LA GUERRA, SOCIEDAD ANÓNIMA Por Janiel Humberto Pemberty

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LA GUERRA, SOCIEDAD ANÓNIMA
Por Janiel Humberto Pemberty
COMO
EN
ALGÚN
LUGAR
DE
NUESTRO
MARAVILLOSO
PLANETA AHORA MISMO ALGUIEN ESTÁ EN GUERRA CON ALGUIEN
O
ALGUIEN
PLANIFICA
UNA
INVASIÓN
O
ALGO
PARECIDO,
HABLEMOS DE LA GUERRA. Y comencemos por lo primero: no seamos
ingenuos, la guerra es un negocio estratégico y que arroja ganancias a corto,
mediano o largo plazo.
Detrás de las maravillosas afirmaciones en defensa de la democracia, de la
libertad, de la vida y los derechos fundamentales del hombre donde quiera que
este habite; detrás de esos discursos casi piadosos a que nos tienen
acostumbrados los líderes de los pueblos del mundo, se esconden unos intereses
económicos, geopolíticos, raciales o religiosos, unos intereses medio ocultos
cuando no oscuros que generan a las guerras y que a la postre terminan
beneficiando a unos cuantos y no a los pueblos o a los grupos étnicos que se
afirma defender.
Porque cuando una confrontación armada puede quitarles un estorbo del
medio, retribuirles más poder o traerles beneficios a los poderosos y a los no tan
poderosos de aquí o de allá, la guerra estalla. Si no hay clima para la guerra, ellos
infiltran, maquinan, intrigan, conspiran, sobornan y lo crean. Cometen crímenes
y acusan a sus adversarios. Y cuando se quiere sacar a la luz de la opinión
mundial el verdadero causante de los hechos, ellos enturbian las investigaciones,
vociferan, desafían. Esto no es nuevo ni un misterio. Basta con informarse en la
Internet o en los medios de circulación masiva para llegar a esta conclusión.
Las naciones poderosas fabrican armas que venden a otras naciones para
que puedan defenderse, armas que en el fondo se hacen y se comercian para la
guerra. Y cuando alguno de los enemigos o vecinos de esas naciones crece al
punto de desequilibrar su poder o ser una amenaza, o si se generan roces
religiosos o raciales en otros países o en otras regiones y estas naciones ven que
pueden beneficiarse, inventan una guerra. Porque la guerra es un negocio
magnífico. Tanto por lo que en sí misma conlleva como por lo que a través de ella
se consigue. Las armas que se usan, la destrucción y reconstrucción que implica,
los héroes que se fabrican, el botín y el fortalecimiento de los vencedores, la
rehabilitación de los vencidos, todo ello es un negocio. El negocio de la muerte,
pero negocio al fin. Con los riesgos y trabajos de cualquier negocio y las jugosas
ganancias de cualquier negocio cuando se cuenta con buen armamento, buen
apoyo logístico y sobre todo, con buenas razones para iniciarlo y mantenerlo a
los ojos del mundo. Bueno, eso de las buenas razones fue arrojado hace rato a la
basura, porque cuando se tienen las armas y el poder, uno puede invadir y
hacerle la guerra a quien se le dé su regalada y soberana gana a pesar de que,
impotente, el mundo sepa que las razones para hacerla son una farsa. Así,
lamentablemente, es hoy día la cosa.
Lo malo para quienes hacen la guerra es que ella tiene sus abismos y al
paso que vamos, con la tecnología mortífera que tenemos y armados hasta los
dientes como estamos, los trofeos de los futuros vencedores serán un desierto y
un cementerio.
Después de la guerra, cuando el enemigo ha sido derrotado, dicen sus
promotores, la prosperidad sonríe no solo para los vencedores sino también para
los vencidos. Una piel saludable florece donde supuraban las llagas del mal, las
sociedades se estabilizan y la paz, la anhelada paz, al fin puede mostrar su
esplendor. Pero bien sabemos que esas son falsas promesas de la guerra y de
quienes la promueven porque ella no solo acaba con la vida y la riqueza de los
pueblos sino también con los valores esenciales de la sociedad, la cultura y la
convivencia. Permite por ejemplo que la violencia señoree, que la tortura se
legalice, que el ultraje se exhiba, que el crimen se aplauda vergüenzas para
nuestra especie tan de moda hoy día, que, en fin, seamos cada vez más
depredadores de nosotros mismos. Porque no contento con ser el señor de las
bestias, parece también que cada hombre quisiera ser el señor de los hombres. O
si no, pensemos en esos señores que hacen la guerra y reflexionemos acerca de si
cualquiera de nosotros no haría lo mismo de estar en el lugar de ellos y bajo sus
mismas circunstancias.
En estos días me llegó un correo electrónico con una fotografía que desde
cerca de Saturno se le tomó a la tierra. En ella nuestro planeta, de tamaño casi
diminuto, se ve como una esfera azul que vaga por un mar de oscuridad. Sentí
escalofrío al descubrir nuestra desoladora pequeñez y fragilidad y un poco de
vergüenza por nuestra prepotencia ante el universo. Por nuestra ignorancia y por
creernos tan únicos e importantes. Observándola pensé en todo lo que esa
diminuta esfera de la lejanía contiene: nuestra historia como especie, la historia
de todas nuestras culturas, la de todos los hombres, nuestras luchas, grandezas y
miserias, el sueño de cada uno de los siete mil millones de seres humanos que
abre sus ojos al mundo cada amanecer. Y recordé las otras muchas esferas que
giran sobre sí mismas y viajan incansables por el cosmos, y pensando en la vida
que puede haber en pocas o muchas de ellas me pregunté si habrá una especie
semejante a la nuestra, tan dedicada a despedazarse como las fieras por un
pedazo de carne o por dominar a los demás. Pero me negué de manera testaruda
en todo caso, a aceptar que los habitantes de este universo estén dispuestos a
convertirlo en una carnicería por la ambición de adueñarse de sus respectivos
mundos como sucede en el nuestro, porque con seguridad los humanos estamos
aún en la escala más primitiva de la hermandad, aunque no dejé de reconocer
que, hasta donde sabemos, algunas galaxias invaden a otras y los agujeros negros
se tragan galaxias enteras.
Aun así opté por pensar que lo nuestro es solo una mutación genética que
nos acompaña desde el comienzo de la evolución, una enfermedad semejante a
un cáncer, que algún día será suprimido de nuestra convivencia. Preferí pensar
así para que los románticos como yo y yo mismo no caigamos en la tentación de
aceptar la divisa que Dante puso a la entrada de su infierno: “Vosotros, los que
entráis aquí (los que estáis aquí, en nuestro caso), perded toda esperanza”.
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