ARS ANTIQUA

Anuncio
ARS ANTIQUA
ALFREDO GOMEZ ZUREK
Maese Atilano llegó a la corte dos meses después
de que la cabeza limpiamente cortada de Maese
Guillermo fuera colocada en una carreta junto a su
hermoso tronco y llevada al cementerio de los
ajusticiados no muy lejos de las caballerizas del
castillo. Venía del lejano sur y sonreía bellamente
como si el estuche de un collar de perlas forrado en
piel morena se abriera de repente; además tocaba
el laúd y en la carta de presentación que el
Embajador envió al Señor Canciller alabando sus
virtudes y gracias varias se consignaba que era
capaz, con igual eficacia, de dibujar a la Reina,
embelesarla con los últimos madrigales y
aumentarle infinitamente el placer de escuchar los
trinos del mirlo tempranero. La mirada escrutadora
del Señor Canciller no encontró dificultades. Era
magnífico, de verdad magnífico y sonrió pensando
lo bien que lo estaría pasando el Embajador en
aquellas tierras de leyenda.
Por esos días la Reina estaba bien de músicos.
Retozaba todas las tardes con los más variados
aires de danza y para recuperar el aliento, entre
abanicos y compresas, se hacía cantar melodías
picantes que por serlo (quien lo creyera) no fueron
incluidas años después en las colecciones reales.
43
Huellas 15 Uninorte. Barranquilla
pp. 43 – 44 Diciembre 1985 ISSN 0120-2537
Tal vez por eso no se impresionó mucho con el
fresco mocetón de laúd en bandolera que le señaló
el Señor Canciller una tarde bochornosa. ¡No! -dijo¡Ni un músico más! y adoptó un aire exhausto que
enseguida se transformó en recuperación cuando el
Señor Canciller como quien no dice nada
importante añadió que tal vez convendría a Su
Majestad observar de cerca ciertas complacencias
de la naturaleza y agregó, para borrar cualquier
impresión de excesiva confianza, que Maese
Atilano era, según la fama que le precedía del sur,
un pintor sin mácula. La Reina no varió para nada
el itinerario clásico que seguía a esos
señalamientos y presentaciones. Su lecho que
había estado muy revuelto desde la muerte de
Maese Guillermo, adquirió cierto orden con la
fuerza de una sola presencia. Supo entonces que
hacía rato había perdido las cadencias de las
melodías mañaneras y se llenó de regocijo cuando
al recuperarlas descubrió nuevos y depurados
melismas en el canto de las aves. Evidentemente la
tremenda naturaleza de Maese Atilano amplificaba
las delicias de los amaneceres del mundo.
No era un gesto de impaciencia, no; podía esperar
un rato largo, después de todo la silla era cómoda y
a esa hora casi siempre descansaba mientras algún
acucioso le recordaba asordinadamente un cuento
de Bocaccio; era de callada sospecha, un signo
atribulado de las fatales y exactas premoniciones
que le anunciaban una vez más, como respuesta
cruel a su íntimo deseo, el fracaso renovado en el
carboncillo de Maese Atilano. Después de un
tiempo inconmensurable asediado de silencios la
Reina se levantó. La página de Holanda
permanecía intocada y el carboncillo no se había
movido de la pequeña caja debajo del caballete.
La comprobación no alteró a la Reina; tampoco
Maese Atilano parecía particularmente conmovido.
Una rara calma impropia de su aspecto levantisco y
cierta seguridad en su voz atenorada lo rodearon
cuando declaró que el retrato estaba completo,
perfectamente terminado ... en su mente. No podía
transmitirlo al papel de Holanda, era cierto, porque
ya estaba allí, instalado inamovible en su cerebro;
cualquier intención de cambio era una superchería,
un desacato irreparable, moverlo de donde reinaba
como un gran concepto era fracturarlo en su
imperecedera hermosura. La Reina no corrió al
Salón de los Decretos, prefirió caminar lentamente,
acompañada de una aureola de secular resignación
que parecía matizar los fulgores de la pedrería pero
turbada por los rayos del sol de los venados que se
derramaban por los ventanales del corredor.
Una mañana, después de muchas, íntimas y
mutuas exploraciones, Maese Atilano osó pedirle a
la Reina que fuese su modelo. Aquello no tenía
antecedentes y mientras pensaba en el salto que se
había producido en el orden casi inmutable de sus
deseos, la Reina miró con distraída ansiedad la
blancura fatigada de las sábanas de holán. Por la
tarde, después de la siesta y los refrescos, con los
labios todavía amoratados por la confitura de mora,
decidió sentarse frente al caballete. Alzó la cabeza
embutida en el angosto y largo cuello y puso su
carga de gamuza y pedrería sobre los brazos de la
silla de amplio espaldar. Maese Atilano retiró con
cierto estremecimiento el boceto inconcluso que
Maese Guillermo dejó como razón y fábula de su
decapitación y puso en su lugar una impecable hoja
de papel de Holanda. Entonces, los dedos de la
Reina se crisparon y agarraron con desmesurado
ademán los hermosos globos tallados de la silla,
como si todas las tensiones de su rostro vegetal
hubiesen descendido hasta la punta de sus manos.
La carreta que dejó el tronco (también hermoso) de
Maese Atilano en el cementerio de los ajusticiados
no llevó en esa ocasión la cabeza limpiamente
cortada. El enterrador no hizo preguntas, procedió
como si tal cosa, pues al fin y al cabo su oficio era
cavar y nada más. El día del mercado, el Halconero
Mayor refería a todo el mundo que la cabeza
limpiamente cortada, recogida por un oficial y el
propio verdugo, fue entregada a la Reina quien
ordenó colocarla en el Salón de los Retratos.
44
Descargar