Hacia el parlamentarismo

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ISSN 0717-9987
en foco
Hacia el parlamentarismo
Jorge Burgos e Ignacio Walker
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Hacia el parlamentarismo
Desde el punto de vista del objetivo de la estabilidad política y de la
necesaria legitimidad democrática que debe tener el sistema político, es deseable
y aconsejable una forma de gobierno parlamentaria y un sistema de representación
proporcional, dentro de una estructura multipartidista que desde siempre ha sido
característica en Chile.
Dos aclaraciones preliminares
1.
No existen sistemas electorales democráticos o anti-democráticos.
Tan democrático puede ser un sistema uninominal como uno plurinominal y, con
esta misma lógica, uno electoral binominal. Asimismo, tan democrático puede ser
un régimen electoral mayoritario que uno de representación proporcional. Son
múltiples los ejemplos de democracias que adoptan cualquiera de estas formas
electorales, incluida la democracia chilena, que cuenta con un sistema electoral
binominal.
El punto, pues, con respecto a la fórmula binominal que nos rige, no es
que sea “anti-democrática”, sino que carece de la necesaria legitimidad y presenta
distorsiones y problemas no despreciables, aspectos que serán abordados más
adelante. A fin de cuentas, técnicamente hablando, ésta es de representación
proporcional con método D´Hondt. Se trata de un procedimiento “sui generis”,
podríamos decir, porque efectivamente se eligen dos diputados y dos senadores
por distrito y circunscripción, respectivamente, que sólo pasa a ser mayoritario
cuando una de las listas en competencia dobla a la que le sigue en número de
votos. Tampoco, por otra parte, es correcto hablar de sistema binominal, dado que
éste, en sí mismo, es un método de representación proporcional.
2.
Nunca ha existido una forma de gobierno parlamentaria en Chile.
Contrariamente a lo que suele pensarse, en nuestro país nunca ha existido una
forma de gobierno parlamentaria. Este punto, más que una “aclaración preliminar”,
requiere de un cierto desarrollo.
En Chile, casi todos hemos sido formados con un grave prejuicio en
relación al supuesto “parlamentarismo” que habría existido entre 1891 y 1920
(Julio Heise remonta el “período parlamentario” a 1861).
En efecto, desde los manuales de Educación Media hasta los trabajos
seminales de Alberto Edwards (“La fronda aristocrática”) y, en la misma línea
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anterior, de Gonzalo Vial (“Historia de Chile, 1891-1973”), nos han querido hacer
ver que el parlamentarismo habría “fracasado” estrepitosamente en Chile, en
circunstancias de que nunca ha existido ni se le ha intentado siquiera. Incluso,
historiadores que reivindican el período parlamentario, sin adjetivos calificativos
y con gran rigor ‘historiográfico’ como Julio Heise o René Millar, carecen de rigor
al calificar de “parlamentarismo” a la forma de gobierno que prevaleció entre
1891 y 1920.
Como se sabe, la forma de gobierno presidencial, que es la que ha regido
de manera invariable en Chile bajo la Constitución de 1833, 1925 y 1980, se
caracteriza, en lo fundamental, por la elección directa del Jefe de Estado -el
Presidente de la República que, a su vez, es el Jefe de Gobierno-, por un período
fijo de tiempo. Bajo una forma de gobierno parlamentaria, en cambio, el Jefe de
Gobierno, que es distinto del Jefe de Estado, es elegido por una mayoría
parlamentaria y permanece en esa posición mientras cuente con ella.
Pues bien, los gobiernos de Jorge Montt, Federico Errázuriz Echaurren,
Germán Riesco, Pedro Montt, Ramón Barros Luco y Juan Luis Sanfuentes, es
decir, los que rigieron en el período comprendido entre 1891 y 1920, fueron
elegidos por votación directa -por parte de electores, como la que hasta hoy existe
en Estados Unidos, y que también se considera directa-, confundiéndose en la
calidad de Jefe de Estado la condición tanto de Presidente de la República como
la de Jefe de Gobierno, por períodos fijos de mandato. Como si lo anterior no
fuera suficiente, el Presidente de la República carecía de la facultad para disolver
el Parlamento, lo que es típico de una forma parlamentaria de gobierno.
¿Por qué la confusión? Por una razón muy sencilla: a la Constitución de
1833 -que, dicho sea de paso, si bien establecía claramente una forma de gobierno
presidencial, atribuía al Congreso Nacional facultades y prerrogativas no
despreciables-, se añadieron con el tiempo, especialmente en la segunda mitad
del siglo XIX (marcado por el “momento liberal” de nuestra historia decimonónica),
ciertas prácticas parlamentarias como el voto de censura, las interpelaciones
parlamentarias y otras que sí pueden considerarse como propias de una forma de
gobierno parlamentaria. De estos mecanismos se usó y abusó, dando lugar a las
rotativas ministeriales que permanecieron como uno de los grandes lastres del
llamado “período parlamentario”.
No puede desconocerse, sin embargo, que a lo largo de todo ese período
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Hacia el parlamentarismo
rigió en pleno la Constitución de 1833, sin perjuicio de algunas reformas importantes
entre 1870 y 1880 que, en todo caso, no variaron en absoluto el carácter
presidencialista de la misma. Lo anterior, bajo un esquema de transferencia
ordenada y perfecta del poder político, con plena vigencia del estado de derecho
y de las libertades públicas, en un nivel que pocos países latinoamericanos, y no
todos los europeos, conocieron durante ese tiempo.
Al llamado “período parlamentario” puede acusársele de cualquier cosa,
menos de haber carecido de estabilidad política (Alberto Edwards llega a referirse
a él como la “Paz Veneciana” y del cual, según el autor, no puede escribirse “alta
historia”).
Tampoco puede olvidarse que muchas de esas reformas y prácticas, entre
las que destaca la reforma electoral de 1874 -que establece el sufragio universal
y pone fin al voto censitario establecido en la propia Constitución de 1833- tuvieron
una motivación y una lógica libertaria y democrática. Es decir, se trataba de
desmontar o desarticular el “autoritarismo presidencial” que imperó, especialmente,
bajo los decenios de José Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt.
En síntesis, no hubo una forma de gobierno parlamentaria entre 1891 y
1920, por lo que mal puede decirse
que el parlamentarismo haya En síntesis, no hubo una forma de
“fracasado” en Chile. La verdad es gobierno parlamentaria entre 1891 y
que nunca se le ha intentado. Lo que 1920, por lo que mal puede decirse que
sí tuvimos en ese período fue una el parlamentarismo haya “fracasado”
especie de engendro que llamaremos en Chile. La verdad es que nunca se le
“presidencialismo desvirtuado”, en la ha intentado.
medida que, a la vigencia de la
Constitución de 1833, se le sumaron estas prácticas parlamentarias consistentes
con el ideario liberal que tendió a predominar en esa época.
Entre el mito del presidencialismo y el prejuicio del parlamentarismo
Durante el último siglo hemos tenido que convivir entre el prejuicio del
parlamentarismo y el mito del presidencialismo. Sobre lo primero, ya hemos dicho
que no tiene base real alguna y que las posturas tajantes y definitivas sobre el
supuesto fracaso del parlamentarismo en Chile, en el fondo, constituyen un marcado
prejuicio avalado por una gran ignorancia (histórica y politológica).
A ese prejuicio debemos sumar el mito que ha existido, y que aún existe,
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Hacia el parlamentarismo
en torno al presidencialismo. En efecto, tiene fundamento afirmar que durante el
período de formación de la república democrática, bajo la vigencia de la Constitución
de 1833, y particularmente bajo los decenios de Prieto, Bulnes y Montt, Chile
alcanzó a desarrollar algunos conceptos básicos de buen gobierno (entre ellos,
transferencia ordenada en el poder, vigencia del estado de derecho, supremacía
constitucional, legalidad y gradualidad en el cambio), a lo que se une un significativo
desarrollo económico, a partir del cual se fue tejiendo un verdadero mito sobre
el presidencialismo. Lo anterior, con la sola excepción, entre 1830 y 1924, de la
cruenta guerra civil de 1891, entre otras características del período fundacional
(1830-1860).
Todos los países requieren de algún mito fundacional y el presidencialismo
chileno pareciera ser uno de los principales entre nosotros (lo que se conoce como
“estado portaliano” y que, dicho sea de paso, Alfredo Jocelyn-Holt también
contribuye a desmistificar en “El peso de la noche”, radicando la gran estabilidad
en la estructura social existente). Lo importante es que, por muy mitos y muy
fundacionales que sean, ello no debe impedir, por un mínimo de rigor intelectual,
someter a examen crítico esa forma de gobierno presidencial.
Hoy por hoy tenemos la gran ventaja, en base a los trabajos de Juan Linz
y Arturo Valenzuela, de contar con un muy buen instrumental teórico, comparativo
y empírico para intentar, con seriedad y rigor, una lectura de los legados del
presidencialismo en América Latina. Lo único que queremos decir sobre el período
que aquí nos ocupa –ahora nos referimos al que va comprendido entre 1891 y
1973- es que, si de algo carecimos, fue de un examen crítico en torno a ese
presidencialismo entre José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, para simbolizar
en ellos los dos polos trágicos de esa etapa de la historia, con la guerra civil de
1891 y el golpe de estado de 1973, respectivamente.
La falta de correspondencia entre las mayorías representadas en el gobierno
y en el Poder Legislativo, la rigidez de los períodos fijos de gobierno presidencial
y los casi nulos incentivos para la conformación de mayorías estables de gobierno,
que tuvieron como resultado los llamados “gobiernos de minoría” (Genaro
Arraigada) -especialmente bajo la era de las “planificaciones globales” que se
inauguran en 1964 (Mario Góngora)- son algunos de los aspectos críticos de la
forma de gobierno presidencial, especialmente al interior de un sistema
multipartidista y de representación proporcional.
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Esta última terminó siendo una trilogía fatal, dando lugar a una suerte de
“empate catastrófico” (Tomás Moulián), bajo la fatídica lógica de los “tres tercios”
y la incapacidad -queremos insistir en ello- de conformar gobiernos de mayoría.
Si alguna lección podemos
Si alguna lección podemos extraer de
extraer de todo esto es que la
todo esto es que la combinación de
combinación de presidencialismo con
presidencialismo con representación
representación proporcional resulta
proporcional resulta poco aconsejable,
poco aconsejable, especialmente
especialmente cuando tiene lugar bajo
cuando tiene lugar bajo un sistema
un sistema multipartidista.
multipartidista.
El problema, entonces, no reside en la forma de gobierno en sí misma
(presidencialismo/parlamentarismo), en el sistema de partidos en sí mismo
(bipartidismo/multipartidismo) o en el sistema electoral en sí mismo
(mayoritario/representación proporcional o uninominal/plurinominal/binominal),
sino que en el tipo de combinación que encontramos entre estos tres niveles.
Ninguno de ellos es bueno o malo, democrático o anti-democrático. El punto
consiste en analizar qué tipo de combinación entre forma de gobierno, sistema
de partidos y sistema electoral es la más apropiada, en un lugar y tiempo
determinados, es decir, no en abstracto, sino que de acuerdo a las condiciones
políticas, sociales, culturales y de todo tipo.
Hacia una forma de gobierno parlamentaria con sistema de representación
proporcional
Partiendo de la base de que el sistema multipartidista permanece como
una constante y que es el más sólido de estos tres niveles, junto con no aconsejar
el tipo de combinación entre presidencialismo y representación proporcional, por
las razones al menos insinuadas, creemos conveniente, deseable y recomendable,
en un país de las características de Chile, una combinación de gobierno parlamentario
con un sistema de representación proporcional.
En primer lugar, es evidente que, desde sus inicios en 1850 -a propósito
de la llamada “Cuestión del Sacristán” (1856) y el conflicto religioso clerical-anti
clerical (Tim Scully)- el sistema multipartidista ha permanecido inalterado y como
una verdadera constante histórica. Diríamos que es como la Cordillera de Los
Andes: está ahí y es inamovible. Este es el dato más duro de esta trilogía.
Distinto es que esta estructura multipartidista haya tenido múltiples
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modificaciones y transformaciones, si bien siempre ha permanecido como una
distribución tripartita del poder. A esto habría que añadir que en las últimas décadas
hemos pasado desde un sistema multipartidista polarizado (década del ‘60 y
comienzos del ‘70) a uno multipartidista moderado, de tendencia bipolar.
Aquí es donde surge la actual
Aquí es donde surge la actual polémica
polémica en torno a la fórmula
en torno a la fórmula binominal y a la
binominal y a la capacidad que se le
capacidad que se le atribuye para actuar
atribuye para actuar en favor de esta
en favor de esta tendencia bipolar, dando
tendencia bipolar, dando lugar a dos
lugar a dos grandes bloques: uno de
grandes bloques: uno de gobierno y
gobierno y otro de oposición.
otro de oposición.
Para ser consistentes con el rigor expuesto, consideramos necesario
desdramatizar esta práctica electoral y despojar a la discusión de los prejuicios
ideológicos y políticos que también existen en torno a éste.
Hecho esto, consideramos que el sistema electoral binominal tiene al
menos tres problemas: el primero, es un vicio de origen y consiste en consignar
que, hoy por hoy, tenemos la suficiente evidencia como para afirmar que fue
inicialmente consignado para subsidiar a la derecha (trabajos de Carlos Marín y
otros). Originalmente adoptado en la Constitución de 1980, al menos en lo que
al Senado se refiere, la Ley Orgánica que lo estableció no sólo recogió la idea de
las comisiones legislativas de moderar el sistema de partidos, sino que, más
exactamente, de lo que se trataba era de subsidiar a la derecha hasta el punto de
que los mismos distritos fueron dibujados en base a los resultados del plebiscito
de 1988, para favorecer a algunos y perjudicar a otros.
Es más. Inicialmente se consideró la idea de propender hacia un sistema
bipartidista propiamente tal, en el que, de acuerdo al proyecto original, se prohibían
los pactos electorales (esta norma se modificó después, permitiendo los pactos y
salvando la estructura multipartidista, lo que una vez más nos habla de su longevidad
y también de su legitimidad, en la medida en que recoge la rica e histórica
diversidad de la sociedad chilena).
El sistema binominal tiene, pues, un vicio de origen concebido inicialmente
para subsidiar a la derecha, frente a lo que, seguramente, se anticipaba como una
avalancha electoral de la Concertación.
El segundo problema se refiere a la posibilidad, al menos teórica, de que
con un tercio más uno de los votos se puede elegir a la mitad del Parlamento. Si
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bien es cierto que las cuatro elecciones parlamentarias de 1989, 1993, 1997 y
2001 demuestran que el porcentaje de votos obtenido por los partidos corresponde,
más o menos, al porcentaje de escaños (lo que Libertad y Desarrollo ha llamado
el “índice de proporcionalidad”), ello es más cierto en la Cámara de Diputados
que en el Senado. En efecto, en la elección de 1993, por ejemplo, se dio un empate
exacto de un 50% en el Senado, en su número de escaños, a pesar de que la
Concertación obtuvo un 55,48 % y la derecha, un 37,32%. También se repartieron
por igual el número de escaños en la elección senatorial de 2001, aunque en esa
oportunidad con un resultado electoral mucho más estrecho. Lo cierto es que, en
forma creciente, especialmente en el Senado, estamos enfrentados a una lógica
de “democracia empatada”, lo que recientemente ha llevado al propio partido
Renovación Nacional a proponer la sustitución de los senadores designados por
10 senadores nacionales o, alternativamente, siete circunscripciones trinominales,
fundamentando dicha propuesta precisamente en la necesidad de “desempatar”
el sistema.
En tercer lugar, de la práctica binominal –y vicio que diríamos afecta la
legitimidad de su ejercicio-, se observan dos cosas. Por un lado, la nula representación
parlamentaria de partidos que, habiendo alcanzado más de un 5% de la votación,
carecen de presencia parlamentaria (típicamente, el caso del Partido Comunista),
con lo que se introduce un incentivo perverso que alienta la existencia de una o
más fuerzas de tipo extra parlamentario. Y por el otro, el germen de una inadecuada
competitividad, con la consiguiente alienación político-electoral (apatía y
desencanto), en la medida en que una alianza electoral puede llevar a un candidato
real y otro ficticio, lo que, en la práctica, elimina la necesaria competencia electoral.
La reciente elección senatorial de diciembre de 2001, en que RN y la UDI
descubren e implementan en cinco circunscripciones el expediente de las “cartas
marcadas” o “sandías caladas” -lo que, por lo demás, responde perfectamente a
una lógica de comportamiento racional de los actores- es la demostración más
reciente de este último vicio. Si ese expediente se convirtiera en práctica generalizada,
tanto en términos de elecciones de senadores como de diputados, llegaríamos a
la situación de que las elecciones parlamentarias se transformarían en una farsa
o mascarada siendo, en definitiva, las directivas de los partidos las que eligen a
los parlamentarios. Acompañar a la “democracia empatada” con una lógica de
“democracia ratificatoria” es simplemente dañino para el sistema, atendiendo a
la legitimidad del mismo.
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Sin pretender ‘demonizar’ el método binominal, a la vez de procurar
desdramatizar lo mucho que se ha dicho sobre él, tenemos muy presente los
trabajos de Manuel Antonio Garretón y de Tomás Moulián, en relación a la
democracia comprendida en el período 1932-1973, según los cuales la fuente de
legitimidad de dicha democracia habría residido en su elevada representatividad.
En efecto, Garretón y Moulián señalan que el sistema fue tempranamente
representativo y tardíamente participativo (cabe recordar que el sufragio universal
sólo se establece como tal en la reforma constitucional de 1970, que recién en
1949 se instituye el voto femenino, mientras que en 1957 se pone fin a la centenaria
práctica del cohecho, a través de la cédula única). Sin embargo, sus serias
deficiencias de participación habrían sido más que compensadas por su muy
elevada representatividad, hasta el punto que Samuel Valenzuela argumenta que,
ya entre 1870 y 1880, había un “completo” esquema de partidos (derecha-centroizquierda), lo que, por ejemplo, se refuerza con las elecciones de 1938 en las que
el Partido Comunista no sólo tiene existencia legal, sino que elige a un Presidente
de la República y es parte de una coalición de gobierno (Frente Popular).
Esta no es sólo una referencia nostálgica. Ya nos hemos hecho cargo de
la crítica al sistema presidencial y hemos dicho, en forma categórica, que la
combinación entre presidencialismo y representación proporcional es particularmente
perniciosa para el sistema.
Por todo lo dicho, creemos que una forma de gobierno parlamentaria, con
un Jefe de Estado distinto de un Jefe de Gobierno, en base a un sistema de
representación proporcional -al interior
Por todo lo dicho, creemos que una
de una estructura multipartidista-, es
forma de gobierno parlamentaria, con
lo más conveniente y deseable para
un Jefe de Estado distinto de un Jefe de
Chile.
Gobierno, en base a un sistema de
Consideramos que la base para
representación proporcional -al interior
el parlamentarismo reside en un
de una estructura multipartidista-, es lo
esquema de partidos bien establecido
más conveniente y deseable para Chile.
y si algo tiene nuestro país, a lo largo
de más de un siglo y medio de democracia representativa, es un sólido sistema
de partidos y lo suficientemente flexible como para dar cuenta de las necesarias
transformaciones que la evolución del proceso político le exige o demanda.
Creemos que lo anterior también es válido para el régimen político brasileño,
el que confirma las desventajas y problemas que trae combinar un sistema
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Hacia el parlamentarismo
presidencial con uno de representación proporcional, si se considera que el
Presidente Luis Inazio “Lula” da Silva, elegido con un 64% de los votos, sólo
cuenta con un 17% de representación en el Parlamento. Esto, pese a la madurez
que ese país ha alcanzado en lo que a su modalidad de partidos y modernización
electoral (voto electrónico incluido) se refiere, todo lo cuál se expresó de manera
ejemplar en su reciente elección presidencial y parlamentaria.
Esta, sin embargo, es harina de otro costal.
No existiendo formas de gobierno, sistemas de partidos o fórmulas
electorales ideales -menos aún consideradas en abstracto- creemos que, por las
razones indicadas y a la luz de nuestra propia evolución histórica (sometida a
examen crítico y despojada de prejuicios y mitos), un tipo de combinación entre
parlamentarismo, multipartidismo y representación proporcional aparece como
lo más conveniente y aconsejable para un país como Chile. Esto, desde el punto
de vista de la estabilidad política y de la indispensable legitimidad de que debe
estar revestido un sistema democrático.
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Hacia el parlamentarismo
Referencias
-Arriagada, G. (1984). “El sistema político chileno”, en
Estudios CIEPLAN, 15.
-Edwards, A. “La fronda aristocrática” (1987). Editorial Universitaria, Santiago.
-Góngora, M. (1981). “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y
XX”. Editorial Universitaria, Santiago.
-Heise, J. (1982). “El período parlamentario (1861-1925)”. Editorial Universitaria, Santiago.
-Jocelyn-Holt, A. (1997). “El peso de la noche”. Ariel, Santiago.
-Millar, R. (1992). “El parlamentarismo chileno y su crisis (1891-1924)”, en Oscar Godoy (editor),
“Cambio de régimen político. Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago.
-Moulián, T. (1982). “Desarrollo político y estado de compromiso en Chile”, en Estudios CIEPLAN,
8.
-Scully, T. (1992). “Los partidos de centro y la evolución política chilena”, CIEPLAN-Notre
Dame, Santiago.
-Vial, G. (1981). “Historia de Chile”. Editorial Fundación, Santiago.
-Walker, I. (1996). “Presidencialismo, multipartidismo y sistema binominal en Chile”, en Política,
volumen 34.
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Hacia el parlamentarismo
Autores
Jorge Burgos
Abogado, Universidad de Chile; Diputado de la República (Región
Metropolitana).
Ignacio Walker
Ph.D. en Ciencias Políticas, Universidad de Princeton; Director Instituto
Ciencias Políticas, Universidad Andrés Bello
g 2003 EXPANSIVA
La serie en foco recoge las investigaciones de
EXPANSIVA que tienen por objeto promover un debate
amplio sobre los temas fundamentales de la sociedad
actual.
Este documento, cuya presente versión fue editada por
Cony Kerber, es parte de un proyecto de la Corporación
que funcionó con el objetivo de promover ideas para
mejorar la democracia en Chile. Esta iniciativa fue apoyada
por la Fundacion Ford y coordinada por Javier Couso y
Carolina Tohá.
Estos documentos, así como el quehacer de EXPANSIVA,
pueden ser encontrados en www.expansiva.cl
Se autoriza su reproducción total o parcial siempre que
su fuente sea citada.
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