JORNADAS SOBRE EL PAISAJE MEDITERRÁNEO: OPCIONES DE

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JORNADAS SOBRE EL PAISAJE MEDITERRÁNEO: OPCIONES
DE MULTIFUNCIONALIDAD.
Valencia, abril de 2006
“Paisaje y ordenación territorial en ámbitos mediterráneos”
Florencio Zoido Naranjo. Geógrafo, catedrático de la Universidad de Sevilla
En la coyuntura presente, caracterizada en casi todo el litoral mediterráneo
español por la rápida degradación de sus paisajes y por la insuficiencia de las políticas
de ordenación del territorio, el título de esta intervención puede parecer el enunciado de
una paradoja; recuérdese que, según el Diccionario, la paradoja es “una aserción
inverosímil o absurda que se presenta con apariencia de verdadera”. ¿Es absurdo o
inverosímil presentar como posible y benéfica la relación entre paisaje y ordenación del
territorio, cuando se asiste a una utilización de esta práctica pública que arrasa cada año
millares de hectáreas de paisajes mediterráneos elaborados durante siglos?
Recientemente se ha señalado con acierto que el urbanismo –parte sustancial de la
ordenación del territorio- está siendo impulsado por empresas privadas que arrastran a la
acción pública hacia fines alejados del interés común (Manifiesto por una nueva cultura
territorial, 2006). No debe olvidarse además que en España han prevalecido
históricamente las opciones privadas sobre la propiedad de la tierra y ello ha creado
grandes insuficiencias de espacios públicos y suelo para equipamientos o distorsiones
importantes en las implantaciones que deben estar al servicio de la sociedad.
Una política eficaz de la ordenación del territorio, al servicio del bien común, se
hace cada día más imprescindible en España; especialmente al situarnos en el contexto
de la Unión Europea, en el que esta práctica pública está mucho más desarrollada y
mejor implantada en otros países (HILDENBRAND, 1996) y, además, se están
impulsando exigencias similares para todo el ámbito comunitario (Estrategia Territorial
Europea, 1999) o incluso paneuropeo (Principios directores, 2000).
Aunque el alcance y la tendencia de los hechos presentes induzcan al
escepticismo, las necesidades reales y las razones de contexto antes aludidas acabarán
reclamando una mayor implantación y una mejor orientación de la ordenación territorial
en España. Probablemente la cuestión más importante en el futuro inmediato no será la
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conveniencia o no de ésta práctica, sino el alto costo en calidad de los paisajes, del
medio ambiente y del bienestar social que hayan provocado las insuficiencias y pésimas
orientaciones presentes de esta política imprescindible.
La mejor opción posible es, por tanto, trabajar en su reorientación; quizás la
consideración del paisaje pueda contribuir a ello, ayudando así a deshacer la paradoja
planteada. Se aborda seguidamente esta opción en tres niveles de consideración que van
de lo general a lo más concreto y particular.
1. ¿Por qué y para qué considerar el paisaje?
El Consejo de Europa, un organismo internacional que actualmente reúne a 46
estados, toma en cuenta inicialmente el paisaje en documentos realizados en los años
70, aunque de una forma parcial o colateral (conservación de campos cerrados,
protección de paisajes naturales, formación de arquitectos, ingenieros, urbanistas y
paisajistas...). La opción por dedicarse al paisaje
en sí mismo se produce más
tardíamente, en 1994, cuando el Congreso de Poderes Locales y Regionales de Europa
(CPLRE) hace suya, mediante la resolución 256, la Carta del Paisaje Mediterráneo
(Carta de Sevilla) preparada en 1992 por las regiones de Andalucía, LanguedocRosellón y Toscana y adoptada en abril de 1993 por la 3ª Conferencia de Regiones
Mediterráneas reunida en Taormina. El impulso principal de dicha opción se debió a
Ferdinando Albanese, alto funcionario del Consejo de Europa, entonces responsable de
la Dirección General de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente, recientemente
fallecido y cuya memoria quiero honrar aquí.
¿Por qué este organismo internacional se interesó por el paisaje? Desde su
creación en 1948 la mayoría de sus trabajos han estado dedicados a la defensa de los
derechos humanos y de la democracia. Más recientemente el Consejo de Europa se
abrió a otras tareas como la promoción de la identidad europea y la protección de la
naturaleza; buscando una mejor relación entre estos dos últimos temas opta, finalmente,
por el paisaje en la fecha antes indicada.
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La consideración del paisaje hace posible desarrollar las relaciones entre
naturaleza y cultura. Se puede decir que el paisaje es la expresión espacial de la cultura
territorial de cada sociedad, o que las relaciones existentes entre los modelos culturales
y los modelos territoriales de cada sociedad (generalmente más implícitas que
explícitas) se manifiestan en determinados tipos de paisaje. Las políticas culturales,
básicamente sustentadas en las ideas de identidad y patrimonio, alcanzan una dimensión
más profunda al apoyarse también en el soporte natural y territorial sobre el que se ha
formado una determinada cultura. Por su parte, las políticas sobre naturaleza, basadas
principalmente en límites naturales que no pueden ser franqueados sin riesgo, adquieren
la profundidad y el carácter positivo que expresan determinados sistemas productivos
ecológicamente equilibrados, realizados mediante prácticas sociales consideradas
tradicionales o identificadas como propias.
Si estas consideraciones se llevan al ámbito de la política territorial regional y
local, las decisiones que se tomen pueden encontrar fundamentos de gran coherencia
natural e histórica; este último es el razonamiento que, esencialmente, ha inducido al
CPLRE a impulsar las políticas del paisaje en dichos niveles, como mejora posible del
ejercicio de la democracia en ellos. Desde 1994 el Consejo de Europa prepara la
Convención Europea del paisaje (C.E.P) y auspicia su aprobación política; fue puesta a
la firma en Florencia (Palazzo Vecchio) el 20 de octubre de 2000 y ha entrado en vigor
el 1 de marzo de 2004.
En este acuerdo internacional se establecen varias determinaciones que pueden
considerarse claves para afrontar la aparente paradoja enunciada en el título de este
escrito:
-
Se opta claramente por el paisaje como hecho de interés por si mismo, sin
adjetivarlo ni confundirlo o hacerlo dependiente de otros próximos (territorio,
ecosistema, medio físico...).
-
Se define el paisaje de manera sencilla pero completa, pues se hace referencia a
sus dimensiones objetiva, subjetiva y causal.
-
Se establece que todo el territorio es paisaje: los espacios de gran valor y los
comunes; los rurales, urbanos o periurbanos; los que contienen importantes valores y los
degradados.
3
-
Se plantea la necesidad de superar un entendimiento del paisaje meramente
proteccionista y se señalan como imprescindibles, simultáneamente, actitudes de gestión
y ordenación, además de protección (estos tres principios de acción son expresamente
definidos).
-
Se indica la prioridad de identificar y cualificar los paisajes propios, mediante
los estudios y procesos de participación necesarios.
-
Se propone la inserción del paisaje en los programas educativos, la formación
de especialistas y la sensibilización general de la sociedad.
Cualquier parte (Estado) contratante de la C.E.P. queda lógicamente obligada a
incluir el paisaje, tal como es definido en este acuerdo internacional, en su
ordenamiento jurídico, a desarrollar políticas específicas de paisaje y a definir objetivos
de calidad paisajística para todas y cada una de las partes de su territorio.
Finalmente, puesto que aquí se están abordando las relaciones entre paisaje y
ordenación del territorio, es preciso subrayar que la C.E.P. dedica una especial atención
a esta política. La menciona en numerosas ocasiones y siempre en primer lugar, como
una de las vías de actuación imprescindible para proteger, gestionar y ordenar los
paisajes. Pero esta atención preferente no exime a otras políticas (agricultura, turismo,
medio ambiente, infraestructuras, etc) de tomar en consideración el paisaje pues la
calidad del mismo depende de todos los responsables públicos y agentes sociales cuyas
actuaciones tienen incidencia territorial.
En definitiva, puede decirse que el Consejo de Europa ve en el paisaje un
concepto complejo de interés para gobernar la complejidad del mundo contemporáneo.
Para ello la C.E.P. aporta una definición y unos planteamientos claros, netamente
superadores de las ambigüedades y las insuficiencias que instrumentos normativos
anteriores tenían sobre el paisaje. Su posicionamiento explícito sobre la conveniencia de
relacionar prioritariamente paisaje y ordenación del territorio puede ser una
contribución decisiva para superar la paradoja planteada en el título de este texto.
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2. ¿Qué valores y qué conflictos presentan los paisajes mediterráneos?
Globalmente
considerados,
los
paisajes
mediterráneos
se
caracterizan
inicialmente por su escasa extensión a escala planetaria (GONZALEZ BERNALDEZ,
1992.a); dejando aparte los desiertos cálidos, la combinación de temperaturas altas y
estación seca es muy poco frecuente en el mundo (Europa suroccidental, tierras
centrales de California y Chile, áreas no muy extensas en el suroeste de Suráfrica y
Australia). Los paisajes mediterráneos tienen una explicación esencialmente climática;
los causa una combinación poco presente de rasgos térmicos y pluviométricos, que por
razones geomorfológicas se hace más reducida en el antiguo continente, ya que, en
sentido estricto, aparece en el ámbito restringido de las cuencas vertientes a un mar
interior semicerrado y rodeado de cadenas montañosas cuya altitud modifica las
condiciones climáticas de los espacios más elevados y alejados de la costa.
En este espacio geográfico relativamente reducido, las condiciones ecológicas
mantienen un frágil equilibrio que deviene fácilmente en condiciones de biorhexistasia,
es decir, de retroceso y disminución de los procesos biológicos a partir de las pérdidas
por erosión de los suelos poco desarrollados de colinas y laderas montañosas. A la
escasa extensión se añade, por tanto, una dinámica tendencial de disminución por
evolución hacia situaciones degradadas, que pueden calificarse de subdesérticas. Dicha
fragilidad tiene como contrapartida la aparición de manifestaciones y fenómenos
peculiares de adaptación que potencian la diversidad biológica y determinadas
situaciones que singularizan ambientalmente los espacios mediterráneos; así la emisión
por ciertas plantas de jugos que limitan la transpiración taponando sus poros crea
apreciadas fragancias y da a los atardeceres estivales mediterráneos las más altas
cualidades sensitivas.
Pero, sin duda, el factor que más ha cualificado los paisajes mediterráneos
europeos es la intervención humana, que los ha trabajado minuciosamente durante
largos períodos históricos y ha llegado a convertirlos en canon estético de alcance
universal. En este sentido es preciso referirse, en primer lugar, a la variedad y riqueza de
los sistemas y paisajes agrarios desarrollados. Las distintas combinaciones posibles
entre formas del relieve y modulaciones regionales, comarcales y locales de los rasgos
climáticos básicos cruzadas, en el tiempo de la larga duración, con diferentes culturas
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rurales han dado lugar a una enorme pluralidad de formas de aprovechamientos agrosilvo-pastoriles: campos de secano en distintas disposiciones, huertas, dehesas, laderas
abancaladas, etc.; combinadas con parcelarios de diferentes formas y tamaños
(centuriaciones, longueras, densos ruedos, grandes fundios, etc) con cultivos muy
diversos, pluralizados en una historia repleta de importaciones y de aclimataciones de
especies herbáceas y leñosas, han producido no sólo un variadísimo mosaico de usos del
suelo, sino todo un repertorio de terrazgos y de sistemas agrarios multisecularmente
funcionales vinculados a la subsistencia o al comercio. Como de forma pertinente se ha
señalado (GONZÁLEZ BERNÁDEZ, 1992. b) hasta en los bosques sin apariencia de
intervención humana se encuentran manifestaciones de una actuación selectiva sobre los
árboles más corpulentos o con frutos más apreciados para la alimentación de las
personas o los ganados. La proyección paisajística de este fértil encuentro entre
naturaleza y cultura es, lógicamente, extraordinaria; tanto en cuanto se refiere a las
formas y soluciones materializadas en el terreno, como las técnicas y otros aspectos de
las culturas materiales que las producen (tipos de herramientas utilizadas, modos de
laboreo y pastoreo,...) y también a los rasgos culturales intangibles y a los valores
atribuidos (simbolismos, fiestas, gastronomía, etc.) que necesariamente acompañan a las
exigencias del trabajo, a la producción y a la existencia cotidiana.
A esta variedad de coberturas extensas del suelo hay que añadir los elementos
lineales (vías de comunicación y cursos fluviales, principalmente) y edificados
(construcciones rurales, hábitat diseminado y núcleos de población) que tanto realzan y
distinguen también a los paisajes mediterráneos. Las vías pecuarias , relacionadas con la
trashumancia o desplazamientos ganaderos de base estacional, y los caminos rurales,
claramente vinculados en su densidad y morfología al parcelario y a los usos del suelo,
crean largas marcas y redes geométricas o dendríticas sobre el territorio, trazas que en
muchas ocasiones se hacen más visibles por los setos vegetales que las delimitan y por
los grandes árboles sabiamente plantados para proporcionar sombra junto a
descansaderos y manantiales o, incluso, a lo largo de toda la ruta.
Por su singularidad y valor de contraste formal en los paisajes agrarios y por la
relación íntima con su aprecio que se establece a partir de su función de cobijo, hogar y
lugar de pertenencia, son las edificaciones rurales (diseminada o concentradas en
núcleos más o menos poblados) los elementos que asumen funciones y contenidos más
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complejos en los paisajes mediterráneos. La variedad de materiales utilizados (vegetales
y minerales), la disposición y tratamiento de los elementos construidos, el color de los
paramentos, su organización funcional, la selección de emplazamientos y formas de
acceso, la vegetación o arbolado adyacente, entre otros muchos rasgos propios, otorgan
a estas edificaciones una presencia y significado paisajístico muy superior a su
dimensión espacial.
En el caso de los núcleos de población se agranda todavía más esta alta
significación. La selección de emplazamientos defensivos (en alto o protegidos por los
fosos que crean cursos fluviales, acantilados o estructuras geológicas diversas)
conllevan habitualmente la creación de distancia y la posibilidad de ver y ser vistos
(directamente o mediante emisión de señales), factores clave en su dimensión
paisajística. Además, estas opciones de localización implican con frecuencia escasez de
espacio y, con el paso del tiempo, la densificación y crecimiento en altura de los lugares
poblados, hechos que les proporcionan aún mayor visibilidad y un abrigamiento formal
claramente diferenciador; la utilización simbólica de la arquitectura por el poder (la
torre es un tipo construido como parte del castillo o del palacio y como campanario
religioso) prolonga y culmina habitualmente el carácter conspicuo de los núcleos de
población en los paisajes rurales mediterráneos.
Es imprescindible dedicar también algún comentario a las ciudades en esta
escueta síntesis sobre los valores de los paisajes mediterráneos europeos; empezando
por lo fundamental: en ninguna otra parte del mundo ha alcanzado el fenómeno urbano
tal combinación de presencia, pluralidad y belleza formal. Pequeñas, medianas y
grandes ciudades constituyen sin duda los paisajes mediterráneos más elaborados y
complejos, son también los más vividos (altas tasas de urbanización de la población) y
los que más actitudes de aprecio o rechazo suscitan (recuérdense tanto las atribuciones
semánticas subliminales, opuestas e incluso contradictorias, entre lo rústico y lo urbano,
o entre bucólico y cosmopolita). Las remodelaciones y reelaboraciones de espacios a
veces muy acotados e intensamente utilizados durante largos períodos históricos
(Venecia, por ejemplo, pero también otras muchas ciudades mediterráneas europeas)
han producido morfologías y escenas urbanas muy refinadas (tanto desde el punto de
vista arquitectónico como urbanístico), de gran belleza formal y alto significado
paisajístico, tanto en su aspecto objetivo como por la transmisión que de dichos valores
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hacen las diversas artes (continuando con el ejemplo de Venecia se puede recordar que
las estampas y grabados de esta ciudad recorren el mundo desde los inicios de la
imprenta –ZORZI, 1992 y BUSETTO, 1992- y en la actualidad lo siguen haciendo, al
ser uno de los lugares donde cada año se ruedan mayor número de películas y anuncios
publicitarios).
Por todas estas razones y por otras que aquí apenas se abordan, por ejemplo la
repercusión de las manifestaciones artísticas realizadas en esta parte de Europa y su
influencia en lo que acertadamente se ha llamado artialización del paisaje (A. ROGER,
1997), diferentes tipos de paisajes mediterráneos, pero sobre todo algunos rurales –
huertas, viñedos, dehesas- y otros urbanos –hábitat en emplazamiento prominente,
distintos tipos de jardines, ciudades amuralladas...-, se han convertido en referencias
estéticas que se imitan en otras partes del mundo, tanto próximas como muy alejadas del
Mediterráneo. Obviamente no son los únicos ejemplos de paisajes reproducidos fuera de
contexto, pero si entre los que gozan de semejante prestigio o reconocimiento hubiera
que hacer una clasificación de diversos paisajes, los mediterráneos (como conjuntos ó
muchos de sus elementos constitutivos, edificaciones, jardines, bosquetes, etc.) se
situarían en el primer nivel.
Todos estos valores paisajísticos están siendo comprometidos en la actualidad
por la convergencia de procesos negativos que , si no son corregidos, pueden llegar a
alterarlos de forma irreversible. En una síntesis tan escueta como la anterior, pero
igualmente interesada en destacar los hechos principales, pueden reflejarse varias
dinámicas y causas determinantes.
Resulta obligado mencionar en primer lugar procesos ambientales tan
preocupantes como el cambio climático, el consumo creciente de recursos naturales no
renovables y la contaminación del aire, las aguas y los suelos; se trata de dinámicas
vinculadas principalmente a la utilización de la energía, globales y generalizadas pero
que pueden tener una incidencia particularmente grave en paisajes tan escasos, frágiles
y valiosos como los mediterráneos.
Por su trascendencia funcional y repercusión espacial es preciso referirse, en
segundo lugar, a los cambios tecnológicos y de base económica estructural;
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intensificación en unos lugares y abandono en otros han cambiado radicalmente las
formas de utilización y gestión de la mayoría de los paisajes agrarios, pero esta
dinámica repercute también en numerosas áreas urbanas (residenciales, industriales,
turísticas...), sometidas a brutales alternativas funcionales, muy diferentes a los
principios y criterios largamente vigentes de aprovechar o reutilizar lo existente;
principio inexcusable en una perspectiva de desarrollo sostenible.
En penúltimo lugar, las transformaciones relativas al aumento de la movilización
de bienes y personas acarrean una presencia de infraestructuras en el territorio muy
superior a la de cualquier otra época y una inusitada expansión espacial de los procesos
de urbanización. También son dinámicas ampliamente presentes en otras partes del
Planeta pero que es preciso poner en relación con ámbitos tan relativamente pequeños,
fragmentados y elaborados como los que caracterizan al mediterráneo europeo.
Finalmente no son menos importantes los cambios que se están produciendo en
las mentalidades y comportamientos humanos. Resulta insoslayable la amplitud y
vigencia de pautas globalizadoras que proponen la sustitución de modos de vida, formas
espaciales y hasta simbolismos propios por otros más sincréticos presentados como
universales. Aunque han comenzado a producirse reacciones de muy diferente tipo y
capacidades reales (incluidas las que sintetiza el posibilista término de glocalización)
están por ver las consecuencias reales de estas dinámicas en los diferentes lugares del
mundo, entre ellos los del mediterráneo europeo; incluso contando con su peculiar
fortaleza por su tradición y la alta estima cultural propia.
La confrontación de los valores y procesos tan sumariamente esbozados otorga,
sin embargo, su sentido más literal a la paradoja planteada al inicio de este escrito.
3. ¿Qué cabe esperar de la ordenación del territorio?
La ordenación del territorio es una política relativamente reciente, salvo
excepciones, está insuficientemente implantada en los aparatos administrativos (a nivel
jerárquico y orgánico, en dotación de personal técnico, etc.) y ha sido poco desarrollada.
Se trata de una política transversal (como otras que han surgido para enriquecer una
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administración
de
corte
napoleónico
esencialmente
sectorial),
con
voluntad
coordinadora, que requiere costosos desarrollos instrumentales previos (sistema
estadístico, cartografía, elaboración de planes) y, para su consecuencia o eficacia real,
los plazos medio y largo. En definitiva necesita ideas, importantes recursos, equilibrios
de poder y continuidad o permanencia.
Aunque las dictaduras de distinto signo, ampliamente implantadas en Europa en
la primera mitad del siglo XX, vieron en esta política un instrumento poderoso para
realizar sus delirios (colonizar nuevas tierras, redistribuir a la población, crear nuevas
ciudades, etc.), como llevaban la semilla de su fracaso en la ausencia de libertad, sus
contradictorias experiencias no sirven como antecedentes. Vinculada las democracias
occidentales a la llamada planificación indicativa (Jean Monnet) imprescindible para la
reconstrucción de una Europa postbélica, ha tenido en la práctica un ejercicio muy
desigual; más fértil en Estados de pequeña extensión y alto nivel de desarrollo
(Holanda), o en regímenes federales, al vincularse al ámbito regional (Suiza, Alemania).
El impulso de las instituciones paneuropeas (CEMAT, Carta Europea de Ordenación
del Territorio, Torremolinos, 1983, Principios directores, 2000) y comunitarias
(Estrategia Territorial Europea, 1999) exigiendo la planificación y favoreciendo la
regionalización ha sido decisivo para que esta práctica esté resurgiendo a comienzos del
nuevo siglo.
En España su desarrollo y validez ha sido considerablemente menor que en los
países democráticos que, tras la Segunda Guerra Mundial, se apoyaron en el Plan
Marshall (1947) y en la Constitución de las Comunidades Económicas Europeas (1951
y 1957). Atribuida a las comunidades autónomas por la Constitución Española (art. 148,
1.3ª), se ha hecho un escaso uso de esta competencia (FERIA y otros, 2005) y, salvo
excepciones (País Vasco, Cataluña, Andalucía, aunque en éstos dos últimos casos están
pendiente de consolidar) sus aplicaciones son fragmentarias, de modo que no se produce
la secuencia imprescindible para su efectividad (legislación Æ planificación territorial
regional Æ planificación territorial subregional Æ planificación general municipal);
además, se asiste, en el momento presente, a enfoques muy perjudiciales o, incluso,
claramente pervertidos de esta práctica (impulso de los planes desde el sector privado y
con ausencia de criterios de ordenación públicos; incumplimiento flagrante y
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judialización de los procesos de ordenación; multiplicación de los casos de corrupción
en la planificación y gestión urbanística etc.)
Estas insuficiencias de la ordenación del territorio en España y sus negativas
consecuencias reales (destrucción paisajística, crecimiento urbano desordenado sobre
ámbitos muy extensos, despilfarro de recursos naturales, contaminación creciente,
reaparición de viejos problemas como las insuficiencias en equipamientos sociales y
las continuas retenciones del tráfico rodado) recaen con especial incidencia en el
llamado Arco Mediterráneo (Cambios de ocupación del suelo,2006), es decir, sobre los
territorios y paisajes más escasos, más frágiles y más valiosos. Obviamente la política
de ordenación del territorio no sólo no está sirviendo para lograr los fines que le
atribuyen las normas que la regulan, sino que en muchos casos está favoreciendo a
intereses claramente contrarios a dichos objetivos .
Es preciso compartir, sin embargo, que se trata de una política imprescindible;
en sentido literal, ninguna sociedad puede prescindir de ella. Quizás en esta razón esté el
origen de los problemas que se están produciendo en toda España y de forma
especialmente grave en el Arco Mediterráneo. La secuencia creada en el tiempo, a partir
de los preceptos constitucionales y estaturios, por las actividades de los sucesivos
gobiernos nacionales, la administración general del Estado, las sentencias del Tribunal
Constitucional, los gobiernos regionales y el resto de la administración de justicia,
pueden ser calificadas de inhibidas, poco claras e insuficientes. Ningún poder territorial
puede desentenderse del territorio que le corresponde.
En el actual desgobierno del territorio también caben otras responsabilidades de
carácter no gubernamental, tales como la escasez de aportaciones intelectuales y
científicas, la despreocupación de las instituciones de carácter moral y de solidaridad, la
parva atención de los medios de comunicación y, quizás como consecuencia de todo
ello, el predominio de actitudes y comportamientos sociales pasivos o inconscientes.
Allí donde el territorio es un bien menos abundante (archipiélagos balear y canario)o
dónde se han producido movilizaciones reivindicativas relativas
a espacios muy
cualificados, se están solicitando moratorias de los procesos de transformación más
radicales (urbanizaciones) y la aprobación de instrumentos o mecanismos excepcionales
(ecotasa), aunque todavía con escasas consecuencias operativas.
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En esta perjudicial coyuntura la recuperación de la credibilidad y de la
efectividad social de la ordenación del territorio es, como ya se ha dicho, imprescindible
para evitar el aumento de las negativas repercusiones ambientales, sociales y,
probablemente en poco tiempo, también económicas. En otro escrito reciente (ZOIDO,
2005) he señalado algunas prioridades y posibilidades de actuación en este sentido. La
cuestión que ahora deseo subrayar, y con ella terminar este texto, se refiere al servicio
que la consideración del paisaje puede prestar a dicha recuperación y mejora de la
efectividad de la ordenación del territorio. Sin caer en la ingenuidad ni en la
grandielocuencia estimo que considerar el paisaje en los planes de ordenación territorial
(incluidos los urbanísticos) puede ayudar a dicha finalidad.
En el análisis y la comprensión del territorio, y de los procesos que lo
transforman, la consideración sistemática del paisaje puede aportar un método y unos
conocimientos complementarios a una práctica que todavía adolece de insuficiencias
teóricas y metodológicas (obsérvese la escasez general en toda Europa, de manuales y
tratados de ordenación del territorio).
El paisaje, por su contenido subjetivo indudable (recuérdese la definición de la
Convención de Florencia) y por su más fácil comprensión, al ser generalmente
presentado en tres dimensiones y no sólo planimétricamente, puede facilitar la
implicación personal y social de los procesos de participación pública reglados y
obligatorios para los planes de ordenación.
La inserción de la dimensión paisajística en todas las propuestas que contengan
los instrumentos de ordenación hace posible generar un valor añadido de creatividad y
responsabilidad en el diseño de cualquier propuesta, especialmente en lo que se refiere a
espacios o elementos territoriales muy valiosos (zonas cualificadas como las riberas de
un río, resaltes topográficos, elementos de la cultura agraria considerados patrimoniales
–bancales, acequias, molinos-, grandes, edificios, puentes...).
Si, como se ha dicho, el paisaje es la expresión formal de la cultura territorial de
toda la sociedad, la relación entre modelo cultural y modelo territorial puede hacerse
más explícita y gobernable a partir de su búsqueda expresa, es decir, de la consideración
del paisaje en su más amplio sentido, por los instrumentos de ordenación. Esta actitud
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permite, además, dar mayor viabilidad al propósito de que cada lugar, cada territorio
conserve sus diferencias, los hechos que lo hacen singular, otorgándole base al
desarrollo local e impulsando los valores propios en competencia con ofertas turísticas o
de ocio de otros ámbitos.
Finalmente, relacionar ordenación del territorio y paisaje, con el requisito
imprescindible de la respetabilidad general de esta política, puede representar la
posibilidad de extender a todo el espacio gobernado y a todas las personas que lo
habitan el derecho a vivir en un medio digno; una exigencia que ya en 1948 proclamó la
Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 25) y que ha venido a ratificar y
precisar la Convención Europea del Paisaje.
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14
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