DONDE LA LUZ Y EL SILENCIO TE LLEVEN “Dime, enfermero, ¿qué enfermedad nos aqueja? ¿de qué estamos enfermos?” Huda Bakarat. La luz de la pasión1. Los tópicos acerca del trabajo de los artistas se han cultivado con ahínco a lo largo de siglos. La lucidez y la depresión, la furia y el aletargamiento, la búsqueda y el hallazgo, la clarividencia y la obnubilación…, atravesado todo ello por impulsos incontrolables o que, en todo caso, no convenía refrenar, han sido, entre otros estereotipos, referencias casi obligatorias para aludir al artista que cargaba con la condición de individuo dotado por cualidades singulares para formalizar pensamientos con imágenes, una capacidad que a los demás sujetos, en su cotidianeidad, resultaba inalcanzable y parecía demiúrgica. Pero, frente a esos ‘valores’ vinculados a una élite, en muy contadas ocasiones se han citado otros ‘contra-valores’, más generales pero no menos decisivos en el momento de crear arte, como son la espera, la circunspección, la relajación física, la placidez mental y la acometividad tranquila. Los primeros serían característicos de lo artístico masculino (aunque quizás sea más correcto decir ‘de la visión del arte por parte de hombres’; no necesariamente de la práctica del arte) y de lo material físico, en tanto que los segundos valores, esas otras formas de actuación con menos ‘vir’ -o con la fuerza orientada hacia otras sendas- dibujarían un estado propio de comportamientos y visiones sensibles diferentes (no quiero decir ‘femeninas’), en el que lo liviano le ganaría la partida a lo denso, lo intemporal haría lo propio con lo cronológico y la transparencia variable desplazaría del escenario a la sólida opacidad. “Y luego, cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve2”. Así concluye Susanna Tamaro el intimista y dolorido diario de una mujer que a lo largo de un mes y medio echa de menos a la persona que, sin 1 2 Seix Barral Biblioteca Formentor, Barcelona, 2000. Donde el corazón te lleve, Círculo de Lectores, Barcelona, 1994. 1 ser hija suya, amó y cuidó como si lo fuera. Los componentes de apertura, calma, duda, espera, concentración, quietud, silencio y decisión, que se contienen en este párrafo, forman parte frecuente de la vida cotidiana de muchos individuos. También es verdad que otros sujetos enturbian su potencial serenidad, la que les permitiría reconocer la voz que habla desde el interior, con el ruido, la prisa, el jadeo y la huida hacia adelante. Pero Tamaro se refiere al tipo de gente que en su existencia hace predominar la reflexión sobre la acción o, dicho de otra manera, esa gente que actúa sólo después de haber respirado sus incertidumbres bombeándolas desde la cabeza hasta sus sentimientos; por ello, si en este párrafo cambiásemos la palabra ‘corazón’ por ‘luz’ podría parecer que la escritora italiana estaba refiriéndose a Asun Goikoetxea y al modo que la artista tiene de comportarse ante una de las principales materias de su trabajo: la luz. ¿O no? Quiero decir que quizás no sea necesario siquiera cambiar una palabra de Tamaro para llegar a pensar que esta autora se refiere a alguien como Goikoetxea, porque el ‘corazón’ también es una herramienta decisiva en ese trabajo suyo que el resplandor, ciertamente, ilumina. La luz y el tiempo, esto ha sido señalado con anterioridad, son los dos elementos estructurantes de la pintura de Goikoetxea; ellos tiñen, sombrean, colorean, construyen, vibran, y retienen la espectral y fugitiva realidad alrededor del papel sensible. Sin olvidar que el azar, como en la vida misma, juega un papel decisivo en el resultado final: sólo somos dueños de nuestros actos hasta un punto que, en rigor, no nos autoriza a llamarnos creadores de los resultados, salvo que decidamos implicar a lo fortuito en nuestra existencia. Ahora bien, lo fortuito a ritmo lento, en reposo, observándolo venir con parsimonia, esperándolo, es más pre-visible, puede ser visto con el conocimiento antes de que los ojos accedan a la visión del acontecimiento. De ahí que Asun Goikoetxea no sea ajena a la descripción de Tamaro. En su estudio puede estar sonando la música salmodiada de contenido religiosoamoroso interpretada por el inmenso Nusrat Fateh Ali Khan, pero sobre todo hay un acallamiento de lo gratuito, de lo superfluo. Ese mutismo pertenece a otro orden, es activo, y guía hacia la nada trascendente, hacia un vaciamiento místico. Y hay quietud, un aquietamiento de las tensiones, de lo perturbador. 2 Esa calma también es de otra onda, semejante a la que aludía Severo Sarduy: “defendido, amurallado por la soledad y el silencio (…) Dar el paso sin escenografía, sin pathos. En lo más neutro. Casi en calma”3. Movimientos lentos, gestos tranquilos, sentada o de pie en el estudio, en una espera fructífera durante la que lo inmaterial -frío o calor, claridad o penumbra, segundos o minutos- actúa sobre lo físico mientras la intuición, esa pasión sosegada, pospone el punto final, el límite cuya búsqueda es la tarea común que se han dado las artes y el misticismo en nuestra época. Y es que el silencio y la quietud se vinculan con la experiencia del límite porque son vías firmes hacia lo inefable, lo indescriptible, lo invisible…; son actos fuertemente cargados de contenidos, con tantos, al menos, como los que puedan tener el hablar y el hacer. De ahí viene la expresividad de la pintura de Asun Goikoetxea, cuyo contenido es inútil intentar describir por más que ayuden metáforas como ‘huellas de viento’, ‘veladuras con colores huidizos’, ‘impregnaciones estelares’, ‘pieles luminosas’ o ‘ecos frágiles de presencias inadvertidas’. Es inútil, o imposible, porque o se acepta que su pintura no recoge nada en concreto o se admite que incluye todo en general o, al menos, la energía y la proyección borrosa de todo. En términos, visuales, todo y nada quizás significan lo mismo; el vacío o la infinitud, en ambos casos, el caos, la ausencia de referencias estables, o sea, de nosotros y nuestro entorno. Aunque se construyan con sombras y luces, sus obras no son expresionistas, sino elocuentes porque carecen del dramatismo excesivo sobre la condición humana (de hecho, no se refieren a ‘nosotros’) y porque funcionan como argumentos de una razón fronteriza consciente de sus ‘deficits’, pero también de las posibilidades exploratorias de nuevos y desconocidos territorios (esto sí, ‘nuestro entorno’), aquellos que Arthur Rimbaud recorrió en 1873 como si de un infierno se tratara: “Primero fue un estudio. Escribía silencios; anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos” 4. La tentativa de ‘fijar vértigos’ es una manera de ordenar el caos, la forma en que los místicos deambulan por la ‘vía negativa’ consistente en basar el conocimiento a partir de rondar sobre las preguntas y de no atenerse a sus 3 4 “El estampido de la vacuidad”, en EL PAÍS, Madrid, 14 de Agosto de 1993. Una temporada en el infierno, ed. Montesinos, Madrid, 1995. 3 posibles respuestas, al encontrar “sagrado el desorden” del espíritu y explicar sofismas “con la alucinación de las palabras”. Existe un fuerte paralelismo entre la poesía ‘rimbaudiana’ de Une saison en enfer y la pintura de Asun Goikoetxea. Ésta, alucinación de formas, como aquellas, nos envuelven en suaves sacudidas de fraseos herméticos, con breves ráfagas de posibles evidencias, sin conectar internamente entre sí cuando están formadas de dos o tres imágenes fragmentarias y sin conectar con algo externo evidente cuando la pintura se construye con una sola imagen. El espectador se deja llevar, sin conservar más referencia que el color y la composición (la gramática y el léxico) -eso sí, exquisitamente resueltos-: la pregunta sobre de qué trata aquello y qué nos cuenta se hace secundaria y casi molesta, pues esas imágenes son visiones irreales surgidas del deliberado trastorno del orden hallado: “el poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”; o sea, las evidencias de la pintora son buscadas y sistemáticas, “razonadas”, no fortuitas a pesar de la participación de lo aleatorio. Podría decirse que tanto poesías como pinturas son las evidencias legibles o visibles de respectivos viajes personales: hacia adentro, donde estaba su particular Averno, sin faltar el traslado a los extrarradios del amor (la enloquecida huida a Londres y Bruselas con Paul Verlaine, su “esposo infernal”), caso del poeta, y hacia fuera, a las capitales del arte actual (París y Nueva York), con el correspondiente viaje interior durante el que acontecen desuniones y alumbramientos personales, caso de la pintora: “El arte y el viaje -dice Javier Reverte- ahondan en lo que no se sabe, buscan territorios ignorados, se adentran en las profundidades de cuanto se desconoce, inventan una forma de ver el mundo. Nada de cuanto hay delante de sus ojos es firme para el viajero y para el creador, porque ambos se aventuran entre las sombras desde su pretexto de alcanzar un destino un poco inconcreto (…) Por eso, muchos de los grandes espíritus del arte han sido, primero, grandes viajeros”5. Resulta atractiva esa idea de la artista, como exploradora, recorriendo un estrecho desfiladero de paredes ocres y arenosas, zigzagueantes, por las que se filtran claridades de varias intensidades, asumiendo el riesgo de los aludes, 5 Javier Reverte, “El viaje como creación”, en REVISTA DE OCCIDENTE, nº 193, Junio de 1997, p. 41. 4 las insolaciones y los titubeos, mientras sobre la marcha elabora el mapa del incierto viaje. Tras diez años de recorrido por su singular experiencia con el papel heliográfico, Asun Goikoetxea parece estar aproximándose al tramo final de su utilización o, quizás, al paso a otro uso diferente. Es posible que esta exposición en el Museo de Navarra señale la meta de llegada de un rico pasaje iniciado como investigación en un taller, desarrollado como poesía visual al aire libre de la noche o bajo las ramas de los árboles y concluido con la utilización de la materia-pintura para crear velos y distancias, capas y pieles, para esconder más aún algunas zonas. Registradora de certezas intangibles, la artista alcanza una suerte de placidez interior utilizando su cuerpo (la respiración, la contemplación, el estar, el callar, la resistencia, la auto-motivación) como herramienta: “Yo observo mi aliento y permanezco silencioso. ¡Utilizo la paciencia como una escala para subir a la cima de la dicha!”6. Compositora de susurros indescifrados, ella se pregunta por el asombro que surge de sus manos al verter ácidos y resinas que excitan la sensibilidad del papel; ella se interroga por el origen de la palabra precisa que explica el mundo difuminado de los objetos, por el objeto real que contiene el secreto de los deseos y por el deseo luminoso que dispersa las perplejidades en la oscuridad: “Oh, Shiva ¿qué es tu realidad? ¿Qué es este universo lleno de estupor? ¿Qué forma la simiente? ¿Quién es el cubo de la rueda del universo? ¿Qué es esta vida más allá de la forma que impregna las formas? ¿Cómo podemos entrar en ella plenamente, por encima del espacio y del tiempo, de los nombres y de las connotaciones? ¡Aclara mis dudas!”7. Las dudas nunca se resuelven del todo. Lo importante no es la respuesta a ellas, sino la calidad de la formulación al preguntar, la manera en que los interrogantes son capaces de desvelar lo que desconocemos, no porque den respuesta a lo incomprensible, sino porque nos hacen realmente conscientes de lo que ignoramos, aquello de lo que carecemos y por lo que enfermamos. Asun Goikoetxea, en el laboratorio alquímico de su estudio, 6 Yalal Al-Din Rumi, 150 cuentos sufíes, extraídos de Al-Matnawi (s. XIII), ed. Paidos, Barcelona, 1994, p. 199. 7 De un texto sagrado del shivaismo cachemir (tomado de la entradilla al libro citado de Susanna Tamaro). 5 remueve impalpables cuerpos, maniobra fórmulas ambiguas y elabora recetas que, unas veces, envía a la luz y, otras, al corazón, pero que, en todo caso, alivian siempre. 6