En la casa amarilla, situada a las afueras del pueblo, cercana al río Ambroz, vivía una familia encantadora, formada por: Perico, Celeste y su hija llamada Lluvia. Habían venido huyendo del bullicio de la gran ciudad y se habían instalado en la casa amarilla. Enseguida se integraron en el pueblo, eran muy queridos y respetados por todos, aunque los habitantes, a veces, no entendieran su moderna forma de comportarse. Algo raros..., eso sí que son, estos "folasteros", decían los lugareños entre ellos. Pues, allí, en la casa amarilla, todos sus miembros vivían felices y la más feliz era la niña, ya que se pasaba el día correteando río abajo y río arriba. Por supuesto siempre con la vigilancia, atenta, de su madre Celeste. Pero mira tú... por donde...un mal día llegó la desgracia a la casa amarilla, cuando en una de estas visitas al río, Lluvia desapareció y por más que la buscaron no la encontraron. Parecía que se la había tragado la tierra. Todos los vecinos confiaban en la posibilidad de que apareciese ya que la niña aprendió a nadar prácticamente desde que nació. Su querida mamá la parió en una piscina cuando vivían en la gran ciudad, antes de venir a vivir al pueblo. Su madre que tenía una relación especial con la naturaleza, cuando se enteró de que podía parir dentro del agua, se prestó voluntaria al proyecto pionero de un equipo de ginecólogos, que querían poner en práctica un método moderno de dar a luz dentro del agua, donde, según ellos, el nacimiento del niño era menos traumático y sufría menos en el momento del parto. Ya que, insistían los ginecólogos, los bebes venían de un medio acuoso dentro del útero de la madre, donde habían pasado los nueve meses de gestación. Contaba su madre, que Lluvia nació en una gran piscina al lado del mar, y, allí ..., salió de la tripita de su mamá como un pececillo... escurridizo, como una gotita de lluvia... Por esa razón, sus padres, la llamaron Lluvia. Su padre Perico, siempre comentaba que lo primero que les ofreció Lluvia, a todos los presentes en el momento de su nacimiento, cuando asomó su cabecita, fue una bonita sonrisa y después, en un acto reflejo, se puso a nadar, como un perrino, en dirección a la teta de su progenitora y muy abrazaditas y unidas ambas, todavía, por el cordón umbilical, salieron a la superficie. Así pues, no es de extrañar que a Lluvia le encantara el agua, en cuanto veía un rayo de sol se escapaba al río y se metía en el agua, buceaba y jugaba con los pececillos, las ranas, los renacuajos, los galápagos y, sobretodo, jugaba con las nutrias y con todos los animalillos que vivían en el río. Ayudaba a las nutrias a preparar las presas con los palos que flotaban en las aguas y a quitar el barro que taponaba las entradas a sus cuevas. Las "jaovas"florecidas se agarraban a su cintura y colgaban de su cuerpecito como un hermoso vestido. Las culebrillas de agua se enroscaban en sus muñecas como si fueran brazaletes. Las libélulas se colocaban alrededor de sus cabellos ondulados de color miel y formaban una preciosa corona en su cabecita, que la hacía parecer una hermosa sirenita: La Sirenita del Ambroz. Allí, en las aguas del río, Lluvia, era feliz aunque más, de una vez, una pandilla de niños gamberros llegaban hasta la orilla y se divertían tirándole piedras. Excepto el hijo del vaquero, un niño larguirucho y de cuerpo atlético, muy moreno, de grandes ojos negros y huidizos. Este niño se pasaba el día correteando por el campo en bañador como única prenda de vestir. Y permanecía observándola en la lejanía; como una estatua de bronce, clavada en el secarral de los rastrojos de los campos de trigo que estaban cerca del río; en la zona de la barranquilla. Permanecía allí, en lo alto de la barranquilla mirando como se divertía Lluvia en el agua; a veces se acercaba y se metía en el río, pero a gran distancia de ella. Allí, en el río, tanto la niña como el niño resplandecían por igual: La niña brillaba por la hermosura frágil y delicada de su piel nacarada y el niño brillaba por la hermosura de su cuerpo atlético y de color canela. Ella se daba cuenta de la presencia del chico, pero como era muy pequeña sólo le sonreía y continuaba nadando, y él, se escondía entre las tamujas, nunca le decía nada, solamente la observaba sin quitarle ojo. Cuando los niños gamberrillos le tiraban piedras a Lluvia, el niño les respondía, también, tirándoles piedras y se organizaba una batalla campal en el río y todos los pececillos, ranita y galápagos, asustados, se escondían en lo más profundo del río. Y, Lluvia, un poco acalorada, les gritaba a los chavales: sois una pandilla de atontaooooos..., que no sabéis hacer otra cosa más que molestar... Ellos reían y la llamaban cara de rana y continuaban tirando piedras alrededor de la niña, pero ella se zambullía y buceaba a lo más profundo del río y los chicos no conseguían alcanzarla. Y así, de esa forma inocente y divertida, pasaba Lluvia las tardes metida en en el río. Hasta que llegó ese día fatídico primaveral , cuando Lluvia, como siempre, antes del atardecer, se había acercado a zambullirse en el río. Su madre, que siempre la vigilaba en la distancia, la dejaba que fuera al río porque al parecer no había problemas, las aguas le llegaban a Lluvia por debajo de la rodilla; y en el remanso donde ella jugaba con los renacuajos, no había ningún peligro. Pero cuando la perdió de vista fue inmediatamente corriendo hasta el río, la llamó a gritos y la buscó hasta debajo de las piedras pero la niña no acudió. La buscaron todos los habitantes del pueblo, durante todo el día y toda la noche pero no la encontraron... Le preguntaron al hijo del vaquero si la había visto... Y él les contó una historia poco creíble: Que sí..., que..., la había visto, que vio a Lluvia que estaba jugando en un charco en el río..., jugando con los renacuajos y que de repente los renacuajos se hicieron transparentes y crecieron como gigantes de más de dos metros y cogieron a la sirenita, se sumergieron en el cieno de las aguas y desaparecieron con ella. Nadie quiso creer al hijo del vaquero, según los vecinos del pueblo, era un poco raro y a partir de aquel día se trastornó un poco más. Y se lo llevaron a un sanatorio especial, estuvo allí ingresado un tiempo, hasta que le tuvieron que sacar porque no comía, no bebía y pensaron los médicos que era mejor que estuviera en su casa con el tratamiento médico. Desde entonces todos los niños del pueblo, que eran un poco crueles, le pusieron el mote de "el Loquillo". Nadie, en el pueblo, podía creer que Lluvia se hubiese ahogado... Pero, claro, tampoco se creían la versión del Loquillo y pasaba el tiempo..., y como no aparecía la niña todos los habitantes del pueblo dejaron de buscarla, todos, excepto su madre, que seguía confiando en encontrarla viva algún día. Cada día su madre se acercaba al río y recorría un tramo mirando rincón, por rincón, concienzudamente, con la esperanza de encontrarla, pero no había suerte Lluvia no aparecía ni viva ni muerta. Su madre, cada día, se iba llorando de pena para casa y al día siguiente volvía a realizar la misma operación unos metros más abajo del río. La gente del pueblo decía que la madre se había vuelto loca, pues había abandonado todas sus tareas y se había abandonado físicamente. Se pasaba el día buscando a su niña, a su sirenita, por las riberas del Ámbroz. Celeste se compró una tiendecita de campaña y muchas noches dormía a la orilla del río para estar atenta a todo lo que allí sucedía. Su marido la abandonó, sumándose a las opiniones de los habitantes del pueblo, diciendo que se había vuelto loca. A Celeste le traían al fresco las opiniones de todos e, incluso, la de su marido, ella lo único que quería era encontrar a su preciosa niña, Lluvia. Habían pasado ya ocho años de la desaparición de Lluvia, y un día de estos en los que Celeste había acampado y dormido a la orilla del río, en una zona del río, llamada el Charco el Arenal; a primera hora del día, cuando el sol apenas había salido, la despertó un gran golpe, provocado por un fuerte chapuzón en el agua y seguidamente oyó un gran jolgorio de risas cantarinas, croar de ranas y canto de pajarillos. Celeste abrió con cuidado la cremallera de su tienda; se asomó al río y cual no sería su sorpresa cuando en un recodo del río, al lado de unos grandes canchales donde las aguas corrían y caían cristalinas a una poza muy oscura y profunda, que estaba rodeada por los enormes y fantásmagóricos canchos resbaladizos, vio a una jovencita con una larga cabellera de color de las "jaovas", verde- brillante, y llena de caracolillos blancos y coronando su cabeza una diadema de hermosas e irisadas libélulas que revoloteaban a su alrededor. La joven era de una belleza un tanto extraña y enigmática, tenía, los ojos grandes, verdes y saltones, su boca era pequeña y sus labios eran gruesos y carnosos como la boca de un pez. Cubría su estilizado cuerpo un vestido de "jaovas" verdes llenas de florecillas blancas y amarillas. La sirenita bailaba en medio de las aguas mientras las ranas, los sapos y los pajarillos cantaban alegremente. Los pececillos pequeños, nadaban a su alrededor y limpiaban su piel dándole pequeños mordisquitos. Celeste no quiso salir de la tienda para no asustarla; temía que al verla se asustara y desapareciera, y, allí, escondida en su tienda, detrás de unos tamujales, contemplaba estupefacta la escena. Lógicamente, lo primero que pensó es que esa joven bien podría ser su hija Lluvia, pero su gran espera le había hecho ser muy precavida..., y había aprendido a no ser visceral y a no precipitarse en tomar decisiones. Celeste, sólo tenía una duda y se planteaba: ¿Cómo era posible que hubiera sobrevivido tantos años en el agua? Llegó a la conclusión de que eso ahora le daba igual, lo importante es que estaba ahí, y lo único que le preocupa ahora era descubrir si realmente era su hija. Había una forma de saber si era Lluvia y era ver si tenía una mancha de nacimiento, que era una mancha roja, que parecía un pececillo, en su muslo derecho. Pero, claro, no se le veían las piernas porque estaban metidas en esa poza de aguas oscuras. Paciencia, discreción y guardar el secreto, pensó Celeste, es lo que debo hacer. Este sería su gran secreto..., no se lo diría a nadie... Ya había cogido en el pueblo la fama de loca... Y lo único que podía pasar es que alguien la siguiera, asustara a la joven y desapareciera otra vez. Después de todo el tiempo que llevaba buscándola no iba a permitir que eso sucediera. La joven salía del agua dando piruetas en el aire con sus dos piernas juntas, enredadas en "jaovas" verdes y tallos de enredaderas silvestres, simulando a una enorme cola. Sus piernas parecían soldadas y se habían convertido en una enorme cola de sirenita. Esta imagen desilusionó enormemente a Celeste pues con ese follaje, no habría forma de ver si tenía el antojo en la pierna. Pero..., pensó, paciencia, todo se andará lo importante es que creo..., vamos estoy segura, que he encontrado a mi hija, se volvió a repetir para ella misma dándose ánimos. La sirenita del Ambroz continuaba sumergida en el agua. Dejó de bailar y con la cabeza echada hacia atrás esperaba con la boca abierta, mirando al cielo y al instante aparecieron unas preciosas oropéndolas y unos bonitos y coloridos abejarucos que traían comida en el pico: gusanillos, semillitas, trozos de frutas, ciruelas, manzanas, y toda clase de vegetales y con muchísimo cuidado lo depositaban en la boca de la sirenita. Cuando terminó de comer, dos nutrias le acercaron dos palos largos y con sus atléticos brazos, musculados de tanto nadar, la sirenita se agarró a los dos palos y utilizándolos como muletas se subió a la orilla del río y se echó allí a dormir apoyando su cabeza en un matojo de tomillo florecido. Y con los primeros rayos de sol de la mañana, su cuerpo se calentaba y brillaba como el cuerpo escamado de un bonito pez, perfectamente camuflado entre los aguaperos florecidos, los juncos y el tomillo perfumado. Se quedó profundamente dormida y, Celeste, pudo comprobar que roncaba como su niña, cuando en sus primeros años de vida tenía las vegetaciones muy desarrolladas, y roncaba porque no respiraba bien. En ese instante, pensó Celeste, que podía acercarse a la sirenita para ver si podía encontrar la manchita en la pierna derecha. Se acercó a ella, acarició, tímidamente, su carita fría y sus cabellos verdes llenos de extraños caracolillos blancos, que ella nunca había visto por esa parte del río, ni por ninguna otra parte. La sirenita dormía profundamente y Celeste con mucho cuidado intentó separar las "jaovas" verdes de la pierna derecha, pero allí había un entramado de tallos y de hojas y era imposible moverlos sin despertar a la sirenita. De repente entre unos palos, que flotaban en el agua, asomaron sus cabecitas unas preciosas y brillantes nutrias, se acercaron a la sirenita y tirando de la cola la introdujeron en el agua. Celeste no trató de retenerla, pensó... paciencia, sólo la paciencia me hará recuperar a mi niña. Se escondió detrás del matorral y pudo ver como se despertaba la sirenita con cara de sorpresa y buceando se metía nadando por un agujero de una gran cancho que había en el Charco el Arenal. Un golpe seco y fuerte con un palo en un canchal asustó a Celeste; miró hacia atrás y vio al hijo del vaquero, un joven al que apodabn en el pueblo "el Loquillo". Al que se le veía a menudo, subido a pelo, en su caballo negro, recorriendo los campos y galopando sin parar día y noche. Se acercó a ella y comenzó a gesticular con los brazos y a mover sus labios emitiendo unos sonidos guturales ininteligibles. -¡Hola, hijo!: sigo aquí buscando por las aguas a mi hija Lluvia. Ya veo, que tú... estas muy bien y sigues recorriendo los campos montado en tu caballo. El chico no le dijo nada, entre otras cosas porque nunca había conseguido emitir una palabra que se entendiera desde que desapareció Lluvia. El Loquilo, subido en un enorme cancho, dio dos golpes con su vara larga y se marchó montado en su caballo negro zahíno, a pelo y al galope y desapareció entre las encinas. En esta parte del río, en el Charco del Arenal, el río discurría entre la dehesa de encinares y carrascas. Celeste escuchó el sonido que habían provocado los golpes de la vara en el canchal y le pareció oír un sonido a hueco, como que retumbaba..., pero no dijo nada. Cuando se marchó el Loquillo, Celeste, cogió una piedra y dio unos golpecitos en la gran roca y pudo comprobar que, realmente, sonaba a hueco. Encima de la supuesta cueva, al lado del canchal había una enorme encina con el tronco hueco, Celeste trepó por ella y se asomó por el agujero y pudo ver, con los rayos de sol que entraban por el agujero de la encina, que el suelo estaba lleno de arenas blancas, valvas gigantes de mejillones y caracolillos blancos. Se bajó de la encina, llena de dudas y de esperanzas y pensó que ya había tenido bastante por hoy..., tenía que tranquilizarse y tomar distancias para no meter la pata. Se marchó al pueblo cavilando con una idea que le iba rondando por la cabeza. Cuando llegó al pueblo se fue directa a la tienda de las golosinas y compró lágrimas violetas, que eran las golosinas preferidas de su hija cuando era pequeña. Y al día siguiente mucho antes de que amaneciera guardó en su mochila las lágrimas violetas y se marchó al charco del arenal con la esperanza de volver a ver la escena del día anterior. Llegó a la zona, se metió en la tiendecita de campaña, detrás del matorral y en pocos minutos la alertaron los cantos armoniosos de pajarillos, de las ranas y una fuerte sacudida en las aguas. Inmediatamente apareció en la superficie de las aguas la sirenita, hizo su ritual de baile en las aguas; los pececines mordisquearon su piel y las oropéndolas y los abejarucos, traían comida en sus picos y la depositaban en su boca abierta. Los movimientos de su boca simulaban a los movimientos de la boca de los peces que nadaban a su alrededor. Después de comer y de jugar un rato en el agua, las brillantes nutrias le trajeron los dos palos y ella los utilizó como pértigas, se subió a la orilla y apoyó su cabellera verde, llena de caracolillos blancos, en una mata florecida de tomillo perfumado. Tapó su cara con los pétalos morados y suaves del tomillo y con los rayos de sol calentando, tibiamente, su cuerpo verdoso se quedó profundamente dormida. Quedando su cuerpo perfectamente camuflado entre el matorral. Mientras tanto las nutrias hacían guardia detrás de unos troncos que flotaban en el río, justo, al lado del extremo de la cola de la sirenita. Celeste se acercó con cuidado y volvió a acariciar a la niña, besó su frente y abrió su manita verdosa y fría y depositó en ella las lágrimas violetas. No intentó buscar el antojo en su pierna pues una nutria no la perdía de vista. Celeste se escondió, y cuando la sirenita despertó miró sus manos y cogió una lagrimita violeta, la miró y la remiró, e instintivamente se la metió en la boca, y chupó con ganas el rico caramelo. Después, la sirenita, cogió un manojo de tomillo y se lo acercó a su cuello y comenzó a olisquearlo como un animalillo salvaje. Se lo ató al cuello y una bandada de mariposinas blancas se acercaron a su cara y la "tupieron" a besos. Se zambullió en el agua y se metió en la cueva después de reír, saltar y brincar con sus amigos los peces, las ranas, las nutrias, las oropéndolas, los abejarucos, los colorines, los pardales y las libélulas. Celeste se quedó triste cuando desapareció la sirenita, pero enseguida le vino un flash a su mente, al recordar el gesto de la sirenita olisqueando el tomillo, y recordó..., que la colonia que ella usaba cuando su preciosa niña estaba con ella, era una colonia de esencia de cantueso que compraba en un herbolario. Pasó allí todo el día pero la sirenita no salió más veces. Decidió, Celeste, marcharse a su casa y buscar la colonia que no había vuelto a ponerse desde que desapareció su hijita. Buscó la colonia y un pañuelo blanco que a Lluvia le gustaba tener entre las manos mientras dormía. Lo perfumó y lo guardó en su pecho. Antes de que amaneciera Celeste se marchó con el pañuelo guardado en su pecho y otro puñado de lágrimas violetas, guardadas, en su bolsillo. Caminaba por la orilla del río, saltando alambradas y abriendo porteras hasta llegar al Charco del Arenal. Esa zona del río era totalmente diferente a toda la ribera del río, estaba llena de canchos horadados por el agua, simulando formas y figuras extrañas y oscuras que brillaban con el paso del agua. Justo en la zona donde se aparecía la sirenita había dos enormes canchos en forma de tronos, eran como dos grandes asientos que el agua había esculpido para ser ocupados por algún personaje importante. El acceso a esta parte del río era un poco complicado ya que las enormes tamujas con sus pinchos hacían un poco difícil el paso, pero Celeste estaba ya acostumbrada a pasar entre las grandes tamujas pues llevaba mucho tiempo fundiéndose con la naturaleza, intentando encontrar un resquicio que le diera una pista para encontrar a su hija. Montó su tienda detrás del matorral sin hacer ruido y se escondió con la esperanza de volver a ver aparecer a la sirenita del Ámbroz. Cuando salieron los primeros rayos de sol, sucedió lo que venía pasando los días anteriores, después de un gran golpe en las aguas, salió la sirenita e hizo el ritual que solía hacer y a continuación se colocó en la orilla del río a dormir calentita con los primeros rayos del sol saliente y, como hacía habitualmente, colocó su cabeza en su almohada de flores moradas del tomillo "florecio". Celeste esperó a que estuviera profundamente dormida y cuando oyó los ronquidos de la sirenita se acercó a ella e intentó de nuevo buscar el antojo del pececillo rojo en la pierna, pero era imposible, las enredaderas se habían entrecruzado de tal forma que habían tejido una trama tan fuerte que era imposible separar. Celeste, pensó en cortar la trama con unas tijeras, pero la detuvo el pensamiento de que si al meterse en el agua se le deshacía el entramado la sirenita perdería su cola y podría ahogarse en las aguas. Con mucho cuidado limpió su cara verdosa con una toallita y vio que se parecía mucho a ella cuando era joven. Puso las lágrimas en su mano y le colocó en el cuello su pañuelo perfumado con la colonia de esencia de cantueso. Las nutrias que vieron el treje maneje de Celeste, rápidamente tiraron de la cola de la sirenita y la introdujeron en el agua. La sirenita se despertó con el chapuzón, abrió el puño y se metió en la boca una lágrima violeta. Se tocó en el cuello y encontró el pañuelo y se puso a olisquearlo como un animalillo salvaje, y empezó a dar saltos de alegría sin separar el pañuelo de su nariz. Unos jilgueros emitieron un canto y la sirenita se zambullió en el agua y se metió en la cueva. Celeste estaba contentísima, ya casi estaba segura de que esa joven era su hija Lluvia, la reacción que había tenido al oler el pañuelo perfumado le daba a entender que había recordado el perfume de su infancia. Pero todavía no podía hacer nada, ni precipitarse, debía, de alguna manera, ganarse la confianza de la sirenita; no podía sorprenderla; había que estudiar la forma de conseguir que al acercarse a ella, que no huyera. Lo primero que tenía que hacer..., pensó Celeste, era ganarse la confianza de las nutrias guardianas. No sabía de qué manera..., ella había leído que las nutrias eran unos animalillos muy gregarios y sociables y era posible que hubiesen adoptado a Lluvia cuando, pequeña e indefensa, se perdió en el río . Así pues, en lugar de enfrentarse a ellas debería ganárselas y tenía que demostrarles que ella les estaba muy agradecida por haber cuidado de su hijita. Se le ocurrió ayudarlas a recoger troncos y ramas del río para construir las presas. Así que..., se metió en el río y, allí, donde las nutrias tenían una represa incipiente empezó a llevar troncos y les hizo una represa en toda regla. Las nutrias la miraban con cara de sorpresa escondidas entre la hojarasca flanqueando la entrada de la cueva. Cuando terminó se quedó allí parada mirando la entrada de la cueva y se le ocurrió la idea de ofrecerles comida. Salió del agua y cogió pescados, moluscos y crustáceos que había traído de casa y se volvió a meter en el río. E iba poniendo los alimentos en las hojas que iban flotando en el río y con mucha delicadeza, les acercaba a las nutrias las hojas con los manjares. Ellas, esquivas, asomaban sus hoziquillos y olisqueaban, pero no se atrevían a salir, hasta que una pequeñita se acercó a Celeste y cogió una pieza, se la comió y los demás se fueron acercando poco a poco y se dieron un buen festín. Finalmente se acercaron a Celeste y olisqueaban y acariciaban su cuerpo con su cola. Comenzaron a llegar al río las libélulas y se posaron en sus cabellos dorados, formando una preciosa diadema. Y las mariposinas blancas, como hacían todos los días con la sirenita, la "tupieron" a besos. Celeste estaba feliz con el espectáculo, eso indicaba que los animales de alguna forma, quizás instintivamente, ya la habían relacionado con la sirenita. Entonces intentó acercarse a la boca de la cueva para ver si podía entrar, pero... la entrada estaba tapada por una enorme verja, que ella antes no había visto. Se acercó un poco más y dió un salto tremendo hacia atrás, cuando comprobó que los barrotes de la verja eran unas enormes culebras de agua. Salió corriendo del agua y muy asustada se metió en la tienda y se puso a llorar desconsoladamente y una mariposina blanca enjugaba sus lágrimas con sus sedosas alitas. Y, como queriéndo decirle algo importante..., la mariposina blanca, entraba y salía por una rendija de la tienda. Celeste salió de la tienda y siguió a la mariposina blanca; si ella se paraba la mariposina se detenía; si andaba la mariposina continuaba volando, a ras del suelo, o cerca de sus cabellos, siempre a su lado. Se detuvo cuando llegó a una pradera donde estaban descansando unas enormes y "parramplonas" vacas lecheras. La mariposina se posaba en las ubres de la vaca y seguidamente revoloteaba cerca de las manos de Celeste y a continuación, volvía a posarse en las ubres de la vaca. Celeste, de repente, se dió cuenta de que la mariposina, de nuevo, le estaba mandando un mensaje... Y recordó que de pequeña su madre le contaba un cuento... que decía que a las culebras les gustaba mucho, mucho... la leche y que eran muy golosas... Les llevaría leche a las culebras guardianas de la cueva y se haría amiga de ellas y así la dejarían pasar. Ordeñó a una vaca y en una cantimplora llevó la leche al río. Se metió en el agua y se acercó a la entrada de la cueva y, allí..., flanqueando la puerta, seguían las estiradas y enormes culebras, como grandes barrotes de hierro, cerrando la entrada y mirándolas con cara de malas pulgas. Cogió, Celeste, un corcho, en forma de cuenco, que flotaba por el río; lo llenó de leche y se lo ofreció a las culebras, y las culebras que son muy golosas se fueron acercando al cuenco y sorbían la leche con gran avidez. Celeste se quedó tiesa cuando las culebras comenzaron a acercarse a ella y rozaban su frío cuerpo con el suyo. Pero entendió que era un gesto o una señal de agradecimiento. Ella que le tenía pánico a las culebras, estaba tensa, no se movió, pero las culebras se relajaron y se alejaron de la entrada de la cueva. Se sumergió en el agua y buceando encontró la oscura entrada, pasó y a pocos metros, vió una luz, que entraba desde lo alto, e iluminaba la cueva. Sofocada por la gran tensión que había sufrido hizo unas respiraciones profundas y comenzó a caminar a gatas por una rampa resbaladiza, como un tobogán natural que había en el interior, con el fin de llegar hasta donde estuviera la sirenita. Cuando llevaba caminando unos cincuenta metros se encontró de narices con un lago subterráneo precioso con unas aguas cristalinas y arenas blancas. Y a la orilla del agua del "laguino" había un mejillón gigante en cuyas valvas había arena blanquísima y, allí, dormida, estaba la sirenita del Ambroz. Celeste no la despertó, sino que se echó en una de las valvas, al lado de la sirenita, y mirándola con amor y agarrándola de la mano se quedó profundamente dormida. Cuando se despertó tenía encima de ella a la sirenita, olisqueándola y abrazándola, como un animalillo salvaje. Celeste se quedó inmóvil e inmediatamente empezó a corresponder con sus caricias. Risas y lágrimas corrían por sus caras y besos y abrazos envolvían a madre e hija. Celeste se puso de pie y la sirenita tocaba sus piernas y señalaba con sus dedos su enorme cola tejida con tallos de enredaderas. Intentaba hablar pero no le salían las palabras y lo único que hacía, con gesto nervioso, era señalar hacia el techo de la cueva. Celeste sacó un machete que llevaba a la cintura y comenzó a cortar el entramado, la sirenita miraba con paciencia lo que hacía Celeste. Era una labor inmensa el cortar todos lo tallos y raíces que llevaban allí en sus piernas ocho años. Comenzó a cortar el entramado por la pierna derecha y apareció una piel verdosa y ensapada que se fue estirando al contacto con el aire. Celeste limpió con toallitas la piel y de repente apareció el pececito rojo. Se lo enseñó a la sirenita y, ella, se bajó su pantalón y le enseñó el mismo pececillo rojo que tenía en su pierna derecha. La sirenita del Ambroz le sonrió y estiró sus brazos hacia Celeste y se abrazaron. Por fin había encontrado a su querida hija Lluvia. Estuvo todo el día quitándole la cola y cuando acabó separó sus piernas con mucho cuidado. Estaban un poco débiles para caminar pero musculadas por el ejercicio que hacía en el agua cuando nadaba. Pasaron dos días en la cueva, Celeste agarraba a su hija de los brazos y la ayudaba a caminar y poco a poco Lluvia comenzó a caminar sola. Cada día, cuando salían los primeros rayos de sol salían las dos de la cueva deslizándose por el tobogán y después jugar con las nutrias, ranas, peces, y galápagos y de desayunar con los alimentos que le traían los abejarucos y las oropéndolas, subían a tierra a tomar el sol. Celeste hablaba a su hija y Lluvia muy atenta repetía todas las palabras. Llegó el día en que Lluvia ya caminaba sin dificultad y que debían abandonar la cueva y marcharse al pueblo, y cuando iban a despedirse de todos los animalitos, protectores de Lluvia, que vivían en el río, se oyeron tres golpes secos en el techo del canchal. La sirenita se puso muy nerviosa y se abrazó a su madre. Celeste no comprendía el comportamiento de su hija y por más que le preguntaba, qué era lo que le pasaba, la sirenita, no lograba articular palabra. De pronto se oyó una voz fuerte y ronca y, con palabras enredadas, dijo: -No pensará... que se va a llevar de la cueva a mi sirenita. -¿Quién eres?-dijo Celeste, sobresaltada-Soy yoooo...,¡ Míreme bien! ¿Es que no me reconoce...? -Nooo..., no te reconozco..., con toda la cara embarrada..., me has dado un susto de muerte... -Yo soy el hijo del vaquero, el Loquillo, como me llaman en el pueblo. -¿Pero qué haces tú aquí? ¿Es que tú sabías que estaba aquí mi niña? -Señora llevo cuidando de ella durante ocho largos años y no voy a permitir que se lleve a mi sirenita. -¿Qué hubiera sido de ella, si yo no me hubiera ocupado de atenderla? - No entiendo nada... ¡Anda hijo!, déjanos salir..., me ha costado tanto sufrimiento encontrarla... -No puedo dejar que se marche, ellos, los renacuajos gigantes, si se la lleva se enfadaran mucho... Vendrán a por mí y lo pagaran con todo el pueblo si la dejo marchar. -¿Pero quienes son ellos? -Ellos, como ya le he dicho son unos renacuajos gigantes..., que vienen al río siempre que cambia la luna. Le colocan en la cabeza de la sirenita los caracolillos blancos y a través de ellos le sacan toda su energía. Es como si la exprimieran..., al colocarle los extraños caracolillos blancos en su frente y en sus cabellos, ella comienza a palidecer hasta perder el conocimiento. A continuación ellos arrancan los caracolillos y se los ponen en sus cabezotas y comienzan a hincharse y a estirarse. Parece ser que de esa forma ellos absorben la energía que los caracolillos blancos le han chupado a la sirenita. ¿Alguna vez ha visto usted por estas tierras esos caracolillos de ese color, blanco titánio...? -¿ A qué no? ¿Y..., sabe lo que le ocurre después a la sirenita...? Pues..., que cuando se marchan la dejan en la cueva, inconsciete y casi sin aliento. Entonces yo tomo aire y le hago la respiración artificial y poco a poco va recuperando la energía y el oxigeno que le han robado. Además le traigo alimentos a menudo, pero ella no me reconoce, los hombres renacuajos la dejan sin memoria. Ya sé que nadie me cree y que no me creyeron cuando de niña desapareció... También sé que todos dicen que estoy loco, pero no es cierto yo no estoy loco, yo los he visto y puedo saber cuando van venir. Ellos salen del fondo de la poza del río y cuando lo hacen huele toda la zona a un fuerte olor a cieno que es insoportable. Sus grandes cabezas de renacuajos son transparentes y brillan como una enorme luz blanca cuando empiezan a salir del cieno. Sus cuerpos gigantes y transparentes dejan ver el interior de sus organos. -Muy bien, hijo, yo quiero creerte, y aunque me parece todo muy raro, yo voy a creerte... Pero ¿por qué no nos marchamos todos ahora que no están ellos?, le dice Celeste al loquillo, intentando no enfadarle. De repente el loquillo mira las piernas de la Sirenita y grita: -¿Qué has hecho con su preciosa cola, me ha costado mucho tejerla para que ahora tu te la hayas cargado? -No te das cuenta..., que si no hubiera sido por la cola no hubiese sobrevivido en el río. -Pero ya no va a vivir más en el cueva, ni en el río me la llevo a nuestra casa. -Todavía no te has enterado que ellos cuando vengan y no la vean la buscaran por todas partes... Ella es su fuente de oxigenación para poder vivir en las profundidades... Debo de reconocer que eres una mujer fuerte y valiente..., y sobretodo muy inteligente... He observado como has conseguido ganarte la confianza de los animales guardianes de la sirenita, cosa que yo no he conseguido en todos estos años, pero a mí no me vas a manipular tan facilmente como a ellos... -¡Déjanos salir de la cueva por dios! No sabes lo que he deseado que llegara este momento; yo te daré lo que me pidas. No quiero nada sólo quiero a la sirenita para mi solo, tú..., si quieres puedes marcharte de la cueva a tu casa..., y si quieres que a tu hija no le pase nada procura no decir lo que aquí ocurre. Celeste, volvió a recurrir a su paciencia y experiencia para no desesperarse. Lo importante era que había encontrado a su hija. Procuraría no dejarla sola ni un sólo momento. Tenía que encontrar la forma de deshacerse del Loquillo. Él, y sólo él, la ha tenido secuestrada todos estos años y todo ese invento de los hombres renacuajos es producto de su imaginación y de su locura. -Puedes venirte a vivir a mi casa y seguir siendo amigo de mi hija- le dijo Celeste. -Señora, sigue sin entender que la existencia de los hombre renacuajos es una realidad y que bajo ningún concepto podemos sacarla de la cueva... A Celeste no le quedaba más remedio que ganarse la confianza del "loquillo" y luego estudiar un plan para salir de la cueva con su hija. El loquillo volvió a atar las piernas de Lluvia con lianas y enredaderas, pero su madre cuando él se marchaba a vagar con el caballo por las praderas, le quitaba las cuerdas y caminaban dentro de la cuevas largo rato para fortalecer las piernas. Celeste como no tenía la forma de engañar al loquillo, pensó en todos los animales que tanto cariño le tenían a Lluvia. Pensó en meter a todos los animales en la cueva, para meterlos debería poner grandes montones de comida: pescado, moluscos, crustáceos, frutos secos y baldes de leche por toda la cueva. Esperó pacientemente, y uno de esos día que el Loquillo salió a recorrer el valle en su caballo, y regresó muy cansado, el joven entró en la cueva deslizándose por el agujero de la encina y se echó a dormir dentro de las valvas gigantes, quedándose profundamente dormido al instante. Entonces Celeste fue poniendo montoncitos de moluscos, crustáceos, frutos secos y leche por toda la cueva. Donde más concentró la comida fue alrededor de la valva de mejillón donde él dormía. Cuando se despertó el Loquillo y quiso salir del lecho, no pudo, ya que le rodeaban grandes lagartos, enormes nutrias, topos, ratas de agua y gigantescas serpientes..., y no le dejaban moverse de allí. Los animales le veían como un impostor y le plantaban cara pues no reconocían su olor. Mientras tanto Celeste y Lluvia ya hacía mucho rato que habían abandonado la cueva. Se montaron en el caballo del Loquillo y se dirigieron al pueblo directamente al cuartel de la guardia civil. El loquillo permanecía allí, asustado e inmóvil, en la cueva rodeado de todos los animales amenazantes. Celeste y lluvia cuando llegaron al pueblo, era la hora de la siesta y no se veía ni un alma por las calles. Hacía un calor sofocante, a Lluvia, que estaba acostumbrada a un ambiente húmedo, le costaba respirar y su piel comenzó a tensarse para luego agrietarse. Cuando llegó Celeste al cuartel de la guardia civil para denunciar al "Loquillo" y contarle toda la historia al sargento Manuel. Lluvia sufrió un mareó y el mismo sargento, impresionado por lo que le había contado Celeste, llamó al médico e inmediatamente se personó allí. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y la gente escuchaba y callaba, con caras de preocupación y miraban a la sirenita con asombro. Se hizo tarde y Celeste no pudo acompañar a la guardia civil a la cueva para detener al Loquillo, su hija debía descansar y ella no iba a dejarla sola ni un solo instante. Les dió indicaciones de dónde estaba la cueva: en la gran poza del Charco el Arenal, justo donde el agua ha esculpidos dos grandes asientos que parecen dos tronos, les dijo. Pueden acceder al interior por el hueco del tronco de una enorme encina que está al lado de un canchal. El sargento dijo que sabía donde estaba esa zona que no se preocupara que lo encontraría y detendría al Loquillo. Celeste se marchó a su casa, metió a su hija en la bañera y Lluvia empezó a recuperarse poco a poco. Le preparó una exquisita cena y esa noche antes de irse a la cama cerró todas las contraventanas y portones de gran casa amarilla y se fueron a dormir las dos juntas. Lluvia no dejaba de besuquear a su madre y de sonreír al ir reconociendo todos los juguetes de su infancia. A la mañana siguiente había una cola de vecinos curiosos a la puerta de la casa amarilla que querían ver a Lluvia. Celeste salió a la calle con su hija y los vecinos la miraban y cuchicheaban: Está verdosa como un renacuajoooo... El alcalde se acercó a Celeste y le dijo: me he acercado al cuartel de la guardia civil y allí no hay nadie, todavía deben de estar rastreando el lugar porque no han venido. ¡A, ver..., hija! - dijo el alcalde-: ¿ Cuéntame a mí lo que ha ocurrido allí? Celeste entró con el anciano alcalde en su casa y comenzó a contarle la historia que el Loquillo le había relatado de los hombres renacuajos. El alcalde se quedó pensativo y le dijo a Celeste: No es la primera vez que oigo hablar de ese tipo de fenómeno, pero hija no te preocupes..., no son más que cuentos chinos. Por ejemplo..., hay una leyenda, que se conoce en el pueblo de toda la vida, donde cuentan que una moza del pueblo que se quedó lavando en el río hasta el anochecer, desapareció misteriosamente cuando unos gigantes translúcidos con cabezas de renacuajos salieron de los lodos del río. Es posible que el Loquillo haya oído algo de esto y se haya montado su propia película. Pero son leyendas y no hay que hacer caso de esas bobadas... Ya sabes que él no anda muy bien de la cabeza y será una alucinación más de las suyas. Al rato apareció la guardia civil trayendo esposado al loquillo, que rugía y les insultaba como un animal y les amenazaba con quitarse la vida si le encerraban en el calabozo. Y gritaba: no he sido yooo..., han sido los hombres renacuajos..., yo quiero a mi sirenitaaa..., yo la he cuidado..., por eso ha sobrevivido... Al Loquillo se lo llevaron del pueblo atado con una camisa de fuerza y lo encerraron en un sanatorio y en mucho tiempo no volvió al pueblo. Poco a poco Celeste y Lluvia fueron haciendo vida normal y siempre iban las dos juntas a bañarse al río. Convinieron los padres, de forma provisional, Celeste y Perico, que Lluvia se fuera a recibir tratamiento psicológico y a pasar una temporada a la gran ciudad. Celeste no le perdonó a su marido que la abandonara cuando más le necesitaba y aunque nunca quiso que su hija rompiera la relación con su padre, ella no quiso volver con él y se quedó en el pueblo viviendo en la casa amarilla y viviendo de la venta de los cultivos ecológicos que ella misma cultivaba, elaboraba y conservaba para luego venderlos a tiendas especiales. El tiempo pasaba lentamente y llegó el verano..., y una noche que Celeste no podía dormir por el calor, salió al porche de la casa y se quedó parada detrás de las cortinas cuando oyó voces, y pudo distinguir que eran el alcalde del pueblo, el sargento Manuel y otros vecinos que ella conocía. Allí, escondida, pudo ver como los vecinos del pueblo se acercaban al río, e iban camino del Charco del Arenal. A Celeste le pudo la curiosidad, no se explicaba donde podían ir a esas horas. Decidió seguirles. La noche era muy clara y luminosa, había luna llena. Les seguía a distancia. Ella conocía muy bien el terreno por sus numerosas visitas hechas a la zona, cuando buscaba a su hija. Ellos hablaban acaloradamente y se les oía decir: Nunca debimos hacer un pacto con ellos, esto hay que cortarlo de raíz, hemos sido unos miserables consintiendo lo que hemos consentido... Celeste no entedía lo que decían, no sabía a qué se referían... Cuando llegaron a la zona de la cueva se detuvieron y de repente salieron de las aguas profundas y oscuras unos enormes hombres renacuajos de cabeza gorda y cuerpos transparentes, como le describió a Celeste el joven vaquero. Así que tenía razón el pobre Loquillo..., se dijo, Celeste, muy asustada. Uno de ellos sopló con su nariz y de repente se hizo una enorme pompa luminosa y transparente, que cubrió toda la zona dejando dentro de ella al alcalde, al sargento Manuel, a los demás vecinos y a Celeste que estaba escondida entre unas tamujas. Y un enorme y atufante olor a cieno inundó el ambiente. Dos de los hombres renacuajos, los de más altura se sentaron en los tronos que las aguas habían esculpido en el río en dos enormes canchos. Impresionaban, allí, sentados majestuosamente..., con sus cuerpos transparentes, dejando ver todos sus órganos internos. Celeste se dió cuenta que esos dos seres extraños eran diferentes, uno parecía del sexo masculino y el otro del sexo femenino, él de la derecha tenía, dentro de su extraña forma, un aspecto más delicado. Los demás, los habitantes del pueblo, callados, permanecían inmóviles en la orilla, hasta que el alcalde habló: No hemos podido evitar que la sirenita del Ambroz haya dejado de ser vuestra fuente de energía... La paciencia, constancia y el amor de la madre ha sido superior a nuestro celo por ocultar a la niña. El loquillo lo estropeó todo, pero a la vez al inculparle a él de la desaparición de la sirenita, hemos evitado a que se investigara vuestra presencia, la cual..., el loquillo gritaba a los cuatro vientos. No pudimos hacer nada, si hubiésemos insistido en raptar a la niña de nuevo..., los medios de comunicación hubieran venido al pueblo junto con algún parapsicólogo o investigador y nos hubieran descubierto. Celeste estaba tan sorprendida y asustada que no sabía que hacer y tenía que hacer un esfuerzo para que sus dientes no castañearan de miedo. -Hicimos un pacto, se oyó una voz metálica que salia de la enorme boca del hombre renacuajo: Nosotros os proporcionábamos nuestros minerales y nuestros crudos del interior de los lodos pantanosos y a cambio vosotros nos proporcionabais el poco oxígeno que necesitamos para vivir en los lodos. Nosotros no os hemos fallado, por tanto ahora os toca a vosotros cumplir con el compromiso. Ya podéis ver que cada vez somos menos, aquí estamos todos los que hemos conseguido sobrevivir..., y si no nos proporcionáis el oxigeno..., hoy mismo nos extinguiremos y nuestra especie desaparecerá de la tierra y vosotros os quedaréis sin los minerales y crudos que os proporcionamos. -Nosotros... , dijo el alcalde, ya no podemos seguir proporcionándoos el oxigeno a través de nuestra gente. Hemos visto como ha sufrido esa madre esos ocho años y no pensamos volver a ser cómplices vuestros. Fue un error por nuestra parte pagar tan alto precio por conseguir los minerales... Ya no queremos ni vuestros minerales, ni vuestros crudos. Utilizaremos la energía solar, que además es menos contaminante... Tenéis razón..., -continúo el alcalde-, en cuanto al compromiso que adquirimos con vosotros, fruto de nuestra avaricia, de proporcionaros oxigeno durante un periodo de diez años. Y por tanto hemos decidido, dijo el alcalde, ofrecernos nosotros voluntarios para que nos saquéis la energía hasta que se agote el plazo del compromiso. De acuerdo, más vale eso que nada..., dijo el gran hombre renacuajo, con la voz metálica cada vez más débil. Sus cuerpos erguidos se aflojaron y se iban consumiendo poco a poco... Se acercaron como pudieron, arrastrándose, los hombres renacuajos y colocaron los caracolillos blancos en el cabello del alcalde, del sargento Manuel y de los hombres que le acompañaban. Celeste observaba que los hombres renacuajos cada vez estaban más débiles y casi no tenían fuerzas para acercarse a los humanos para coger los caracolillos. Se iban reduciendo de tamaño y cada vez el ambiente olía peor. De pronto Celeste vio acercarse fuera de la burbuja a siete abejarucos con un centenar de luciérnagas. Se pusieron al lado de Celeste y picotearon la burbuja y la burbuja se desinfló y en esos momentos los hombres renacuajos se fueron encogiendo y poco a poco se fueron convirtiendo en cadenas de huevecillos; formando figuras geométricas en la poza del río y se acercaron los coloridos abejarucos y se los comieron todos. Celeste, aunque estaba confusa con todo lo ocurrido, como vio que el alcalde había tenido un gesto de arrepentimiento por todo lo que habían hecho, se acercó a ellos, les quitó los carocolillos, e hizo lo que el Loquillo hacía a su hija, les insufló oxigeno y poco a poco se fueron recuperando. Cuando recuperaron el conocimiento, se sorprendieron al verla. Le pidieron disculpas por todo lo ocurrido con su hija. Y ella les dijo, que había escuchado toda la conversación, que le parecía muy mal lo que habían hecho. Ellos le dijeron que se sentían muy mal... ¿Que qué podían hacer para compensar el mal que le habían hecho. Ella les contestó, que viendo su arrepentimiento, sólo les pedía dos cosa y era, que se las ingeniaran para sacar al loquillo del sanatorio, y , por otro lado, que mantuvieran bien limpio el río Ambroz para que el río corriese y no se empantanase y se convirtiese en un lugar hermoso y accesible para que todos los vecinos y sobretodo los niños pudieran divertirse en el río en verano. Con el tiempo Lluvia volvió a vivir en la casa amarilla con su madre y el Loquillo salió del sanatorio. La Sirenita del Ambroz y el Loquillo se enamoraron, se hicieron novios y siempre se les veía por las fincas cercanas a la casa amarilla, montados a caballos cuidando el ganado vacuno. O cogidos de la mano recorriendo a pie las riberas del río Ambroz; y saltando los dos juntos, también cogidos de la mano, desde la barranquilla al agua del río... Y a todos los pajarillos, libélulas, peces, nutrias jugando a su alrededor y hermosas mariposinas blancas "tupiéndoles" a besos a los dos. Vivieron juntos toda la vida, fueron felices, comieron perdices y a nosotros nos dieron con los huesos para las narices... Y colorín colorado el cuento de la Sirenita del Ambroz se ha acabado... Fin.