"Todo lo que era sólido", de Muñoz Molina. Por Pedro Ruiz Morcillo

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Amargo reproche
y
esperanzado revulsivo*
Pedro Ruiz Morcillo
* Comentario del libro de ANTONIO MUÑOZ MOLINA, Todo lo que era sólido. Seix Barral. Biblioteca Breve. Barcelona 2013.
Ha terminado el simulacro. Que la clase política española quiera seguir viviendo en él es una
estafa que no podemos permitirles, que no podemos permitirnos. Tenemos un país a medias
desarrollado y a medias devastado, sumido en el hábito de la discordia, cargado de deudas, con
una administración hipertrofiada y politizada, sin el pulso cívico necesario para emprender
grandes proyectos comunes... Pero también nos hemos dotado, aquí y allá, de logros extraordinarios, escuelas y hospitales muchas veces magníficos, empresas que en medio de la crisis siguen creando trabajo y riqueza, instituciones científicas y culturales que han salido adelante a
pesar de todos los pesares y ahora de pronto están en peligro.
Cierra uno el libro tras la lectura de este su último párrafo y respira aliviado. En sus doscientas cincuenta páginas de inigualable belleza, entre descripciones de parajes, edificios de cristal y
aluminio, que simbolizan ostentosamente el poder y el dinero, y relatos tan conmovedores como
hilarantes del desembarco de prebostes españoles en Nueva York para ser oídos en exclusiva por
su comparsa de paniaguados y los sospechosos habituales, la clausura de la Expo, la paella para
20.000 personas con los ingredientes traídos expresamente de la tierra levantina, el paso por la
Moncloa para tener que oír una bobada impertinente más de Zapatero..., Muñoz Molina dibuja
un despiadado fresco de la putrefacción económica y política de nuestro país en los últimos treinta años a la vez que lanza un desgarrado grito que sirva de revulsivo para la transformación de
esta desgraciada realidad. El párrafo trascrito resume todo el libro.
No es sencillo su comentario. Escrito a borbotones, a rachas - dice él - queriendo comprender y explicarme a mí mismo lo que nos había sucedido..., dejándome llevar..., al hurgar en su
contenido, van adquiriendo relieve algunos de sus aspectos más relevantes. El primero es la denuncia lacerante de los que llama años del delirio, poco antes de los noventa para acá, la era del
pelotazo individual e institucional, en la que España era el lugar del mundo en el que más fácilmente podía uno hacerse rico, es decir, en la que sólo la honestidad de los tontos y la inaccesibilidad de la mayoría impedían que así fuera. Aún no ha perdido todo su prestigio quien propaló
esa idiotez. El novelista es implacable con el derroche en semanales festejos sufragados a costa
del contribuyente, el bosque de inservibles empresas públicas y agencias para dar un alto sueldo,
que no trabajo de verdad, a miles de adictos al pesebre del poder, el dispendio de una administración hipertrofiada, por politizada, e ineficaz. No menos superfluo considera el coste de palacie-
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gos gabinetes de comunicación, jefes de protocolo, chóferes de desmesurados parques automovilísticos autonómicos y municipales, miles y miles de asesores en la nada, secretarias de figureo.
Sorprendido de que nadie avisara de que estábamos tirando por la borda todo lo que ahora
más necesitamos, no se conforma con poner de relieve esta aciaga situación. Ahondando en sus
causas la emprende contra la corrupción de las personas y de las instituciones, de los partidos, de
los ayuntamientos y gobiernos autonómicos, de las diputaciones y los consorcios municipales...
Hay una evidente y agria censura sobre quienes, aprovechando los medios propios de una
sociedad democrática construida con enorme esfuerzo, se han dedicado a su propio beneficio y al
de su grupo. Mientras los concejales de cultura costeaban danzas folclóricas y fiestas bárbaras
para el jolgorio de borrachos, los de urbanismo recalificaban terrenos y escondían debajo del
colchón los fajos de billetes de quinientos euros con los que los constructores afines pagaban los
favores. La acusación se dirige también contra los que han callado por miedo o por cinismo y de
ella no escapan sindicalistas "con dinero para asar una vaca", periodistas, intelectuales o artistas.
Es singularmente sañudo con el fenómeno nacionalista, el de mayor actualidad política. No
sólo apunta a la mitología de sus orígenes, al tribalismo de su concepción y organización política, al fetichismo de su simbología, a su actuación caciquil y populista... Responsabiliza a los
nacionalistas del arraigo en sus proyectos de lo peor de la historia de España, la división, la exaltación de lo que separa, el victimismo y el narcisismo de lo atávico. Es delicioso el uso de la figura literaria de la ironía para describirlos en sus conquistas históricas, en sus vacuos eslóganes
publicitarios que palidecen en comparación con los arrebatos poéticos de las introducciones a
los estatutos de autonomía, género literario sometido a un injusto anonimato y que reverdeció
en el pasado remoto de hace unos años, cuando el nuevo estatuto de Cataluña sembró en las
clases políticas de todas las comunidades la urgencia de no quedarse atrás. Vale la pena releer
los párrafos más sobresalientes y ridículos de los preámbulos de los nuevos estatutos de Andalucía, Extremadura, Aragón, Castilla-León y Cataluña.
Es también objeto de áspera censura el monopolio en la vida política española de la partitocracia y el sectarismo que conlleva. Comprueba el autor con tristeza cómo en los partidos políticos ha primado la pertenencia ciega a la organización antes que el ejercicio efectivo de la ciudadanía, con qué osadía la omnipotencia absoluta de su cúpula ha manejado a su antojo decisiones
que afectan a los aspectos más importantes de la vida de los ciudadanos sin más participación de
éstos que el voto de cada cuatro años, de qué desvergonzada manera una élite inmoral y analfabeta pero de intachable fidelidad ha hecho prevalecer en la práctica política española la búsqueda
de adhesiones inquebrantables, la rigidez corporativa, el establecimiento entre los ciudadanos de
fronteras toscamente ideológicas y la calificación de cualquier crítica de apostasía y traición. Se
trata, se trata todavía, de ser de un partido como de una raza o una tierra originaria, de ser de
izquierdas o ser de derechas con la misma furia con la que se era católico o protestante en las
guerras de religión del siglo XVI, tan íntegramente como se era cristiano viejo o hidalgo en la
España de la Contrarreforma y de la limpieza de sangre. La consecuencia de ello es la búsqueda
permanente de la división, la omisión de lo que nos une y la exageración de lo que nos separa en
un desapacible clima de aspereza civil y violencia verbal que arreciaban más a medida que había más dinero... Cuanto más ricos parecía que éramos, más irreconciliables se volvían las diferencias políticas, con mayor saña se agredía y se descalificaba al adversario y por lo tanto
enemigo... Ni siquiera éramos capaces de encontrar el grado mínimo de concordia necesario
para honrar a las víctimas del terrorismo, para dejar al menos sus muertes y el dolor de los suyos al margen de la sucia pelea civil.
El sectarismo ha propiciado la ignorancia de nuestra historia, la falta de hábitos democráticos,
una obsesión por seccionar la convivencia y una especie de histeria por revivir un pasado, uno de
los más desdichados decenios de nuestra historia contemporánea, que en absoluto ya nos afecta y
que no pocas veces sirve para la ocultación del presente: En un país casi siempre amnésico los
fragmentos del ayer lejano regresaban como armas arrojadizas... Obsesionados con la exhuma-
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ción de fosas comunes no reparamos en el fragor de las excavadoras que abrían por todas partes zanjas para construir chalets y bloques de viviendas sobre terrenos rústicos recalificados por
alcaldes ladrones... En nombre de la República más soñada que recordada de 1.931 se despreciaba la democracia de 2.006 que llevaba durando casi treinta años... La guerra no despertaba
la pesadumbre del luto sino la euforia de la épica.
Hay un aspecto en esta ebullición de ideas que ha llamado mi atención: aunque en no pocas
páginas reparte responsabilidades de esta triste situación hacia un lado y otro, vista en su conjunto, la obra es una reprimenda, sobre todo, a la izquierda. Digamos que, en verdad, se trata de una
autocrítica, pues muchas veces está escrita en primera persona, dirigida a todo un conjunto de
personas, con dosis de mayor o menor articulación, que soñábamos hace treinta años con una
España diferente. Hay entrelazado en sus renglones un casi invisible hilo conductor que centra
sus dardos en quienes estaban obligados a cambiar ciertos hábitos, a evitar complicidades, a
asumir riesgos y no lo hicieron. Se podía esperar esta conducta y estas actitudes en una derecha
lacrada por su herencia franquista, asentada como nuevos ricos en las poltronas del poder económico internacional y renqueante en el camino pedagógico hacia la democracia. Pero nunca
sospechamos lo perpetrado por quienes decían, con mayor o menor sinceridad, jugarse la libertad, y a veces parte de la vida, por el establecimiento de un régimen democrático y una sociedad
más justa. Muñoz Molina despoja, en mi opinión, a muchos individuos y colectivos que se definen de izquierdas de una legitimidad moral de la que vanidosamente han presumido durante estos treinta años. Por ello este libro ha molestado tanto a muchos de los llamados progres.
Modestamente considero que en la raíz de esta acusación se halla la constatación de la crisis
en que lamentablemente se encuentra hoy la izquierda mundial y la española en particular. Sus
proyectos más emblemáticos desde hace casi doscientos años yacen arruinados en el fracaso: ya
en el siglo XIX se demostró imposible la autogestión social una vez destruido el estado; en el
XX pudo comprobarse la podredumbre de la planificación comunista a través de la dictadura del
proletariado conducente al paraíso de la sociedad sin clases; y, finalmente en el XXI, una crisis
económica predecible ha dejado hecho añicos de momento el estado de bienestar predicado por
el socialismo democrático. Muy mal armados ideológicamente debemos de estar cuando guardamos silencio y algunos muestran euforia ante la exaltación de Maduros, Evos o Correas como
modelos políticos de la izquierda. Urge de verdad a los que son - somos - de izquierdas repensar
en serio objetivos, principios morales, estrategias de alcance y medios tácticos para la edificación
de una sociedad justa. Creo sinceramente que hoy carecemos de ello.
Finalmente no quiero acabar este comentario sin señalar que la obra del recientemente galardonado con el Príncipe de Asturias de las Letras es una firme apuesta por la esperanza de no
perder lo conseguido y recuperar lo perdido, lo de verdad sólido: la educación y la salud universales y públicas con la austeridad imprescindible para no dañar un ápice su calidad, el escrupuloso control de la ley sobre el desarrollo económico capaz de embridar el salvajismo de las leyes
del mercado corriendo a su aire, la creación de una administración pública profesional, solvente..., austera, ajena a la política y a los vaivenes electorales, el desarrollo de una pedagogía de la
democracia, el fomento de la participación ciudadana en los asuntos públicos, el cuidado diligente de la vida digna de los mayores y de los disminuidos por la enfermedad, la conservación
con cariño del legado natural y cultural de nuestra historia, el respeto a las opciones sexuales
personales, la dignificación eficaz de la cultura y el fácil acceso a todos sus medios, una intachable moral ciudadana, la difusión de conceptos, símbolos y tradiciones que enlacen más que separen en esa multiforme realidad llamada España que cuenta con no pocos centenares de años.
En definitiva, no tendremos disculpa si no hacemos todos lo poco y lo mucho que está en
nuestras manos..., para que no se pierda lo que tanto ha costado construir, para asegurar a
nuestros hijos un porvenir habitable, si no los alentamos y los adiestramos para que lo defiendan.... Después de tantas alucinaciones quizá sólo ahora hemos llegado o deberíamos haber
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llegado a la edad de la razón. Son las últimas palabras de la obra que proporcionan al lector un
hálito de esperanza.
Pedro Ruiz Morcillo
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