Reanimación - Universidad de Navarra

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69. Reanimación
Antonio Pardo
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
En: Carlos Simón Vázquez, ed. Diccionario de Bioética. Burgos. Monte Carmelo,
2006, pp. 609-14.
Antes de tocar la ética de la reanimación, haremos una brevísima descripción de la
naturaleza de esta técnica. A continuación, expondremos los principios éticos que se deben tener en cuenta, para aplicarlos inmediatamente a esta situación concreta. Por último, mencionaremos algunos fallos éticos que suceden con cierta frecuencia en las situaciones en que se plantea la reanimación.
Qué es la reanimación
Se entiende por reanimación el conjunto de maniobras encaminadas a conseguir
que un paciente recupere el latido cardíaco espontáneo y/o la respiración, que se han
detenido por alguna enfermedad. Se trata de un conjunto de maniobras de urgencia que
todo médico debe saber practicar, al menos en sus versiones básicas, que no precisan
aparatos o medicamentos (masaje cardíaco externo, respiración boca a boca). En el medio hospitalario, y en los servicios de urgencias, estas maniobras básicas pueden ver
mejorada su eficacia con diversos medios técnicos, tales como el desfibrilador eléctrico,
el empleo de medicamentos, o la respiración forzada mecánicamente.
La eficacia de las maniobras de reanimación varía extraordinariamente dependiendo de la naturaleza de la enfermedad que ha provocado la parada cardiorrespiratoria, la edad del paciente, la existencia de otras enfermedades concomitantes, etc. De
modo paralelo, la rapidez para conseguir la restauración de las funciones cardíaca y respiratoria es mucha en unos casos, mientras que en otros sólo se consigue tras denodados
esfuerzos, si es que se logra.
Por último, el reinicio de la función cardiorespiratoria no implica un estado clínico final satisfactorio del paciente. Esto último depende, en buena medida, del tiempo
que haya durado la parada cardíaca sin haber tenido, al menos, un masaje cardíaco externo que garantice un mínimo flujo sanguíneo cerebral; de lo contrario, la falta de riego
cerebral prolongada puede provocar lesiones extraordinariamente graves que dejen al
paciente con severas limitaciones neurológicas, tanto psíquicas como motoras, muchas
veces irrecuperables.
Principios éticos relevantes
Para la aplicación de las maniobras de reanimación a un paciente, entran en juego
varios principios éticos básicos de la atención médica.
En primer lugar, existe la obligación de atender al paciente. La vocación de la
Medicina es vocación de ayuda al enfermo, mediante la aplicación de los conocimientos
técnicos de la Medicina. Por tanto, en una situación grave, de urgencia, como es la parada cardiorrespiratoria, éste no puede quedar desasistido.
Pero, en segundo lugar, esto no significa que deban iniciarse las maniobras de
reanimación de modo automático ante todo paciente que sufre una parada cardiorrespiratoria: todo tratamiento o ayuda al enfermo tiene unos límites. Concretamente, tienen
que entrar en consideración también cuestiones como la eficacia de la intervención médica (no deben emprenderse medidas ineficaces), o los efectos tolerados de dicha actuación: molestias desproporcionadas, que el tratamiento resulte insoportable por cuestión
de convicciones éticas o planteamientos culturales profundamente arraigados, o que
cause unos gastos desmesurados.
Estos efectos tolerados deben ser considerados precisamente en el orden expuesto:
en primer lugar, el médico debe considerar si la maniobra técnica en que piensa puede
tener eficacia; si supone que no, no debe siquiera plantearse llevarla a cabo; si puede tener alguna, aunque sea pequeña o marginal, sí cabe proponerse ejecutarla. A continuación, debe considerar las peculiaridades de su paciente, para ver si a éste le resultarán
soportables las molestias del tratamiento, o si éste puede hacerse insufrible por motivos
de creencias, repugnancia visceral a ciertos planteamientos, etc. Por último, también según las peculiaridades del paciente y de acuerdo con él, el factor económico debe ser tenido en cuenta, pues no existe obligación de aplicar un tratamiento desproporcionadamente oneroso.
Las maniobras de reanimación, como toda actuación médica, están sujetas a los
condicionantes mencionados en este apartado. Sin embargo, su aplicación cambia con
respecto a los pacientes que no están en condiciones de comunicarse, y no se puede esperar debido a que quien precisa reanimación se encuentra en una situación de urgencia:
a no ser que el problema suceda en el ámbito hospitalario, el médico no puede saber de
antemano sus peculiaridades vitales que quizá harían variar el enfoque del tratamiento.
De todos modos, a pesar de esta limitación de fondo, sí que se pueden extraer conclusiones válidas aplicables a los casos concretos de reanimación. Veámoslas en detalle.
Reanimación y ética
En primer lugar, debe valorarse la utilidad de la reanimación. La primera utilidad
que se busca con estas maniobras es, evidentemente, la prolongación de la vida del enfermo. Se trata, pues, de tener razonablemente claro, antes de iniciar la reanimación, que
esa vida no ha llegado a su fin. Esto implica una fina capacidad de pronóstico por parte
del médico, que a veces no puede llegar a determinaciones claras.
Así, en el caso de un enfermo con un cáncer terminal ingresado en el hospital que
sufre una parada cardíaca, el médico no deberá reanimarle, pues ésta es simplemente
signo de que ha llegado el fin de la vida: está demostrado que estos pacientes, si es que
responden a las maniobras de reanimación, nunca viven más de una semana (lo normal
es que sufran otra parada irrecuperable al cabo de dos o tres días como mucho), y nunca
llegan a abandonar el hospital. El correcto ejercicio de la Medicina en esta circunstancia
lleva a no empeñarse en luchar contra la muerte cuando esta batalla no ha lugar (véase
Ensañamiento terapéutico). Pueden existir, no obstante, circunstancias de mucho peso,
que hagan recomendable este intento de reanimación, por ejemplo, cuando el paciente
está esperando a recibir los últimos sacramentos o visita del notario para hacer testamento, a pesar de que se sepa que el éxito de la reanimación (si lo tiene) será efímero.
En el caso de pacientes desconocidos, en que el médico se encuentra con la situación de urgencia, no se puede hacer este pronóstico, pues muchas veces no se sabe la
causa de la parada cardiorrespiratoria, o bien, si se sabe (como en el caso de traumatismos), se desconoce la gravedad del problema y, por tanto, su probable desenlace. En
estos casos, resulta obligado aplicar las maniobras de reanimación, pues el paciente es,
en principio, recuperable (salvo alguna evidencia palmaria en contra). Y otro tanto cabe
decir de los casos en que se conoce la enfermedad del paciente y se sabe con una certeza
razonable que es recuperable.
El problema reside en los casos dudosos: pacientes, normalmente ingresados en el
hospital por una enfermedad grave, a veces ya en el servicio de cuidados intensivos, que
sufren una parada cardiorrespiratoria. No está claro que estén abocados necesariamente
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a la muerte, pero tampoco está claro que su proceso morboso podrá ser curado y el paciente podrá recuperarse.
En estas situaciones, hay que aplicar dos ideas. La primera que, en caso de duda,
el médico debe estar a favor de la vida: mejor pasarse de optimismo que de pesimismo.
Más adelante comentaremos algo más al respecto. La segunda que, en la atención de
estos pacientes, no todo es la consideración de su posible recuperación, y que, en estas
situaciones dudosas, debe considerarse la aplicación de los otros principios enumerados
en el apartado anterior, y que veremos a continuación.
En segundo lugar, debe considerarse la opinión del paciente, para saber si ese tratamiento le resulta incomportable o no. Como es lógico, esta consideración sólo puede
tener lugar en el caso de pacientes ingresados. En la urgencia que surge en la calle o con
un paciente desconocido, sencillamente es imposible conocer este extremo, y no puede
tenerse en consideración.
Según este principio, es éticamente correcto y razonable que el paciente se niegue
a recibir un tratamiento que, según la opinión del médico, puede resultar salvador, si le
resulta insuperable por cualquier razón subjetivamente sólida. Puede que esa razón le
parezca al médico, cuidadores o familia, una superficialidad, fruto de la ignorancia, o
una simple estupidez. Pero a quien va a resultarle profundamente insoportable es al paciente, no al médico, cuidadores o familia. Forzar el tratamiento contra la voluntad del
paciente sería una crueldad: la Medicina tiene como misión ayudar a vivir, pero no la
simple vida física y orgánica, sino la vida humana, que precisa del sustento de la vida
física, pero que está hecha, sobre todo, de ideas y convicciones. Hacer vivir al paciente
después de haber pisoteado esas ideas y convicciones es dejar una vida destrozada.
Por tanto, si el paciente consideraba que no se le debía reanimar si le sucedía una
parada cardiorrespiratoria, es deber del médico abstenerse de iniciar las maniobras de
reanimación. Esto no quita que el equipo que atiende la paciente, o su familia, intenten
hacerle cambiar de idea, de modo que acceda a que se realice la reanimación si surge su
necesidad. Pero no deberían llevarla a cabo a traición, en contra de la voluntad del paciente. También puede haber circunstancias especiales que hagan que lo correcto sea
reanimar al enfermo aunque éste se hubiera negado, por ejemplo, en el caso de que puedan darse daños al propio paciente o a terceros (así sucedería en los ejemplos que hemos
mencionado antes: dar oportunidad para recibir los últimos sacramentos, o para que llegue el notario y se pueda hacer testamento).
Cuando hablamos de que el médico debe respetar los deseos del paciente, no estamos planteando una concepción libertaria, en que el hombre es dueño absoluto de la
propia vida, y el médico un mero servidor de sus deseos. Estamos hablando exclusivamente de la proporción o desproporción entre el tratamiento que se intenta implantar y
los efectos tolerados que produce; si éstos son desproporcionados, el tratamiento no se
debe iniciar. Y queda en la conciencia del paciente la seriedad de las convicciones o
ideas que le llevan a tomar esa decisión.
Otro planteamiento equivocado que se parece a éste es considerar, como criterio
para actuar o permanecer pasivo, la valoración del estado en que va a quedar el paciente
tras las maniobras de reanimación, es decir, emplear criterios de “calidad de vida”, expresión ambigua muy usada actualmente. Estos criterios de calidad de vida, valoraciones objetivas de su situación clínica, o similares, terminan, a fin de cuentas, estableciendo un criterio unitario que no tiene en cuenta el motivo clave para rechazar el tratamiento: que éste resulte desproporcionado al paciente concreto. Y es bien sabido que lo
que resulta perfectamente tolerable a algunos pacientes, es insoportable para otros; luego las medidas de calidad de vida no valen para estos propósitos.
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En la consideración de la calidad de vida del paciente se introduce además, con
mucha facilidad, la opinión de los médicos, que proyectan sobre el paciente sus ideas
sobre lo que es soportable o insoportable de esa situación; de este modo, pierden de
vista lo que tienen que mirar: si es soportable o no para el paciente.
Como se deduce de todo lo que llevamos dicho, en caso de ignorancia sobre la
opinión del paciente (porque su estado general no permite saberla o sus familiares no la
conocen), hay que jugar a favor de la vida, y reanimarle si sucede la parada cardiorrespiratoria.
Por último, suponiendo que el tratamiento sirva y que sea soportable por el enfermo, está el considerando económico: se trata de otro efecto tolerado que puede hacer
desistir de reanimar al paciente. Éste puede desechar una reanimación porque el médico
le señale que, probablemente, produzca un estado que sería demasiado caro cuidar, y no
desea arruinar a su familia en esos cuidados, por ejemplo. Afortunadamente, en nuestro
medio, con la cobertura universal de los gastos sanitarios por la Seguridad Social, no
suele ser una razón de demasiado peso; sí puede serlo el hecho de que el paciente considere que sus cuidados, aunque soportables económicamente, serían una carga demasiado pesada para su familia. Pero la consideración detallada de este extremo nos llevaría
demasiado lejos, y fuera del tema de la reanimación.
Dos cuestiones mejorables
Como se deduce de lo que llevamos visto, la reanimación implica decisiones que
deben tomarse con rapidez y que, sin embargo, poseen una carga ética muy fuerte. Aunque, en las situaciones urgentes, los hábitos del médico son fundamentales, a veces traicionan a las decisiones correctas. Así, en las situaciones de urgencia, los médicos tienen
el hábito arraigado de aplicar un protocolo de actuación, casi sin pensar. Esto es bueno,
pues permite que esas situaciones de urgencia se puedan resolver de modo adecuado: si
hubiera que pensarlo todo cuando surge el problema, probablemente no se conseguiría
reanimar a los pacientes con eficacia; pero lleva, con demasiada frecuencia, a que se
intente reanimar de modo sistemático a casi todos los pacientes, al menos en determinados ámbitos, como pueden ser los grandes hospitales, en que es habitual enfrentarse con
casos muy difíciles o incluso desesperados, y sacar adelante algunos a pesar de todo.
Este comportamiento supone un grave error. El médico debe saber frenar su tentación profesional para la acción. Debe tener ya pensado cuál debe ser su curso de acción
en el caso de que se presente esa situación de urgencia, y reanimar o no reanimar, según
lo haya visto adecuado en cada caso. La antítesis de la expresión “¡No se esté ahí quieto
haga algo!”, que se emplea para azuzar a alguien en situaciones urgentes, sería “¡Estése
quieto, no haga nada!”, y fue titular de un artículo médico; esta última es la actitud que
debe adoptar el médico muchas veces ante el paciente en parada cardiorrespiratoria.
Por último, nos queda mencionar otro fallo corriente, no tanto en la conveniencia
o no de la aplicación de las medidas de reanimación, sino en la valoración de la distinta
agresividad con que éstas se afrontan.
Ya hemos visto que, ante cada paciente, el médico debe tomar la actitud adecuada,
que es distinta en los distintos casos. Esto, que hemos explicado a propósito de la reanimación, abarca toda la actividad médica. En cada paciente, aunque padezca la misma
enfermedad que otro, hay que tomar actitudes distintas, según las peculiaridades de la
persona; una misma entidad patológica debe ser enfocada de modos distintos según sea
el paciente.
Sin embargo, hay quien malinterpreta esta actuación diversificada, que implica
poner más medios técnicos en unos casos y menos en otros. Apuntan que, esta variedad
es, en el fondo, una atención incorrecta de aquellos pacientes en que el médico, por de-
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cirlo con expresión coloquial, no se emplea a fondo. O, en los casos más extremos, como la reanimación, señalan que el médico ha dejado morir a un paciente por no haber
intentado reanimarle.
Dejando aparte el daño que hacen a la práctica médica con estas afirmaciones,
pues hacen creer al público cuestiones que no son ciertas, atender a todos los pacientes
por igual sería teóricamente desenfocado y éticamente injusto.
Desde el punto de vista teórico, sería equivalente a considerar que todas las personas son iguales; es indudable que todos tenemos una dignidad personal básica, inalienable, igual para todos; pero también es indudable que, sobre ella, se construyen vidas
muy distintas, con necesidades muy diversas. Aplicar la misma solución en todos los
casos sería como considerar que el hombre se reduce a lo que tiene de igual con sus semejantes: a esa dignidad básica o, lo que es peor, a un mero organismo que hay que
arreglar y hacer que funcione. La cuestión no puede estar más desenfocada.
Desde el punto de vista ético, la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo. Pero
lo que corresponde a cada cual varía de una persona a otra, pues las personas tienen peculiaridades individuales. De hecho, por poner un ejemplo, cualquier médico se siente
tentado a “emplearse más a fondo” en el caso de un paciente joven, casado, con hijos
pequeños, que regenta una pequeña empresa y que, en caso de morir, dejará un montón
de problemas de difícil solución. Esta tentación es un traslado más o menos inconsciente al paciente de lo que sería su actitud en esas circunstancias, o de lo que supone
que son los deberes éticos y, por tanto, la elección del paciente (que no conoce muchas
veces, como hemos visto).
Esto no significa que el paciente anciano y sin responsabilidades deba ser atendido con menos dedicación: el médico debe tener la máxima dedicación con todos, pero
atendiendo a sus peculiaridades. Y esto implicará que, en algunos casos de parada cardiorrespiratoria recuperables se deberá abstener de actuar (según los principios aplicados en el apartado anterior), mientras que en otros deberá intentar dicha recuperación
mientras sea mínimamente razonable intentarlo; y esto, sin atender a criterios sólo aparentemente válidos (a veces lo serán, otras no), como la edad del paciente o sus responsabilidades sociales. Esa atención diversificada es la verdaderamente justa.
Bibliografía
Iceta M. Futilidad y toma de decisiones en medicina paliativa. Córdoba: Cajasur,
1997; 306.
Pardo A. Análisis del acto moral. Una propuesta. Enero 1997. Accedido el 31-III05. Disponible en http://www.unav.es/cdb/dhbapactomoralindice.html.
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