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Patrick Modiano en el café de la juventud perdida; por
Alejandro Oliveros
Alejandro Oliveros · Saturday, April 9th, 2016
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Patrick Modiano y su esposa Dominique Zehrfuss, Venecia, 1973 / Fotografía
de L’Hergé Modiano
A diferencia de las novelas en lengua alemana, en las cuales, de acuerdo a la oportuna
observación de John Updike, en cualquier momento va a aparecer algún personaje
dando gritos, en la novelística francesa nadie grita. No recuerdo un solo grito en el
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libro interminable de Proust, aun cuando es probable que no lo recuerde bien. Pero
tampoco alzan la voz en narrativas menos afectadas, como La condición humana, Los
caminos de la libertad, El extranjero, La peste o Les deux étendarts. Tal vez Celine,
pero no estoy seguro. Y nunca Robbe-Grillet, Duras o Sarraute. Tal vez esta negación
a una oportuna catarsis, coloque a los protagonistas franceses siempre al borde del
abismo. No gritan, pero piensan en suicidarse y, no pocas veces, lo hacen. Como la
heroína de La desconocida del Sena, la exquisita narración de Supervielle; o la
traumatizada protagonista de La linterna roja, el dramático poema narrativo de
Prevert. De seguro, es París la ciudad con más suicidios “literarios” en tiempos
modernos. Los personajes de Patrick Modiano, reciente Premio Nóbel, son casi
siempre demasiado urbanos, en extremo parisinos, para gritarse, pero no para
suicidarse.
Es lo que se observa en su novela de 2007, En el café de la juventud perdida,
sordamente traducida al castellano un año después. Se trata de una ficción
seguramente con mucho de autobiográfico. Su asunto son los cafés de la capital
francesa, a mediados de los sesenta, y la fauna que los frecuentaba. Que es la misma
desde los tiempos de Verlaine: poetas buenos, frustrados y malos; artistas talentosos y
otros no tanto, pero en su mayoría indolentes; revolucionarios de café Gaggia;
visionarios y alucinados; taciturnos sin pasado ni futuro; solitarios en el desierto de
hombres; ocultistas y metafísicos; críticos de todas las artes, que nadie publica porque
nada escriben. Todos, en su conjunto, la propia negación de la predecible vida
burguesa. Completan el elenco las mujeres, casi siempre jóvenes, bailarinas o actrices
en su mayoría, y no pocas veces turbiamente relacionadas con alguno de los habitués.
Alguien los definiría como “bohemios”, de acuerdo a la definición del diccionario,
“Bohemio: persona que lleva una vida de vagabundo, sin normas ni preocupación por
el mañana”. Uno de los narradores, y protagonistas, de Modiano precisa las
características del grupo: “Estábamos en la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena,
y la mayoría de ellos vivía a la sombra de la literatura y el arte… Los habituales de Le
Condé solían tener un libro en las manos, que dejaban al desgaire encima de la mesa y
cuya tapa estaba manchada de vino, Los cantos de Maldoror, Las iluminaciones, Las
barricadas misteriosas. Este modelo de café parisino se difundió por todo América,
desde el Village neoyorkino a la Calle Real de Sabana Grande, en Caracas. Era toda
una experiencia contarse entre sus clientes y un privilegio haber sido joven para
disfrutarlo. Le Condé, que es como se llama el de la novela de Modiano, es una
metáfora de los cientos que surgieron a partir de las reformas urbanas del París del
Segundo Imperio. Pero, los originales, en los cuales se soñaba como las actrices
sueñan con Hollywood, eran los de Saint-Germain-des-Prés o Montparnasse. En esta
breve, pulcramente escrita, y en ocasiones conmovedora narración, Le Condé es el
centro, el eje fijo de la vida de estos personajes. El carácter ficcional del libro es
cuestionado por la participación del nada ficticio, y estupendo escritor, Arthur
Adamov. Y como puede ocurrir con estos ejercicios de metaficción (los de Modiano,
como todo lo suyo, son los más discretos e inteligentes), el lector se puede preguntar
si algún otro de los personajes existió, o existe todavía en la vida real. Le Condé es el
escenario y Louki, su temblorosa y etérea prima donna. Jacqueline Delanque, su
nombre “de verdad”, es una de esas jóvenes, de origen y edad imprecisos, que serían
divinizadas por la mitología surrelista. Nadja es la diosa oficial y esta pequeña
Jacqueline una digna sucesora. Dejó el liceo para dedicarse a hacer nada, la única
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“profesión” aceptada en Le Condé. Su pasión es fantasear con lejanos e improbables
destinos. Nada terrenal, salvo los amigos y el vino, parecen interesarle; puede o no,
que se acueste con los amigos que frecuenta. No es una beldad, pero es siempre
seductora y atrae por igual a hombres y mujeres. Mientras a su joven compañero lo
obsesiona el eterno retorno, ella vive en el eterno presente y su futuro, si se le puede
llamar así, no va más allá del mañana. En el fondo, es una figura tan trágica como
Antígona u Ofelia.
La historia y la dicción de En el café de la juventud perdida son puro Modiano. Todo
ocurre en el ámbito de la mítica geografía capitalina, y sus personajes se desplazan
por sus veinte distritos como si siguieran el trazado circular de su planta. Modiano
está tan familiarizado con París como Joyce con Dublín. En ambos casos, resulta
prudente disponer de un mapa de la ciudad a mano cuando avanzamos en la lectura.
El argumento avanza hacia su previsible desenlace sin prisas ni atropellos. La prosa
de Modiano tiene la elegancia de Debussy y no poco de su musicalidad. A la
escurridiza protagonista de la partitura, con su indefinida edad, y su actitud de puer
aeternus, no le ha pasado nada todavía y le ha pasado todo. Su desconocido padre, al
parecer el director de Le moulin rouge, se limitó, en sus responsabilidades como
padre, a conseguir un trabajo para la madre en el establecimiento. La pobre mujer
intuye que el destino prostituido de la chica es una fatalidad y se resigna. La amartía
de Louki, sin embargo, su error trágico, será su amistad con Jeannette Gaul, otra de
estas presencias femeninas de borroso perfil y existencia indefinida, que la introduce
al consumo de sustancias como la anhelada “nieve”. Louki no parece cambiar, y
consume sus efímeros días soñando y haciendo planes; el sueño de sus ojos no era
Londres, como el de la protagonista del poema de Valera Mora, sino el sur entrañable,
el Mediterráneo, preferiblemente. Tal vez presiente que su historia no es distinta al de
la heroína de “La muerte y la doncella”.
El estilo de Modiano es el más adecuado para su historia, sin la violencia de Bernhard,
el distanciamiento de Auster o MacEwan o las ambiciones épicas de Frentzen. Es
moderno por tradición, y postmoderno con el decoro del que sabe que la técnica
siempre es un instrumento. Tiene muchas historias que seguir contando y, sin
concesiones a la banalidad, quiere que su lector lo entienda y disfrute. Ser oscuro,
hermético, oracular ha dejado de ser un imperativo. El placer del texto es doble, para
el que lo escribe y para el que lo lee. A El café de la juventud perdida, solo se le
puede hacer una observación: su brevedad. Pero, bien entendida, se trata también de
su mejor virtud.
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on Saturday, April 9th, 2016 at 6:30 am and is filed under Artes
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