SECCIÓN: TOP 13 Extraños en un tren (1951) Líneas cruzadas Por Adriana Marcela Rojas Truffaut le preguntaba a Hitchcock “¿cómo explicar, si no, que todos los tipos que hacen thrillers y se creen que hacen Hitchcock fracasan irremediablemente?”. No era difícil predecir la respuesta: “Mi principal golpe de suerte consiste en haber tenido, por decirlo así, el monopolio de esta forma de expresión”. Con la gran cantidad de películas que hizo Hitchcock, y el „monopolio‟ del que habla, muchos directores no tuvieron otra alternativa que imitarlo, sin poder aportar algo al género. De igual modo, esto también hacía que dentro de su producción se repitieran fórmulas, y por eso en su obra son familiares algunas situaciones que generan impotencia en el espectador y producen una tensión continua hasta el final, cuando todo se resuelve. En Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), el protagonista se ve envuelto en un homicidio sin que las circunstancias le permitan denunciar al culpable; y no es coincidencia que el mismo conflicto se repita en Yo confieso (I Confess, 1953), cuando un sacerdote resulta sospechoso de un asesinato, y se ve obligado a callar el nombre del criminal porque lo supo bajo el secreto de la confesión. En este filme (y aquí difiero de otras críticas) la “excusa” es totalmente entendible ya que el sacerdote no puede traicionar sus votos; en Extraños en un tren, el protagonista encubre al asesino porque trata de proteger su futuro, pero los motivos de su silencio no tienen el mismo peso que en Yo confieso. Extraños en un tren se basa en una novela de Patricia Higsmith; la adaptación es de Hitchcock, inicialmente con la colaboración de Raymond Chandler, aunque por discrepancias optará por terminarlo con Czenzi Ormonde. El filme narra la historia de Guy (Farley Granger), un famoso tenista que se ve comprometido en la muerte de su esposa cuando Bruno (Robert Walker), a quien ha conocido en un tren, termina envolviéndolo en un plan desquiciado. Desde el inicio, cuando se nos presenta en montaje paralelo la llegada de los dos personajes al tren, se anticipa que algo va a pasar entre ellos, y no es casual que terminen en el mismo vagón; aunque es accidental el roce entre sus zapatos debajo de la mesa del compartimento, esto es como un designio fatal que inicia la maligna conversación entre Bruno y Guy. En este diálogo, Hitchcock nos muestra las personalidades del protagonista y el antagonista: mientras Bruno escuetamente delira con sus frustraciones y fantasías, y sus gestos muestran a un ser sin escrúpulos, su carácter contrasta con el del introvertido y reposado Guy. Por su parte, el pasado y las pretensiones de Guy –un hombre público y por eso, en cierto sentido vigilado– los conocemos por boca de Bruno, quien le cuenta a Guy su propia vida, además de señalar que pese a sus triunfos como tenista y sus aspiraciones amorosas por Ann Morton (Ruth Roman), la hija de un senador, tiene un problema que resolver: Miriam, su esposa infiel. En este punto, Bruno aprovecha para atraer a Guy hacia un plan para que “sus problemas se resuelvan” y al fin pueda ser feliz con Ann, plan que describe frívolamente: Bruno matará a Miriam, y Guy tendrá que matar al padre de Bruno, a quien él odia porque lo trata severamente y le hace ver que es un vago, “tú ejecutas mi homicidio, y yo el tuyo (…), tu esposa por mi padre, líneas cruzadas”. Bruno explica a Guy que de esa manera los motivos de cada uno para la muerte de las víctimas, desviarían las pistas sobre el culpable, advirtiéndole que el éxito depende del compromiso de compartir los asesinatos. El error de Guy es que toma como una broma el descabellado plan de Bruno; su actitud ingenua y la respuesta inocente que le da al bajar del tren, lo convierten en su cómplice, pues Bruno le pregunta: “¿Piensas que mi teoría es buena? ¿Te gusta?” y Guy sonriendo, le dice: “seguro, todas tus teorías están bien”. Esta respuesta será la punta del iceberg para Guy, quien tendrá luego que soportar el chantaje permanente de este desquiciado que, tras asesinar a Miriam, le exigirá que “cumpla el pacto”. La vida para Guy se trastoca totalmente desde la noche en la que Bruno lo visita para informarle que ha cumplido con su parte; de ahí en adelante tendrá que sortear una gran cantidad de obstáculos –muy propios del género del suspense– que van desde ser investigado y vigilado, a quedar como el principal sospechoso de la muerte de su esposa, y tener que aguantar la persecución y el chantaje de Bruno –quien lo presiona, acudiendo a todos los lugares que frecuenta Guy– para que mate a su padre, protegido porque el tenista no tiene cómo demostrar que no fue autor intelectual de la muerte de Miriam. Aunque es evidente que el asesinato de Miriam no le causa dolor a Guy, y sepamos por qué sus sentimientos hacia ella han pasado del amor al odio, esa muerte se convertirá en el peor obstáculo para lograr su felicidad con Ann, y además en amenaza para el buen nombre que ya había cosechado. Será Bárbara (Patricia Hitchcock), la hermana de Ann, la única que sin tapujos hable de lo que –inicialmente– significa la muerte para que la relación entre Guy y Ann se formalice ante la sociedad, sin prever que les causará mayores inconvenientes. A medida que avanza la historia, vemos a Bruno como un típico demente hitchcockiano, que ha vivido siempre bajo la sobreprotección de su madre –una mujer a la que también se le nota un desorden mental y quien solo ve en su hijo a un ser excepcional– en tanto el padre encarna el orden en el hogar. El desenlace, como es norma en el cine de Hollywood, extrema la tensión y al final la libera, resolviendo todo con dos imágenes idílicas. Pero Hitchcock, en los cincuenta, ya era más irónico frente a estos desenlaces. La irrupción de un nuevo “extraño” en el feliz viaje de Guy con su nueva esposa en tren, le demuestra que toda su experiencia fue traumática, y que en adelante deberá ser mucho más desconfiado.