autor : Paula Tomassoni La Patria susurrada Una muchacha muy bella, de Julián López, Buenos Aires, Eterna cadencia, 2013 Una muchacha muy bella es una primera novela sin vicios. Desde un pasado ligado a la poesía Julián López escribe esta historia instalándola en una narración con marcas de experiencia, de tránsito por el género, de oficio de contador convidando al lector que se deja llevar a ese mundo incómodo pero habitable. El material narrativo se condensa en imágenes articuladas para el relato de la vida de un joven y su madre, desde cuyos intersticios el lector puede asomarse a la historia de la Argentina durante la última dictadura militar. La novela puede dividirse en dos partes, en primer lugar desde un aspecto temporal: al principio se narran hechos del pasado para luego referirse al presente del personaje. El núcleo que funciona como engranaje en esta división constituye narrativamente el momento de mayor tensión de la historia y, a su vez, la ventana desde la que fluye su significación social. Pero, aunque tal vez sea la marca más evidente, no es la temporalidad lo que establece la bipartición del relato, sino el punto de vista desde el que se lo narra: en la primera parte es la narración de aquello que la memoria cuenta; en la segunda, este doble camino desaparece. La primera parte deUna muchacha muy bellaes la narración de una mirada: se cuenta el contar. La construye, al decir de la crítica, un niño que no es niño: “¿Quién escribe, entonces, la primera parte del libro, desde dónde? No es un chico, tampoco un adulto. Pareciera ser alguien que ha crecido en un mundo que no lo ha hecho ”, dijo Luis Sagasti, en “Nadar fuera del tiempo”, el texto de presentación de la novela (disponible en blog.eternacadencia.com.ar). El narrador, adulto, cuenta su pasado reconstruyendo su mirada infantil, cuenta cómo se arma un recuerdo: desde las imágenes, los olores, las sensaciones. Hay algunos giros que pueden leerse como marcas explícitas de esta distancia: “(…) aún cuando pasáramos la vida en que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí”. Aparecen entonces imágenes y sentimientos propios del recuerdo, pero también su evaluación, que genera la conciencia de la distancia, de la mirada adulta tratando de explicar la materia narrada. Narrar desde ojos infantiles, por un lado, inscribe a un texto en una tradición de escritores tremendos que han sabido moldear esa mirada en su escritura (cito, entre tantos, los cuentos extraordinarios de Silvina Ocampo, que construyen el mundo desde una visión infantil perversa y desangelada); por otro lado lo acerca a un abismo peligroso (tan recorrido como la tradición anterior) cuyas depresiones son la mirada artificial, inverosímil, teñida de juicios y valores morales. El punto de vista deUna muchacha muy bella propone una reconstrucción del narrador infantil. La voz que cuenta es del adulto, pero lo que dice es el relato con el que su propio recuerdo construye en él su historia. Es decir, es una doble distancia, pero a partir del mismo personaje, por lo que no se construye desde la alteridad sino desde el movimiento de identidad que implica pensarse a sí mismo. Mirar del niño, decir del adulto. En otras palabras, el narrador cuenta a los lectores el relato que sus recuerdos le cuentan a sí mismo. Y los recuerdos nunca son ordenados, ni pedagógicos, sino más bien anárquicos, sin orden lógico, contradictorios, sensoriales, tal como se construye la primera parte de esta novela. La forma más notoria de este trabajo con la materia narrada es la construcción de la historia a partir de imágenes. Las palabras en la novela conforman íconos que significan un mundo, que es el de los personajes, pero que cuela entre sus grietas el de la Argentina trágica de los años setenta. Una muchacha muy bella cuenta la vida del narrador junto a su madre y, en la segunda parte de la novela, muestra lo que fue su vida sin ella. En las antípodas de la crónica, o la reconstrucción anecdótica, el relato del recuerdo se detiene en cuestiones sensoriales por sobre las informativas. Las imágenes y los pareceres que la memoria ha moldeado cuentan esta historia desde sus elipsis y la dibujan, paradójicamente, de un modo más acabado y total. Es entonces que los lectores asistimos una y otra vez a la enunciación de esa verdad que no es aportada como un dato sino como gesto, como un deseo: “Mi madre era una muchacha muy bella”. Y a partir de allí, el escenario y los personajes que constituyen las situaciones de la historia. El narrador vive con su madre en un departamento, en la ciudad de Buenos Aires. Tienen algunas necesidades económicas, que disfrazan asomándose cada tanto en simulacros de una vida más acomodada: van a tomar el té a la Casa Suiza, aunque no pueden probar las masitas que se ofrecen en todas las mesas y después se cobran; la madre le muestra postales de viajes imaginarios por lugares del mundo maravillosos que no conoce. La relación entre el pequeño y la muchacha bella se va configurando con la contradicción de todas las relaciones: la admira incondicionalmente, la extraña, la ama, la necesita, le teme. Busca constantemente respuestas para las conductas de su madre que, otra vez, narra desde percepciones fragmentadas, y en esta búsqueda aparece nuevamente la distancia narrativa: son preguntas que surgen desde la madurez, desde la persistencia de la ausencia. Todos los acontecimientos de su vida en común se fundan en la superposición de imágenes que podría exponerse en una larga lista: el jardín botánico y sus esculturas, el olor del perfumeSweet Honesty, el departamento de Elvira decorado “al crochet”, su perra ciega, su hermana Desiré, las costras violáceas de Santi, las sábanas mojadas, la piel del cuello de su madre, las salchichas con puré, la fiesta de la escuela con sus disfraces, la voz de las canciones de Elvira o los besos húmedos de sus amigas del Riestra, entre muchísimas otras. La historia entonces se va palpando, oliendo, gustando. Desde un punto de vista estrictamente narrativo, el momento de mayor tensión de la novela es la escena en la que se muestran las evidencias de la desaparición de la muchacha, que funciona además, como eje de articulación entre las dos partes. Sin embargo, si pensamos en el lugar que las imágenes ocupan en el proceso constructivo de esta historia, podría decirse que es una descripción de un abrazo en donde los sentidos del texto se concentran y potencian. No es el primer abrazo que se describe desde la memoria del narrador, pero sí el que concentra toda la carga trágica del desenlace: “Mi madre se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la puerta, en una coreografía muda, lenta, hermosa. Yo me quedé mirándola y ella estiró uno de los brazos invitándome a sentarme en el hueco que dejaban sus piernas, apoyar mi espalda en su pecho y mi nuca en el espacio entre su cuello y su hombro. Traté de comportarme, de respetar al pie de la letra mi parte en la coreografía, de ser plástico y natural y desenrollarme de mí para enrollarme en ella como un paternaire experto que trabaja prolijo para que se luzca su prima donna. Cada hueso de cada falange de mi mano, la pelvis en la cadera, los tobillos, la solidez móvil de mis pies y finalmente mis isquiones: no sé si estuve a la altura de Nureyev o de Astaire, pero sé que fui eficaz, que llegué entero y gracioso a ese regazo prometido. Sentado en el hueco de mi madre, abrazado por las piernas de esa muchacha bella, acariciado por sus manos de piel de habas, a merced del aroma dulce y lábil de su pelo negro, tan cerca de la piel pavorosamente húmeda y sugerente de su cuello y, sobre todo, en la ocasión inaudita de hacer algo indebido (…)” En la segunda parte de la novela, y sobre todo a partir del destino que ha sufrido la madre, muchas de las imágenes de la primera cobran significación. La narración acorta la distancia y ya no es el relato de un recuerdo, sino su consecuencia. El personaje ya es adulto, vive con su pareja y cada tanto visita a Elvira, su vecina de antaño, que fue quien lo crió y está viviendo sus últimos días en un geriátrico. La búsqueda del narrador es personal y a su vez plural. Entonces la historia deUna muchacha muy bella ya no es la de un personaje, sino la de un país y una época. Las zonas oscuras en la memoria al reconstruir la relación madre e hijo se leen, desde esta segunda parte, como las huellas de la ausencia forzada y violenta. La falta del padre se potencia como carencia. La tendencia al silencio del personaje se exacerba, se convierte en su estilo. Sólo desde la figura del desaparecido se entiende el alivio de acompañar en su proceso de muerte a un ser querido. La noche que el personaje pasa con Desiré es un grito por habitar de nuevo aquella vida que le fue robada, y por eso después siente una tristeza inconmensurable: “No nos vimos más. Desde esa mañana y tras la noche entera del amor más puro que guardé desde la infancia todo terminó. Haberme aventurado a la selva me dejó más dolorido de lo que podía recordar”. La vida atravesada por la violencia que es enunciada desde la primera oración de la novela, cuando el lector no lo sospecha: “Mi madre era una muchacha bella”. Desde el decir de los hijos, los padres nunca son muchachos, a menos que hayan superado la edad que ellos tenían al morir. Tener o haber superado la edad de los padres cuando desaparecieron constituye una imagen emblemática en los testimonios de hijos de desaparecidos. El personaje descubre que su afición por el té no es suya, sino que le es heredada, esta búsqueda de la identidad abre nuevamente la puerta a la Historia grande y otra vez todas las imágenes de este relato hacen sistema, significan. Una muchacha muy bella es un retrato literario, sugerido desde lo no dicho, de la Argentina violentada, secuestrada y desaparecida. De la Argentina sobreviviente, perdida y fragmentada, que se busca en sus recuerdos, que se reconstruye desde la memoria esforzada de historias particulares que la susurran con la voz que le queda. (Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)