QUE ES METAFISICA... LIBRO (KEILA).

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¿Qué es Metafísica?
La Metafísica, se define como lo que está mas allá de lo físico, es el estudio de lo abstracto del Ser
y de Dios, en su dualidad positiva y negativa, estudia lo que corresponde de Divino al Ser, y a Dios
convertido en el Ser, la importancia de su confluencia, entender que el hombre está hecho a
imagen y semejanza de Dios, más no por su carne, no por la piel o el tejido óseo, sino por su
energía, que proviene de Dios,
Metafísica, es una ciencia perteneciente a la Filosofía, y a su vez, comprende dos grandes ramas, la
1ª., es la Ontología, que es el estudio del Ser y la 2ª., es la Teología, que es el estudio de Dios.
Cuando estudiamos Metafísica, por tanto, somos estudiosos científicos de una rama filosófica y
vamos a tratar lo relativo, al Ser, en su forma abstracta, no física, en cuanto lo relacionado al
pensamiento, mente, sentimientos, emociones, deseos , energía y el espíritu, así como lo
relacionado a lo que lo motiva y alienta y también, que lo deprime y entristece y como mejorar
todas éstas condiciones; también trataremos sobre lo negativo del Ser, sus odios, culpas,
adicciones, temores, egoísmo, rencores, envidias, para poderlo superar.
Aprenderemos a establecer un equilibrio, una armonía, el balance de nuestras energías, para
poder llevar una vida digna, y encaminarnos a una evolución espiritual que por ende, nos mejorará
físicamente, pues al tener un espíritu sano, con una mente sana, emociones , sentimientos y
pensamientos positivos, nuestro cuerpo se libera de enfermedades, dolencias y todo lo que
minimiza al organismo en general.
Aprenderemos a quitarnos todo lo que no deseamos, aceptarnos a nosotros mismos y a los que
nos rodean, nuestros seres queridos, nuestra pareja; a amarse y entenderse a uno mismo, para
poder entender y amar a los demás, a perdonarnos y a perdonar a quienes en alguna forma nos
han dañado.
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Metafísica
La vida eterna, de Fernando Savater
Por Charo González Prada
Junio 2007 | Tags: Libros literatura Ensayo
“No quiero morirme del todo –escribía Unamuno–, y quiero saber si he de morirme o no
definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.” Ese afán de
Unamuno por no perderse del todo es el afán humano por excelencia. Morirse es, efectivamente,
perderse, y el tiempo el auténtico problema del hombre. Sobre esta piedra angular edifica
Fernando Savater su última obra, La vida eterna, una reflexión acerca de la presencia de Dios en
nuestro tiempo y de la perplejidad ante el auge de un debate que muchos daban por sobreseído.
Hay desde hace algún tiempo en el ambiente –en el ambiente anglosajón, para ser precisos– una
campaña de ateísmo beligerante, una ofensiva que proviene sobre todo del campo de la ciencia.
No es, claro está, el caso. Savater ha destacado siempre como philosophe a la francesa, que viene
a ser una variante libre de peaje de la tradición filosófica europea. La cuestión es que, casi un siglo
y medio después de Nietzsche, la coincidencia de La vida eterna con las últimas entregas de Daniel
Dennett, Richard Dawkins y Sam Harris indica que los rumores sobre la muerte de Dios durante
todo este tiempo han sido, cuando menos, exagerados. Hay quien muere y quien mata invocando
a Dios, una especie de “creacionismo con estudios elementales” –la doctrina del Diseño
Inteligente– amenaza con extenderse, y sí, es Dios lo que está sobre el tapete, pero son los valores
de la Ilustración y si me apuran el progreso lo que está en juego.
Si los científicos postdarwinistas están resistiendo bien el envite –es más, están apostando fuerte–
, no puede decirse lo mismo de la mayoría de los intelectuales. Se queja Savater –quizá no lo
bastante– de esa aprensión ilustrada que protege a la religión de la crítica y que se caracteriza por
un extraño respeto. Más todavía, por una nostalgia abiertamente confesada y hasta por una
admiración romántica por la fe que no se tiene. Esa tolerancia acrítica que suele llevar el
marchamo de virtud democrática por antonomasia es lo que permite que la reflexión racional
tenga que medirse codo con codo con todo tipo de supersticiones. Savater interpela al charlatán
con sorna castiza: “¿De dónde saca, pa’ tanto como destaca?” No es difícil responder: el charlatán
saca su desparpajo del cómodo relativismo de los tiempos. Hace mucho que la verdad perdió su
prestigio y que en su lugar se impuso la autenticidad: cada uno es como es y piensa como piensa.
Todo vale, a partir de aquí. También el viejo ardid de la doble verdad, que Savater denuncia de
acuerdo con Jean Bricmont: la principal argucia del discurso religioso hoy es que la religión se
ocupa de un orden de verdades distinto del de la ciencia.
El análisis de La vida eterna se centra en el cristianismo, al que Savater dispensa inevitablemente
un trato de favor, porque no ignora que es la religión más asumible hoy éticamente y porque no
en vano tuvo a la filosofía como sierva –ancilla theologiae– durante siglos. Tal vez sea una especie
de síndrome de Estocolmo lo que explique toda una tradición ar-monizadora que va desde Spinoza
–a él se debe en primer lugar el concepto metafísico de Dios– hasta Vattimo, que pide para el
cristianismo el estatuto de “mito mantenedor del mandamiento de la caridad”. El problema es que
este cristianismo progresista bussiness class –advierte Savater– es de dudosa eficacia, puesto que
no redime. El hombre inventó a Dios para no perderse, para aferrarse a la vida a pesar de la
conciencia irremediable de su mortalidad. Es este “efecto placebo” de la religión lo que parece
sostenerla hoy, y no su utilidad –más que dudosa a estas alturas– para la cohesión social ni para la
fundamentación de la moral. Nuestra fragilidad es suficiente para justificar la moral (en eso
Savater está con Steven Pinker o con Richard Dawkins), una moral inmanente que prescinda de la
vida eterna y, por tanto, de Dios. También para otorgar sentido basta con esa fragilidad: nada da
más valor a la vida que percatarse de que cada momento de sensibilidad es un don precioso. Por
eso la propuesta de La vida eterna es “una forma laica de resignada santidad”.
Savater juega con la idea de John Gray de que el ateísmo es una consecuencia tardía del
cristianismo, que concedió a la verdad un valor supremo que antes no tenía: “el Dios que era la
Verdad acabó con el resto de los dioses y luego la verdad se volvió letalmente contra él”. Tal vez
sea así. En ese caso, habrá que agradecer al cristianismo los servicios prestados a su pesar, y no
olvidar que es precisamente el descrédito de la verdad –el relativismo– lo que hoy nos devuelve
regurgitado a Dios. Savater conviene, no obstante, en que han sido necesarias regulaciones laicas
para descartar los aspectos éticamente inaceptables de las religiones y potenciar en cambio sus
valores de solidaridad. Por descontado –es una de sus batallas más antiguas–, se pronuncia a favor
de la laicidad, y lo hace con esa ironía que es marca de la casa y que no respeta –alma de hereje–
ni al Altísimo: “En cuestiones políticas o legales, Dios debe guardar silencio institucional, lo cual no
puede ser una pérdida verdaderamente seria para Alguien capaz de hablar directamente a los
corazones de los hombres y de iluminar sus mentes.”
La vida eterna acaba en un elogio de la incredulidad, porque supone “un esfuerzo por conseguir
una veracidad sin engaños y una fraternidad humana sin remiendos trascendentes”, frente a ese
“suicidio intelectual” que constituye la fe. Y sin embargo, peor que la fe –dice– es la credulidad. En
ese saco incluye lo que considera un “cientifismo reductor”, y despacha sin mayor problema a la
psicología evolutiva, culpable de convertir al espíritu –esa heroica resistencia a la disolución en la
materia– “en una leyenda idealista que magnifica adaptaciones evolutivas y reacciones
fisiológicas”, como si bastase “una apelación voluntariosa a la teoría de la evolución y unas
cuantas pinceladas de genética” para explicarlo. Las tradiciones religiosas –dice– pertenecen a la
interpretación y valoración de la existencia humana en el mundo, no a la descripción del
funcionamiento de éste. La referencia a científicos como Dennett o Dawkins es obvia, y las
afirmaciones demasiado terminantes para ser liquidadas en un par de páginas. Tal vez olvida
Savater que uno de los mensajes fundamentales de El gen egoísta es que los genes egoístas
pueden programar comportamientos altruistas. Tal vez olvida que no hay interpretación ni
valoración racional de la existencia humana en el mundo que pueda hacerse obviando la
descripción del funcionamiento de ese mundo. Cuando Dennett afirma que “nuestras canciones,
nuestro arte, nuestros libros y nuestras creencias religiosas son en última instancia un producto de
algoritmos evolucionistas”, señala a continuación: “Hay gente que encuentra esto emocionante, y
otra que lo encuentra deprimente.” Me temo que Savater no lo encuentra, en todo caso, lo
suficientemente emocionante como para aplicar el pensamiento evolucionista a las ciencias
sociales y humanas, ese reto de nuestro tiempo. No obstante –y sin duda ya contaminado–, habla
en términos sospechosamente evolucionistas de que “el proyecto ético es útil para la vida”, de “la
disposición religiosa de la mente humana” o de lo razonable que resulta, para quien se sabe
mortal, que le sea más tónico verse a sí mismo simbólicamente como poseído por una forma de
vida que le permita incluso soportar el estar muerto.
En un país como el nuestro, que se acomoda fácilmente a las modas sociales más transgresoras –
casi me atrevería a decir en un país postmoderno-, los conocimientos científicos se aceptan sin
dificultad: no hay lugar para el rebrote creacionista, desde luego, y no se cuestiona la teoría de la
evolución. Otra cosa son las derivaciones del darwinismo, ante las cuales es fácil que nuestros
ilustrados se rasguen las vestiduras y se declaren abiertamente “antirreduccionistas”. Eso en el
caso de que se declaren algo, porque la costra progresista apenas ha permitido que se filtren los
avances de la neurobiología. Los libros de Dennett, de Dawkins o de Harris difícilmente generarán
aquí un debate. Tampoco lo han generado los de Steven Pinker. Provienen de esas derivaciones
postdarwinistas que apenas han hallado eco entre nosotros. Hará cosa de un año, en un ciclo de
conferencias sobre ciencia y religión, el profesor Adolf Tobeña hablaba de los hallazgos de la
neurofisiología en lo que se refiere al marcaje genético de la religiosidad, y estimaba su
heredabilidad en un cuarenta por ciento. Venía a decir que habría cerebros más religiosos y que
los habría bastante menos propensos a la credulidad y a la mística. A la salida, los comentarios
condescendientes –qué curiosa esta teoría, oye– competían con la indignación monjil. A este paso,
acabar con la religión nos va a costar Dios y ayuda. ~
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