Sec.04_Revista UNAM 10/29/10 8:38 PM Página 104 La página viva De la pierna “dormida” José de la Colina Por esa misma época [el niño] Trinidad tuvo grande afición y fina habilidad para modelar en bajorrelieve, sobre las húmedas, saladas y tenues arenillas de la playa cantábrica de sus vacaciones estivales, las formas suavemente delicadas de bellas piernas de mujer; piernas que siempre terminaban allí donde las medias, sujetas por las ligas, se terminan cuando son bien llevadas: en la mitad del muslo. Desde entonces él tiene esta preocupación: que cuando una de sus propias piernas se le “duerme”, por haber estado apretada bajo el peso de la otra pierna o por haber estado sentado mal en una silla, se le queda como hecha de arena de mar, y que al despertársele —el despertar de una pierna “dormida” tiene para Trinito unos desperezos y un hormigueo tan fuertes que son como vibraciones de cuerda de guitarra— se le va a ir desmoronando, desmoronando, hasta deshacérsele del todo, y quedarse sin ella… años treinta fama de humorista en la vida y en las letras gracias a sus muy celebrados artículos de risa y sonrisa para Gutiérrez (“revista mundial —decía el membrete de la misma— pues así se apellida en Madrid todo el mundo”). En la importante Biblioteca Nueva publicó dos libros: Doña Pabla (Novela de sonrisa), de 1934, que era la “autobiografía” de una vieja y sentimental locomotora de vapor, y Vampireso español (Novela de humor), de 1936, que en un tono casi grouchomarxiano narraba las aventuras de un vamp masculino en siempre fallido combate contra la tradición española de represión del sexo. Ya exiliado en México su hobby, decía, era el trabajo para una empresa de productos farmacéuticos, mientras su verdadera profesión era la literatura “poco seria”. En los ambientes cafeteriles del exilio español se celebraban su Matarile, libro de cuentos, de 1941, y sus Revo- Álvaro de Albornoz y Salas, Los niños, las niñas y mi perra. *** Álvaro de Albornoz y Salas (Luarca, Asturias, 1901- Ciudad de México, 1971), también conocido como “Alvarito”, era ingeniero químico graduado en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Madrid e hijo de un importante ministro de la República Española. Fue soldado republicano durante la incivil Guerra Civil española de 1936-1939, en la cual se dice que una vez, bajo el fuego cruzado, sacó la cabeza de la trinchera para gritar hacia el enemigo con desmelenado gesto de gran actor decimonono: “¡A ver si paráis ya, gilipollas, que le vais a dar a uno!”. Tenía en España y en los Álvaro de Albornoz y Salas 104 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO leras, greguerías de asunto taurino y vario de las que doy dos ejemplos: uno cómico: “El buzo salió a orinar y se volvió a sumergir”, y el otro casi poético: “Esa estrella que ya no existe, y cuya luz estamos viendo, ¡cómo brilla por su ausencia!”). Los niños, las niñas y mi perra (1951), publicada en la editorial Colección Aquelarre (financiada por los autores mismos, casi todos exiliados españoles), es la tercera y última novela de Albornoz. Está casi exclusivamente protagonizada, como el famoso cómic Peanuts, por niños y niñas y, un poco fantasmalmente, por los maestros de un no demasiado represivo colegio (quizá dulcificado por la nostalgia) y los parientes de unos nunca precisados hogares (quizá considerados novelescamente vacuos). En cuanto a la perra, la que cierra el tríptico del título, está ausente de toda la novela, que termina en una desconcertada pregunta: “¿Y de la perra… qué?”. En el fragmento aquí recogido, que se evade del tono humorístico hacia el tono discretamente poético, Albornoz cuenta la poco lineal historia del tímido, inteligente y enamoradizo niño Trinidad (“Trinito”) en sus descubrimientos no espectaculares ni “fuertes” del otro sexo, representado por las niñas y por alguna madura y complaciente maestra. Este fragmento del comienzo de la novela (si acaso se trata de una novela y no de una nostálgica crónica íntima y algo “novelizada”) es un pequeño prodigio de íntima sensorialidad, de sensualidad delicadamente observada y transcrita en una prosa que hubiera apreciado bien Marcel Proust, quien en À la recherche du temps perdu también trató, aunque de modo muy distinto, con más extensión y minucia, y genialmente, ese fenómeno de la pierna “dormida”.