Recuerdos de niñez y mocedad por Miguel de Unamuno

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Luis Ipiña
Recuerdos de niñez y mocedad
por Miguel de Unamuno
El señor Unamuno, escritor que encuentra particular deleite en hablar de
sí mismo, acaba de publicar las memorias de sus años juveniles. Tan
insistente ha sido siempre en él la manía de recordar su persona en cuanto
escribe que la aparición del presente libro se dejaba prever mucho antes
de ser anunciada por su propio autor.
Creo encontrar en el egotismo de que alardea el fecundo escritor vasco,
las trazas discretamente veladas de una fogosa egolatría cuyo deplorable
resultado es el de hacerle indiferente por trabajos de objetivación que
darían a su nombre el mismo noble brillo alcanzado en el En torno al
casticismo. Ese invariable replegamiento sobre sí mismo constriñe a
Unamuno a ser áspero y monótono. La lectura de un detalle de mediana
importancia en la vida de una persona, por ilustre que sea, resulta
anodina casi siempre. Y Unamuno menudea en referencias de este género en
la mayor parte de sus escritos. En su último libro nos relata un período
de su existencia asaz idéntica al de todas las gentes; circunstancia que
no puede ser más consoladora, pues nos enseña, una vez más, a no ver cosas
extraordinarias en las primeras faces de la vida de los hombres de
talento.
No puede ser más reconfortante saber que uno de los primeros filólogos
sufrió en el aprendizaje del latín idénticas contrariedades a las que
sufre hoy cualquier escolar. Es igualmente alentador, reconocer que aun
aquellos espíritus mejor nutridos -y precisamente éstos- han debido
redoblar sus energías para lograr por sí mismos una ilustración cuyos
cimientos no fraguó el colegio ni ningún maestro. La frecuente rutina del
autodidacta suele hallar en estas semejanzas esperanza y aliento eficaces;
pero nada más. Las memorias y biografías interesan sólo cuando son
interesantes de verdad; es decir, cuando vienen de algún aventurero o de
Sara Bernhardt. La biografía y el recuerdo son novelas más o menos
ciertas, que sin hacer excepción a las de otro género saben ser amenas
sólo cuando en ellas se refiere algún suceso culminante que intriga y que
seduce. Narrar lo que cada día ocurre a cada uno de los hombres no podría
ser más pesado. Es lo que acaba de hacer el señor Unamuno. Sus recuerdos
son los de cualquier estudiante circunspecto. Tal vez dándoles otro
escenario que el de
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la escuela y el colegio, resultasen menos áridos. Así, su única utilidad
es la que he indicado.
¡Y es lástima! Siendo la de Unamuno una inteligencia tan alta y fuerte
podía desplegarse en trabajos de una mayor impersonalidad que son siempre
los más duraderos.
Ahí están para atestiguarlo muchos de los capítulos de sus comentarios al
Quijote, aquéllos en los cuales expone por ejemplo su original concepto de
justicia; ahí está ese libro de rarísima penetración crítica que se llama
En torno al casticismo; ahí está su preciso y su precioso ensayo sobre la
Ideocracia; ahí... cada una de las páginas en que olvida un poco su
persona o en que sólo se refiere a un sentimiento o a una pasión que lo
agita: sus salmos son una condensación rítmica y emocionante de una
preocupación espiritual profunda que sin duda ha de sobrevivirle. ¿Por qué
encastillarse en el yo? La variedad de temas que éste proporciona es tan
reducida que a la postre se hace fuerza el repetir cosas ya expresadas.
Una gran ilustración es responsable mientras no aborda el mundo, mientras
se cierra al exterior y sólo sirve de lente aplicada a un yo deformado por
la sugestión y el amor propio. Tal es mi pensar modesto sobre este
particular.
Mas debo también reconocer, que este mismo temperamento áspero e
intolerante ha servido a Unamuno para hacerle consignar más de una idea
vívida y sincera. Desgraciadamente el indomable egoísmo que le produce esa
infinita ansia de vida y terror casi enfermizo del no ser, reside en lo
más íntimo de todas las almas sin alcanzar una manifestación en palabras.
Es un egoísmo pudibundo, tímido, que busca la forma más eficaz de
refrenarse, de anularse, sin conseguirlo totalmente. Pero en todo caso, es
ésta la distinción más palmaria entre el egoísta y el que no lo es. Si en
el fondo, las acciones en apariencia más desinteresadas son tan egoístas
como las demás, por lo menos es evidente que su agente al ejecutarlas no
ha tenido conciencia de ese fondo egoísta y ha podido olvidarse de sí
mismo. A Unamuno parece enorgullecer la hipertrofia de su yo y por
paradojal que parezca, es este orgullo, la raíz de su idealismo. Ama a
Dulcinea, porque Dulcinea encarna la gloria, el vivir imperecedero, y ama
a sus semejantes en un desborde de amor propio y porque encuentra
simpatizantes por excelencia sus principios egotistas. Derivar con toda
conciencia el amor a los demás, de un exceso del amor a sí, acaso sea
exacto; pero tenerlo siempre presente, me parece funesto. No es de
observación psicológica el que la intensidad de un sentimiento o de una
idea produzca una desviación de parte del mismo hacia otros sentimientos u
otra idea. El sentimiento se tornará pasión morbosa y la idea, idea fija.
El egotismo, no se tornará altruismo, sino egolatría.
Con todo, el señor Unamuno es escritor tan noble y sincero que consigue lo
que pocos alcanzan: suscitar general discusión sobre su personalidad y sus
ideas bajo cualquier pretexto. Casi todas sus publicaciones atraen por su
notable enjundia. Esta última responde seguramente, tan sólo a algún
paréntesis abierto en su labor más seria.
Nosotros [Publicaciones periódicas]. Tomo II, Nº 10 y 11, Mayo y
Junio de 1908, Buenos Aires
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