medea en cherubini

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MEDEA EN CHERUBINI
Recuperamos de nuevo al personaje clásico como protagonista
de otra expresión artística. Dicha recuperación se expresa en el hecho
de recoger una serie de aspectos que, estando expresados en la obra
original, y, sin prescindir del tejido cultural e histórico de la época,
se presentan con una coloración nueva, se abren a una serie de significados que responden a situaciones conflictivas presentes, absolutamente reconocibles hoy.
Los clásicos pueden expresarse en todos los registros. Tanto en
sentido geográfico como histórico, es posible hablar de un «teatro
global», en el que el pasado y el presente se sobreimprimen, en donde
podemos practicar una auténtica labor de reescritura, de reinvención.
Lo clásico, en palabras de Italo Calvino, es lo que persiste como
ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se
impone. Es preciso rescatar a los clásicos de las posibles cristalizaciones de la cultura, y arrancarlos del mundo de los estilos y de las
tradiciones, en donde corren el riesgo de morir sepultados.
Como dice Jan Kott, uno de los más importantes teóricos del teatro clásico en nuestra época, los clásicos hablan todas las lenguas y
son propiedad pública e internacional, y, comprometidos -jojalá!en las razones de nuestra violencia, de nuestras decepciones y nuestra angustia, ejercen la función más saludable: actuar como testigos
llamados a la corte de justicia contra toda forma cerrada de expresión política o social, contra toda expresión metafisica, contra todos
los dioses que piden víctimas.
Han existido muchas Medeas, adornadas con los atributos más
diversos, con los tratamientos más contradictorios: como amante
apasionada, como hechicera capaz de desplegar poderes oscuros,
insólitos, como esposa abnegada. (Recuerdo, por lo curiosa, la versión teatral del finlandés Willy Kyrklund, autor de Medea fran
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Mbongo, traducida al francés con el título Meclée l'étrangh-e. En
esta obra, Medea es presentada como una nueva versión del «buen
salvaje». El mito burgués del ser puro, primitivo, con una gama de
autenticidades que van desde Rousseau a Tarzán, pasando por
Viernes, compañero de Robinsón Crusoé).
Ahora Medea transita por los caminos de la ópera, de la mano
de Cherubini. Las posibilidades de conectar la tragedia con la ópera
son grandes. En la ópera se da una exacerbación de lo ritual, y, también, de lo ornamental, de lo barroco, de la ampulosidad. Este género musical es la catedral de los sentimientos, y sus tormentas se avienen con los desgarros de la dramaturgia. Un marco musical para los
excesos de la tragedia. Delacroix decía: «No me interesa la pintura
razonable. Hay en m' un viejo fermento, una negra profundidad que
necesita ser apaciguada. Si no me estremezco y agito como una serpiente en manos de un adivino, no me siento inspirado».
No en vano una de las reglas de oro de la teoría de la tragedia
clásica que propugnaba Boileau era:
«Que dans tous vos discours la passion émue. Aille chercher le coeur,
I'échauffe et le remue. Le secret est d'abord de plaire et de toucher».
La Medea de Cherubini -siempre con Eurípides como telón de
fondo- está basada en la obra homónima de Corneille, basada a su
vez en Séneca En Eurípides, el elemento emocional i m m p e en el
teatro, y los dioses ya empiezan a enmudecer, de modo que el hombre, de vuelta de todas sus ilusiones, no conoce otro destino que
el hombre. Pues bien: también las pasiones impregnan el teatro
corneliano.
Corneille siente fascinación por las grandes almas, por los personajes fuera de lo común. Y Medea lo es. Y, como tal, merece el
interés apasionado de Corneille, aunque no su adhesión (en térrninos de moralidad). Medea es pintada por el trágico francés con los
trazos de un ser monstruoso, sí, pero no es un personaje vulgar.
Puede provocarnos horror, pero nunca piedad. Y lo que a Corneille
verdaderamente le horroriza es la vulgaridad, encarnada en personajes timoratos como el Félix del Polyeucte, siendo la grandeza de
Medea como un insulto para los mediocres que no perdonan esta
superioridad insoportable. Para el dramaturgo francés, hay, pues,
grandeza en esas actitudes impetuosas exentas de debilidad, como
la de Medea, la de Cleopatra, quien en Rodogune prepara sin un pes-
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tañeo un brebaje emponzoñado para dárselo a beber a su hijo Antíoco.
El silencio de los instintos no parece ser lo característico de las «grandes almas», hasta el punto de que los puristas (como Voltaire) reprocharon a menudo a Corneille su falta de mesura.
La originalidad esencial de la tragedia de Corneille es que el
hombre es artífice de su propio destino, es su propio Prometeo. Por
oposición a Racine, quien muestra al individuo impotente, determinado por su herencia, aplastado bajo el peso de la fatalidad. Sin
escapatoria.
Luigi Cherubini nació en Florencia en 1760 y murió en París en
1842. Enseñó composición musical en el conservatorio de París desde
su fundación. Gozó de un gran prestigio como músico y como teórico.
Cherubini se sitúa entre el neoclasicismo y el romanticismo. El
Sturm und-Drang, que impregnó la literatura alemana, tuvo en un
principio escasa influencia sobre la ópera. Formado todavía en el
clasicismo académico, Cherubini anticipa la ópera romántica. Gusta
del gran espectáculo (incendios, terremotos, olor a guerra, a carne
quemada ...) y de ese clima turbulento que se corresponde con las
turbulencias del alma humana.
Retornó la «tragédie» de Gluck, cuya influencia se deja sentir
en un cierto academicismo y en un enfatizar la acción dramática, a
la cual deben supeditarse todos los demás elementos.
Su ópera Medea (estrenada en París en el año 1797) es casi precursora de lo que será la ópera italiana. Es una obra fundamentalmente
analítica, que expresa una lucha del dolor contra el dolor. No se trata
de una lucha de principios, sino de sentimientos. El libreto, de F.B.
Hoffmann, trata al personaje desde un punto de vista más psicológico que trágico. Medea está al servicio de la pasión. «Todo lo que he
cometido hasta ahora lo llamo obra de amor», dice la Medea de
Séneca. Será la música quien recupere la dimensión trágica. Una
música que se concentra intensamente en el drama de Medea, con un
lenguaje crudo y convulso, donde los aspectos vocales y sinfónicos
describen el estado de ánimo fundamental de la mujer desgarrada.
Jasón, «héroe trivial», en el sentido en que lo entiende Diel, presenta en la ópera unos rasgos de mayor virulencia y ensañamiento.
También Creonte. Eurípides nos muestra a un Jasón más hipócrita.
La intervención del pueblo está exenta de piedad: odia, rechaza, pide
la sangre de Medea.
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El discurso amoroso, como dice Roland Barthes, vibra, gira como
un calendario perpetuo. Así es el discurso de nuestra heroína. Las
palabras cantadas de la Medea de Cherubini, así como las de los
recitativos, son dinámicas, vivas. Como las Erinias, se agitan, se
retuercen, se apaciguan. Se repiten hasta la saciedad sin una lógica
que determine su contigüidad (<<iOhodioso repudio! / iOh repudio!
/ iOh repudio odioso! / iOh repudio!...»). Es ese discurso que se
construye, como afirma Merleau Ponty en «La prose du monde»,
por encima de la naturaleza, un ritmo zumbador y febril.
LA OPERA
Se inicia la ópera con una obertura más dramática que descriptiva. No es una introducción, sino el comienzo del conflicto: alternancia entre la paz y el tumulto; los pasajes suaves se ven bruscamente interrumpidos por una agitación que irrumpe con brusquedad.
Acto I
Corinto. Doncellas que animan a una novia triste, Glauce. Los
esponsales se presentan como sinónimo de felicidad. Glauce anuncia la tragedia por un «timor al domani» («temor al mañana»), cuyo
fundamento ampliará en el aria inmediata. Estamos en el umbral del
conflicto, conflicto que se caracterizará por la irremediable incomunicación entre los personajes.
Glauce invoca al Amor, como deidad y como panacea. Su invocación es abstracta (el Amor, el Amor) y su miedo a perderlo es muy
concreto.
Conocemos el primer «punto de vista», que conmueve porque
muestra a una mujer enamorada que sufre intuyendo una amenaza
cierta para su amor.
Entran Creonte -padre de Glauce- y Giasone. Los argonautas
ofrecen trofeos en homenaje a Glauce. Giasone asegura en el aria
(hendeliana) que el matrimonio con Medea le hizo desdichado, pero
que su boda con Glauce le deparará felicidad, al tiempo que presenta a Medea como una hechicera de nefasta influencia. Nueva
invocación al Amor como abstracción.
Los personajes hasta ahora sólo han mencionado conceptos como
«gloria», «felicidad», «seguridad», a modo de bienes cuya consecución está amenazada por Medea, que aún no ha aparecido.
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Hasta que, tras otro «interludio prenupciab, el capitán de la guardia anuncia a «una mujer inmóvil en el umbral».
Medea se presenta como la encarnación del dolor. Su vida ha sido
destruida por la traición y el abandono. Su esposo, en el que había
depositado toda su confianza, la ha traicionado más allá de todo lo
esperado. Su universo se ha venido abajo. Su voz es la del desgarro. Sus razones, las de la mujer despechada.
Su aparición, anunciada como ominosa, pronto se perfila con una
carga de enorme humanidad. No es una hechicera de perversa
influencia, sino un ser próximo. Es, simplemente, una mujer desgarrada, enfurecida porque pretenden arrebatarle a su marido.
Creonte, manifestando una incomprensión absoluta, la trata de «doma
rea, empía maga» («mujer malvada, bruja impía»). En la misma línea
se manifiesta Glauce. Padre e hija se declaran enemigos, sin asomarse
ni un segundo siquiera a las razones de Medea, a su dolor justificado.
Medea y Giasone se quedan solos.
Medea plantea claramente el conflicto como una pugna entre «il
nuovo e il vecchio amore». Recuerda a su esposo los tiempos felices
pasados juntos, y refiere los sacrificios que hizo por él, alejándose de
su propio espacio familiar para seguirlo, y sacrificando, incluso, a su
hermano Apsirto. No, Medea ya no guarda silencio. Ese silencio que
ha sido tradicionalmente considerado como el mejor adorno de la mujer.
En un aria que la define, imputa al sufrimiento la causa de sus
turbulencias. E implora piedad, siempre desde su inmensa amargura de esposa repudiada. El dolor se constituye en la fuerza definitiva, en la razón suprema que todo lo justifica.
Giasone, impertérrito, no atiende ni discute. Permanece sordo a
los lamentos de su esposa. El dúo entre Giasone y Medea con el que
acaba el acto es un ejemplo de perfecto desencuentro. No hay un
instante de acercamiento, aunque sea a través de la pugna. Ambos
personajes parecieran girar en el carrusel de su propio delido.
La introducción orquesta1 que abre el acto 11 es más tensa y dramática que la del acto 1. La lucha entre pasado y presente, entre amor
y dolor sólo podrá resolverse, se intuye, mediante la venganza.
Acto II
Una nueva congoja que Medea asegura no poder soportar: eche
ai figli s'apprende d'odiare la madre» ( q u e a mis hijos les enseñen
a odiar a su madre>r).
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MARÍAANTONIA OZAETA GÁLVEZ
Medea se encuentra en plena escalada del dolor. Nuevos desgarros vienen a sumarse al primero y radical de su repudio.
Llega Creonte rogando que se vaya. Medea, entonces, pide asilo
para estar cerca de sus hijos, como si su furia se hubiese apaciguado y se resignara a este último y único consuelo. La «impía hechicera» implora piedad y asilo ante la obcecación de Creonte, empeñado en expulsarla.
Medea es ya una mujer injustamente tratada, y la música expresa el patetismo de su rechazo. Por último, ya extenuada por el dolor,
pide que se le permita quedarse un día.
Creonte se lo concede, y Neris, confidente de Medea, promete
fidelidad para con su desdichada amiga.
Y es entonces cuando Medea, en el punto de suprema humillación,
se revuelve maquinando venganza. La venganza, disfrazada de justicia. La venganza, como el nuevo nómos que viene a ocupar el lugar
dejado por la quiebra del antiguo. Pero es que la traición de que ha
sido objeto ha erosionado gravemente su carácter, lo ha pervertido. Y
ahora se halla sumida en un gran desorden y desestructuración.
El dolor, pues, se convierte en venganza solitaria, y ahora lo único
que parece importarle es determinar de qué manera puede procurar
más daño a Giasone, como si quisiera corregir el desequilibrio de
su mundo devolviendo al malhechor el mismo daño que le ha causado a ella. Y, en la búsqueda desesperada de una vindicación, como
subraya la música, ve en sus hijos, seres adorados, el posible instrumento para castigar a su esposo.
La escena siguiente es, sin duda, la más importante dramáticamente de la obra. Es un compendio de impulsos y sentimientos
encontrados. Medea se debate entre las contradicciones insolubles
de su naturaleza. En Giasone se vislumbra, en su monolitismo anterior, un rescoldo de amor retrospectivo por Medea.
Al final del acto, Medea se refugiará exacerbadamente en la venganza, mientras contempla, furiosa, la nueva boda de Giasone, similar a la que, antaño, ella protagonizara como novia feliz. La ceremonia nupcial culmina con las funestas imprecaciones de Medea.
Acto 111
Introducción orquesta1 muy tensa y opresiva. Medea conseguirá,
al fin, expresar su gran dolor (equivalente al fracaso de su vida)
mediante la venganza, que se ha impuesto definitivamente al amor.
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Medea, sacudida por los cambios súbitos del instinto, contrapone, en el recitativo, el despecho a su amor de madre, sintiéndose
desgarrada por dos hechos atroces: la traición del esposo y la muerte inminente de sus hijos. De su afecto por ellos no puede obtener
siquiera ni perdón ni consuelo. Es una mujer poseída por la desdicha. Y ella -y la música de Cherubini- explica tal desdicha, la razona, la justifica. El infortunio es, definitivamente, una circunstancia
atenuante.
Neris trae a sus hijos (itienen la misma mirada que Giasone!).
Los estrecha entre sus brazos, y, por un momento, parece renunciar
a sacrificarlos.
A lo largo del aria, hay un tono de dolorido alivio en la música
de la primera parte. ¿Renuncia a la horrenda venganza? No, se presenta se nuevo la agitación y, como se resume en las últimas estrofas (simbiosis de furia y ternura), la venganza se impondrá al fin,
como afirma Neris.
Todo este último acto de la ópera es como un largo soliloquio,
como un «monólogo exterior» sobre las turbulencias de su afecto
dividido.
La decisión ya está tomada. Una decisión irrevocable ahora, sin
titubeos. Ha sido verdaderamente imposible reducir a los términos
estrictos del deber las irregularidades de sus sentimientos.
Envenenada Glauce por Medea, Giasone llega atribulado, y es
entonces cuando nuestra heroína, con cierta perversa alegría, convertida ya en instrumento fatal del sufrimiento de Jasón, anuncia y
culmina su venganza, expresión final de un dolor que se ha descrito tan abrumador, que no ha podido resolverse de otra manera. Ahora
Medea ya ha pagado al mundo el tributo que debía para reconciliarse consigo misma
(Las llamas devoran el templo. Medea es ya, definitivamente,
dueña de su destino).
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