Pasajes del terror

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Pasajes del terror
Psicokillers, asesinos sin alma
Juan Antonio Cebrián
Este libro está dedicado a mis hermanos y
compañeros de la Tertulia Zona Cero: Carlos
Canales, Jesús Callejo y Bruno Cardeñosa; con ellos
sería capaz de explorar el misterioso infinito y aún
más allá.
Título de la obra: Psicokillers, asesinos sin alma
Autor: Juan Antonio Cebrián
Editado para Puzzle Editorial de Libros S.L. por Ediciones Nowtilus S.L.
www.nowtiluspuzzle.com
Copyright de la presente edición: © 2005 Ediciones Nowtilus S.L
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 - Madrid
Primera edición: Octubre 2005
Diseño de la colección: Damiá Mathews
Diseño y realización de cubiertas: Carlos Peydró
Realización de interiores: Grupo ROS
Ilustraciones: Agustín Garriga para Grupo ROS
Printed in Spain
Impreso por Litografía Roses
Energía 11-27
08850 Gavá (Barcelona)
ISBN: 84-96525-73-2
EAN: 978-84-96525-73-3
Depósito legal: B-37.535.2005
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido
por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las
correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en
todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte
o comunicada a través de cualquier medio, sin la perceptiva autorización.
Índice
Prólogo de Fernando Jiménez del Oso ................................... 9
Introducción .......................................................................... 21
1. John Ketch: El verdugo cruel ......................................... 23
2. Catherine Hayes: La cabeza misteriosa ........................ 31
3. Burke y Hare: Ladrones de cadáveres .......................... 41
4. Alexander Pearce: Un caníbal irlandés en Australia .... 55
5. John Wesley: Cuando la muerte se instaló en el Oeste ... 67
6. Belle Gunnes: La viuda negra ........................................ 77
7. Jeanne Weber: La estranguladora de París .................... 89
8. Henri Desiré: Un «barba azul» seductor de viudas ..... 101
9. Fritz Haarmann: El carnicero de Hannover ................ 115
10. Peter Kürten: El vampiro de Düsseldorf ..................... 127
11. Albert H. Fish: El ogro de Nueva York ....................... 139
12. Edward Gein: La mansión de los horrores .................. 151
7
13. Theodore Robert Bundy: El depredador de Seattle .... 163
14. Daniel Camargo: La bestia de los Andes ..................... 177
15. Chikatilo: La bestia de Rostov .................................... 187
Apéndice: Los otros ............................................................. 203
Bibliografía ......................................................................... 219
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Prólogo
Londres, 26 de noviembre de 1897
He tomado las medidas oportunas para que estas páginas no
salgan a la luz hasta finales del año 2003, cuando los terribles
hechos que a continuación relataré, no sólo estén olvidados y su
responsable a salvo de la justicia humana, me temo que no así de la
divina, sino también para que, transcurridas no menos de tres generaciones, sus descendientes no se sientan abrumados por el peso
de los crímenes que él cometió. Ni siquiera he confiado los detalles
a mi fiel amigo Watson, aunque me conste que, de pedírselo, habría sido tan discreto como una tumba, pero la naturaleza del caso
me ha movido a extremar hasta ese punto la prudencia. Si el lector
siente curiosidad y llega en su lectura al final de esta confesión,
entenderá las poderosas razones que me han llevado a ello.
Apenas venía ruido alguno del exterior. A esas horas de la
noche, Baker Street estaba tan desierta como el resto de las calles
londinenses. Sólo los que tenían un motivo poderoso para hacerlo se atrevían a afrontar la espesa niebla, pero apresurando el
paso y sin abandonar el centro de la calzada, evitando los oscuros
quicios de las puertas y cualquier desigualdad en las fachadas que
pudiera servir de escondrijo para un criminal al acecho. La ciudad, desde Paddington hasta Shoreditch, vivía en esos aciagos
días bajo la ominosa sombra del terror.
Acababa de dejar The Daily Telegraph sobre la mesa tras leer
la descripción de la última agresión, cometida aquella misma
tarde, y me disponía a acostarme, cuando se abrió la puerta dejando paso a un extenuado Lestrade. En otras circunstancias, quizá le habría reprochado lo intempestivo de la hora, pero desde
hacía unas semanas sus visitas eran tan frecuentes e interesantes
para mí, que no me habría molestado que irrumpiese en el cuarto
de baño mientras hacía mis necesidades.
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juan antonio cebrián
–¡Ya le tenemos! –exclamó exultante en cuanto recuperó el
resuello.
Le miré incrédulo. Era inconcebible que Scotland Yard hubiera resuelto el caso antes que yo.
–¿Está seguro?
–¡Totalmente! La trampa está tendida y la presa a punto de
caer en ella. ¡Esta vez es nuestro!
–Entonces, ¿para qué me necesita? ¿O acaso sólo ha venido a
jactarse? –pregunté francamente molesto.
–No, no es eso –respondió con gesto conciliador y
ruborizándose levemente–. Sin sus agudas sugerencias no habríamos avanzado apenas en las pesquisas. Además, nos vendría muy
bien que esta noche dirigiera usted la operación…
Extraoficialmente, se entiende.
Naturalmente que se entendía. Una vez más yo haría el trabajo y Scotland Yard se llevaría los laureles. En el fondo, ese
estado de cosas me satisfacía: una excesiva popularidad entorpecería mi tarea, necesitada siempre de discreción. Por otra parte,
el Ministro del Interior y aun su Graciosa Majestad sabían que
detrás de todos los éxitos importantes de la policía estaba yo, lo
que no dejaba de proporcionarme clientes distinguidos con los
que cubrir ampliamente mis necesidades financieras.
–Bien. ¿Y qué es lo que se espera de mí?
–Verá Holmes… –su vacilación me dio a entender que el caso no
estaba resuelto, ni mucho menos–; hemos situado estratégicamente
a doscientos agentes de paisano, todos los que estaban de servicio,
para que hagan de señuelo, pero necesitaríamos su ayuda para precisar con un poco más de exactitud en qué lugar atacará él esta noche.
–¿Y por qué zona de Londres ha distribuido a sus hombres?
–No estaba muy seguro, dudaba entre un barrio y otro, así
que los he distribuido por toda la ciudad.
–¡Hombre de Dios! –exclamé sin poder contener mi indignación–. ¡Cubrir toda la ciudad…! ¿Y por qué no todo el país?
¡Doscientos hombres! ¡Harían falta doscientos mil! ¿No le cabe
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en su limitado cerebro que, de tener éxito tan absurda idea, si un
agente es atacado, el más próximo para acudir en su ayuda estará
a varias calles de distancia?
–No, eso no pasará.
–¿Cómo va a evitarlo? ¿Acaso los ha dispuesto por parejas?
–Bueno… es que lo de «distribuir» es sólo una forma de
hablar. En realidad están todos juntos en Trafalgar Square.
Fue un arranque de furia imperdonable en un caballero, lo
reconozco, pero no pude evitarlo. Blandiendo mi violín, me abalancé sobre él, golpeándole con saña hasta convertir tan noble
instrumento en virutas.
–¡Conque todos juntos! ¡Conque todos en Trafalgar Square, eh!
Impotente ante tal muestra de justa cólera, Lestrade se refugió
bajo la mesa, por lo que, abandonando el ya inútil violín, me dediqué
a darle puntapiés. Al cabo de dos horas, agotado y con las pantuflas
echando humo, me dejé caer en un sillón sollozando. Quienes me
conocen, saben bien que no soy propenso a los ataques de histeria,
pero aquella aciaga noche perdí por completo los estribos: un sádico, navaja barbera en ristre, tenía a Londres aterrorizado y, para
proteger a sus ciudadanos, Scotland Yard ponía el asunto en manos
de aquella acémila de Lestrade. ¿Cabe mayor desatino?
–No es culpa mía –le oía decir desde debajo de la mesa–; son
ellos, que se niegan a separarse.
Sólo quedaba una opción. Muchos creen que, salvo las pistas que
inocentemente me proporciona a veces mi fiel Watson, la feliz solución
de los intrincados casos a los que me enfrento se debe en exclusiva a
mi perspicacia. Habitualmente es así, pero no siempre; en situaciones
extremas recurro a un extraño personaje de cuya amistad me precio.
Tiene la peculiar manía de pasarse largas horas encerrado en una
pieza de su casa, hablando con una alcachofa delante de la boca, pero
su mente es aguda como un estilete y la profundidad de sus
conocimientos sobre los temas más diversos rebasa lo imaginable. Su
nombre es John Anthony Cebrián y vive en un pequeño palacete de
Beaufort Street, en la ribera del Támesis, cerca del puente Battersea.
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juan antonio cebrián
Me abrió él mismo la puerta y, aunque no de muy buena gana,
eso era evidente, se apartó a un lado invitándome a pasar. Llevaba,
como siempre, sus antiparras ahumadas, y no se me escapó la
presencia de algunos fragmentos de cabello sobre su inmaculada
pechera. Consciente de ello, se los sacudió con un rápido gesto.
–Acabo de recortarme el bigote. ¿A qué debo el placer de su visita?
–Necesito su ayuda –le respondí con toda franqueza.
Sentados ya junto al fuego, le expliqué sin omitir detalle la
visita de Lestrade y su disparatado plan.
–Es un animal –dijo por todo comentario.
–Lo es, sin duda –corroboré yo–. Por eso no podemos dejar
el asunto en sus manos ni en las de Scotland Yard. Es preciso que
usted y yo nos encarguemos de capturar a «Jack»; hay que librar
a Londres de ese psicópata cuanto antes. Aunque la prensa, presionada por el Gobierno, está silenciando muchos de los casos, la
realidad es que, hasta el día de hoy, ya van setenta y ocho víctimas.
–Se equivoca, querido amigo; la cifra exacta es seiscientas
cuarenta y dos.
No era la primera vez que me sorprendía con la precisión de
sus datos, al final, siempre exactos. Habría dado uno de mis dedos
pulgares por saber cuál era su fuente de información, pero John
Anthony se obstinaba en mantenerla en el más absoluto secreto.
Sólo una vez, no recuerdo ya en qué circunstancias, mencionó
entre dientes un nombre desconocido para mí: «Interné», o algo
parecido. Supuse que se trataba de una sociedad hermética, de un
grupo clandestino al que únicamente tienen acceso los más sagaces
y poderosos delincuentes, pero, quizá porque en el fondo no deseaba
saber con qué clase de gente estaba mezclado, me abstuve de hacer
preguntas y él jamás volvió mencionar ese nombre.
–Seiscientas treinta y nueve mujeres y tres hombres –puntualizó.
–¡Tres hombres! Creía que todas las víctimas eran mujeres.
Todos, hasta el lerdo del inspector Lestrade, estábamos convencidos de que «Jack, el desfajador» es un misógino, un psicópata
que tiene alguna cuenta pendiente con el sexo femenino.
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psicokillers: asesinos sin alma
–No, Sherlock, se equivoca.
Apuró su vaso de oporto y quedó en silencio. Algo indefinible, puede que el ligero rictus de tristeza que se dibujó en la
comisura de su boca, me dio a entender que estaba a punto de
revelarme un secreto. Durante un instante creí que sería el nombre de su confidente o, acaso, su vinculación con ese grupo misterioso que se amparaba bajo el siniestro nombre de «Interné».
Pero no, el ambiente creado era demasiado solemne. Presentí
que se trataba de una confidencia mucho más importante. Cuando, por fin, tras un largo minuto de tensa espera, se decidió a
hablar, su voz tenía el mismo tono y la misma firmeza de siempre, pero había en ella un matiz de amargura que nunca olvidaré.
–Jack, como le han bautizado los periodistas, no es un misógino, todo lo contrario, es un hombre que ha asumido sobre sí la
dolorosa misión de librar al mundo de una impostura, de un
engaño que lleva a millares de hombres al tálamo nupcial. El
«desfajador» es, más que un ángel vengador, un juez original
que descubre el delito antes de que éste se cometa, un agente de la
verdad que protege a la víctima antes de que ya no haya remedio.
Encendió un delgado cigarro blanco de Marlboro, el tabaco que
se hacía traer expresamente de las antiguas colonias de América, y
continuó con lo que –para mí ya no había ninguna duda– era su
confesión.
–Hay algo, estimado Sherlock, que, pese a nuestra larga y
sólida amistad, usted ignora: en otro tiempo, estuve casado.
Aquella declaración me llenó de sorpresa. Ni por lo más
remoto había sospechado tal cosa. Siempre me intrigó que un
hombre de su apostura, al que las mujeres solían dirigir miradas
insinuantes, se mantuviese célibe. De otra parte, mil detalles que
no escaparon a mi agudo sentido de la observación, me convencieron de que se sentía atraído por ellas. Supuse, por tanto, que
habría sufrido algún desengaño amoroso y aún no estaba cicatrizada la herida, pero, de ahí a imaginar que había estado casado,
mediaba un abismo.
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juan antonio cebrián
–Sí, amigo –prosiguió–, estuve casado. Era… es, porque vive,
aunque no haya vuelto a verla desde hace seis años, una mujer de
trato agradable y hermoso rostro, inteligente y buena administradora; perfecta, en suma, para alguien como yo. Sin embargo, lo
que más me atraía era su talle grácil, su delicada cintura, que
contrastaba deliciosamente con la rotunda curva de sus caderas.
No hay lógica en el amor y cada uno cifra su ideal de belleza en
detalles que quizá para otro carezcan de importancia: el mío es ése.
Asentí, tanto para mostrarle mi comprensión como para animarle a continuar; en mi mente empezaba a fraguarse una sospecha que, aunque dolorosa por el sincero afecto que le profesaba,
era preciso confirmar o desechar cuanto antes.
–Su cara y sus manos las tuve a mi alcance cuanto quise, pero,
por imposición suya, no trabé conocimiento con otras partes de su
cuerpo durante nuestro noviazgo. Estaba bien así, tal muestra de
honestidad en la mujer que iba a ser mi esposa me complacía. Además, cuanto más largamente ansiada, más dulce es la fruta que nos
llevamos a la boca. Ya llegaría el momento… Y, en el día señalado,
tras una convencional ceremonia que nos convirtió en marido y
mujer, ese instante llegó. Puede imaginarse, mi dilecto Holmes, con
qué expectación contemplé cómo mi amada se iba despojando del
vestido de novia; cómo, una a una, las delicadas prendas caían al
suelo para dejar al descubierto partes cada vez más íntimas de su
anatomía. Pronto estaría junto a mí en el lecho; podría recorrer su
cuerpo con mis manos, abrazar su esbelta cintura y… por fin, sentir
su breve y turgente vientre contra el mío. Ni siquiera sospeché
cuando, con fingida desenvoltura, se sentó al borde de la cama, de
espaldas a mí, y me dijo que le desabrochara el corsé; aunque les
resulten innecesarios, sé que, por coquetería, las mujeres no renuncian a llevar ese tipo de indumentos. Sin embargo, no dejó de sorprenderme la sólida estructura de aquel que torpemente iba
desabrochando y el esfuerzo que requería librar a los corchetes de la
presión a la que estaban sometidos. Aún me estremezco al recordarlo: jamás en mi vida he oído y volveré a oír suspiro semejante al de
ella cuando se sintió libre de aquella cárcel de tela y acero. Feliz,
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psicokillers: asesinos sin alma
pienso que más por el fin de su tortura que por otra cosa, se volvió
hacia mí, mostrándose tal como su madre la trajo al mundo –calló
durante unos instantes, como si reuniera fuerzas para culminar su
relato, luego continuó con voz apagada–. No estuvo bien, Holmes,
lo que aquella mujer me hizo no estuvo bien: el grácil talle que tanto
me seducía, dejó su lugar a una flácida barriga que, liberada, se
desparramó impúdica y soez ante mis horrorizados ojos.
Se hizo un largo silencio. Nos miramos, y vi en sus ojos
tanta amargura que no supe qué decir. Mientras encendía una
vez más mi pipa, pensé que descubrir al culpable no siempre
produce satisfacción.
–¿Qué sucedió después? –pregunté finalmente.
–La repudié en ese instante. No podía soportar su presencia.
Aquel cuerpo casi cilíndrico no importaba tanto como el cruel
engaño del que ella, la mujer que amaba hasta ese momento, me
había hecho víctima. Recogió sus cosas y se fue, así de simple.
–Pero ahí no acabó todo, ¿verdad?
–Ya sabe usted que no. Tardé un tiempo en reponerme. El dolor
dejó paso al deseo de venganza y, superado éste, porque no cabe en
mi forma de actuar, decidí que, ya que mi daño era irreparable, debía
evitar que otros en similares circunstancias lo sufrieran. Y, llevado
de esa idea, declaré la guerra a los corsés. No sentía deseo de castigar
a las que, disimulando sus carnes con esos artefactos, podían engañar a sus posibles pretendientes igual que yo fui engañado, sino de
dejarlas en evidencia, de crear tal clima de terror entre las
encorsetadas, que se viesen impelidas a prescindir de ese artificio y
a mostrarse noblemente tal como en realidad son. No fue tarea fácil:
me costó meses de práctica el adquirir la destreza necesaria para
cortar ese tipo de prenda de un solo tajo y sin producir la más leve
herida al cuerpo que hay debajo de ella. En mi empeño por perfeccionarme, gasté miles de libras en las carnicerías. Me hacía traer vacas
y cerdos sin destazar, en piezas enteras, para ponerles toda clase de
corsés y ensayar mis golpes de navaja. Sin embargo, la partida más
cara eran los corsés mismos; no imagina lo que llegan a costar algunos modelos. En fin, tanto da, la causa lo merecía.
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juan antonio cebrián
–Ahora que lo sé todo, me pone en una situación delicada –
le confesé sin reservas–. Aunque entienda sus razones y, hasta
cierto punto, las comparta, mi obligación es denunciarle a Scotland
Yard. Pero, ¿por qué me lo ha contado? Nadie habría sospechado
de usted, y me consta que le sobra inteligencia y astucia como
para no dejarse prender.
–Sólo a usted, Holmes, le considero digno de haber escuchado esta confesión y de entregarme a la justicia. Cuando, hace un
rato, le abrí la puerta, pensé que me había descubierto… y ese
pensamiento, lejos de inquietarme, me hizo sentir un gran alivio. Luego comprobé que, como en otras ocasiones, lo que buscaba era mi ayuda. No quise defraudarle. Yo estaba deseando
acabar con esta absurda tarea, que no ha servido sino para enriquecer a los fabricantes de lencería, puesto que mis víctimas corrían a sustituir su inservible corsé por otro nuevo, y usted estaba deseando atrapar al que llaman «Jack, el desfajador», yo mismo, así que ambos quedamos satisfechos.
–Una última cuestión, y disculpe si mi interés por no dejar
cabos sueltos resulta inoportuno en estas circunstancias: ¿Cómo
es que entre sus víctimas hay tres hombres?
–Sabía que ese dato le llamaría la atención –dijo, esbozando
una sonrisa–. Supe que eran hombres después de descorsetarlos,
al oír su voz y los improperios que me dedicaron, más propios
de un descargador de los muelles que de una fémina. Con uno de
ellos mantuve una larga conversación; me interesaba sobremanera conocer las razones de tal disfraz. Por lo que me contó, las
cosas están cambiando más de lo que se imagina, querido amigo,
y le aconsejo que, antes de fijar sus ojos en una dama, se asegure
de que lo es en realidad. Dentro de unos años, esta variedad de
hombres acicalados y vestidos como mujeres, a veces ciertamente atractivas, será tan común, que competirán abiertamente con
las auténticas en la conquista de los varones casaderos.
En boca de otro, tal afirmación me habría parecido un dislate,
pero John Anthony Cebrián no era de los que hablan a la ligera.
16
psicokillers: asesinos sin alma
–Me asombra lo que dice –respondí, mientras me ponía en
pie, dispuesto a marcharme–, pero seguiré su consejo y, además
de asegurarme del volumen de carne que cubre el corsé, me ocuparé también de saber qué es lo que hay unos centímetros más
abajo de él. Ahora, si me disculpa, me voy.
–¿A su casa o a Scotland Yard? –preguntó en un tono que
sugería más curiosidad que preocupación.
–No lo sé. Por el camino tomaré una decisión. ¿Y usted qué
hará mientras? No es que se lo esté sugiriendo, pero, en el caso
de que decidiera descubrirle, no lo haría hasta mañana; podría
poner tierra por medio si quisiera.
–Se lo agradezco, no esperaba menos de usted, pero tengo
trabajo pendiente.
–¿Más «desfajaciones»?
–No, ya le he dicho que eso ha terminado. La tarea que he
iniciado es bien distinta: me he propuesto escribir un libro sobre
determinados pasajes de la historia… Por lo que me ha dicho,
mañana sabré si lo voy a redactar en mi casa o en el presidio.
Puesto que cuando esta carta sea abierta, el caso de «Jack el
desfajador» figurará en los anales del crimen como no resuelto, quien
la lea sabrá que aquella noche pudo más en mi decisión el afecto que
el deber. Jamás me he arrepentido, todo lo contrario. Pasados unos
meses, las calles de Londres volvieron a estar tan concurridas por la
noche como antes y la ciudad se enriqueció con un misterio más, lo
que ha contribuido a que aumente el número de visitantes llegados
del continente. Por otra parte, el daño causado fue escaso, porque la
certera navaja de John Anthony no produjo otras heridas que las
morales, y éstas, si se consideran las razones que le impulsaron a
cometer el delito, bien puede pensarse que eran merecidas.
Con el tiempo, mi amigo superó su fobia a los corsés, al punto
que en alguna ocasión le sorprendí mirando el escaparate de tiendas
de lencería con cierto deleite, no sé si reconfortado por haberse librado
de su obsesión o porque lo que en ellos se exhibe estimula, quién sabe
por qué derroteros, su fantasía. Todo eso quedó atrás; pocos años
17
juan antonio cebrián
después de los hechos que he relatado, la suerte puso en su camino a
una bella y extraordinaria mujer, Silvie, con la que está felizmente
casado. El libro gozó del favor del público, siendo objeto de numerosas reediciones y cimentando su fama como escritor, carrera en la que
continúa cosechando éxito tras éxito. En otro orden de cosas, el secreto
que compartimos ha consolidado nuestra amistad y a ambos nos
complace vernos con frecuencia. Aunque sigo sin encontrarle sentido
alguno, yo también me he contagiado de su manía oratoria y todas las
semanas nos encerramos en la habitación que tiene destinada a ese
efecto para conversar sobre los temas más diversos, cada uno con su
correspondiente alcachofa delante de la boca. Él sostiene que, lo crea o
no, nos escuchan miles de personas en sus casas –supongo que oyéndonos a través de un repollo–, pero no intento disuadirle de esa idea
absurda porque me lo paso muy bien. En su benigna locura, hasta le ha
puesto nombre a esas veladas, dice que en recuerdo a una eslava de
muy buen ver con la que tuvo un breve pero intenso encuentro amoroso durante un viaje a la Europa del Este: «La rusa de los tientos».
Salvo esta veleidad, su cabeza sigue rigiendo con sorprendente lucidez; una muestra de ello es que está a punto de publicar un nuevo
libro, esta vez sobre los asesinos en serie, tema al que, por afinidad en
el método, que no en la intención, le tomó cierto gusto cuando sus
andanzas como «desfajador». Estoy seguro de que, al igual que los
anteriores, será acogido con entusiasmo por los lectores.
En fin, desvelado ya el misterio de «Jack, el desfajador de
Londres», sólo me resta confiarle al lector de esta carta mi satisfacción por haberlo mantenido en secreto: pude anotar un éxito
más en la larga lista que me acredita como el mejor detective de
la historia, pero, al renunciar a ello, he contribuido a que el nombre de John Anthony Cebrián, mi querido y admirado amigo,
brille para la posteridad sin mácula alguna.
Sherlock Jiménez Holmes del Oso
18
Introducción
Las Rozas, 26 de junio de 2003
Bienvenidos queridos lectores a mi quinta obra literaria. Como
pueden comprobar –y si no utilicen la imaginación–, me encuentro escribiendo estas líneas desde mi despacho de estilo victoriano.
Sí, ya sé que está algo vetusto y recargado, pero créanme que
estos detalles son los que más me gustan. Acabo de apagar el
enésimo cigarrillo, luego pasaré a la pipa, pero antes déjenme
que les confiese que éste es sin duda el libro más extraño al que
me he enfrentado.
Todo sucedió una mañana de hace algunos meses. Recuerdo que
ese día la temperatura había bajado ostensiblemente; me levanté
tarde, como siempre, y tras haber pasado la hora de rigor en el baño
bajé las escaleras que conducían desde mi dormitorio hasta la cocina
–lo mejor para inaugurar una jornada es desayunar a placer lo que el
cuerpo pida–. Sin embargo, esa mañana fue distinta; algo estaba a
punto de ocurrir y yo permanecía ajeno a ello dando buena cuenta
de una tostada cubierta por mermelada de melocotón. Justo en el
momento de hincar el diente sobre el pan sonó el teléfono –mi
reacción y los improperios que solté será mejor que me los reserve–
, cogí el auricular dispuesto a proclamar mi sed de venganza, pero la
voz que llegó del otro lado calmó cualquier impulso criminal. Sí
amigos, era él, con su voz profunda y entrañable; era él, mi querido
amigo Fernando Jiménez del Oso. Éste es un extracto de la conversación que se produjo entre los dos:
–Fernando: Hola Juan Antonio ¿te interrumpo?
–Juan Antonio: No, no, ¡qué alegría! ¿Cómo estás querido
Fernando?
–F: Bien, te llamo porque se me ha ocurrido una cosa.
–J.A.: ¿Sí, y qué cosa es? –dije con la habitual ironía simpática utilizada en nuestras conversaciones.
19
juan antonio cebrián
–F: Pues que escribas un libro para una colección que estoy
preparando.
–J.A.: Pero Fernando, un libro… me pillas muy mal, estoy
terminando La Cruzada del Sur y me tengo que poner con la
segunda entrega de Pasajes de la Historia. Estoy muy agobiado;
no me hagas esto.
–F: Ya, pero me gustaría.
–J.A.: Y si aceptara, ¿qué temática abordaríamos?
–F: No sé, algo de eso que tú haces sobre los psicópatas asesinos. ¿Qué te parece?
–J. A.: Bien, pero ten en cuenta que son personajes muy complicados y que será difícil plasmar en papel todo lo que soy capaz
de contar verbalmente en la radio.
–F: Estoy convencido que tú lo harás muy bien, de ahí mi
llamada. ¿Puedo contar contigo?
–J.A.: Sí, Fernando, sí. Eres único para hacerme entender qué
es lo mejor para mí. Cuenta conmigo. ¿Algo más?
–F: Nada más; sólo haz lo que tú sabes hacer y entrégalo
rápido que Santos, el editor, tiene prisa.
–J.A.: Pero si te acabó de decir que sí, ¿cómo puede ser que
tenga prisa?
–F: Es que le dije que ibas a decir que sí, ¿me perdonas?
Desde luego que las dotes de seducción de mi amigo Fernando son innatas y poco explotadas, pero conmigo siempre han
funcionado. Con presteza prusiana comencé a seleccionar a los
especímenes adecuados para confeccionar este trabajo.
Como saben buena parte de los lectores, dirijo hace seis años
un programa de radio cuyo nombre es La Rosa de los Vientos. En
la temporada 2001-2002 aparecieron los Pasajes del Terror, hijos ilegítimos y oscuros de los Pasajes de la Historia, si no recuerdo mal conté vida y crímenes de treinta y cuatro psicópatas
asesinos. La sección fue un auténtico éxito de audiencia con casi
trescientos mil oyentes en la noche de los martes. Este espacio se
convirtió sin pretenderlo en un lugar de culto para los aficiona20
psicokillers: asesinos sin alma
dos al género: caníbales, destripadores, ogros, bestias infernales,
estranguladores y sangre, sobre todo mucha sangre, personajes de
difícil evaluación. Las mentes más perversas engendradas por humanos. Un cóctel explosivo que saborearon los aterrorizados oyentes nocturnos de Onda Cero.
He seleccionado quince perfiles que no le dejarán indiferente en su butaca del salón. Por favor, procure leer este libro con luz
tenue y siempre a solas, lea con detenimiento, disfrute de cada
página, notará como al poco algunas sombras empiezan a
introducirse por las habitaciones de su casa, no se preocupe, son
ellos, y ya no pueden hacer daño a nadie, han pagado sus culpas
terrenas en el infierno y ahora sienten curiosidad por todo lo que
se escribe o se habla sobre ellos. En el fondo no eran tan malos,
pero las circunstancias, las humillaciones, las provocaciones los
impulsaron a cometer toda suerte de actos delictivos. Eran psicópatas, pero no enfermos mentales, siempre supieron discernir
entre el bien y el mal. ¿Por qué eligieron el lado oscuro de la
vida?, supongo que este libro ofrece algunas claves para entender su comportamiento anómalo y antisocial, y si conocemos al
enemigo tendremos la oportunidad de combatirlo.
Dicen los expertos en criminología que la infancia es sumamente importante a la hora de moldear nuestra personalidad,
según esas mismas investigaciones existe una triada homicida
que con frecuencia aparece en las pautas de conducta de los niños
candidatos a psicokillers. Lo primero sería la micción nocturna
en la cama hasta más allá de los doce años, lo segundo la obsesión por infringir daños a los animales domésticos o a los amiguitos y por último una gran atracción hacia el fuego. Como ven
son asuntos que todos hemos vivido más o menos de cerca, porque ¿quién no ha provocado alguna vez un pequeño incendio?,
¿quién no ha clavado una mariposa en un cartón o ha metido
insectos destripados en un frasco?, ¿quién no se ha hecho pipi
alguna vez de pequeño? ¡Caramba!, intuyo que usted está en el
grupo. No se sienta culpable, a veces estos pronósticos fallan, no
21
juan antonio cebrián
necesariamente tiene que ser un psicópata por cumplir algunos
de los requisitos establecidos.
Ahora déjenme que atienda una visita inesperada… ¿Qué
raro, quién podrá llamar a la puerta a estas horas de la madrugada? Pero si es Santos, el editor. A lo mejor se ha enfadado porque
no entregué el libro a tiempo.
–J.A.: Hola Santos, ¿qué haces por aquí? Demonios, que mal
aspecto presentas. Tienes los ojos inyectados en sangre… y ese
cuchillo. ¡Dios mío! No lo hagas Santos, piensa en Nowtilus.
¡No, Santos… no…!
Juan Antonio Cebrián
22
Expediente Nº 1
EL VERDUGO CRUEL
Nombre: John Ketch.
País de origen: Inglaterra.
Año de nacimiento: En torno a 1630.
Año de ejecución: 1686.
Número de víctimas: Entre 100 y 300 ejecuciones legales.
Frase favorita de Ketch:
«Yo soy el mejor remedio para curar el mal
de traición. Limpiaré Inglaterra
de traidores».
23
Durante siglos los verdugos han ejecutado su lúgubre trabajo
con la complacencia de una dudosa legalidad. Han sido cientos
de miles las víctimas de estos personajes de variado pelaje. Diríase,
observando la biografía de alguno de ellos, que, posiblemente,
nos encontremos ante el perfil de un psicópata. No olvidemos, y
en este libro los conoceremos un poco más, que los psicópatas no
son, en contra de lo que se pueda pensar, enfermos mentales.
El psicópata sabe discernir perfectamente entre el bien y el
mal, por eso su disfrute es mucho mayor con la consumación de
sus terribles actuaciones. En efecto, estos seres abominables son
los más peligrosos del catálogo criminal, auténticos embajadores
del infierno en la Tierra. Sus fechorías, por inusitadas y crueles,
conmovieron a la sociedad que los padeció en diferentes épocas.
Richard Jacquet es un fiel ejemplo de ello. Su perfil psicológico, sin duda, cumple los cánones más escrupulosos de la psicopatía
universal. Su sólo recuerdo, hoy en día en el Reino Unido, sigue
aterrorizando a jóvenes y mayores, los cuales denuncian ante los
tribunales a todo aquel que se arriesgue a insultarles, llamándoles
con cualquier nombre por el que se conoce al verdugo más sanguinario de Inglaterra. «John o Jack Ketch», «Jack Catch», o el mismo
«Richard Jacquet» son insultos considerados más gruesos y humillantes que otros exabruptos comúnmente utilizados. En 1926, un
tribunal británico condenó por difamación a un ciudadano que
había llamado a otro simplemente «Jack Ketch»; esto fue suficiente para que el juez lo condenara a una multa, seguida de un pequeño escarmiento popular que consistió en arrojar a un estanque al
lenguaraz personaje.
Existiendo en la historia miles de verdugos, ¿por qué se hizo
tan conocido Richard Jacquet? Momento es de descubrir su
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psicokillers: asesinos sin alma
horrenda existencia, teñida por la sangre de un número indeterminado de pobres ajusticiados. Nunca sabremos cuántos.
Las primeras noticias sobre Richard Jacquet se producen en
1663. Hasta entonces nada se supo sobre este hombre marcado
por un peculiar aspecto físico. Su cuerpo era diminuto y, en consecuencia, de escaso peso; el rostro, horadado por la viruela, no
disimulaba el odio visceral que manaba de sus vivaces ojillos. Sí
amigos, Richard odiaba a la humanidad y eso es algo que debemos tener en consideración; no conviene perder de vista este
extremo. Su pequeño tamaño y las huellas que la enfermedad
había dejado en él, provocaban sin duda un pésimo sentimiento
hacia esos congéneres que, a buen seguro, se habían mofado de él
durante la infancia y juventud.
El enano Richard comenzó en ese momento de su vida a gestar
inconscientemente una particular venganza contra la sociedad que
le repudiaba. No es de extrañar que se empleara como verdugo de
alquiler para realizar algunos «trabajillos sin importancia».
En el siglo XVII era muy frecuente que pueblos y ciudades
contrataran los servicios de verdugos para los castigos de baja
monta; narices amputadas, orejas sesgadas, lenguas arrancadas
de cuajo, latigazos y azotes componían la macabra oferta de unos
hombres acostumbrados a la sangre y al horror. Dicho oficio,
como es obvio, estaba mal visto. No obstante, muchos marginales vivían espléndidamente a costa del sufrimiento ajeno; pocos
eran los que deseaban pasar a la historia como asesinos. Sin embargo, en estos siglos de oprobio algunas familias europeas implantaron en su seno la tradición de matar legalmente. Tenemos
casos extendidos por buena parte de la geografía europea: Francia, Italia, Alemania o la propia Inglaterra pagaron magníficas
sumas a estos macabros linajes, lo que les permitió vivir por
encima de la media, y eso, en el siglo XVII, era vivir muy bien.
Además de este importante factor económico, también existía la
parte de espectáculo que cada verdugo aportaba.
En el siglo XVII los reos condenados a muerte eran ejecutados
siguiendo curiosas y diferentes parafernalias: decapitación, tortura,
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ahorcamiento –tengamos en cuenta que los que morían lo hacían por
traición a la corona, asesinato, robo…–, es decir, hechos supuestamente terribles que merecían el más severo castigo a fin de ejemplificar en aras de mantener un estricto orden social. Por tanto, cuánto
más vistosa fuera la ejecución, mayor ejemplo se daba a la sociedad
sobre la fortaleza del sistema.
Richard Jacquet desde 1663 se convirtió en el arma más mortífera del gobierno inglés. Sus escandalosas ejecuciones recorrieron el país durante más de veinte años. Los cadalsos donde
actuaba eran los más frecuentados por el populacho. Nadie se
quería perder las payasadas de aquel enano tan sádico y odioso.
En los días previos a la ejecución se podía ver a Richard
paseando por las calles de la ciudad que le había contratado anunciando el «distinguido evento». A Jacquet le gustaba la música;
él mismo componía dulces cancioncillas donde contaba con profusión de detalles las lindezas que iba a cometer próximamente.
Se podían escuchar estrofas como ésta: «oídme, ha llegado la
mejor medicina para la traición. Soy John Ketch, el que limpia de
traidores a nuestra querida Inglaterra». Así cantaba mientras distraía a la concurrencia con volteretas y saltitos grotescos. No me
nieguen que, al margen de las vísceras, era todo un showman.
Cuando llegaba el momento de la verdad, el pequeño verdugo se enfundaba en unas ajustadísimas mayas negras, dejando al
descubierto únicamente la reducida cabeza con el rostro salpicado
de viruela. Los condenados contemplaban estupefactos a su futuro
ejecutor; sospecho que más de uno se fue al otro mundo con una
agria mueca de diversión. Y es que no era para menos. La multitud, presa del delirio, aplaudía cualquier gesto de Richard. Éste les
mostraba sus hachas, cuchillos y cuerdas, utensilios imprescindibles para consumar aquella salvajada. Situaba por ejemplo el filo
del hacha sobre la nuca o cuello del condenado sin llegar a cortar la
carne, y posteriormente se dirigía al vulgo como si aquello fuera
un mitin político. El acto se podía prolongar todo lo que el capricho de Jacquet quisiera. Finalmente, con el visto bueno de las au26
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toridades allí presentes, terminaba la sangrienta faena. Esto último llegó a ser un molesto problema, dado que, como hemos advertido, Richard Jacquet o John Ketch no era precisamente una
mole humana, sino todo lo contrario.
Resultaba trágico y penoso, pues su pequeño tamaño le impedía asestar golpes de hacha certeros. Por si fuera poco, sus armas no
eran de buena calidad; muchas de ellas se encontraban melladas por
el mal uso, y eso impedía un correcto afilado. Se pueden ustedes
imaginar lo dantesco de aquellas ejecuciones y lo mal que lo debieron pasar los condenados que caían en manos del diminuto verdugo. Aún así, nuestro personaje consiguió la popularidad necesaria
para trabajar sin descanso durante algunos años. Pero, «a todo cerdo
le llega su San Martín…».
En 1679 Richard Jacquet alcanzó la cúspide de su infernal
gloria cuando masacró en una sola jornada a 30 hombres condenados por traición. Lo hizo sin ayuda, provocando consternación y
odio entre los asistentes, los cuales ya no reían las gracias de aquel
psicópata convencido.
En esos años John Ketch –recordemos que éste era su nombre
artístico– había diezmado la población de brujas, conspiradores y
delincuentes de Inglaterra. Los hierros candentes, las sogas y el acero integraban su especial elenco del horror. Además, su afán por
amasar fortuna lo impulsaba a cometer todo tipo de expolios sobre
las víctimas, llegando a robar los ropajes y las escasas joyas que
portaban en el instante final de sus vidas. John Ketch era un auténtico carroñero humano.
En 1683 aconteció una de sus más famosas anécdotas. Ese año,
Lord Russell había sido condenado a muerte por diseñar un plan
para secuestrar al rey Carlos II. Conocedor de la terrible fama que
rodeaba al patético verdugo, ajustó un precio con el mismo para que
realizase el trabajo con precisión quirúrgica. Que nadie se extrañe,
pues esto era práctica habitual en una época en la que las cabezas
nobles rodaban por doquier. En consecuencia, el Lord británico indicó a su secretario particular que entregase a Jacquet diez guineas si
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En una época en la que
superstición y religión
iban de la mano, John se
convirtió por méritos
propios en un asesino
cruel, del que ni tan siquiera las brujas, con sus
supuestas «artes mágicas», pudieron escapar.
El hacha fue la «herramienta» de trabajo preferida. No obstante, su corta estatura jamás le permitió hacer un uso
correcto de la misma, para desgracia de
los condenados.
En aquella época, hombres lobo, brujas y otros seres infernales eran
candidatos propicios a pasar por la hoja del desatinado verdugo.
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el resultado era el convenido. El verdugo cruel aceptó el difícil reto de «cortar
limpiamente» a cambio del dinero. Sin
embargo, todo falló una vez más, y tras
dar el primer hachazo la cabeza siguió
unida al cuerpo de Lord Russell. Éste,
movido por la eterna flema inglesa, volvió su rostro para espetar irónicamente
al enano: «Oye, cabrón, ¿te he dado diez
guineas para que me trates tan inhumanamente?». Jacquet, sonrojado por la
humillación del mal trabajo, tuvo que
golpear tres veces más hasta conseguir
Sin lugar a dudas, la imagen
separar la cabeza del tronco. Fue horrique aún permanece en la retina
ble y san- de todos aquellos que han oído
griento. hablar de este siniestro persoC a s o s naje, es la de su hacha desdencomo éste tada, siempre a punto…
se repitieron constantemente en la
vida de Richard Jacquet.
En 1685, el duque de Monmouth ofreció seis guineas a
Jacquet por idéntico esfuerzo, en
esta ocasión fue peor, dado que el
noble recibió cinco hachazos y, fiLord Russell fue condenado por nalmente, su cuello tuvo que ser
intentar secuestrar a Carlos II. Su cortado con un cuchillo. John Ketch
ajusticiamiento a manos del infaestaba tocando fondo. Pocos queme Ketch se convertiría en una de
las más macabras sangrías de rían contratarlo y su afición a la
nuestro protagonista. La situación bebida le mantenía borracho la
fue tan inhumana, que el propio mayor parte de los días. En 1686
Russell acabaría recriminando a
fue a la cárcel por una deuda, y
su asesino: «Oye, cabrón, ¿te he
dado diez guineas para que me cuando salió del presidio lo
trates tan inhumanamente?».
celebró matando a golpes a una
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prostituta, lo que motivó su condena a muerte en noviembre
de ese mismo año. El ahorcamiento de Jacquet fue lamentable
como su vida. Su escaso peso hizo que estuviera pataleando
durante diez minutos hasta morir. Nadie lloró por él, y ahora
lo sufren en el infierno…
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EXPEDIENTE Nº 30
Nombre: Jeffrey L. Dahmer
País de origen: Estados Unidos de América
Año de nacimiento: 1960
Años de reclusión: Fue condenado en 1992 a 900 años
de cárcel.
Número de víctimas: 15
Breve historial: El llamado carnicero de Milwakee es el
ser antisocial por excelencia. Desvinculado de cualquier tipo
de emociones, busca a sus víctimas en los ambientes homosexuales de Milwakee, tras ofrecerles dinero por sexo los
conduce a su apartamento donde los narcotiza, mata,
descuartiza y come con total impunidad. Duerme con los
cadáveres, hace el amor y se baña con los cuerpos descompuestos. Conserva fetiches de todos ellos: cabezas, torsos,
manos, huesos blanqueados. Su mente es posiblemente la
más trastornada del universo psicópata.
Extracto de la confesión
confesión::
«Señor juez, todo ha terminado, me siento muy
mal por lo que hice a esas pobres familias y
comprendo su merecido odio… He hecho daño a
mi padre, a mi madre y a mi madrastra. Los
quiero mucho».
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Bibliografía
PARA SABER MÁS
Cooke, David J. La psicopatía, el sadismo y el asesinato en serie.
Editorial Ariel. Barcelona, 2000.
Cyriax, Oliver. Diccionario del Crimen. Anaya & Mario Muchnik.
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García Andrade, José Antonio. Psiquiatría criminal y forense.
Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, S. A. Madrid,
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Garrido Genovés, Vicente. El psicópata. Editorial Algar. Valencia, 2000.
Hare, Robert D. La psicopatía. Editorial Herder. Barcelona, 1984.
Lane, Brian. Crímenes. Editorial Altea, 1998.
Martingale, Moira. Canibal killers: The History of imposible
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Mendoza, Antonio. Killers on the loose. Virgin. Londres, 2002.
Monestier, Alain. Grandes casos criminales. Ediciones del Prado,
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Newton, Michael. The encyclopedia of serial serial killers.
Chekmark Books. Nueva York, 1999.
Owen, David. 40 casos criminales y cómo consiguieron resolverse. Evergreen, Köln, 2000.
Raine, Adrian; Sanmartín, José. Violencia y psicopatía. Editorial
Ariel. Barcelona 2000.
Internet:
http://es.geocities.com/criminaleshistoria/mprincipal/menu.htm
http://www.archivodelcrimen.com
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Juan Antonio Cebrián
(www.juanantoniocebrian.com) nace en
Albacete en 1965, sintiendo desde muy
joven la vocación por el periodismo. En
la actualidad es director y presentador
del exitoso espacio radiofónico La Rosa
de los Vientos (Onda cero), programa
que desde hace años se ha ganado el
favor mayoritario de los radioyentes
nocturnos de todo el mundo. Con
anterioridad ha sido el responsable de
espacios como La Red, Azul y Verde, y
el ya mítico Turno de Noche.
Como escritor se ha convertido en un
maestro de la divulgación de la historia, siendo autor de múltiples best
sellers que han acercado la historia a
todos los públicos: Pasajes de la
Historia, La aventura de los Godos, La
Cruzada del Sur; Pasajes de la Historia
II, Pasajes del Terror, La aventura de
los Romanos, Mis Favoritos.
Dirige para Ediciones Nowtilus la colección
«Breve Historia (www.brevehistoria.com).
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