viaje al centro de la tierra

Anuncio
JULIO VERNE
VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
Viaje al Centro de la Tierra Julio Verne
VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA – Julio Verne
(1828 - 1905)
VIAJE AL CENTRO DE LA
TIERRA
JULIO VERNE
Capítulo I
retrasado, pues apenas si empezaba a cocer la comida en el hornillo.
“Bueno” pensé para mí, “si mi tío viene con hambre, se va a armar la de San Quintín
porque dificulto que haya un hombre de menos paciencia.”
—¡Tan temprano y ya está aquí el señor Lidenbrock! —exclamó la pobre Marta, llena
de estupefacción, entreabriendo la puerta del comedor.
—Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa de que la comida no esté lista todavía, porque
aún no son las dos. Acaba de dar la media en San Miguel.
—¿Y por qué ha venido tan pronto el señor Lidenbrock?
—Él nos lo explicará, probablemente.
—¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel, hágale entrar en razón.
Y la excelente Marta se marchó presurosa a su laboratorio culinario, quedándome yo
solo.
Pero, como mi carácter tímido no es el más a propósito para hacer entrar en razón al
más irascible de todos los catedráticos, me disponía a retirarme prudentemente a la
pequeña habitación del piso alto que me servía de dormitorio, cuando giró sobre sus
goznes la puerta de la calle, crujió la escalera de madera bajo el peso de sus pies
fenomenales, y el dueño de la casa atravesó el comedor, entrando presuroso en su
despacho, colocando, al pasar, el pesado bastón en un rincón, arrojando el mal
cepillado sombrero encima de la mesa, y diciéndome con tono imperioso:
—¡Ven, Axel!
No había tenido aún tiempo material de moverme, cuando me gritó el profesor con
acento descompuesto:
—Pero, ¿qué haces que no estás aquí ya?
Y me precipité en el despacho de mi irascible maestro. Otto Lidenbrock no es mala
persona, lo confieso ingenuamente; pero, como no cambie mucho, lo cual creo
improbable, morirá siendo el más original e impaciente de los hombres.
Era profesor del Johannaeum, donde explicaba la cátedra de mineralogía,
enfureciéndose, por regla general, una o dos veces en cada clase. Y no porque le
preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni el grado de atención que éstos
prestasen a sus explicaciones, ni el éxito que como consecuencia de ella, pudiesen
obtener en sus estudios; semejantes detalles le tenían sin cuidado. Enseñaba
subjuntivamente, según una expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él, y no
para los otros. Era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de
él se quería sacar algo. Era, en una palabra, un avaro.
En Alemania hay algunos profesores de este género.
Mi tío no gozaba, por desgracia, de una gran facilidad de palabra, por lo menos cuando
se expresaba en público, lo cual, para un orador, constituye un defecto lamentable. En
sus explicaciones en
1
Viaje al Centro de la Tierra Julio Verne
el Johannaeum, se detenía a lo mejor luchando con un recalcitrante vocablo que no
quería salir de sus labios; con una de esas palabras que se resisten, se hinchan y acaban
por ser expelidas bajo la forma de un taco, siendo éste el origen de su cólera.
Hay en mineralogía muchas denominaciones, semigriegas, semilatinas, difíciles de
pronunciar; nombres rudos que desollarían los labios de un poeta. No quiero hablar
oral de esta ciencia; lejos de mí profanación semejante. Pero cuando se trata de las
cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfálticas, de las selenitas, de las
tungstitas, de los molibdatos de plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los
titanatos de circonio, bien se puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y
se haga un lío.
En la ciudad era conocido de todos este bien disculpable defecto de mi tío, que muchos
desahogados aprovechaban para burlarse de él, cosa que le exasperaba en extremo; y
su furor era causa de que arreciasen las risas, lo cual es de muy mal gusto hasta en la
misma Alemania. Y si bien es muy cierto que contaba siempre con gran número de
oyentes en su aula, no lo es menos que la mayoría de ellos iban sólo a divertirse a costa
del catedrático.
Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aun
cuando rompía muchas veces las muestras de minerales por tratarlos sin el debido
cuidado, unía al genio del geólogo la perspicacia del mineralogista. Con el martillo, el
punzón, la brújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico en las manos, no tenía rival.
Por su modo de romperse, su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por su
olor y su sabor, clasificaba sin titubear un mineral cualquiera entre las seiscientas
especies conque en la actualidad cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran predicamento en los gimnasios y
asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los capitanes Franklin y Sabine
no dejaban de visitarle a su paso por Hamburgo. Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas
y Milne-Edwards solían consultarle las cuestiones más palpitantes de la química. Esta
ciencia le era deudora de magníficos descubrimientos, y, en 1853, había aparecido en
Leipzig un Tratado de Cristalografía Trascendental, por el profesor Otto Lidenbrock,
obra en folio, ilustrada con numerosos grabados, que no llegó, sin embargo, a cubrir los
gastos de su impresión.
Además de lo dicho era mi tío conservador del museo mineralógico del señor Struve,
embajador de Rusia, preciosa colección que gozaba de merecida y justa fama en
Europa.
Tal era el personaje que con tanta impaciencia me llamaba. Imaginaos un hombre alto,
delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le hacía aparentar diez años
menos de los cincuenta que contaba. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de sus
amplias gafas; su larga y afilada nariz parecía una lámina de acero; los que le
perseguían con sus burlas decían que estaba imanada y que atraía las limaduras de
hierro. Calumnia vil, sin embargo, pues sólo atraía al tabaco, aunque en gran
abundancia, dicho sea en honor de la verdad.
Cuando haya dicho que mi tío caminaba a pasos matemáticamente iguales, que medía
cada uno media toesa1 de longitud, y añadido que siempre lo hacía con los puños
sólidamente apretados, señal de su impetuoso carácter, lo conocerá lo bastante el
lector para no desear su compañía.
Vivía en su modesta casita de König-strasse, en cuya construcción entraban por partes
iguales la madera y el ladrillo, y que daba a uno de esos canales tortuosos que cruzan el
barrio más antiguo de Hamburgo, felizmente respetado por el incendio de 1842.
Cierto que la tal casa estaba un poco inclinada y amenazaba con su vientre a los
transeúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja, como las gorras de los estudiantes
de Tugendbund; que la verticalidad de sus líneas no era lo más perfecta; pero se
mantenía firme gracias a un olmo secular y vigoroso en que se apoyaba la fachada, y
que al cubrirse de hojas, llegada la primavera, la remozaba con un alegre verdor.
Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran
de su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su ahijada Graüben, una joven
curlandesa de diecisiete
1 Toesa: Cierta medida antigua francesa de longitud equivalente a unos dos metros. (El
Trauko) 2
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko
años de edad, la criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino, le
ayudaba a preparar sus experimentos.
Confieso que me dediqué con gran entusiasmo a las ciencias mineralógicas; por mis
venas circulaba sangre de mineralogista y no me aburría jamás en compañía de mis
valiosos pedruscos.
En resumen, que vivía feliz en la casita de la König-strasse, a pesar del carácter
impaciente de su propietario porque éste, independientemente de sus maneras
brutales, me profesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia no le permitía aguardar, y
trataba de caminar más aprisa que la misma naturaleza.
En abril, cuando plantaba en los potes de loza de su salón pies de reseda o de
convólvulos, iba todas las mañanas a tirarles de las hojas para acelerar su crecimiento.
Con tan original personaje, no tenía más remedio que obedecer ciegamente; y por eso
acudía presuroso a su despacho.
Capítulo II
Era éste un verdadero museo. Todos los ejemplares del reino mineral se hallaban
rotulados en él y ordenados del modo más perfecto, con arreglo a las tres grandes
divisiones que los clasifican en inflamables, metálicos y litoideos.
¡Cuán familiares me eran aquellas chucherías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántas
veces, en vez de irme a jugar con los muchachos de mi edad, me había entretenido en
quitar el polvo a aquellos grafitos, y antracitas, y hullas, y lignitos y turbas! ¡Y los
betunes, y resinas, y sales orgánicas que era preciso preservar del menor átomo de
polvo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía
ante la igualdad absoluta de los ejemplares científicos! ¡Y todos aquellos pedruscos que
hubiesen bastado para reconstruir la casa de la König-strasse, hasta con una buena
habitación suplementaria en la que me habría yo instalado con toda comodidad!
Pero cuando entré en el despacho, estaba bien ajeno de pensar en nada de esto; mi tío
solo absorbía mi mente por completo. Se hallaba arrellanado en su gran butacón,
forrado de terciopelo de Utrecht, y tenía entre sus manos un libro que contemplaba
con profunda admiración.
—¡Qué libro! ¡Qué libro! —repetía sin cesar.
Estas exclamaciones me recordaron que el profesor Lidenbrock era también
bibliómano en sus momentos de ocio; si bien no había ningún libro que tuviese valor
para él como no fuese inhallable o, al menos, ilegible.
—¿No ves? —me dijo—, ¿no ves? Es un inestimable tesoro que he hallado esta mañana
registrando la tienda del judío Hevelius.
—¡Magnífico! —exclamé yo, con entusiasmo fingido.
En efecto, ¿a qué tanto entusiasmo por un viejo libro en cuarto, cuyas tapas y lomo
parecían forrados de grosero cordobán, y de cuyas amarillentas hojas pendía un
descolorido registro?
Sin embargo, no cesaban las admirativas exclamaciones del enjuto profesor.
—Vamos a ver —decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo—, ¿es un buen
ejemplar? ¡Sí, magnífico! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre con facilidad? ¡Sí,
permanece abierto por cualquier página que se le deje! Pero, ¿se cierra bien? ¡Sí,
porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin separarse ni abrirse por
ninguna parte! ¡Y este lomo que se mantiene ileso después de setecientos años de
existencia! ¡Ah! ¡He aquí una encuadernación capaz de envanecer a Bozerian, a Closs y
aun hasta al mismo Purgold!
Al expresarse de esta suerte, abría y cerraba mi tío el feo y repugnante libraco; y yo,
por pura fórmula, pues no me interesaba lo más mínimo:
—¿Cuál es el título de ese maravilloso volumen? —le pregunté con un entusiasmo
demasiado exagerado para que no fuese fingido.
3
Viaje al Centro de la Tierra Julio Verne
—¡Esta obra —respondió mi tío animándose— es el Heimskringla, de Snorri Sturluson,
el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que
reinaron en Islandia!
—¡De veras! —exclamé yo, afectando un gran asombro—; ¿será, sin duda, alguna
traducción alemana?
—¡Una traducción! —respondió el profesor indignado—. ¿Y qué habría de hacer yo con
una traducción? ¡Para traducciones estamos! Es la obra original, en islandés, ese
magnífico idioma, sencillo y rico a la vez, que autoriza las más variadas combinaciones
gramaticales y numerosas modificaciones de palabras.
—Como el alemán —insinué yo con acierto.
—Sí —respondió mi tío, encogiéndose de hombros—; pero con la diferencia de que la
lengua islandesa admite, como el griego, los tres géneros y declina los nombres propios
como el latín.
—¡Ah! —exclamé yo con la curiosidad un tanto estimulada—, ¿y es bella la impresión?
—¡Impresión! ¿Pero cómo se te ocurre hablar de impresión, desdichado Axel? ¡Bueno
fuera! ¿Pero es que crees por ventura que se trata de un libro impreso? Se trata de un
manuscrito, ignorante, ¡y de un manuscrito rúnico nada menos!
—¿Rúnico?
—¡Sí! ¿Vas a decirme ahora que te explique lo que es esto?
—Me guardaría bien de ello —repliqué, con el acento de un hombre ofendido en su
amor propio.
Pero, quieras que no, me enseñó mi tío cosas que no me interesaban lo más mínimo.
—Las runas —prosigue— eran unos caracteres de escritura usada en otro tiempo en
Islandia, y, según la tradición, fueron inventados por el mismo Odín. Pero, ¿qué haces,
impío, que no admiras estos caracteres salidos de la mente excelsa de un dios?
Sin saber qué responder, iba ya a prosternarme, género de respuesta que debe agradar
a los dioses tanto como a los reyes, porque tiene la ventaja de no ponerles en el
compromiso de tener que replicar, cuando un incidente imprevisto vino a dar a la
conversación otro giro.
Fue éste la aparición de un pergamino grasiento que, deslizándose de entre las hojas
del libro, cayó al suelo.
Mi tío se apresuró a recogerlo con indecible avidez. Un antiguo documento, encerrado
tal vez desde tiempo inmemorial dentro de un libro viejo, no podía menos de tener
para él un elevadísimo valor.
—¿Qué es esto? —exclamó emocionado.
Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre la mesa un trozo de pergamino
de unas cinco pulgadas de largo por tres de ancho, en el que había trazados, en líneas
transversales, unos caracteres mágicos.
He aquí su facsímile exacto. Quiero dar a conocer al lector tan extravagantes signos,
por haber sido ellos los que impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a
emprender la expedición más extraña del siglo XIX:
4
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko
El profesor examinó atentamente, durante algunos instantes, esta serie de garabatos, y
al fin dijo quitándose las gafas:
—Estos caracteres son rúnicos, no me cabe duda alguna; son exactamente iguales a los
del manuscrito de Snorri Sturluson. Pero... ¿qué significan?
Como las runas me parecían una invención de los sabios para embaucar a los
ignorantes, no sentí que no lo entendiese mi tío. Así, al menos, me lo hizo suponer el
temblor de sus dedos que comenzó a agitar de una manera convulsa.
—Sin embargo, es islandés antiguo —murmuraba entre dientes.
El profesor Lidenbrock tenía más razón que nadie para saberlo; porque, si bien no
poseía correctamente las dos mil lenguas y los cuatro mil dialectos que se hablan en la
superficie del globo. Hablaba muchos de ellos y pasaba por ser un verdadero políglota.
Al dar con esta dificultad, iba a dejarse llevar de su carácter violento, y ya veía yo venir
una escena desagradable, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.
En aquel mismo momento, abrió Marta la puerta del despacho, diciendo:
—La sopa está servida.
—¡El diablo cargue con la sopa —exclamó furibundo mi tío—, y con la que la ha hecho
y con los que se la coman!
Marta se marchó asustada; yo salí detrás de ella, y, sin explicarme cómo, me encontré
sentado a la mesa, en mi sitio de costumbre.
Esperé algunos instantes sin que el profesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa,
que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, Dios mío! Sopas de perejil,
tortilla de jamón con acederas y nuez moscada, solomillo de ternera con compota de
ciruelas, y, de postre, langostinos en dulce, y todo abundantemente regado con
exquisito vino del Mosa.
He aquí la apetitosa comida que se perdió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de
buen sobrino, me creí en el deber de comer por los dos, y me atraqué de un modo
asombroso.
—¡No he visto en los días de mi vida una cosa semejante! —decía la buena Marta,
mientras me servía la comida. ¡Es la primera vez que el señor Lidenbrock falta a la
mesa!
—No se concibe, en efecto.
—Esto parece presagio de un grave acontecimiento —añadió la vieja criada,
sacudiendo sentenciosamente la cabeza.
Pero, a mi modo de ver, aquello lo que presagiaba era un escándalo horrible que iba a
promover mi tío tan pronto se percatase de que había devorado su ración.
Me estaba yo comiendo el último langostino, cuando una voz estentórea me hizo
volver a la realidad de la vida, y, de un salto, me trasladé del comedor al despacho.
Capítulo III
—Se trata sin duda alguna de un escrito numérico decía el profesor, frunciendo el
entrecejo. Pero existe un secreto que tengo que descubrir, porque de lo contrario...
Un gesto de iracundia terminó su pensamiento.
—Siéntate ahí, y escribe —añadió indicándome la mesa con el puño.
Obedecí con presteza.
—Ahora voy a dictarte las letras de nuestro alfabeto que corresponden a cada uno de
estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. ¡Pero, por los clavos de Cristo,
cuida de no equivocarte!
5
Viaje al Centro de la Tierra Julio Verne
Él empezó a dictarme y yo a escribir las letras, unas a continuación de las otras,
formando todas juntas la incomprensible sucesión de palabras siguientes:
mm.rnlls esreuel seecJde
sgtssmf unteief niedrke
kt,samn atrateS Saodrrn
erntnael nuaect rrilSa
Atvaar .nxcrc ieaabs
Ccdrmi eeutul frantu
dt,iac oseibo kediiY
Una vez terminado este trabajo me arrebató vivamente mi tío el papel que acababa de
escribir, y lo examinó atentamente durante bastante tiempo.
—¿Qué quiere decir esto? —repetía maquinalmente.
No era yo ciertamente quien hubiera podido explicárselo, pero esta pregunta no iba
dirigida a mí, y por eso prosiguió sin detenerse:
—Esto es lo que se llama un criptograma, en el cual el sentido se halla oculto bajo
letras alteradas de intento, y que, combinadas de un modo conveniente, formarían una
frase inteligible. ¡Y pensar que estos caracteres ocultan tal vez la explicación, o la
indicación, cuando menos, de un gran descubrimiento!
En mi concepto, aquello nada ocultaba; pero me guardé muy bien de exteriorizar mi
opinión.
El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y lo comparó uno con otro.
—Estos dos manuscritos no están hechos por la misma mano —dijo—; el criptograma
es posterior al libro, tengo de ello la evidencia. En efecto, la primera letra es una doble
M que en vano buscaríamos en el libro de Sturluson, porque no fue incorporada al
alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Por consiguiente, entre el documento y el libro
median por la parte más corta dos siglos.
Esto me pareció muy lógico; no trataré de ocultarlo.
—Me inclino, pues, a pensar —prosiguió mi tío—, que alguno de los poseedores de
este libro trazó los misteriosos caracteres. Pero, ¿quién demonios sería? ¿No habría
escrito su nombre en algún sitio?
Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las
primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, que hacía de anteportada, descubrió
una especie de mancha, que parecía un borrón de tinta; pero, examinada de cerca, se
distinguían en ella algunos caracteres borrosos. Mi tío comprendió que allí estaba la
clave del secreto, y ayudado de su lente, trabajó con tesón hasta que logró distinguir
los caracteres únicos que a continuación transcribo, los cuales leyó de corrido:
—¡Arne Saknussemm! —gritó en son de triunfo— ¡es un nombre! ¡Un nombre irlandés,
por más señas! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡Él de un alquimista célebre!
Miré a mi tío con cierta admiración.
—Estos alquimistas —prosiguió—, Avicena, Bacán, Lulio, Paracelso, eran los
verdaderos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos realmente
asombrosos. ¿Quién nos dice que este Saknussemm no ha ocultado bajo este
ininteligible criptograma alguna sorprendente invención? Tengo la seguridad de que así
es.
Y la viva imaginación del catedrático se exaltó ante esta idea.
—Sin duda —me atreví a responder—; pero, ¿qué interés podía tener este sabio en
ocultar de ese modo su maravilloso descubrimiento?
—¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No hizo Galileo otro tanto cuando descubrió a
Saturno? Pero no tardaremos en saberlo, pues no he de darme reposo, ni he de ingerir
alimento, ni he de cerrar los párpados en tanto no arranque el secreto que encierra
este documento.
6
Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko
“Dios nos asista” —pensé para mi capote.
—Ni tú tampoco, Axel —añadió.
—Menos mal —pensé yo—, que he comido ración doble.
—Y además —prosiguió mi tío—, es preciso averiguar en qué lengua está escrito el
jeroglífico. Esto no será difícil.
Al oír estas palabras, levanté vivamente la cabeza. Mi tío prosiguió su soliloquio.
—No hay nada más sencillo. Contiene este documento ciento treinta y dos letras, de las
cuales, 53 son vocales, y 79, consonantes. Ahora bien, esta es la proporción que, poco
más o menos, se observa en las palabras de las lenguas meridionales, en tanto que los
Descargar