escribir un Manifiesto al respecto el que se tituló La
Guerra Civil en Francia.
Conclusiones extraídas de la experiencia de la Comuna. Consecuencias y debates
La derrota de la Comuna acarreó gravísimas consecuencias no sólo para el movimiento obrero
francés sino también para el de distintos países. La represión de las actividades de la
Internacional se extendió por toda Europa: en España se la declaró fuera de la ley, en
Dinamarca se persiguió sistemáticamente a sus miembros, así como en Austria-Hungría, y en
Alemania, Bebel y Liebknecht, fueron condenados a dieciocho meses de cárcel el 27 de marzo
de 1872 (Kriegel, 1986).
La experiencia fracasada de la Comuna de París puso en cuestión el sistema de organización
obrera descentralizada vigente hasta entonces en la AIT (Perez Ledesma, 1980), basado en las
secciones y federaciones de oficio, y planteó la necesidad de sustituirlo por una estructura más
centralizada y operativa, cuyo elemento fundamental sería la constitución de partidos obreros
en cada uno de los países participantes. En este sentido, la derrota de la Comuna influyó en la
agudización de las contradicciones al interior de la AIT con los bakuninistas, que como vimos, se
declaraban defensores a ultranza del abstencionismo político y la organización puramente
económica del proletariado. Frente a los mayores niveles de centralización contenidos en la
propuesta marxista de partido, Bakunin y sus adeptos extrajeron otras conclusiones de la
experiencia de la Comuna, defendiendo incluso después de la represión sangrienta de la
experiencia parisina, la autonomía de cada lugar para replicar en la primera ocasión favorable,
“comunas” en ciudades aisladas cuyo ejemplo sería imitado por las otras (Riazanov, 2012: 254).
En 1871, el Consejo General, ante la imposibilidad de realizar un Congreso, convocó una
Conferencia en Londres. En esta conferencia, terminó por imponerse la tesis marxista sobre la
necesaria acción política de la clase obrera:
Considerando: Que contra el poder colectivo de las clases poseyentes el proletariado
sólo puede actuar como clase constituyéndose en partido político distinto, opuesto a
todos los antiguos partidos formados por las clases poseyentes (…) Que esta
aglutinación del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el
triunfo de la revolución social y de su objetivo supremo: la abolición de clases (…) Que
la unión de las fuerzas obreras ya obtenida por las luchas económicas debe servir
también de palanca en manos de esta clase en su lucha contra el poder político de sus
explotadores (…) La Conferencia recuerda a los miembros de la Internacional que en el
estado militante de la clase obrera su movimiento económico y su acción política van
indisolublemente unidos (Kriegel, 1986: 15).
En el congreso de La Haya de 1872, estas diferencias entre bakuninistas y marxistas en torno a la
dimensión política terminarían por provocar la división. El sector socialista se trasladó
provisoriamente a Nueva York. Pero en 1876, el Consejo General anunció la disolución de la
Internacional en la Conferencia de Filadelfia. Los bakuninistas, por su parte, junto a otros sectores,
el mismo año de la escisión, celebraron un Congreso extraordinario en Saint-Imier. Sin embargo,
Bakunin abandonó dicha experiencia a fines de 1874 y falleció en 1876. Fue en Italia y España
donde la línea bakuninista cobraría más fuerza. Sin embargo, la Internacional “antiautoritaria”
también llegaría a su fin en 1877. El anarquismo continuaría en otras formas, pero la época de los
partidos socialistas, políticos y nacionales, ya estaba en marcha (Kriegel, 1986: 15) y sería de la
mano de ellos que, años después, iniciaría la experiencia de la Segunda Internacional.
En síntesis, la AIT no logró constituirse como una organización robusta ni contar con grandes
medios económicos, no obstante, mientras existió se le atribuyó un poder enorme por parte de
los órganos de prensa y los gobiernos de la clase dominante. A pesar de sus difíciles comienzos,
la misma fue ganando autoridad y prestigio entre los obreros europeos a partir de sus
llamamientos a la solidaridad con las luchas laborales que comenzaban a darse en distintos
países. En este sentido, la AIT, contribuyó no sólo a desarrollar la conciencia política y social de
los obreros a los que representaba, sino que dio a los obreros y a los países, en los que en 1864 no
había aún indicios de organizaciones obreras independientes, el impulso que les permitiría
separarse del liberalismo burgués, fortaleciendo, más allá de la heterogeneidad, la unidad en
torno al desarrollo de una conciencia común proletaria (Abendrooth, 1983).
En este sentido, la AIT fue considerada “un alma grande en un cuerpo pequeño” (Kriegel, 1986:
9), en tanto había creado las condiciones para la fase siguiente: la del nacimiento de los
partidos obreros nacionales y el auge de los sindicatos en el continente. Es decir, y tomando a
Pérez Ledesma (1980):
el proceso de organización de los partidos obreros emprendidos por la Segunda
Internacional hundía sus raíces en los debates y elaboraciones teóricas de su
predecesora, la Asociación Internacional de los Trabajadores, en los que se definieron,
al precio de conflictos y escisiones, los postulados de la acción política del proletariado
(pág. 6).
SEGUNDA PARTE
Democratización y partidos de masas
La comuna de París desató una “crisis de histeria internacional” (Hobsbawm, 2009: 94) entre los
gobernantes europeos y las clases medias. La brutal represión que logró aniquilar esta
experiencia reflejaba el problema fundamental de la política de la sociedad burguesa: el de su
democratización. Si bien ésta se mostraba inevitable, fue introducida sin demasiado entusiasmo
por parte de las clases dirigentes que realizaron todo tipo de esfuerzos para limitar el impacto de
la opinión y del electorado de masas sobre sus intereses y sobre los del Estado.
La consecuencia política de esta democratización fue la movilización política de las masas para
y por las elecciones, lo que implicó la organización y desarrollo de movimientos y partidos de
masas, propaganda de masas y medios de comunicación de masas. El movimiento obrero no
estuvo exento de este proceso, en todos los sitios donde lo permitía la política democrática,
comenzaron a surgir partidos de masas basados en la clase trabajadora:
En 1880 apenas existían con excepción del Partido Socialdemócrata Alemán, unificado
recientemente18 (1875) y que era ya una fuerza electoral con la que había que contar.
En 1906 su existencia era un hecho tan normal, que su ausencia era lo que parecía
sorprendente (Hobsbawm, 2009: 127).
El funcionamiento de la economía como un sistema cada vez más integrado empujó a los
sindicatos y partidos obreros a adoptar una perspectiva nacional, configurando organizaciones
globales, que les permitieran dar a sus luchas la repercusión nacional que demandaban las
transformaciones en la estructura de los estados capitalistas europeos. Las organizaciones
sindicales o políticas fragmentadas en torno a la ocupación o a la localidad, características de
las décadas anteriores, cedían paso a estructuras más amplias. Así se iniciaba una nueva etapa
en el desarrollo del movimiento obrero internacional: la de los partidos obreros de masas.
La Segunda Internacional
El triunfo en la mayoría de los países de Europa occidental y central de sistemas políticos
parlamentarios o semiparlamentarios, se constituyó, no sin tensiones, en el escenario propicio
para la participación obrera en la vida política, y en especial en los procesos electorales, e
impulsó el desarrollo de los partidos socialistas como cauce para esta participación. En este
marco, la evidente expansión de las ideas socialistas a escala global combinada con la
diferenciación nacional en su propio seno, plantearía nuevamente la cuestión de establecer
entre los elementos nacionales sectoriales, aquellas relaciones institucionales que permitieran
conservar no sólo un núcleo doctrinal común, sino sobre todo esa arma estratégica fundamental
que era la acción pensada y coordinada directamente a nivel internacional (Droz, 1984).
Asimismo, la creciente influencia del marxismo, y de sus tesis sobre la acción política, sirvió para
reforzar la tendencia a la intervención política, como lo demuestra la actuación de la II
En Alemania existían dos partidos obreros –la Asociación General de Trabajadores Alemanes (fundado por Lasalle) y el
Partido Obrero Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y Wilhelm Liebknecht- que abarcaban sólo una pequeña
parte de la clase obrera alemana que crecía con rapidez debido al auge industrial. A partir de su unificación en 1875 en
el Congreso de Gotha aumentó considerablemente su influencia hasta convertirse en un verdadero partido de masas.
Junto con los sindicatos a él vinculados fueron el “ideal del movimiento obrero en los demás Estados del continente
europeo” (Abendroth, 1983: 54).
18
Internacional, desde el mismo momento de su fundación. La misma, a diferencia de la AIT, tomó
la forma de una Federación de Partidos Socialdemócratas, algunos de los cuales comenzaban a
tener peso de masas.
En 1889, en el marco del centenario de la Revolución Francesa, se celebraba en Francia el
primer congreso de la Segunda Internacional. En él se definieron dos cuestiones prácticas:
apoyar un programa por una legislación internacional del trabajo (en contraposición a las
posturas anarquistas que sostenían que la legislación laboral era incompatible con los principios
socialistas) y apoyar la lucha por la jornada de ocho horas de trabajo que realizaba la
Federación Norteamericana del Trabajo –AFL–, organizando una masiva manifestación
internacional el 1 de mayo, que elevara a los distintos estados esta petición y no sólo a los
patrones.
Respecto a su funcionamiento, en el Congreso internacional de París (1900) se decidió la
creación del Buró Socialista Internacional (BSI). El mismo constaría de dos delegados por país,
con sede en Bruselas, y dispondría de un secretariado permanente, mientras que la delegación
de un país asumiría la función del Comité Ejecutivo. De las reuniones de la Internacional
participaron las principales personalidades del socialismo de la época: Jaurés 19, Vaillant y
Guesde, por Francia; Kautsky20, P. Singer, H. Haase, por Alemania; Troelstra y Van Kol 21, por
Holanda; Plejanov y Lenin22 por los socialdemócratas y Rubanovitch por los socialrrevolucionarios
de Rusia; Rosa Luxemburgo23 por Polonia; H. Branting por Suecia; C. Racowsky por Rumania; KeirHardie y Hyndmann por Inglaterra; S. Katayama por Japón; W. Adler por Austria; P. Knudsen y Th.
Stauning por Dinamarca; F. Turati y Morgari por Italia; M. Hillquit por Estados Unidos, entre otros.
Las transformaciones políticas y económicas de la coyuntura europea planteaban nuevos
problemas al movimiento obrero, ligados al proceso de democratización que afectaba las
instituciones sociopolíticas en el conjunto de los países. Como decíamos anteriormente, en dicha
internacional la necesidad de la intervención política del proletariado estaba saldada, sin
embargo, no demorarían en surgir debates en torno a las formas de dicha intervención, el
programa y las características de las estructuras internas de una organización que pretendía ser
herramienta para la acción revolucionaria de la clase obrera a escala mundial.
Si bien la Segunda Internacional no tuvo una visión unívoca sobre la organización y el papel de
los partidos obreros –a diferencia de la III Internacional, que explicitó desde su fundación una
concepción muy precisa sobre el tema–, en sus congresos se fue imponiendo “el triunfo del
«partido» como fórmula organizativa preponderante” (Pérez Ledesma, 1980: 72). En este sentido,
mientras que el congreso de París se refería indistintamente a “las organizaciones obreras y
partidos socialistas de todos los países”, en el congreso de Londres de 1896 se realizaría un
llamamiento explícito a los trabajadores de todos los países a “unirse en un partido distinto de
todos los partidos burgueses” y se definiría aprobar como únicas organizaciones con derecho a
formar parte de la Internacional a las que “se proponen por objeto sustituir la propiedad y la
producción capitalista por la propiedad y la producción socialista, y que consideran la acción
19 Jean Jaurés (1859-1914)
20 Karl Kautsky (1854-1938)
21 Henri Van Kol (1852-1925)
22 Gueorgui Plejánov (1856-1918) y Vladimir Ilich Lenin (1870-1924
23 Rosa Luxemburgo (1871-1919)
legislativa y parlamentaria como una de las medidas necesarias para alcanzar este propósito” y
a los sindicatos que aceptasen la necesidad de dicha acción política. La conferencia de
Bruselas, tres años después, declaraba que la “«conquista socialista de los poderes públicos por
el proletariado organizado en partido de clase» era uno de los «principios esenciales del
socialismo»” (Pérez Ledesma, 1980: 72). Y ya en el siglo XX se decidiría a tomar un papel más
activo en la organización de partidos obreros, interviniendo en los países en que aún no estaban
establecidos sólidamente, y en especial en aquellos, como Francia, en los que existían varias
organizaciones proletarias en conflicto. Respecto a ellos, la resolución del congreso de
Ámsterdam de 1904 declaraba: “para dar a la clase de los trabajadores toda su fuerza en la
lucha contra el capitalismo es indispensable que en todos los países, frente a los partidos
burgueses, no haya más que un partido socialista, como no hay más que un proletariado”. Dicha
definición se profundizaría en el congreso de Copenaghe (1910): “Considerando que, al ser el
proletariado uno e indivisible, cada sección de la Internacional debe ser un grupo unido
fuertemente constituido, obligado a abolir las divisiones internas en interés de la clase obrera de
su país y del mundo entero” (Pérez Ledesma, 1980: 72).
En suma, la actuación de la Segunda Internacional, aun respetando las diferencias organizativas
entre los distintos partidos nacionales y la autonomía de cada uno de ellos, estuvo dirigida a
consolidar la forma organizativa del partido a nivel nacional y su articulación a nivel
internacional. En este sentido, su incidencia en algunos países europeos, fue decisiva.
Debates en la Segunda Internacional
Retomando lo dicho anteriormente, si bien la necesidad de la acción política, a diferencia de en
la AIT, estaba saldada, estos partidos no respondían a un único planteamiento organizativo e
ideológico. En este sentido, no demoraron en surgir fuertes debates en su seno.
Algunos de esos debates referían a cuestiones ligadas a la estructura interna de la(s)
organización(es) del movimiento obrero, otros a la postura que debería tomar este último ante
las nuevas determinaciones del contexto.
1.
Debates respecto a la estructura interna del movimiento obrero:
Reforma o revolución: derecha, centro e izquierda al interior del movimiento obrero
La obra de Bernstein24 Las premisas del socialismo y las tareas de la social-democracia salió a luz
en 1899. Según su autor, la misma había sido concebida con el objetivo de “fortalecer la socialdemocracia en su avance por la vía que había iniciado”. Para Bernstein la nueva etapa
económica basada en los monopolios llevaba a un crecimiento progresivo del capitalismo y no
a la crisis que Marx, según él, presagiaba como inevitable. Bernstein proponía considerar el
socialismo no como una corriente exterior y radicalmente separada del liberalismo burgués, sino,
“dado su contenido espiritual, como heredero legítimo de éste”. Para él el socialismo sería la
expresión del liberalismo llevado hasta sus últimas consecuencias. La tarea socialdemócrata
entonces, era conseguir reformas graduales hasta concluir pacíficamente en el socialismo. El
Eduard Bernstein (1850-1932). Afiliado al Partido Socialmócrata Alemán. En 1901 es elegido diputado del
Reichstag. Sus elaboraciones teóricas fueron denominadas como “revisionismo” ya que revisa los
fundamentos del socialismo marxista.
24
revisionismo se abrió paso como corriente ideológica, consolidándose como el sector “de
derecha” de la Segunda Internacional25.
Esta posición a nivel teórico sería fuertemente debatida por dos corrientes: la de centro y la de
izquierda. La primera, estaba integrada por dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán, más
conocidos como “ala ortodoxa”. Entre ellos se destacó Karl Kautsky. Sin embargo, si bien el
revisionismo parecía derrotado, manteniéndose el programa marxista original como línea formal
del partido,
en lo concreto no demoraría en demostrar vitalidad, imponiéndose
progresivamente en las prácticas del partido, y ganando en sus principales dirigentes una
ambigüedad que cada vez los acercaba más a estas posturas. Para López (2003), esta
ambigüedad se explicaba por las características del contexto alemán. El Estado alemán, y sobre
todo Prusia, contaban en la era Guillermina (1890-1914) con unas instituciones políticas que
salvaguardaban los intereses reaccionarios y conservadores, sin dar cabida a una real
democratización del país. Resultaba ilógica, en este marco la confianza de Bernstein en un
Estado liberal y reformista, y por ende indefendible. En esta línea, era fundamental para la
socialdemocracia y su dirigencia, mantenerse como partido de clase independiente, en tanto
no contara con un sector “liberal” con el cual aliarse (López, 2003).
Con la publicación de esta obra los debates desbordan pronto el marco estrictamente alemán
diseminándose al conjunto de las organizaciones vinculadas a la Segunda Internacional. La
lucha contra estas ideas, no quedó sólo en manos de los “ortodoxos” o centro. Tanto los
acontecimiento rusos de 1905, que pusieron el tema de la revolución violenta a la orden del día,
como las crecientes ambigüedades y cercanías en la práctica de la “ortodoxia” marxista a las
posturas revisionistas; empujaron a un grupo minoritario de marxistas a dar estos debates desde
una perspectiva basada en una estrategia proletaria enfáticamente revolucionaria. Entre sus
referentes más destacados encontramos a Lenin y Rosa Luxemburgo, entre otros. Los mismos,
aunque con matices entre sí, coincidían en caracterizar al revisionismo como la negación de la
teoría de la lucha de clases “pretendiendo que no es aplicable a una sociedad estrictamente
democrática, gobernada conforme a la voluntad de la mayoría” (Lenin, 2007: 102). En esta línea,
Rosa Luxemburgo afirma: “su teoría tiende a aconsejarnos que renunciemos a la transformación
social, objetivo final de la socialdemocracia, y hagamos de la reforma social, el medio de la
lucha de clases, su fin último” (Luxemburgo, 2003: 11)
Centralización, autonomía y el rol de los sindicatos
Ligado a lo anterior, y volviendo el foco a la socialdemocracia alemana, la expansión de la
organización había hecho surgir, siguiendo a Droz (1987), una capa de parlamentarios, y
funcionarios administrativos que ocupaban puestos en los sindicatos, en las cooperativas, en las
secretarías del partido y en las redacciones de sus órganos de prensa. Éstos ya no vivían sólo
“para”, sino también “del” movimiento obrero. La organización del movimiento se había
Francia fue uno de los países donde esta tendencia, en términos prácticos, cobró más vitalidad.
Alexander Millerand, jefe del Partido Socialista e integrante del ala reformista del mismo, aceptó una
cartera ministerial del gobierno radical burgués de Waldeck-Rousseau, produciendo en 1901 un profundo
debate al interior del movimiento obrero francés. En el mismo algunos defendían la necesidad de
continuar las tradiciones revolucionarias, mientras que otros, entre los que se destacó Jean Jaurés
atacaron duramente algunos preceptos del marxismo (Mommsen, 1978).
25
convertido para ellos de una palanca para la acción en un fin en sí mismo, considerando
cualquier actividad de las masas sospechosa, en tanto podía poner en peligro la legalidad del
movimiento, y como consecuencia la propia posición. Estos problemas eran aún más
complicados en los sindicatos, puesto que cada huelga colocaba a su burocracia ante
decisiones que no se hallaban en condiciones de tomar sin por ello poner en riesgo los pilares de
su sustento.
En este marco, una serie de debates cobraron peso al interior de la Segunda Internacional, entre
ellos se destacaron: el del partido, su funcionamiento interno, su papel en el proceso
revolucionario y, ante el crecimiento de los sindicatos, el de sus relaciones con las bases obreras.
Las primeras tensiones surgieron en torno a la manera de compaginar la actividad parlamentaria
con la “utilización de otras armas políticas, en especial las movilizaciones de masas” (Pérez
Ledesma, 1980: 91). Esto pronto derivo en contrapuntos acerca de cómo deberían ser las
relaciones del partido con la organización sindical.
La transformación en la estructura del capitalismo europeo y mundial era la condición
previa para el despliegue y la actividad de los partidos obreros agrupados en la II
Internacional y de las federaciones sindicales nacionales, reunidas desde 1901 en
conferencias sindicales internacionales y desde 1903 en el secretariado internacional de
sindicatos. Pero al mismo tiempo, la mejora del nivel de vida de la clase obrera, por muy
escasa que fuera y por muy rezagada que se hallase con respecto al aumento de la
productividad, lo mismo que el mejoramiento (si bien limitado) de su seguridad social,
no era producto de un desarrollo automático, sino resultado de la lucha de clases
dirigida por los partidos socialistas y los sindicatos. Las organizaciones obreras se habían
convertido al mismo tiempo en objeto y sujeto del desarrollo social, si bien el rápido
crecimiento y éxito les hizo estimar excesivamente en teoría sus funciones subjetivas con
demasiada frecuencia (Abendroth, 1983: 69).
La superioridad numérica de los sindicatos provocó una fuerte reacción frente a la supeditación
de los mismos al partido. De dicho debate participaron Jaurés, Luxemburgo, Lenin y Kautsky,
entre otros.
Asimismo, frente a la burocratización, no demoraron en surgir tendencias al interior del partido
que la consideraban correlato directo de la centralización, defendiendo el derecho de los
líderes locales y regionales a mantener su autonomía y en defensa de la “libertad de expresión”.
Sin embargo esta postura, pronto se vería ligada a los partidarios del revisionismo. La necesidad
de construir un partido socialista en las condiciones de clandestinidad impuestas por el zarismo
convirtió el problema de la organización en la cuestión central para los marxistas rusos. En este
contexto, Lenin consiguió formular un planteamiento organizativo, primero en sus artículos de
Iskra y posteriormente en su folleto Qué hacer, en los que se colocaba como uno de los
principales defensores de la necesidad de consolidar una organización partidaria sólida y
centralizada. Si bien Rosa Luxemburgo también era partidaria de la centralización, en el artículo
“Problemas de organización de la socialdemocracia rusa”, publicado en 1904, plantea sus
temores en torno a la creciente burocratización del partido. Para Luxemburgo, el centralismo,
como toda fórmula organizativa, tenía que estar supeditado a la naturaleza política de la
socialdemocracia: en cuanto movimiento de masas, su desarrollo y su triunfo final requerían la
extensión de la conciencia de clase, de la organización y la actuación autónoma del
proletariado, y esta extensión no se podía producir sólo mediante la disciplina y la obediencia
ciega, sino a través de la discusión y la participación en las luchas obreras (Pérez Ledesma, 1980).
En esta línea, según Luxemburgo, el centralismo socialdemócrata no era incompatible con el
funcionamiento democrático del partido; más aún, se necesitaba la democracia interna para
evitar la caída en fórmulas burocráticas, opuestas a la educación política del proletariado
2. Debates respecto a la postura que debería tomar la Segunda Internacional ante las nuevas
determinaciones del contexto: el internacionalismo en tiempos imperialistas
La crisis económica de 1873 había anticipado el fin de la fase de desarrollo económico centrado
en Inglaterra, dejando en evidencia que existían otros países capaces no sólo de producir para
ellos mismos, sino también de exportar. A diferencia de otros países que volvieron a los aranceles
proteccionistas tanto para su mercado interior agrícola como para el industrial (por ejemplo,
Francia, Alemania y los Estados Unidos), Gran Bretaña se asió firmemente al libre cambio,
rehusando emprender la formación de trusts y carteles tan característicos en Alemania y EEUU en
los años 1880. Gran Bretaña estaba demasiado comprometida con la tecnología y organización
comercial de la primera fase de la industrialización, como para adentrarse en la senda de la
nueva tecnología revolucionaria y la dirección industrial que surgió hacia 1890. Por ello sólo pudo
tomar un camino, el tradicional, la conquista económica y política de las zonas del mundo hasta
entonces inexplotadas: el imperialismo (Hobsbawm, 1989). Con la diferencia de que ahora dicho
sendero también era adoptado por otras potencias. Así, se inauguraba una nueva etapa del
desarrollo capitalista mundial, signada por la emergencia de un grupo competidor de poderes
industriales, la conjunción de rivalidad política y económica y la fusión de la empresa privada y
el apoyo gubernamental.
El surgimiento, expansión y fortalecimiento del imperialismo, dividió al mundo, configurando un
grupo de potencias que extraían grandes ganancias de los países coloniales y semicoloniales.
Esta nueva situación mundial signó fuertemente el desarrollo de la Segunda Internacional,
colocando nuevos debates en su seno.
Las distintas posturas configuradas en torno a las características internas que debería cobrar la
organización proletaria pronto se trasladaron, aunque como veremos más adelante, no
mecánicamente, a la posición que debería tomar la misma frente al Imperialismo, fenómeno del
cual se desprendían tres debates: la cuestión colonial, la cuestión nacional y su inevitable
avance hacia la guerra.
La cuestión colonial
Fue en el congreso de París (1900) cuando por primera vez este punto figuró en el orden del día.
La moción votada al término de los debates condenaba la política colonial burguesa y
recomendaba “la formación de partidos socialistas coloniales vinculados a las organizaciones
metropolitanas”. Sin embargo, en 1904, en el Congreso de Ámsterdam comenzaron a perfilarse
dos tendencias al respecto. Por un lado la de quienes consideraban que no había otra política
posible por parte del socialismo que la de denunciar “ardiente y apasionadamente al
imperialismo”. Por el otro, la integrada, entre otras figuras por Bernstein 26, que consideraba que la
colonización era un hecho inevitable y necesario incluso en el marco de una sociedad socialista:
en consecuencia proponían una “política colonial socialista” positiva (Droz, 1984: 123).
En el congreso de Stuttgart nuevamente se dibujarían tres posiciones en torno a la cuestión
colonial. A la derecha maduraba una corriente que veía en la idea colonizadora un elemento
integral del objetivo universal civilizador perseguido por el socialismo; en el centro contando con
la adhesión de figuras relevantes del movimiento como Jaurés y Bernstein, se colocaron aquellos
que si bien denunciaban la evidente barbarie colonial, no rechazaban dicho sistema que
implicaba un “factor de progreso” al llevar el capitalismo a los países no civilizados; y a la
izquierda, Kautsky, Lenin y Luxemburgo, entre otros, se situaron, aunque con matices entre sí,
aquellos que repudiaban enfáticamente la colonización (Droz, 1984).
La cuestión nacional
La Segunda Internacional tampoco logró articular una posición homogénea sobre el problema
de la práctica socialista en torno a la cuestión nacional. Sólo trató este punto desde el ángulo
concreto y cotidiano en el que se presentaba.
Según Droz, si bien el “derecho de los pueblos a la autodeterminación” como principio
fundamental podría haber proporcionado una línea directriz para zanjar tanto la cuestión
colonial como la nacional, hubo tres elementos que llevaron a tratarlas por separado. En primer
lugar, el nivel de desarrollo económico en términos capitalistas de los países considerados como
colonias era muy distinto del de los países que se consideraban víctimas de una opresión
nacional, ya que aun siendo estos últimos, eminentemente agrícolas, los países del este y del
sudeste europeo participaban del despertar industrial del continente y comenzaban a tener un
incipiente proletariado. En segundo lugar, aunque fuera una burocracia extranjera la que se
superponía a los órganos administrativos locales de los países oprimidos, éstos mantuvieron una
estructura estatal. Por último, el nivel de conciencia de estos grupos humanos, no era
comparable: el problema colonial no era todavía un verdadero problema más que para los
países colonizadores, mientras que, por el contrario, las masas populares de los países
nacionalmente oprimidos se movilizaron y encuadraron en movimientos de liberación nacional.
Por lo tanto, en la época de la Segunda Internacional, la cuestión nacional es un
problema típicamente europeo vinculado a la reorganización de las estructuras
estatales en el marco económico de la industrialización y en el marco político de la
generalización del sufragio universal (Droz, 1984: 124).
La cuestión de la guerra
Íntimamente ligado a los asuntos anteriores respecto a la amenaza latente de guerra, en el
congreso de Stuttgart de 1907, el ala izquierda logró imponer su postura antibelicista, la que
En interesante aquí la salvedad introducida por Damián López (2003: 4) en su texto al respecto: “Más
que un nacionalista Bernstein es un evolucionista, un defensor del progreso, que desde su óptica, significa
adoptar las costumbres del mundo europeo”. Esta aclaración resulta fundamental para comprender el
porqué de la negativa de Bernstein a apoyar los créditos de guerra en 1914 y su alejamiento del partido.
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luego se ratifica en el Manifiesto de Basilea (1912). La resolución redactada, por Lenin, Martov y
Rosa Luxemburgo en este congreso fue:
En caso de amenaza de guerra, las clases obreras y sus representaciones
parlamentarias de los países participantes se comprometen, apoyadas por la
actividad coordinada de la oficina internacional, a hacer lo posible para evitar la
guerra por todos los medios que consideren eficaces, los cuales varían, naturalmente,
en proporción al agudizamiento de la lucha de clases y de la situación política
general. Caso, no obstante de que estalle la guerra, es su obligación intervenir, a fin
de acelerar su pronta terminación y aspirar con todas sus fuerzas a aprovechar la
crisis política y económica causada por la guerra para sacudir al pueblo y con ello
acelerar la supresión del predominio de la clase capitalista (En Abendroth, 1983: 82).
En julio de 1914 el imperio austro-húngaro dio un ultimátum a Serbia. Los partidos de la Segunda
Internacional pusieron en práctica el primer mandato del Manifiesto de Basilea: "Si la guerra
amenaza con estallar, desarrollar todos los esfuerzos con el objeto de prevenirla por todos los
medios que consideren efectivos”. El 29 de julio cuando las tropas austriacas entraban en
Belgrado, se organizaron inmensas manifestaciones contra la guerra. El 1 de agosto, Alemania
declaró la guerra a Rusia. Al fracasar en el intento de evitar el estallido del conflicto bélico, la
Segunda Internacional y sus partidos, tenían que poner en práctica el segundo mandato del
Manifiesto de Basilea. Conforme a las resoluciones del congreso, debía “emprender la guerra a
la guerra” (Kriegel, 1986).
Como afirma Abendroth (1983: 84):
Cualquier partido que hubiera seguido la resolución de Stuttgart habría podido llevar a
las masas a la lucha contra sus gobiernos y contra la guerra. Eso sí, habría tenido que
aguantar primeramente un período de aislamiento, persecución e ilegalidad. Pero la
mayoría de los grandes partidos europeos no estaban dispuestos a esto. Así, tuvieron
que convertirse en instrumentos de la política militar de sus respectivos gobiernos y con
ello de la clase dominante. En esa actitud siguieron incluso cuando las masas
comenzaron a mostrarse críticas, y sólo con vacilaciones siguieron la disposición de sus
partidarios, en lugar de dirigirla. A menudo incluso intentaron paralizar la formación de la
conciencia y la actividad de sus socios en interés de sus gobiernos (Abendroth, 1983:
84).
La Segunda Internacional no había pasado la prueba impuesta por la guerra. En relación a los
partidos, sólo excepciones no votaron a favor de sus propios gobiernos: los rusos, los serbios (a
pesar de que estos últimos soportaban la presión de la invasión de las tropas austriacas) y la
corriente fabiana del Partido Laborista inglés. En Alemania, el único diputado socialdemócrata
que votó en contra de los créditos de guerra y que además llamó a los obreros y soldados a
volverse contra su propio gobierno, fue Karl Liebknecht (Kriegel, 1986).
Durante la guerra se celebraron varias conferencias socialistas internacionales, entre las que se
destaca la conferencia de Zimmerwald en septiembre de 1915 como la primera manifestación
colectiva de una corriente internacional contra la guerra, reuniendo 38 socialistas de 11 países
distintos (entre ellos Trotsky27 y Lenin).
Estas conferencias fueron las únicas manifestaciones eficaces de solidaridad
internacional en un período de desgarramiento de Europa y de suicidio político; las
clases dominantes habían provocado el suicidio, y los «políticos realistas» a la cabeza de
los grandes partidos y sindicatos de la II Internacional lo aprobaban. Pero estas
reuniones de pequeñas minorías fueron los primeros pasos hacia la reconstitución del
movimiento obrero europeo tras una crisis más grave (Abendroth, 1983: 84).
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