LA SEXUALIDAD EN ROMA ANTIGUA: Los historiadores modernos

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LA SEXUALIDAD EN ROMA ANTIGUA: Los historiadores modernos admiten que
la promiscuidad sexual pudo existir en Italia en la época prehistórica. Richard
Lewinsohn cuenta que algunas supervivencias de este fenómeno pudieron llegar
hasta los tiempos de los reyes. Aduce el hecho de que las ceremonias obscenas en
honor del dios Tutunus Mutunus nos indican que, en sus orígenes, el matrimonio no
tenía el sentido de una unión monogámica.
Las relaciones sexuales comenzaban muy pronto: a los doce años entre las
muchachas y a los catorce entre los muchachos. En el periodo más remoto, el
matrimonio era una operación de compra. El padre disponía del máximo poder
sobre los hijos, arrogándose el derecho de poder darles muerte o venderlos como
esclavos. Como el matrimonio se basaba en la dote de la hija, ésta era considerada
como un objeto precioso por parte del padre, que esperaba obtener un beneficio de
la boda.
La Ley de las Doce Tablas , en el siglo v antes de Cristo, prohíbe las uniones
matrimoniales entre patricios y plebeyos.
En el derecho romano la mujer goza de mayores privilegios que en las sociedades
griegas. Para que el paterfamilias no viera dilapidada la dote en manos de un yerno
despilfarrador, se creó el régimen de separación de bienes, con el que la mujer se
aseguró una cierta independencia.
La infidelidad conyugal no era considerada, generalmente, como un drama. Como
máximo, daba lugar al divorcio. La más sólida documentación que se posee
actualmente sobre Roma es debida a Mommsen, el célebre premio Nobel, que ha
descrito de manera exhaustiva la organización familiar y social de los romanos.
El divorcio fue ampliamente utilizado por la sociedad romana. Durante el Imperio
bastaba que una sola de las partes lo pidiera para que el juez accediese. Incluso no
era necesario recurrir al juez; bastaba con lograr un acuerdo amistoso entre marido
y mujer por mediación de un amigo. La violación de una mujer era considerada
como crimen público y recibía los más severos castigos.
La prostitución se extendió en Roma con una virulencia sólo comparable a la Je
Grecia. En cada ciudad y en cada poblado (y, por supuesto, en cada recinto
castrense) existía un prostíbulo. Los descubrimientos de las ciudades sepultadas
bajo la lava del Vesubio han traído hasta nuestros días los documentos más
elocuentes de la práctica de la sexualidad en aquellos tiempos. Las habitaciones
destinadas a hacer el amor estaban decoradas como lo están en nuestros días
algunas casas de citas: alusiones a la cópula sexual, dibujos de miembros viriles,
etc.
En Roma encontramos el segundo manual famoso del arte amatorio. Ovidio, el
poeta condenado al exilio, retrató con suma fidelidad la sociedad en que vivía. Su
Ars amandi es un espejo nítido que refleja el comportamiento sexual de sus
contemporáneos. Lo sexual es uno de los elementos determinantes de la vida
pública y privada de los romanos durante la época de su esplendor y de su
decadencia.
Ovidio, el más joven de los poetas de su generación, encuentra una vía innovadora.
La conquista de la mujer fácil, cantada por Propercio y por Horacio, no podía
resultar ya estimulante para los hombres del gran mundo romano. Había que
buscar el riesgo, amar al borde del peligro y anteponer incluso el gusto de la
aventura a sus propios resultados. Ovidio se propone escalar la morada ajena e
invadir el lecho de las mujeres casadas. No puede fijarse en "la mujer libre de todo
prejuicio que se pasea con sus vestidos transparentes y... no se escandaliza ni
protesta si alguien la hace una señal", como cantaba Propercio.
Ovidio invita a Corina junto a su marido. Observa las más exquisitas reglas de la
buena educación traslucir sus verdaderos sentimientos hacia la amada. Una
situación semejante hallaremos en El asno de oro, de Apuleyo, la primera novela
importante que ha llegado hasta nosotros.
Ovidio se atormenta con los celos, padece por las caricias que el esposo pueda
administrar a su amada y ruega a ésta que no se refiera jamás a lo que ocurre en
la cámara nupcial. Le pide a su amante que se entregue al marido si es necesario,
pero que nunca le haga a él sabedor de sus relaciones conyugales.
Richard Lewinsohn expone acertadamente la singular relación que se establece:
"Vamos viendo así que los papeles se han invertido: el amante es el celoso, el
marido es el que engaña con su propia esposa al enamorado amante, quien se
procura con ella una voluptuosidad que, según el autor, es del amante, y sólo de él.
La noche en el lecho conyugal es la hora del fraude, del engaño, de la traición. El
amor tiene por marco el día, cuando la mujer casada va a visitar a su amante,
cuando hay que cerrar las ventanas para huir del ardor del sol".
Ovidio no hizo sino reducir a magníficos versos el signo de sus tiempos. La moral
sexual se ceñía a lo meramente externo. El amor era un deporte de caza cuya
presa, la mujer, era halagada empalagosamente. El hombre estaba dispuesto
siempre a renunciar a su propia dignidad si con ello conseguía sus objetivos
sexuales.
El Cristianismo en Roma Antigua: Podemos decir que hasta el momento en que
se impuso el, cristianismo, luego de ser legalizado por el emperador Constantino en
313, los romanos disfrutaron del sexo como una faceta más de la existencia, sin
apenas limitantes: como una bendición de la naturaleza para gozar y procrear.
Como lo vivieron casi todas las civilizaciones antiguas antes de que fuera convertido
en un instrumento de culpa y lo viven aún algunas culturas que no han adoptado
las religiones que lo censuran.
Las limitaciones fueron, por lo general, de clase y estatus y, desde luego, variaron
y evolucionaron a lo largo del milenio que duró la etapa romana. Hasta el final de la
República, a la mujer romana -como antes le había sucedido a la griega- le estaba
vetada la libertad absoluta de la que disponía el hombre, que podía gozar de
amantes, ya fueran mujeres o muchachos, y sobre todo si eran esclavos o
extranjeros. No se toleraba, sin embargo, que las infidelidades fuesen con una
mujer de casta romana, y menos si era casada; y estaba mal visto que los
ciudadanos, es decir, los hombres de clase social alta, se preocuparan del placer de
la mujer durante el acto sexual o que tomasen el rol pasivo en sus relaciones con
otros hombres.
Al contrario, esto no contaba para los extranjeros y, mucho menos, para los
esclavos, que habían de estar dispuestos a los deseos de sus amos y que ni siquiera
tenían derecho al vínculo oficial del matrimonio. El enlace conyugal carecía, por otra
parte, de la solemnidad inmutable que después le otorgaría el cristianismo. Se
trataba de un acuerdo práctico, en aras de la procreación, que se sellaba en una
sencilla ceremonia y se anulaba con la misma facilidad.
Como en otros protocolos romanos, bastaba la presencia de siete testigos y el ritual
de festejo, del que algo quedaría para los siglos y civilizaciones posteriores: el
novio tenía que llevar en brazos a la novia cuando la introducía en su casa. El
estatus limitado que en un principio daba el matrimonio a la mujer romana fue
evolucionando hasta que, ya en el Imperio, ellas gozaron de la misma capacidad
que el hombre sobre sus acciones y bienes, especialmente las de buena casta. Así
pudieron unirse al hedonismo que, fruto de la influencia de la cultura griega, se
extendía cada vez más en la sociedad romana.
ROMA SE TRANSFORMA El momento álgido de los cambios, sobre todo en lo
referente a la liberación femenina, lo marcó el Ars amandi, publicado entre 2 a. C. y
2 d. C. Esta obra de carácter didáctico supuso una revolución social en la
consideración del amor y la sexualidad, y le costó el destierro a su autor, el poeta
romano Ovidio (43 a. C.-17 d. C.).
Hasta entonces, el amor se veía como una "desgracia", una enfermedad del sentir
que aletargaba el buen juicio, algo ridículo, un claro motivo de burla, y los
mandatarios más conservadores no toleraron la importancia que el autor daba a los
sentimientos y las sensaciones eróticas de la mujer, ni tampoco a la pasión de los
enamorados.
El alejamiento de Ovidio no frenó la expansiva tendencia ya instalada en la Roma
imperial, que no solo favorecía a las mujeres, quienes comenzaron a disfrutar sin
tapujos del amor y el sexo, sino también a los hombres, que pudieron dar a
conocer sus relaciones con hombres de igual rango, y no únicamente con esclavos
jóvenes. Se notó por toda Roma los aires de liberación y la invitación a gozar del
momento presente, el famoso carpe diem que proponía el poeta Horacio (65 a. C.8 a. C.).
Las damas romanas empezaron a circular libremente por las calles y algunos sitios.
Así, los foros, el templo de Adonis, las gradas de circos y teatros, y el pórtico de
Pompeyo se convirtieron en lugares de encuentros y romance. Hasta en las termas
se reveló el sensual despegue: en algunas de ellas desapareció la tradicional
separación de sectores para hombres y para mujeres, y ambos sexos comenzaron a
compartir el caldarium y el frigidarium.
La mujer en la sociedad romana
Esta situación del hombre respecto de la mujer no habría sido posible sin el
establecimiento de una cierta emancipación femenina en la sociedad romana, y sin
que la mujer gozara de singulares privilegios en el matrimonio. Se celebraban dos
especies de matrimonios diferentes. En uno (matrimonio per coemptionem) la
mujer entregaba cuerpo y bienes al poder de su marido. Si era patricia, un acto
religioso, la confarreación, reemplazaba a la venta, pero subsistían los efectos.
El marido tenía a la mujer in manu, en la mano. Junto a este tipo de matrimonio
existía otra unión más relacionada con las propias esencias de la familia romana. La
mujer, en lugar de entrar a formar parte en la familia del marido, permanecía en la
casa de su padre. Mientras vivía éste disfrutaba de una dote y, cuando quedaba
huérfana, recibía la herencia, de la que podía disponer libremente, sin que el
marido tuviera ningún derecho sobre la misma. El esclavo dotal administraba los
bienes de la esposa y sólo a ella rendía cuentas.
Esta independencia económica permitía a la mujer disfrutar de una posición más
ventajosa, en ocasiones, que la del marido. Plauto explica detalladamente cómo
algunos maridos tenían que recurrir frecuentemente a la esposa para que los sacara
de diversas dificultades económicas; al obrar así, el marido veía disminuido su
prestigio y mermada su autoridad. En ocasiones intentaba sobornar al esclavo dotal
y, si la trampa se descubría, quedaba a merced de la esposa. Ésta facilitaba
préstamos usurarios al marido y si éste intentaba hacer valer su autoridad para
quebrantar la libertad de la esposa, se veía perseguido por el esclavo dotal.
La infidelidad conyugal no fue motivo de dramas aparatosos. Las separaciones
matrimoniales abundaban y los jueces eran muy tolerantes y dispuestos a conceder
el divorcio con suma facilidad. A partir de la segunda guerra púnica, el número de
divorcios creció alarmantemente. La mujer cuyo marido se ausentaba durante
largos periodos para cumplir con sus obligaciones bélicas era escuchada cuando
pretendía divorciarse.
En la Roma imperial esta situación se agravó. Séneca la explica gráficamente: "Hay
romanas —decía— que no cuentan sus años por el número de cónsules (los
cónsules se elegían anualmente), sino por el de sus maridos". Y Juvenal, con su
mordacidad característica, describía de un plumazo la moda del divorcio por boca
de un liberto que le dice a su mujer: "Vete, vete, que te suenas con demasiada
frecuencia y quiero casarme con otra que tenga las narices secas".
Las bacanales
En el marco de la vida romana tuvieron especial importancia los ritos clandestinos
de la sexualidad. Podemos encontrar antecedentes en otras sociedades antiguas,
pero en Roma se revistieron de características muy particulares. Tuvo lugar un
escándalo que repercutió hondamente en la vida del siglo segundo antes de Cristo.
Un muchacho se presentó ante uno de los dos cónsules y denunció el hecho de que
había sido expulsado de casa por su madre y su padrastro por haberse negado a
ingresar en una secta clandestina.
El cónsul inició las investigaciones por su cuenta y tuvo conocimiento de las fiestas
nocturnas que celebraba la comunidad en un pequeño bosque dedicado a la diosa
Semele. Las fiestas se realizaban en honor de Baco, el dios de los Misterios,
durante cinco noches cada mes. El vino, las danzas y la oscuridad pronto hacían
que se llegara a la orgía. Los participantes que se negaban a dejarse poseer eran
inmolados al dios y sus gritos eran ahogados por el estruendo de los cantos y las
danzas.
Las Bacanales, fiestas mistagógicas de los romanos, fueron trasplantadas de
Grecia, donde se denominaban Antesterias y duraban tres días. Se trataba de una
fiesta primaveral. Se celebraba un concurso de bebedores y el que más pronto
acababa su vasija recibía una corona vegetal y un odre de vino. Era el día de la
apertura de los odres (la "phithoigia"). En Roma las Bacanales tenían lugar en un
bosquecillo a orilla del Tíber, bajo las pendientes del Aventino. Durante la noche,
dada la oscuridad del lugar, las libaciones copiosas y la promiscuidad de los sexos,
se convertían en escuelas de "inmoralidad sexual", según el partido catoniano del
Estado romano. El Senado las prohibió. Ticiano: La Bacanal. Museo del Prado.
Las desapariciones de hombres y de mujeres nunca eran suficientemente aclaradas.
Los miembros de la secta se apoyaban mutuamente y tenían un amplio poder para
escapar de las pesquisas.
El cónsul, una vez conocidos algunos extremos referentes a la secta, tomó las
debidas precauciones, prohibió las reuniones y prometió recompensas a los que
facilitaran cualquier información. Cuando tuvo todos los hilos en las manos,
procedió a hacer una redada gigantesca. Unos siete mil individuos aparecieron
complicados en las orgías báquicas. Muchos de ellos fueron ajusticiados, y el culto a
Baco se prohibió en todo territorio de soberanía romana.
Forberg estudió la erótica posicional del mundo grecorromano: de pie, acostados,
sentados, de rodillas, agazapados, semiacostados, etc. Estas posturas eróticas
fueron conservadas en el arte romano a través de las pinturas murales de los
"cubiculi" (dormitorios). Este mosaico de la villa romana del Cásale es un elocuente
ejemplo plástico de los estudios de Forberg.
Este relieve romano, que representa a Apolo entre las tres Gracias, ha sido también
titulado "Joven entre hetairas", expresando los entretenimientos de la juventud en
un burdel de la época. La asociación de ambos títulos es explicable por cuanto a las
Gracias se les rendía culto como dispensadoras de todo lo que embellece la vida y
la hace agradable y placentera. Sin ellas no existe ningún goce. Se llamaban
Aglaya, Eufrosine y Talla.
Fuente Consultada: El Libro de la Vida Sexual - López Ibor
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