La violencia ciudadana como presunto rasgo cultural argentino en la narrativa actual: ¿Una cuestión social, ética u ontológica? Marcela Crespo Buiturón CONICET – IDILL (USAL) – UBA La violencia se ha convertido en las últimas cuatro décadas en un tema verdaderamente acuciante en América Latina en general y en Argentina en particular, hasta tal punto que muchos estudiosos y críticos de diferentes áreas disciplinares debaten sobre un supuesto “ser violento latinoamericano”. Por citar un ejemplo y constatar la vigencia de esta permanente discusión, baste recordar el ensayo Imaginación y violencia en América de Ariel Dorfman (publicado por Anagrama en 1972) y la respuesta al mismo por parte de Karl Kohut en su artículo “Política, violencia y literatura” (aparecido en el Anuario de Estudios Americanos de Madrid, treinta años más tarde). Esta polémica ha sido animada, entre otras causas, por los informes de la Organización Panamericana de la Salud, la cual entiende que esta región del planeta es la poseedora de la tasa más alta del mundo de homicidios (Briceño-León, 1999). Abordada desde diferentes y variados enfoques, esta problemática ha sido también pensada desde el arte, en especial desde la literatura. La narrativa argentina actual ha desarrollado múltiples formas y estrategias para la ficcionalización de la violencia, inscritas en lo que es posible plantear como dos momentos claramente diferenciables que coinciden, a grandes rasgos, con las orientaciones de los estudios criminológicos que han ido apareciendo en este citado periodo: • Un primer momento, en los años setenta y parte de los ochenta, en el que tanto la ficción y la metaficción desde las letras argentinas, como los estudios de otras disciplinas tales como la Sociología, La Criminología, etc., centraban su punto de atención en la violencia política. • Y un segundo momento, que comienza aproximadamente en los años noventa, en el que dicha preocupación se desplaza hacia la violencia urbana (Del Olmo, 2000). En el marco de este último, que es en el que me detendré especialmente, se han sugerido diversas causas para la aparición del fenómeno que se ha dado en llamar “violencia urbana” o también “inseguridad urbana”. Las mismas van desde la tendencia natural del hombre hacia el mal (Ernesto Sábato, LeónTolstoi, entre otros) hasta la carencia de medios de subsistencia o la coerción de las fuerzas de seguridad estatales (Mempo Giardinelli, Moreno Durán, etc.) sin dejar de pasar por la inquietante y sugestiva idea de que la violencia nunca ha dejado de estar “en el corazón mismo del arte”, como lo propone por Marc Petit en Eloge de la fiction (1999: 96). Valdría la pena también considerar la relación entre violencia y cultura, pero esto ya sería motivo de otra comunicación. Sin detrimento de la discusión de si la violencia –y su consecuente ficcionalización- es producto de la naturaleza humana, de la sensibilidad artística, o bien, responde a una cuestión cultural, es innegable que han tenido lugar una serie de hechos y se han dado ciertas circunstancias a nivel mundial que, de una manera u otra, deben haber propiciado las numerosas conductas violentas registradas últimamente en América Latina, a saber: el deterioro del Estado de Bienestar y de los servicios públicos, el creciente desempleo, las políticas de ajuste, la corrupción y la impunidad delictiva, etc., todo lo cual, en conjunto, ha dado lugar –en muchos casos- a episodios de violencia individual y estatal y de exclusión social (Tavares dos Santos). Estas cuestiones han dejado su impronta en la narrativa argentina, especialmente la aparecida en esta última década, que ha ido acrecentándose a medida que avanza este nuevo siglo. Novelas de reciente aparición, como Kriminal Tango, de Álvaro Abós; El oficinista, de Guillermo Saccomanno; Más liviano que el aire, de Federico Jeanmarie; o Sangre Joven de Javier Sinay, constituyen claros ejemplos, en los que interactúan todas estas propuestas y en los que la dualidad amenazamiedo, cifrada en la figura de la ciudad, parece erigirse como rasgo recurrente de muchas de ellas. Parecería que el debate, que se iniciara en aquellos años ochenta tras la recuperada democracia, sobre la (in)seguridad nacional, propiciada paradójicamente por el “orden interno” (Pegoraro: 115) del gobierno de facto, se ha convertido en una discusión acerca de la (in)seguridad –esta vez individualcuyo agente ya no es el Estado, sino la ciudad criminal. Tomando como punto de referencia las dos primeras novelas citadas anteriormente, se pueden reconstruir los derroteros de la violencia urbana. El oficinista de Saccomano se erige como prototipo del ciudadano actual, aunque el autor juega irónicamente con la propuesta de un tiempo futuro para la contextualización de su relato. Sin nombre, anónimo, el protagonista lucha diariamente por su supervivencia en un mundo que le es decididamente hostil. Desde la agresión cotidiana en su entorno familiar: El hogar es un departamento alquilado […], penumbroso, estrecho y hediondo. El clima familiar que describe en la oficina no tiene nada que ver con la verdad. Su mujer, una mole con facciones equinas, es una tipa agria y despótica, y sus hijos una cría de obesos malcriados. Le exigen electrodomésticos, ropa de moda, zapatillas astronáuticas, un auto, viajes. […] Le cuesta a veces distinguir a unos de otros. […] A menudo imagina que los liquida. (39-40) Pero no sólo los signos del empobrecimiento socio-económico son alienantes, sino los efectos devastadores del consumismo que conducen a los personajes a un proceso de deshumanización y de grotesca animalización (facciones equinas, cría). Asimismo, como lo ya lo había propuesto el expresionismo alemán, estos seres estereotipados pierden definitivamente su identidad y son arrojados hacia un círculo de violencia recíproca. Lo destacable es que esta última no es producto de un conflicto bélico o un genocidio militar o de otra especie, sino de otro tipo de guerra, más local y perturbadora, puesto que en ella es difícil identificar al enemigo, pero se sabe que acecha a la vuelta de cualquier esquina, sin ninguna sujeción a códigos ni tratados y desde múltiples ámbitos: el delito, el tráfico, el trabajo. Es la vida de la ciudad posmoderna, si se me permite el cuestionado término, donde impera involutivamente la ley darwiniana: Un locutor impersonal informa de las estadísticas de muertos del mes en enfrentamientos con el terrorismo, atentados, robos, violaciones, accidentes aéreos, automovilísticos, de tránsito y laborales. En la madrugada, en una villa miseria, se registró un tiroteo entre narcotraficantes peruanos y colombianos. Último momento: hubo un atentado en una clínica en la que se experimentaba con la clonación de bebés. (50-51) En este entorno, es determinante la función que le atribuye Saccomanno a los medios de comunicación, los cuales contribuyen a la propagación del pánico urbano, por lo que “el concepto de alarma social llega a guiar las decisiones que en un momento determinado pueda tomar un Estado en materia de política criminal”. Los mass-media se convierte así en parte integral del sistema penal contemporáneo (Del Olmo, 81-82). Por otra parte, comentado en una noticia de último momento, repárese en que el énfasis está puesto en el atentado, es decir, el hecho de violencia, soslayando la éticamente conflictiva clonación de bebés. La misma sensación de inseguridad se traslada al ambiente laboral. La oficina no es más que otra cara visible de la violencia urbana: Tiene que controlar los nervios. Puede no ser él quien será reemplazado en unos minutos. […] Si en la oficina deben cuidar su puesto trabajando, fuera de ella deben maquinar cómo esmerarse para cuidarlo. Cada cambio, se espera, redundará en un mayor rendimiento. Excelencia, servicio, dinámica: éstos son los términos que suelen pronunciar los de arriba cada vez que se avecina un cambio. […] Ni la cara de tragedia ni las lágrimas conmueven al equipo de seguridad que rodea al expulsado […] Es patético cuando alguien llora, patalea y se sacude mientras lo sujetan de las muñecas y los tobillos y lo trasladan hacia uno de los montacargas del sector trasero. (66-67) El mentado equipo de seguridad es otro de los fenómenos emergentes de la ciudad actual, que denuncia una profunda crisis de confianza entre el ciudadano y las fuerzas de seguridad públicas. En este sentido, el Banco Mundial sostenía ya en el año 1993, en la publicación La Era Urbana, que para hacer frente a la violencia en las ciudades hay dos opciones dominantes: la represión o la privatización (1). Por otra parte, también habría que llamar la atención en el hecho de que en el mundo de la ciudad criminal se opera también un cambio en los actores de la violencia. Ya no son los represores de un gobierno dictatorial, donde el crimen está institucionalizado, sino los inversores de las multinacionales, las mafias, los mendigos, o la gente común. Así lo denuncia Álvaro Abós, en su novela Kriminal Tango, donde se narra más que la historia de un crimen concreto, el cotidiano crimen de una ciudad violenta: … un travesti le había disparado seis veces a su amante sin acertarle, pero una bala mató a un guardia de seguridad en un boliche de la Avenida del Tejar; dos maleantes de poca monta se fusilaron entre ellos en ese tramo de la calle Blanco Escalada, arbolada y oscura como boca de lobo, que es como un anticipo de la morgue; apareció muerto un jubilado que había sacado a cagar a su caniche, ¿qué le querían robar, el carné? […] siempre lo mismo…(38-39) Crímenes pasionales, ajustes de cuentas entre delincuentes, miseria: La ciudad apesta a basura y a cadáveres, y la cara del crimen ya no tiene rostro definido, como lo sugieren las palabras del padre del abogado cuyo asesinato investiga el protagonista de la novela: “A mi hijo lo mataron los árabes, lo mataron los chorros, lo mataron ustedes, los policías” (63). Significativamente, la policía, que otrora era la imagen misma de la muerte, ahora se convierte en su más codiciada víctima: “Somos dos perejiles de Homicidios y estamos en el corazón de la mafia. A merced de estos pistoleros. Y después hablan de violencia policial”. (163) Si el oficinista de Saccomanno aparece innominado, sin identidad discernible en la masa informe de una sociedad oprimida por constantes situaciones de violencia social, política y económica, el inspector Muñecas, el policía protagonista de la novela de Abós es un ser mutilado en su función de controlador del orden público, como lo sugiere una curiosa confusión de un funcionario con su apellido, que ha pasado de “Muñecas” a “Muñones”. El orden en la ciudad ya no lo imponen las fuerzas de seguridad pública, sino los economistas y los mafiosos. Para concluir, quisiera llamar la atención en una supuesta contradicción. Ambos escritores evidentemente ponen especial énfasis en una idea solidaria con la de aquellas teorías que proponían el poder decisivo de las condiciones socioeconómicas en la gestación de situaciones de violencia y estigmatización social. Pero, por debajo de estas líneas, se pueden leer otras, aparentemente divergentes, pero que ambos escritores entienden como complementarias: El oficinista reflexiona, en los impases de cada hecho violento que lo acecha, sobre su propia identidad frente a los mismos: Le gusta pensar que él, a pesar de su carácter manso, puede ser, dada la circunstancia, feroz. Si se le presentara la circunstancia, podría ser otro. Nadie es lo que parece, piensa. Simplemente se le debe presentar la oportunidad para que revele de qué es capaz (12) ¿La violencia es, entonces, parte de su natural condición humana, o es una fuerza alienante? Y aunque fuera esto último, ¿de dónde surge si no es de su propia personalidad?: “Más de una vez se pregunta quién es, quién puede ser, si puede ser otro, pero lo intimida averiguarlo” (12). Por su parte, el inspector Muñecas, entre persecuciones y enfrentamientos con las caras visibles de la violencia urbana, se refugia en la música, en el tango, para ¿escapar? de la furia, con otra furia, la del arte, desbaratando –a mi entenderjunto al oficinista el ocioso intento reduccionista de las teorías que indagan sobre el origen de la violencia: -Sí, ando con ganas de tocar, hermano. -¿Con cadencia, che? -Sí, con mucho yeite. -¿Con rebusque tanguero, che? -Me pide cancha, el guacho. -¿Tiene ganas de fratacho? Entonces hay que tocar, hay que darle el gusto. -¿Sabe lo que me pide, el loco? –preguntó Muñecas. -¿Qué pide? -Roña, pide. Quiere tocar con roña. (130) Bibliografía Abós, Álvaro, Kriminal tango. Buenos Aires, Alfaguara, 2010. 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