Molière Tres días a la semana, la alta sociedad parisina del siglo XVII acude al Teatro Palais. Representan una comedia llena de artimañas y engaños, equivocaciones e intrigas, hipocondría y ambición, venganzas y enredos, conductas afectadas y toda la hipocresía de la corte. El público asiste con entusiasmo. Saben que van a reírse hasta que se le caigan las lágrimas y la primera carcajada será la del rey Luis XIV. Miran atentamente los decorados del teatro y son los grandes palacios del monarca, el Louvre y Versalles y, la fina línea que separa el escenario del público, parece devolverles su misma imagen. Ahora la nobleza jugará el rol de público que tiene el honor de poder contemplar su propio espectáculo. Honor que se lo deben a Moliére, uno de los comediógrafos más importantes del teatro occidental. Como hombre culto, conocedor del teatro clásico y de dramaturgos extranjeros, actor itinerante y buen observador, vio enseguida los pequeños vicios y defectos de su época y los puso al servicio de un monarca y su corte, ofreciéndoles la imagen deforme que querían ver. En sus comedias fue despiadado con la pedantería de los falsos sabios, con la mentira de los médicos ignorantes y con la pretenciosidad de los burgueses enriquecidos. Y a todos condena por su egoísmo e ingenuidad, por no considerar entre sus valores el amor ni la honestidad, por despreciar la cultura y por someter a sus respectivas familias a sus caprichos. Todo ello aderezado con otros personajes que representan la cultura de la corte y de los salones. Porque la alta sociedad parisina disfruta riéndose de los torpes sobre el escenario, de los que desearían ser elegantes pero no saben cómo hacerlo, de las mujeres excesivamente coquetas, de la servidumbre que imita a sus señores y de los burgueses que querían acceder a la nobleza gastándose el dinero en clases de baile, canto, retórica y esgrima. Moliére supo, como nadie, ponerse delante de toda la nobleza y burguesía francesa y mostrarle la fina y delicada barrera entre lo elegante y lo ridículo de sus maneras. La risa fue el castigo de Moliére para el burgués, pero ¿realmente era tan tonto, tan vicioso y tan inútilmente malvado? Puede que sí, pero no eran ellos los únicos; con lo cual, parece que Moliére entre bambalinas nos está diciendo que cuidado, todo es comedia. Y mientras las cosas estén en su lugar, gozará del favor del monarca, que ríe de buena gana y que aplaude satisfecho cada vez que cae el telón. La risa es sana en su justa medida, pero el exceso puede producir efectos catastróficos: cien años después de la muerte de Molière, la orgullosa nobleza, encabezada por otro Luis, sufrirá el golpe mortal, ahora sí, de la burguesía. Moliére, conocedor de todos los secretos del teatro, supo dar con la clave de un humor que llegó a ser universal y atemporal, porque su galería de caricaturas humanas, son las propias de las sociedades de todos los tiempos. Pero el oficio de actor gozaba de muy mala reputación entonces y la iglesia, como siempre, excomulgaba a los que lo ejercían. Por eso, tras su muerte que le sobrevino en el escenario mientras representaba, solo pudo ser enterrado en tierra consagrada gracias a la intervención del rey (al que tanto hizo reír), sin ninguna ceremonia. Se bajó el telón con las primeras luces del alba.