"EL TERREMOTO EN CHILE", Heinrich von Kleist *

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El Clarí-n de Chile
"EL TERREMOTO EN CHILE", Heinrich von Kleist *
autor Traducción libre de Pablo Oyarzún **
2010-03-05 13:42:41
En Santiago, la capital del Reino de Chile, justamente cuando se producÃ-a el gran terremoto del año de 1647, en el
que tantos seres perecieron, estaba atado a una pilastra de la prisión el joven español Jerónimo Rugera, acusado de
un crimen, y tenÃ-a intención de ahorcarse.  Â
Don Enrique Asterón, uno de los nobles más acaudalados de la ciudad, le habÃ-a expulsado de su casa hacÃ-a más o
menos un año, donde estaba empleado como maestro, por haber iniciado con su única hija, doña Josefa, una tierna
connivencia. Â
Después que el viejo señor hubiese amonestado severamente a su hija, una secreta cita que le fuera delatada por el
malicioso celo de su hijo orgulloso, lo indignó de tal manera que por ello mismo encomendó a la joven al monasterio
carmelita de Nuestra Amada Señora del Monte.
    Por una feliz casualidad, Jerónimo habÃ-a podido reanudar la relación, y en una callada noche habÃ-a hecho del
jardÃ-n del convento escenario de su total felicidad. Y fue en la fiesta del Corpus, cuando se iniciaba la procesión de las
monjas, tras de las cuales iban las novicias, que la desdichada Josefa, cuando sonaban las campanas, cayó sobre las
gradas de la Catedral en medio de los dolores de parto.
    Este incidente provocó un escándalo extraordinario; a una prisión se llevó a la joven pecadora, sin consideración
de su estado, y apenas se habÃ-a recuperado, por orden del arzobispo se le instruyó el más riguroso proceso. En la
ciudad se comentó con gran saña este escándalo y las lenguas cayeron tan incisivamente sobre el monasterio donde
se habÃ-a originado, que ni la intercesión de la familia Asterón, ni el deseo de la misma abadesa, que se habÃ-a
encariñado con la joven a causa de su conducta intachable, pudieron suavizar el rigor con que la amenazaba la ley
eclesiástica. Todo lo más que pudo ocurrir fue que la muerte en la hoguera, a la que habÃ-a sido condenada para
escarmiento de damas y doncellas de Santiago, le fuese conmutada por la decapitación.
    Ya se alquilaban las ventanas en las calles por donde iba a pasar el cortejo de la ejecución, ya se retiraban los
tejados de las casas, y las devotas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a presenciar en fraterna compañÃ-a el
espectáculo que le serÃ-a otorgado a la venganza divina.
    Jerónimo, que entre tanto también habÃ-a sido encarcelado, creyó perder el sentido cuando se enteró de este
espantoso giro de las cosas. En vano fraguó [alternativas de] salvación; donde quiera que las alas de los más osados
pensamientos lo llevaran se estrellaba contra los cerrojos y los muros, y el intento de limar los barrotes de su ventana, al
ser descubierto, le costó ser encerrado en un calabozo más estrecho. Se prosternó a los pies de la Santa Madre de
Dios y le rezó con infinito ardor, a ella, la única de quien aún podÃ-a venirle la salvación.
    Pero llegó el temido dÃ-a y, con él surgió en su pecho el convencimiento de la total desesperanza de su situación.
Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al lugar de la ejecución y la desesperación se apoderó de su
alma. La vida le pareció odiosa y resolvió darse muerte colgándose de una cuerda que el azar le habÃ-a dejado.
Estaba, como ya se dijo, sujeto a una pilastra, e intentaba asegurar la cuerda que lo arrancarÃ-a a este valle de lágrimas
de un gancho de hierro que sobresalÃ-a de la cornisa, cuando de repente se hundió la mayor parte de la ciudad con un
crujido como si el firmamento se derrumbara y todo lo que alentaba vida quedó sepultado en las ruinas. Jerónimo
Rugera quedó paralizado de pavor, y lo mismo que si toda su conciencia hubiera sido despedazada, se aferró a la
pilastra en que habÃ-a buscado la muerte para no caer. El suelo se balanceó bajo sus pies, todos los muros de la
prisión se resquebrajaron, el edificio entero se inclinó para desplomarse hacia la calle, y sólo la caÃ-da del edificio de
enfrente, que coincidió con la lenta caÃ-da de aquel, impidió mediante un arco casual su total arrasamiento.
Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecÃ-an querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive
del suelo del edificio hacia el boquete que el choque de ambas casas habÃ-a abierto en la pared delantera de la prisión.
    Apenas estaba afuera cuando un segundo temblor hizo que toda la calle, ya sacudida, se derrumbara por completo.
Sin saber cómo iba a salvarse de este desastre general, se apresuró a huir lejos de los cascotes y viguerÃ-os, mientras
la muerte lo amenazaba desde todos los costados, hacia una de las puertas más cercanas de la ciudad. TodavÃ-a aquÃse derrumbó una casa que disparó los escombros lejos en derredor, y para evitar los escombros huyó hacia una calle
lateral; aquÃ- las llamas ya lamÃ-an desde todas las fachadas, centelleando entre grandes humaredas, y lo empujaron
aterrado a otra calle; pero aquÃ- el rÃ-o Mapocho, salido de su cauce, se desbordó y lo arrastró bramando a una
tercera. YacÃ-a aquÃ- un montón de cadáveres, allá gemÃ-a todavÃ-a una voz bajo las ruinas, acá gritaban las gentes
desde los tejados ardiendo, allÃ- hombres y animales luchaban con las olas, aquÃ- se esforzaba en el rescate un hombre
valeroso; allá habÃ-a otro, pálido como la muerte, y extendÃ-a enmudecido las manos trémulas al cielo. Cuando
Jerónimo alcanzó la puerta [de la ciudad] y pudo subir a una colina en las afueras, cayó desmayado sobre la tierra.
    Habrá estado un cuarto de hora en la más profunda inconciencia, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda
vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Luego se palpó la frente y el pecho, sin saber qué debÃ-a hacer
en tales circunstancias y lo cogió un indecible sentimiento de gozo cuando una brisa de occidente que venÃ-a del mar le
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refrescó su vida recuperada, y su vista se volvió en todas direcciones sobre la floreciente región de Santiago. Sólo las
multitudes desencajadas que se dejaban ver por todas partes acongojaban su corazón; no comprendÃ-a qué los habÃ-a
llevado a él y a los otros allÃ-, y sólo cuando al volverse vio la ciudad hundida detrás de él recordó los terribles
instantes que habÃ-a vivido. Se inclinó tan profundamente que su frente rozó el suelo, para agradecer a Dios su
milagrosa salvación; y al igual que si se aquella única pavorosa impresión que se habÃ-a grabado en su ánimo hubiese
expulsado de allÃ- a todas las anteriores, se echó a llorar de placer, pues aún podÃ-a alegrarse por la hermosa vida
pletórica de coloridas manifestaciones.
    Luego, al advertir un anillo en su mano, recordó de pronto a Josefa, y con ella la prisión, las campanas que habÃ-a
oÃ-do allÃ- y el instante en que se habÃ-a producido el derrumbe de la cárcel. Su pecho volvió a llenarse de melancolÃ-a;
empezó a arrepentirse de su oración y le pareció aterrador el Ser que reinaba sobre las nubes. Se mezcló con el
pueblo, que, ocupándose por doquier de salvar sus propiedades, se precipitaba por las puertas, y con temor se atrevió
a preguntar por la hija de Asterón, y si ya se habÃ-a llevado a cabo su ejecución; pero nadie habÃ-a que pudiese darle
prolija información. Una mujer que llevaba una enorme carga de utensilios, con la cerviz doblada casi hasta tocar la
tierra, y dos niños pendiendo del pecho, le dijo al pasar, como si ella misma lo hubiera visto, que la habÃ-an decapitado.
Jerónimo se volvió; y como, al calcular el tiempo, ya no podÃ-a dudar de su muerte, se internó en un bosque solitario y
se entregó del todo a su dolor. Deseaba que la violencia destructora de la Naturaleza volviera nuevamente a
descargarse sobre él. No entendÃ-a por qué ahora la muerte, que su alma desconsolada tanto buscaba, lo rehuÃ-a en
esos momentos en que le parecÃ-a ser en todo respecto su salvación. Se propuso firmemente no vacilar, aunque los
robles estuviesen desarraigados y las copas a punto de caer sobre él. Entonces, después de haber agotado el llanto, y
como en medio de las lágrimas más ardientes volvió a renacer la esperanza, se levantó y surcó el campo en todas
direcciones. Recorrió cada cima de cada cerro en que se hubiesen reunido las personas; se encontró con ellas por
todos los caminos donde se moviese la corriente de la fuga; allá donde quiera que el viento agitara alguna túnica
femenina, allÃ- lo llevaban sus pies temblorosos; con todo, ninguna coincidÃ-a con la amada hija de Asterón. El sol
declinaba al ocaso y con él, otra vez, sus esperanzas, cuando pisó el borde de un peñasco que le abrÃ-a la vista sobre
un amplio valle al que habÃ-an llegado unas pocas personas. Indeciso de lo que debÃ-a hacer, recorrió los diversos
grupos, y ya estaba a punto de volverse cuando súbitamente vio a una joven mujer ocupada en bañar a un niño en las
ondas de una fuente que regaba el barranco. Y le saltó el corazón al verla: brincó sobre el roquerÃ-o cuesta abajo
lleno de presentimientos, y exclamó: ¡Oh, Madre de Dios, [Virgen] SantÃ-sima!, y reconoció a Josefa, que, al escuchar
el bullicio, se habÃ-a vuelto, temerosa. ¡Con qué felicidad se abrazaron los desdichados, que un milagro del cielo habÃ-a
salvado!
    Josefa iba camino de la muerte y estaba ya muy cerca del sitio de la ejecución, cuando todo el cortejo fue
dispersado por el desmoronamiento estrepitoso de los edificios. Sus primeros pasos despavoridos la condujeron a la
puerta más cercana; pero pronto volvió a sus cabales y se devolvió apresurándose hacia el covento donde habÃ-a
quedado pequeño hijo desamparado. Encontró todo el convento en llamas, y la abadesa, a quien habÃ-a encarecido el
cuidado del crÃ-o en esos que serÃ-an sus últimos momentos, pedÃ-a a gritos ante la puerta una ayuda que lo salvara.
Josefa se abalanzó intrépidamente a través de la humareda que la ahogaba, entrando en el edificio que ya se
derrumbaba por todas partes, y como si todos los ángeles del cielo la protegiesen, pudo salir indemne por el pórtico
con el niño en los brazos. Quiso recibir en sus brazos a la abadesa que se cubrÃ-a la cabeza con sus manos, cuando
ella y casi todas las demás monjas quedaron horriblemente sepultadas bajo una de las fachadas de la casa que se vino
abajo. Josefa se estremeció ante esta espantosa visión; rápidamente cerró los ojos a la abadesa y huyó enteramente
cogida de pánico con el adorado niño, que el cielo le devolvÃ-a para rescatarlo de la perdición.
    HabÃ-a dado unos pocos pasos cuando tropezó con el cadáver aplastado del arzobispo al que recién habÃ-an
extraÃ-do de las ruinas de la catedral. El Palacio del Virrey se habÃ-a hundido, la Audiencia donde le fue dictada
sentencia estaba en llamas, y en el lugar donde se erigÃ-a su casa paterna habÃ-a emergido un lago que hervÃ-a con
vapores rojizos. Josefa reunió todas sus fuerzas para sostenerse. Sofocando el dolor de su pecho, valerosamente
corrió de calle en calle con su botÃ-n en los brazos y ya se acercaba a la puerta [de la ciudad] cuando vio también en
escombros la cárcel en que habÃ-a sollozado Jerónimo. Al ver esto vaciló y estuvo a punto de caer desmayada en una
esquina; pero en ese mismo momento, fortalecida por el pavor, salió ahuyentada por el derrumbe, detrás de ella, de un
edificio que los estremecimientos ya habÃ-an descuajado; besó al niño, se secó las lágrimas y ya sin prestar atención
a los estragos que la rodeaban alcanzó la puerta. Cuando se encontró afuera, pensó que no todos los que hubiesen
habitado un edificio destruido tenÃ-an necesariamente que haber sido destrozados bajo él.
    En la primera encrucijada se detuvo y aguardó por si aparecÃ-a aquel a quien amaba más que a nadie en el mundo
después del pequeño Felipe. Siguió, porque nadie venÃ-a, y crecÃ-a el rumor de las gentes, y nuevamente se volvió, y
nuevamente aguardó; y, derramando muchas lágrimas, se internó en un valle sombreado de pinos para orar por el
alma de quien creÃ-a perdido; y lo encontró aquÃ-, al amado, en el valle, y [halló] bienaventuranza, como si hubiera sido
el valle del Edén.
    Todo esto lo relató llena de emoción a Jerónimo y cuando terminó le acercó el niño para que lo besara.
Jerónimo lo tomó y lo acarició con indecible alegrÃ-a paterna, y como [el niño] se echó a llorar extrañando su rostro,
le acalló la boca con amorosos cariños sin fin. Mientras tanto, habÃ-a caÃ-do la más hermosa de las noches, pletórica
de aromas maravillosamente dulces, con destellos de plata y callada, como sólo pudiera soñarla un poeta. Por todas
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partes, a lo largo del valle, se habÃ-an recostado las personas bajo el resplandor de la luna y preparaban blandas yacijas
de musgo y follaje para descansar de un dÃ-a tan doloroso. Pero como los mÃ-seros seguÃ-an lamentándose, uno por
haber perdido la casa, otro, la mujer y el hijo, y el tercero por haberlo perdido todo, Jerónimo y Josefa se deslizaron
hacia un denso matorral para no afligir a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Encontraron un granado soberbio que
extendÃ-a sus ramas, cargadas de perfumados frutos; y el ruiseñor entonaba en su copa su voluptuosa canción.
Jerónimo se acomodó bajo una rama, Josefa en su regazo, Felipe en el de ella, se sentaron, cubriéndose con la capa,
y descansaron. La sombra del árbol, con sus luces dispersas, se alargaba sobre ellos y la luna ya empalidecÃ-a ante el
arrebol matutino, antes de que se durmiesen. Pues tenÃ-an un infinito que charlar, del convento y las prisiones y de lo
que los dos habÃ-an padecido; ¡y mucho se emocionaron al pensar cuánta desventura habÃ-a tenido que caer sobre el
mundo para que ellos pudiesen ser dichosos!
    Resolvieron que, no bien acabasen los temblores de tierra, irÃ-an a La Concepción, donde Josefa tenÃ-a una fiel
amiga, para luego, con un pequeño préstamo que esperaba recibir de ella, embarcar hacia España, donde vivÃ-an los
familiares maternos de Jerónimo, y concluir allÃ- su dichosa vida. Entonces, entre muchos besos, se durmieron.
    Cuando despertaron, el sol ya estaba alto en el cielo, y advirtieron que cerca de ellos habÃ-a muchas familias
ocupadas en preparar una pequeña merienda matutina junto al fuego. Jerónimo estaba pensando cómo podrÃ-a
procurar también alimento para los suyos, cuando un joven hombre bien vestido, con un niño en los brazos, se acercó
a Josefa y le preguntó con humildad si podrÃ-a darle pecho, aunque fuese una pizca de tiempo, a este pobre regañón,
cuya madre yacÃ-a herida allá bajo los árboles. Josefa quedó un poco confundida, al ver en él a un conocido; pero
como él interpretara mal su desconcierto, prosiguió: es sólo por un momento, doña Josefa, y este niño, desde la hora
en que nos hizo a todos desdichados, no ha probado nada; y ella dijo: «callé por otra razón, don Fernando; en estos
tiempos horribles nadie se niega a compartir lo que posea»; y, dándole su propio hijo al padre, tomó al pequeño y se
lo puso al pecho. Don Fernando quedó muy agradecido por el favor y le preguntó si no querÃ-a unirse con él a ese
grupo, donde ahora mismo se preparaba al fuego un pequeño desayuno. Josefa respondió que aceptaba con gusto el
ofrecimiento, y como Jerónimo nada tenÃ-a que objetar, lo siguió hasta donde estaba su familia, donde fue recibida deÂ
la manera más cordial y cariñosa por las dos cuñadas de don Fernando, que ella conocÃ-a como jóvenes y muy
distinguidas damas.
    Doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacÃ-a en tierra con los pies gravemente heridos, al ver a su niño
demacrado al pecho de Josefa, la atrajo hacia sÃ- muy amistosamente. También don Pedro, su suegro, que estaba
herido en un hombro, le hizo una amable inclinación de cabeza.
    En el pecho de Jerónimo y de Josefa alentaron muchos pensamientos de curiosa Ã-ndole. Al verse tratados con
tanta confianza y bondad no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de la campana; ¿acaso todo
habÃ-a sido sólo un sueño? ParecÃ-a como si todos los ánimos se hubiesen reconciliado después del espantoso golpe
que los habÃ-a sacudido. No podÃ-an ir con el recuerdo más allá de él. Únicamente doña Isabel, que habÃ-a sido invitada
por una amiga la mañana anterior para ver el espectáculo, pero que habÃ-a rechazado la invitación, descansaba
echando a Josefa de cuando en cuando una mirada soñadora; pero la noticia que se dio de algún nuevo y horroroso
infortunio ya le trajo el alma de vuelta al presente del que escasamente habÃ-a huido.
    Se contó cómo la ciudad, inmediatamente después del primer y principal temblor. estaba llena de mujeres, que
habÃ-an sucumbido a la vista de todos los hombres; cómo los monjes, con el crucifijo en la mano, corrÃ-an y gritaban
que habÃ-a llegado el fin del mundo, y cómo un guardia a quien por orden del Virrey le dijeron que evacuara una iglesia,
habÃ-a respondido que ya no habÃ-a Virrey de Chile, y cómo el Virrey, en los momentos más terribles, habÃ-a hecho
erigir patÃ-bulos para contener el pillaje; y cómo un inocente, que habÃ-a escapado a través de la parte posterior de una
casa ardiendo fue atrapado con precipitación por su dueño y al punto ahorcado.
    Doña Elvira, con cuyas heridas estaba muy atareada Josefa, en un momento en que los relatos se entrecruzaban
de la manera más vÃ-vida, aprovechó para preguntarle qué le habÃ-a ocurrido aquel dÃ-a terrible. Y como Josefa, con el
corazón acongojado, le diera las principales señas, se alegró de ver asomarse las lágrimas en los ojos de la dama;
doña Elvira tomó su mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa se imaginó estar entre los
bienaventurados. Un sentimiento que no podÃ-a reprimir le decÃ-a que ese pasado, por muchas desgracias que hubiese
traÃ-do al mundo, era un bien como ningún otro que el cielo le otorgara. Y en medio de estos horrorosos momentos, en
que todos los bienes terrenales de los hombres eran aniquilados y la naturaleza entera amenazaba ser destruida,
verdaderamente parecÃ-a que el espÃ-ritu humano mismo brotara como una hermosa flor. En los campos, hasta donde
llegaba la mirada, veÃ-anse seres humanos de toda condición, prÃ-ncipes y mendigos, damas y campesinas,
funcionarios y jornaleros, monjes y monjas, compadeciéndose unos a otros, prestarse recÃ-proca ayuda, compartiendo
alegremente lo que hubiesen podido rescatar para la conservación de su vida, como si la desgracia general a la que
habÃ-an escapado los hubiese convertido en una [sola] familia.
    En lugar de las conversaciones banales a las que habÃ-a dado material el mundo en las tertulias, se referÃ-an ahora
ejemplos de acciones prodigiosas: hombres a los que poco se habÃ-a estimado en la sociedad habÃ-an mostrado
estatura romana; ejemplos a granel de intrepidez, ejemplos de ufano desprecio el peligro, de abnegación y de divino
sacrificio, de presta inmolación de la vida como si, al igual que el bien que nada vale, pudiera ser recuperada al paso
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siguiente. SÃ-, como no habÃ-a nadie a quien no le hubiese sucedido algo conmovedor en este dÃ-a, o que hubiese
realizado algo generoso, en cada pecho humano se mezclaba el dolor con tanto dulce placer, que no se podÃ-a
asegurar, pensaba ella, si la suma de la ventura general no habÃ-a aumentado tanto de una parte como lo que habÃ-a
perdido de la otra.
    Jerónimo tomó a Josefa del brazo, después que ambos habÃ-an agotado en silencio estas reflexiones y, con
indecible alegrÃ-a, la llevó de un lado a otro bajo la sombreada fronda del bosque de granados. Le dijo que, al ver este
temple de ánimo y el trastorno de todas las circunstancias, renunciaba a su decisión de embarcar para Europa; que se
atreverÃ-a a echarse a los pies del virrey, que siempre se mostró favorable a su caso, si aún estuviese con vida; y que
tenÃ-a la esperanza (y le dio un beso) de permanecer con ella en Chile. Josefa respondió que a ella ya se le habÃ-an
venido parecidos pensamientos; que ya tampoco dudaba que su padre, si aún vivÃ-a, se reconciliarÃ-a con ella; pero que
en lugar de arrodillarse preferÃ-a marchar a La Concepción y que le sugerÃ-a emprender desde allÃ- la reconciliación
con el Virrey por escrito, pues asÃ- en todo caso estarÃ-an cerca del puerto, y, dándose lo mejor, si el asunto tomase el
curso deseado, podrÃ-a regresar fácilmente a Santiago. Después de meditar un poco, Jerónimo aprobó la prudencia de
esta medida, la condujo un poco más en su paseo, imaginando los alegres momentos del futuro, y volvió con ella al
grupo.
    Entre tanto habÃ-a caÃ-do la tarde y los exaltados ánimos de los que habÃ-an escapado apenas se habÃ-an
tranquilizado un poco al ceder los temblores, cuando se divulgó la noticia de que en la iglesia de los Dominicos, la
única que el terremoto no habÃ-a asolado, iba a celebrar una misa el prelado del monasterio para rogar al cielo la
protección de nuevas desgracias.
    El pueblo vino de todas las comarcas a reunirse y se abalanzó en raudales hacia la ciudad. En el grupo de don
Fernando se formuló la pregunta de si no habrÃ-a que tomar parte en esta ceremonia y unirse al cortejo general. Doña
Isabel recordó con cierta zozobra la desgracia que habÃ-a acaecido el dÃ-a anterior en la iglesia; [dijo] que estas
acciones de gracias volverÃ-an a repetirse, y que entonces, cuando el peligro hubiese quedado atrás, podrÃ-an
entregarse con mucha más alegrÃ-a y serenidad a este sentimiento. Josefa, alzándose al punto con entusiasmo,
manifestó que jamás habÃ-a sentido tan vivamente el deseo de hundir el rostro en el polvo ante el Creador, que
demostraba asÃ- su inconcebible y sublime poder. Doña Elvira se sumó con ardor al parecer de Josefa. Insistió en que
se debÃ-a asistir a la misa y llamó a don Fernando para que condujese al grupo, a lo que todos, también doña Isabel,
se levantaron de sus asientos. Pero como ésta viese acometer los pequeños preparativos de la partida con el pecho
anhelante y titubeando, al preguntarle qué le ocurrÃ-a respondió que no sabÃ-a qué desdichado presentimiento tenÃ-a, y
doña Elvira la tranquilizó y le pidió que se quedara con ella y con su padre enfermo. Josefa dijo: entonces, doña
Isabel, tened a bien tomar a este preciado niño, que como veis se encuentra muy a gusto conmigo. De buena gana,
respondió doña Isabel, disponiéndose a tomarlo, pero como éste, al ver lo que le ocurrÃ-a, gritara lastimosamente y de
ningún modo lo aceptaba, dijo Josefa entre sonrisas que ella lo tendrÃ-a consigo, y volvió a besarlo dulcemente. Don
Fernando, que estaba muy complacido con toda la dignidad y gracia de su comportamiento, le ofreció el brazo;
Jerónimo, que cargaba en brazos al pequeño Felipe, llevaba a doña Constanza, y los demás miembros que se
encontraban en el grupo los siguieron; y en este orden marchó la comitiva hacia la ciudad.
    Apenas habÃ-an dado cincuenta pasos cuando a doña Isabel, que entre tanto habÃ-a hablado con vehemencia y en
secreto con doña Elvira, se le escuchó exclamar: ¡Don Fernando!, y apresurarse con paso intranquilo a la comitiva.
Don Fernando se detuvo y se volvió; la esperó sin abandonar a Josefa, y, puesto que ella se mantuvo a cierta
distancia como si le aguardara, le preguntó qué querÃ-a. A esto doña Isabel se acercó, aunque al parecer a disgusto y
le susurró unas palabras al oÃ-do, de suerte que Josefa no pudiese oÃ-rlas. ¿Entonces?, preguntó don Fernando,
¿qué desgracia puede venir de esto? Doña Isabel continuó murmurándole al oÃ-do con rostro turbado. Don Fernando
enrojeció irritado y respondió: ¡está bien! Doña Elvira pareció tranquilizarse; y él siguió llevando a su dama.
    Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos el órgano resonaba con espléndida música y una inmensa
muchedumbre se agitaba en el interior. El gentÃ-o se extendÃ-a ampliamente fuera de los portales hasta la plaza de la
iglesia, y a lo alto de las paredes, de los marcos de los cuadros, colgaban muchachos que, con miradas expectantes,
sostenÃ-a sus gorros en las manos. De todas las lucernas se derramaban brillos, las pilastras proyectaban sombras
misteriosas con la caÃ-da de la tarde, el gran rosetón de cristal de colores resplandecÃ-a en el fondo, como el mismo sol
vespertino que lo alumbraba, y, ahora que callaba el órgano, reinaba el silencio en toda la congregación como si nadie
tuviese voz en su pecho. Nunca se elevó al cielo tal llama de fervor de una catedral cristiana como hoy en la catedral de
los dominicos de Santiago; ¡y ningún pecho despedÃ-a fuego más ardiente que el de Jerónimo y Josefa!
    La ceremonia comenzó con un sermón que dijo desde el púlpito uno de los canónigos más viejos, vestido con los
ornatos festivos. Empezó con alabanza, ponderación y agradecimiento, elevando al cielo sus trémulas manos que el
camisón rodeaba ampliamente, por que todavÃ-a hubiese seres humanos, en esta parte de la tierra en ruinas, que
pudiesen balbucear hacia lo alto, a Dios. Describió lo que lo que habÃ-a ocurrido a la seña del Todopoderoso; el Juicio
Final no podrÃ-a ser más atroz; y como, indicando una grieta que se habÃ-a producido en la catedral, dijese que el
terremoto de ayer no era sino un heraldo de aquel, corrió un estremecimiento por toda la congregación. Después,
llevado por el caudal de la elocuencia del predicador, llegó a la corrupción moral de la ciudad; la fustigó con
atrocidades, como Sodoma y Gomorra no habÃ-an visto; y atribuyó sólo a la infinita indulgencia de Dios que no hubiera
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sido borrada de la faz de la tierra.
    Pero fue igual que si el puñal atravesara el ya desgarrado corazón de nuestros dos desdichados, cuando el
predicador mencionó prolijamente el crimen que se habÃ-a perpetrado en el jardÃ-n del monasterio de las carmelitas;
llamó impÃ-a la protección que habÃ-a recibido del mundo, ¡y en un insidioso giro lleno de imprecaciones encomendó
a los prÃ-ncipes del infierno las almas de los hechores, llamándolos por sus nombres! Doña Constanza, tironeando el
brazo de Jerónimo, dijo: ¡don Fernando! Pero éste respondió con tal energÃ-a y sin embargo tan en secreto como
fuese posible que ambas cosas se combinaran: «Calle usted, señora, ni pestañee siquiera y haga como que le da un
desmayo; luego abandonamos la iglesia». Pero antes de que doña Constanza hubiese podido llevar a cabo esta astuta
medida ingeniada para la salvación se alzó una voz, interrumpiendo estentóreamente el sermón del canónigo:
¡Apartaos, ciudadanos de Santiago, aquÃ- están estos seres impÃ-os! Y cuando otra voz, llena de horror, formando en
torno suyo un vasto cÃ-rculo de espanto, preguntara: ¿dónde?, un tercero encajó ¡aquÃ-!, y, dominado por un santo
horror, agarró a Josefa por los cabellos, tal que hubiese caÃ-do al suelo con el hijo de don Fernando de no ser porque
éste la sostuvo. “¿Estáis dementes?―, exclamó el joven, y tomó a Josefa por el brazo: «soy don Fernando Ormez,
del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis». ¿Don Fernando Ormez?, gritó, enfrentándolo muy de cerca un
zapatero remendón, que habÃ-a trabajado para Josefa y la conocÃ-a por lo menos tan precisamente como a sus
diminutos pies. ¿Quién es el padre de esta criatura?, preguntó, volviéndose con descarada insolencia a la hija de
Asterón. Don Fernando palideció al oÃ-r la pregunta. Ya echaba una mirada recelosa a Jerónimo, ya recorrÃ-a con la
vista a la congregación, por si habÃ-a alguien que lo conociese. Apremiada por la espantable situación, Josefa
exclamó: éste no es mi hijo, maestro Pedrillo, como creéis, y mientras miraba con infinita angustia a don Fernando dijo:
este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, al que todos conocen. El zapatero
preguntó: ¿quién de vosotros, ciudadanos, conoce a este joven? Y varios de los circunstantes repitieron: ¡quien
conozca a Jerónimo Rugera que se adelante! Sucedió que en ese mismo momento el pequeño Juan, asustado por el
tumulto, se desprendió del pecho de Josefa y alargó los brazos hacia don Fernando. Una voz exclamó: ¡él es el
padre!, y otra: ¡es Jerónimo Rugera!, y una tercera: ¡aquÃ- están los sacrÃ-legos! ¡Lapidadlos, lapidadlos!, gritaba toda
la cristiandad reunida en el templo de Jesús. Entonces Jerónimo exclamó: ¡Alto, monstruos! Si buscáis a Jerónimo
Rugera, ¡aquÃ- está! ¡Liberad a ese hombre, que es inocente!
    La turba enfurecida, confundida por la declaración de Jerónimo, se contuvo; varias manos soltaron a don
Fernando; y como en el mismo momento se apresurase un oficial marino de alto rango, y abriéndose paso entre tumulto,
inquiriese: ¡Don Fernando Ormez!, ¿qué os sucede?, éste respondió, ya completamente libre, con heroica sangre
frÃ-a: “Ved, don Alonso, a estos mercenarios! Ya estarÃ-a perdido si este honrado hombre, para calmar a la muchedumbre
frenética, no se hubiese hecho pasar por Jerónimo Rugera. Hacedme la gracia de apresarle junto a esta joven dama
para seguridad de ambos; ¡y también a este miserable―, dijo, agarrando al maestro Pedrillo, “que ha provocado todo el
alboroto!― El zapatero gritó: don Alonso Onoreja, en conciencia os pregunto: ¿acaso esta muchacha no es Josefa
Asterón? Como don Alonso, que conocÃ-a muy bien a Josefa, titubeara en dar la respuesta, y varias voces enardecidas
otra vez por la ira exclamasen: ¡es ella, es ella!, y ¡matadla!, Josefa puso en brazos de don Fernando al pequeño
Felipe, que Jerónimo habÃ-a llevado hasta entonces, junto al pequeño Juan, y dijo: ¡id, Don Fernando, salvad a ambos
niños y dejadnos entregados a nuestro destino!
    Don Fernando tomó a ambos niños, y dijo que preferÃ-a sucumbir antes que ceder y que le ocurriese algo malo a
su compañÃ-a. Después de pedirle la espada al oficial marino, ofreció el brazo a Josefa y ordenó a la otra pareja que
lo siguiese. Y verdaderamente salieron de la iglesia, mientras todos, ante tales disposiciones, les hacÃ-an sitio con
mucho respeto, y se creyeron a salvo. Pero apenas habÃ-an pisado la plaza repleta de gente, cuando una voz gritó
desde la furibunda caterva que los habÃ-a seguido: ¡éste es Jerónimo Rugera, ciudadanos, que yo soy su propio
padre!, y lo echó por tierra al costado de Doña Constanza con un terrible mazazo. ¡Jesús y MarÃ-a!, exclamó Doña
Constanza, y corrió junto a su cuñado; pero ya estallaba el ¡ramera de convento!, con un segundo mazazo, desde otro
lado, que la arrojó sin vida junto a Jerónimo. ¡Monstruo! exclamó un desconocido, ¡ésta era doña Constanza Xares!
¿Por qué nos mintieron?, respondió el zapatero; ¡buscad a la verdadera y matadla! Don Fernando, al ver el cadáver
de doña Constanza, se encendió de ira; sacó y blandió la espada y la descargó sobre el fanático asesino que habÃ-a
causado la atrocidad, que lo habrÃ-a partido en dos si éste no hubiese esquivado el golpe mediante una rápida finta.
Pero como no podÃ-a superar a la multitud que se le abalanzaba, Josefa gritó: ¡adiós, don Fernando, y [salvad a] los
niños!, y [dijo]: ¡Matadme, tigres sedientos de sangre!, y: ¡matadme, tigres sedientos de sangre!, y se arrojó sin
vacilar sobre ellos, para dar fin a la lucha. El maestro Pedrillo la derribó con la maza. Luego, todo salpicado con su
sangre, gritó: ¡enviad al bastardo al infierno!, y acometió nuevamente con insaciable furor homicida.
    Don Fernando, este divino héroe, estaba ahora con la espalda apoyada en la pared de la iglesia; a su izquierda
sostenÃ-a a los niños, a la derecha la espada. De un golpe echó por tierra a uno; un león no se defiende mejor. Siete
perros sanguinarios cayeron muertos ante él, y el mismo prÃ-ncipe de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro
Pedrillo no cejó hasta arrancarle a uno de los niños del pecho cogiéndolo de una pierna, y después de haberlo
cimbrado en cÃ-rculos a lo alto, fue a estamparle contra una pilastra en la esquina de la iglesia. Luego de esto se hizo
silencio y todos se retiraron. Don Fernando, al ver a su pequeño Juan con los sesos derramándose del cráneo levantó
los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor.
    El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolÃ-a su pasividad ante esta
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El Clarí-n de Chile
desgracia, aunque muchas circunstancias lo justificaban; pero don Fernando le dijo que no habÃ-a nada que reprocharle
y le rogó que le ayudase a retirar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche que caÃ-a a casa de Don
Alonso, donde Don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el rostro del pequeño Felipe. Pasó la noche con
Don Alonso y largamente tardó en contarle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la magnitud del infortunio; en
parte, porque estaba enferma y en parte, porque tampoco sabÃ-a cómo juzgarÃ-a su conducta en esta circunstancia;
pero poco después, enterada casualmente por una visita de todo lo acaecido, la excelente dama lloró en silencio su
dolor de madre y una mañana, con el resto de una lágrima brillándole [en los ojos], se le echó al cuello y lo besó. Don
Fernando y doña Elvira tomaron al pequeño como hijo adoptivo; y cuando don Fernando comparaba a Felipe con
Juan, y cómo los habÃ-a logrado, casi le parecÃ-a que debÃ-a alegrarse.
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* Heinrich von Kleist es uno de los escasos escritores del romanticismo que tradujo a la acción el ideario que inspiraba
a los románticos. Su único objetivo, tanto en su vida pública literaria como en la privada, era la búsqueda del Absoluto.
El último testimonio de ello fue precisamente su suicidio compartido con su compañera, a la edad de 34 años, y tras
una cuidada y minuciosa preparación.
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** Pablo Oyarzún Robles, ensayista y traductor, es Profesor de FilosofÃ-a y Estética de la Universidad de Chile y de
MetafÃ-sica de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Decano de la Facultad de Artes de la U. de Ch, con más de
300Â publicaciones
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