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azul
REVISTA DE LITERATURA
AÑO PRIMERO - NÚMERO 1 - MARZO 2008
Publicación Semestral
Director:
Josep M. Rodríguez
Diseño e impresión:
DIEV, diseño evolutivo - Lucena - Córdoba
I.S.S.N.: 1699-5155
Deposito Legal: CO-657-2008
1.500 ejemplares
Edita:
CULTURA
Delegación de Cultura
C/ Canalejas, 22
14900 Lucena (Córdoba)
índice
azulíndice
poemas
9
relato
52
traducción
57
viaje
69
miradas
74
13 libros
82
poemas
10
UNO
Rafael Arráiz
Y yace sobre la nieve desnudo sin que el hielo le maltrate.
Su corazón canta en coro con los rigores del clima:
es una palma que se mueve frente al viento
sin que el viento pueda sacarla de raíz.
Yace sobre la nieve en Escandinavia un martes de carnaval
y distrae los empeños del hielo por quemarle la piel
extrayendo de la memoria más lejana sus balbuceos príncipes:
el mundo entonces era un pentagrama de pocas palabras
y la primera fue “agua”, “agua”,
que fue erigiéndose, en su imperio saliente de la mudez, en un salmo,
en un tótem de la lengua que lo salvaba de la aspereza
y le acariciaba la garganta como una película de ungüento.
Desde entonces tuvo entre sus labios un vocablo salvador
que le reveló el universo:
decir, y que pasara algo
eran cartas que habían recibido respuesta.
A aquel vocablo que lo rescató de los rigores del desierto
se le sumó otro que trazó un puente con unos ojos atentos:
“mamá”, y unas manos que habían sido hechas para la certidumbre,
pasaban por su brevísima humanidad y le restituían el vínculo.
Más allá del aro que recordaba ahora manotear desde la cuna,
aquel mínimo cuartel donde se detenía el tiempo,
sabía que unos rostros iban en su auxilio
y que unas palabras abrían y cerraban puertas
y que era atendido por unos seres que asomaban sus caras gigantescas
por entre los lienzos etéreos que cubrían su espacio.
11
Después supo que sus piernas podían ampliar el periplo
de sus investigaciones,
y que su casa era un laberinto en el que todos los conductos,
a la hora del anochecer,
conducían a un solo centro donde no bramaba un minotauro:
su cama.
Entre sus sábanas un instrumento le entregaba la inmensidad:
soñaba, soñaba, enmendaba al mundo,
tomaba vidas prestadas, se iba, regresaba,
tenía entre sus manos una posibilidad que era todas,
un método que era todos los métodos,
un sistema que era todos los sistemas.
Tan sólo el hastío de abusar de sus poderes
le hacía abandonar sus operaciones demiúrgicas,
y entonces volvía a su espacio preciso, a sus trapos,
a sus muñecos silentes, al olor de su almohada.
Estreno, novedad, lozanía, ímpetu
son palabras que retumban en su mente cuando recuerda
aquel tiempo novísimo en el que la experiencia iba acopiando
sus primeros registros,
al margen de la experiencia que vivía.
Y el hielo cuece bajo su piel,
y sus recuerdos no han ocupado más que una mínima partícula de tiempo
de sus diálogos con el frío y la soledad.
Las nubes pasan raudas por sobre su cabeza
tamizando el azul de un cielo invernal:
pulcro, luminoso, aromático.
A lo lejos oye el canto de un pájaro que anuncia la primavera,
un adelantado que intuye primero que su pares que el sol saldrá
a derretir el hielo y a dejar la hierba en su verdor elocuente.
El canto se escucha cada vez más cerca,
pero para él no hay ventana distinta a los ojos fijos
en el paso de las nubes por encima de su cabeza.
Voltear es perderse.
12
Ahora se le presenta la bandada de tordos sobre las lajas del patio,
y el ébano frondoso que se llegó a temer que tapizara el cielo
y todo se hiciese sombra y fulgor bajo sus ramas,
y la hiedra subiendo por las paredes hacia el techo,
y el terremoto que estremeció la casa
mientras cuatro rezaban un padre nuestro en el jardín rogando
que no se viniera abajo,
y de pronto insurge en su imaginario
el Jardín de las Delicias en su detalle y magnitud,
y ya todo es el Bosco, el Bosco, el Bosco:
jardín e infierno, luz y sombra, vacío y plenitud.
El helicóptero pasa por encima de nuestras cabezas
mientras los grillos se estremecen en la grama,
y los pájaros combaten por sus migas de pan.
Ahora mi madre escarba en la tierra haciéndole sitio
a unas petunias que ha mudado de lugar.
Mi abuela la ve trabajar con el sol en la espalda,
y se balancea en su mecedora con la mente en otra parte,
en otro espacio, en otro tiempo.
Mi abuela está con sus vacas,
en el Tuy,
girando instrucciones:
pasa revista a sus hombres y sus bestias
y se prepara para el verano.
Entonces vivía su marido y el horizonte se salpicaba de nubarrones
con tan poca frecuencia como el anuncio de la tristeza.
Mi abuela está allí como casi nunca se deja ver:
con sus cabellos blancos largos, larguísimos,
que le caen sobre un paño blanco,
secándose al viento.
Por su mente pasa un río de aguas claras y otro de turbias
que no se juntan en ninguna parte:
sólo la realidad es caótica, se dice mi abuela como fustigándose
hacia sus adentros.
13
Sobre el filo del mediodía veo a mi padre en el pretil, saludando:
su paso puntual por este imperio está signado por unas recurrencias.
Entra, sale, saluda, se despide, lee y duerme,
mientras las regentas del palacio dialogan y siguen su curso.
Ya mi reino onírico tiene su correlato:
mi jardín, mis taxonomías, el musgo y el árbol,
aquella desproporción a la que me trepaba siempre.
Sabía que la vida no se agotaba en la cárcel de mi cuerpo,
y que la experiencia ajena era tan mía como de cualquier otro.
Me sentaba a comulgar con mis amigos sobre la tierra:
nos repartíamos los recursos y hacíamos la guerra y luego la paz.
Ignoro cuántas nubes han pasado veloces sobre el fondo azul,
tampoco sé cuánto tiempo ha pasado para siempre
mientras yazgo aquí, sobre el hielo,
espaciando los latidos de mi corazón.
14
15
16
ÚLTIMO
Rafael Arráiz
Sacudí mis pies bruscamente
y el cuervo voló hacia el árbol más cercano.
La nieve quemaba mi espalda
y laceraba mis piernas con su fuego helado.
Comprendí que la experiencia de la nieve había llegado a su fin.
Me levanté, desnudo.
Estuve allí acostado no sé cuánto tiempo.
Busqué vestido y una vara larga:
sabía que detrás de las últimas montañas
la nieve se deshacía por completo,
y la arena imperaba más allá del horizonte,
pero si tomaba el sentido contrario
la selva tupida, la lluvia, y la fiereza de los grandes ríos,
serían mi destino.
¿Cuál rumbo tomar?
¿Las tormentas de arena y la ingrimitud?
¿La lluvia y las multitudes de la selva?
¿Y si permanecía allí sobre la nieve e iniciaba otro viaje?
¿Y si no iba a ninguna parte?
Me vestí y emprendí un camino;
le rendía homenaje a los míos:
el mundo es el mundo porque unos permanecieron
y otros buscaron otros sitios donde, también,
permanecer.
17
Nuestras vidas cambiaron cuando supimos
que además de ir detrás de las bestias
para cazarlas y cocerlas y comerlas,
también podíamos permanecer y sembrar,
con paciencia y voluntad.
Y muy pronto juntamos piedras,
unas sobre otras,
y levantamos muros y los techamos
e hicimos rutas por entre las casas,
y nuestras familias fueron tejiéndose unas con otras
y parieron y parieron
y las ciudades fueron tramándose unas con otras
y la obra colectiva fue izando sus banderas.
En algún lugar habría espacio para mí:
primero sería un forastero
y luego uno de los suyos,
el tiempo haría su tarea.
18
19
20
LAS HIGUERAS
Antonio Cabrera
A la velocidad se le encomienda
dar alcance a las cosas
y al momento alejarlas del que pasa,
regresadas de golpe hasta sí mismas,
añadido otro nudo
que aprieta en su raíz.
Así voy devolviendo estas higueras
silvestres a su eje íntimo.
Junto al asfalto dan
un fruto de modestia, una cosecha
de voluntad y freno. Una tras otra
las rebaso. Parecen incurrir
en la máscara inane
que adquiere a veces lo que es visto.
¿Significan? Jalonan solamente
un territorio sin flaquezas
(bosque, rambla, penumbra),
como nosotros los fugaces escuchamos
la afirmación de fondo
en el blanco espectral de la mañana
y existimos concisos, y sobre tierra viva
damos pasos.
21
MI SOMBRA
Antonio Cabrera
También es esto lo que soy:
plano oscurísimo,
silueta deformada
sobre el tronco de un álamo desnudo.
Relleno con mi carne diluida por la luz
los intersticios,
las llagas que dejó al crecer la fibra
tierna por donde el tiempo fue horadando
con aguja infantil.
Casual, cubro esas marcas. No las cierro,
porque una sombra nada cierra, sólo
acaricia o señala
con su vacío índice.
Mi sombra,
bajo esta luz occidental, se ausenta
de mí, soy yo en el mundo sin mí mismo,
como resina que segrego y pierdo.
En las cosas estoy, en su contacto
sordo, sobre el marrón, sobre el gris y el granate
profundo, en las escamas
de su corteza férrea.
Verdad que yo no guío,
mi sombra toca con su piel de aire
el tiempo, el surco, la figura, el día.
22
TRENES ANTES DE PARTIR
Antonio Cabrera
De su acero fraguado en engranajes,
en barras poderosas, en enormes tornillos
y en impávidas ruedas,
o del relumbre muerto que ostentan los vagones,
se deducen
exceso y gravedad agigantada, eterna.
Los trenes detenidos
quieren enraizarse en su fiebre terrestre.
Junto al andén, el cúmulo de estruendos
y de rápidas luces
dormita en el reverso de la fugacidad,
silencioso, saciando su apetito
de inacción.
Qué extrañeza hay en irse, qué contrario a la furia
este ímpetu en suspenso.
Si inician su camino
se abre el aire.
Qué pacto sobrio con la luz urbana.
23
LA CENA ESTÁ SERVIDA
Rafael Courtoisie
Un vaso lleno, breve pero con su agua repetida casi hasta el tope, casi hasta el borde, no es menos profundo que el mar.
Cualquier cosa, bien mirada, es el mar.
El cuerpo que se despedaza, que se cocina y come, es mar extraño.
Existen cuerpos que tienen sitios todavía más recónditos: en el vaso no es el fondo de vidrio sino ciertos labios, cierta sed de cierta boca.
La boca es a su vez otro vaso, un vaso viviente, otro continente inmenso y por lo tanto, otro mar: un vaso de sed, un mar callado y abierto.
Una boca de sed, una boca muda, pero realmente muda de agua.
Una boca que quizá pronunciaría con disgusto la palabra “sal”, la palabra “salitre”, pero que en ese mismo disgusto, en esa misma ansiedad, encontrará su agua, su espíritu de beber.
Cualquier bebida –y el agua por supuesto– es un desplazamiento de la sed. Cualquier bebida es la sed definida por exclusión.
Cualquier comida es hambre desterrada, hambre descarnada, hueso húmero enhiesto, blanco, desnudo con sus muescas, lomo perforado, desmembrado, ausencia, orificio mayor de la conquista del estómago.
La loza, el plato donde se come, la taza donde se bebe es un manotazo, el espíritu reseco de un terrón violento, la fuerza o el furor del humus, de la arcilla mixturada que también alguna vez fue carne y aliento. Ánima.
El nido de la bebida es un vaso y el nido de la sed es un vaso.
24
En un plato funge yerta la carne que se come, yace aún viva, aunque muerta y comprendida en trozo sangriento del cocido, pero aún después de comida, aún después de deglutida y dentro, cuando posa el vacío sobre el plato, cuando resta la ausencia en la saliva, en el mismo plato, en la fuente aterida, cunde el alma.
El alma posa entre los restos, en ese plato con las sobras de carne dividida, lagos de linfa y de sangre, de la comunión extraída del cardumen, de la pradera, del corral o del aire, de la pura distracción que alentaba como otro ser de patas, luminoso, dentro del animal.
El cordero o el cerdo, su materia viperina, grasosa o veloz según el caso, y también la vaca coronada, espesa, van al cadalso y es la digestión el último estadio del reposo.
Ya no descansarán, ya no descansará lo que se come. Yacerá supino un instante hasta mordido, hasta mascado y aéreo, otra vez denso.
Después vivirá, vivirán, como el pez en la mirada del hombre que lo almuerza. En las profundidades, en el mar dentro del hombre el pez sin alas.
Vivirá la perdiz y el azabache. La extraña palabra de la lechuga.
25
LAS MELLIZAS, DE DEGAS (DAGUERROTIPO)
Rafael Courtoisie
En la foto aparecen dos mujeres desnudas y una botella de champagne.
Las mujeres están silenciosas, de frente, y en la escena hay una exageración que no reside en el tiempo sino en las dos muchachas, y en un helecho vivo que aparece al fondo con sus hojas primitivas, verdes y lentas sobre el espacio hondo de la situación.
En una punta está el viento, muy próximo al pezón izquierdo de la más tierna y del otro lado está el corcho muerto de la botella destapada.
Junto al vientre oscuro de la primera crece un racimo de uvas salidas de los pelos del centro del cuerpo, erguidas en la excitación.
La primera se acerca lentamente. Existe un modo rojo entre las dos, sobre una y otra, un borde que muestra el labio entre las piernas entreabierto, la boca que pronuncia una palabra inferior, un quejido jugoso.
Se ve la flor de las paredes y el sitio humedecido.
La segunda, genital, está abierta pero ausente, serena en la fracción de mundo que separa en la fotografía los dos cuerpos.
Las dos juntas en el tiempo inmóvil, una ve una cosa y otra algo distinto, en silencio. Una, casi enjuta, se conserva enhiesta y la otra gutural, correspondiente, abierta, obscena abre ambas bocas.
Una se hace ligeramente más grande y se aleja. La otra se reduce en la ocasión hasta su centro.
Un gesto desigual sobre el seno izquierdo de la primera, ronca, inclinada, repleta de la gordura del
cuerpo que acumula allí y que, sin embargo, no está.
Los muslos puros. El viento alegre. La definición del heno en el granero de la vida. Son rubias.
La foto fue tomada a mediodía, pues hay un punto en los ojos multiplicado, la luz es plena,
las pestañas se abren en el fragor del día, luminosas las dos.
Una se agacha, recoge el corcho que reprimía el contenido amarillo de la acción, la cara líquida del placer 26
del champagne, la eyaculación vertida de la botella de Veuve Clicquot.
Las dos plácidas, dormidas en sus caras de ojeras bellas, hundidas en la pulpa del vacío, hartas
de ser, de modo que el líquido y sus burbujas ahora participan de la premonición que las une, y están cada vez más cerca una de otra, cerca de cada vientre, del jugo genital y la conciencia.
Una rota y otra entera.
Una ha vivido en un salón oscuro y otra viene del tiempo, del campo del temor, de la ignorancia, una está en el placer y otra en el miedo, aún ilesa, llena de girasoles, luz confusa y células.
En el fin de la espalda conserva una virtud y un hecho superior. Las nalgas están prontas.
La más clara se parte en dos, tiene la boca abierta.
La otra separa las piernas para sentir. Y se apartan las aguas de las puntas, los silencios del agua luminosa, el sol del río.
En las montañas del mundo hay una voz pacífica, un ocaso de abstracción. Tiene la boca seca.
Los labios inferiores, verticales, están llenos de zumo. El hueso redondo del honor la aparta. La escena da al champagne la ilusión y la materia de la espuma, del esperma.
El corcho masculino, exangüe, yace lejos de la botella que estalla efervescente.
Dos aves saladas con su música, dos aves sobre el vientre. La espuma caprichosa, la cabeza,
la punta que se mete, el día mudo.
El punto.
Sobre el lugar profundo de la grieta existe otro lugar pero no se advierte.
Las dos, hambrientas entre las piernas, exhiben ganas de tragar, de beber.
La cama no se ve. Se ve una sombra entre las dos mujeres invisibles. Una y otra. La supina miente con los labios.
En tanto cuerpo humano doble, una lleva la culpa y otra la carne abierta y húmeda.
27
28
ENCUENTRO CON TERESA
Luis Alberto de Cuenca
El poeta planea por un cielo sin nubes
en busca de Teresa; en una de sus alas
aparece tatuada esta frase de Heráclito:
“El camino hacia arriba y hacia abajo es el mismo.”
El poeta se arroja desde un cielo sin horas
al infierno pautado de la vida diaria,
donde la Diosa Blanca gobierna. Ya sabemos
que encontrará a Teresa en la última casilla
del tablero, donde hay ocas triunfales
y dos chicas vestidas de amazonas
y una reproducción de una viñeta
de The Phantom (aquella en que Diana
se distrae boxeando). El océano, al fondo,
muestra un embaldosado vermeeriano
de donde surge Venus (o Afrodita)
llamando a Safo, trenzas de violeta,
para que le resuma en dos palabras
qué es el amor.
29
LA MÁQUINA DE AMAR
Luis Alberto de Cuenca
Qué habrá venido el juez a hacer aquí.
Qué hace el irreprochable magistrado
en una habitación donde se acaba
de inaugurar la máquina de amar,
la más sofisticada aportación
de la ciencia al servicio del placer.
Qué pinta el juez aquí, con la cabeza
bajo las nalgas de esa jovencita,
mientras giran y giran las mil ruedas
del aparato para darle gusto
y conseguir que olvide los reveses
de una existencia proba y consagrada
a la justicia y a la humanidad.
Este juez es un tuno. Tiene al chófer
esperando, en la puerta del burdel,
a que pare la máquina y su jefe
regrese a la rutina de la Audiencia
mucho más riguroso que hace un rato.
Este juez es un pillo. Lo conocen
todas las putas del burdel. Fue él
quien encargó la máquina a un discípulo
de Eiffel en la Alemania hitleriana,
fue él quien la pagó con fondos públicos
y quien la hizo instalar en el lugar
donde ahora se encuentra, ese lugar
que no se puede imaginar sin él.
Este juez se las sabe todas juntas.
Y le gustan las chicas depiladas
y con botas y espuelas de cowgirl,
según ha revelado su analista
poco antes de largarse al mundo libre.
30
LILITH
Luis Alberto de Cuenca
El buen Dios, que no suele equivocarse,
se equivocó con una criatura
que le salió fatal: hablo de Lilith,
la primera mujer. Para crearla,
realizó infinidad de pruebas previas.
De cada parte de su cuerpo hacía
un molde, pero había en cada uno
de esos moldes un fallo, de manera
que el conjunto no resultaba armónico,
tal vez porque la propia criatura
se rebelaba ante la perfección.
El hecho es que al buen Dios le faltó tino
y paciencia con Lilith, que nació
llena de pegas y defectos, como
una versión en chica de Luzbel,
y fue precipitada en los abismos
más hondos de la Tierra. Y allí sigue
hoy en día, lanzando espumarajos
por la boca, clamando y maldiciendo
como una poseída y dando voces
contra su Creador.
31
32
EL PROFESOR
Luis García Montero
¿Qué se puede explicar
en este laberinto con maletas y llaves?
Sólo las estaciones del peligro
y la necesidad.
Son ya las cuatro y diez. El profesor,
que cada día aprende a vivir en voz alta,
recita los poemas elegidos.
Hay silencio en la clase
y miradas que cruzan el silencio.
Dudar es necesario.
La sospecha nos brinda
una buena lección, pero conviene
que nadie imponga un frío,
que cada cual elija sus dudas y sus llaves
para que las maletas al abrirse
no resulten vacías.
Porque tampoco es justo
pedirle al sol de mayo que no deje
la piel de una certeza en la ventana.
Nunca ha sido de ley
olvidar lo que somos,
aquello que debemos defender
para que las palabras que decimos
no huelan a cerrado.
Quien vive necesita confianza.
33
Con las llaves perdidas abrimos la memoria.
El poema recorre un continente,
toma una habitación,
deshace su maleta.
Siempre recién llegado,
al dudar en los dogmas y afirmar en la nada,
el profesor procura,
más que decir verdades, no mentir,
más que dar ilusiones, no romperlas.
Dedicará sus años
a buscar entre sombras
una razón de claridad
y a descubrir en ojos indecisos
el equipaje abierto de un poema,
su rara conmoción,
cuando en la vida ocurren
las cosas que suceden en la literatura.
Los ojos de un alumno
son viajeros urgentes. Sólo hacen
preguntas como arenas movedizas,
preguntas por la próxima estación
en un viaje de largo recorrido.
34
35
LOS HIJOS
Luis García Montero
Por favor, no hagan ruido
en la tranquilidad de este poema
escrito con la mano
del que cierra la puerta al apagar la luz.
Mis tres hijos acaban de dormirse.
Necesito el silencio para pensar en ellos.
Colores indelebles en un lápiz
de trazado infantil,
vuelven a dibujar
–pero esta vez en serio–
un árbol, una casa, la memoria
de una luz encendida
con sabor a diciembre,
los cristales del miedo
y la ilusión del porvenir
bajo el sol de los días laborables.
Un hijo es el segundo país donde nacemos.
Con su falta de edad nos hace cumplir años
y nos devuelve
al mundo del reloj,
a las llamadas telefónicas
que son una raíz
36
en la orilla del tiempo.
Un hijo nos enseña a preguntar
con voz de agua
la verdad decisiva de la tierra.
Ser como juncos, y en amor flexibles,
no asegura respuestas
ni confirma el reposo.
Elisa, Irene, Mauro,
cada cual con su puerto y con su lluvia,
luces cambiantes en el mismo río.
Nadie comente, por favor,
que acabo de escribirles un poema.
Los hijos crecen con espinas.
Nunca sé imaginar
lo que pueden decir de lo que digo,
lo que pueden pensar de lo que pienso,
lo que pueden hacer con lo que hago.
37
38
UNA MAÑANA
Luis García Montero
Los años hablan mucho,
y mienten más que hablan.
Pero un día despiertan desfondados
con la sinceridad en el espejo,
y dicen lo que saben sin saber lo que dicen.
No importan las arrugas.
Me refiero a otro tipo de espectáculo
más sórdido, crueldad
de humillación humana,
un desarreglo último
entre las formas y los contenidos.
Aunque se ven llegar,
comprendemos de golpe la razón
de los amaneceres soportados
igual que discusiones corporales.
Ya nos hablan de usted
los bellos rostros
y el frío de los médicos.
Por las afueras de la intimidad
duele la hierba triste que nace en las ruinas.
39
Envejecer
es una forma de buscar trabajo
en un difícil melodrama
que no tiene poder de convicción.
A veces se consigue,
pero hay que dedicarle incluso el tiempo
del que no se dispone.
Estás mejor, repiten los saludos.
Los deseos perdidos
actúan en nosotros,
como los directores de cine que prefieren
la garantía de un final feliz
y a las estrellas jóvenes.
40
41
42
LECCIÓN DE ANATOMÍA
Ana Merino
I
Desgasta los dientes por la noche,
mandíbulas que sueñan
las vidas que no ha sido,
los días que se hicieron
con hielo de palabras
y sombra de arrecife.
Mastica los abismos
con la boca torcida por el sueño
y muele la saliva
convirtiendo su espuma
en una pasta seca
que se queda pegada
a las pequeñas grietas
de sus labios dormidos.
43
II
Una herida que se cierra
porque ya no sangra,
no duele pero deja rastro
de costra seca.
Un leve picor y un eco
de lluvia cercana
empapando la piel,
corteza que envuelve
la vejez de los años
en una masa densa
de serrín pegajoso.
44
HG
Ana Merino
(mercurio)
Con la fiebre llegaron los temblores
y las sombras del frío
arroparon la cama.
Hay que sudar la noche
bajo la colcha gruesa
que bordaron las hadas
con un hilo encantado
de amalgama de plata
y gotas de mercurio.
Hay que abrir bien los ojos
aunque duela la luz detrás de la mirada,
y el calor de la frente
se mezcla con las brasas
y el olor a eucalipto.
Con la fiebre llegaron los ungüentos,
los brebajes del cielo y las promesas,
un termómetro viejo y el cansancio
convertido en un pez
de dientes afilados
y mandíbula inmensa.
45
46
MI CUERPO Y LOS ESPINOS
Vicente Valero
I
En los espinos he dejado cada día mi sangre.
Mi sangre en este bosque es verde.
Cuando florecen los espinos, también mi sangre es nueva.
Así he aprendido a florecer.
Asi he aprendido a contemplar mi sangre.
47
II (declaración)
Mi cuerpo y las agujas del espino se conocen. Cuando salgo del bosque, muchas veces,
miro sus huellas negras en mis brazos, la saliva caliente y ácida que ellas exudan siempre para mí.
Pero también mis huellas acompañan al espino muchas veces. Éstas son siempre rojas y se
adhieren fácilmente a la rama puntiaguda o a la flor emergente. En ellas hay sudor y carne sucia.
Digamos que, sin estar hechos el uno para el otro, mi cuerpo y el espino comparten muchas veces
el estrecho sendero y el aire húmedo del bosque, la luz donde se encuentran y siempre se saludan.
48
49
EL AVIADOR Y EL PÁJARO
Vicente Valero
I
El aviador no es como el pájaro.
El aviador qué sabe de este limo, por ejemplo.
De estas piedras azules bajo el árbol.
Qué sabe el aviador de estas raíces.
De estas ramas podridas, de estas hojas mojadas:
tan suaves y gustosas.
50
II (declaración)
Nada sabe del bosque el aviador que sobrevuela el bosque. Yo algunas veces, desde uno de los claros,
he podido mirarle a los ojos. Sé bien a lo que viene una y otra vez el oficiante de la planimetría voladora.
Y en las manos del comprador que lo acompaña hay restos de metales pesados, de lápices y gomas de
borrar, de líquidos incendiarios.
Algún día el aviador (me digo) quiso ser como un pájaro, pero hoy sólo sabe trazar planos desde el aire, sí,
planear completamente, asustar con su pequeño avión a los pájaros del bosque, mientras toma fotografías
que luego han de servir a quien él mismo sirve cuando vuela tan bajo.
51
52
relato
53
54
Medardo FRAILE
AMOR
Parmenio Álvarez decía que aquellas muchachas de la Facultad
eran unas señoritas burguesas o unos seres irracionales que
creían acceder al uso de la razón por inspiración divina o algo
así. Eran, sin embargo, “el otro cuerpo”, un cuerpo que deseaba
desesperadamente. Tal vez él pecaba de sesudo en exceso, y
tenía un leve rictus de amargura en los labios que había heredado de su intimidad, recóndita y lejana, con los presocráticos. La
frase que le gustaba más repetir era que la cabeza no la teníamos para recordar sólo un número de teléfono.
No obstante, recordar un número de teléfono servía para ejercitar la memoria y, cuando Leoncia le dio el suyo, lo apuntó en
la página de un libro y trató de recordarlo, aunque aún no sabía
lo que pensaba hacer. Leoncia era una morenita pálida muy femenina que trabajaba a doscientos metros de su casa en una
guardería infantil y los “peques” la adoraban. Era también muy
atildada y él más bien algo adán, pero aquel número de teléfono,
tan ciego como el amor, obró milagros y se hicieron novios.
En su loco entusiasmo, antes desconocido, Parmernio alternaba el goce comunicativo y carnal con preguntas a Leoncia que
a él le consumían la vida.
-¿Qué crees tú? ¿Podemos identificar, de algún modo, la metafísica con la ontología?
Ella le miraba perpleja, se tomaba su tiempo y contestaba,
insegura:
-¡Hombre! Identificar, identificar… ¡No sé…!
-¿Qué opinas…? ¿Es el ser un predicado real, una perfección
verdadera de su sujeto, o hay que aceptar el argumento ontológico de la existencia de Dios...?
Y ella tras un largo silencio, respondía:
-Otra cosa…­–mascullaba él, cogiéndola del brazo apasionadamente.
-¿Tú crees que podemos negar, de la forma que sea, la metafísica, como se supone que hicieron Hume, Kant, Comte o
Husserl?
-¿Quién hizo eso…? –le preguntó ella como si no hubiera
oído.
Leoncia bostezaba con frecuencia y estaba cada vez más distraída y la angustia existencial de Parmenio iba multiplicando
sus preguntas.
-Háblame de cosas… –le dijo un día.
¿Cosas? ¿Qué cosas? Recordó el libro Lecciones de cosas
de su niñez, del que sólo le venían a la memoria “El cultivo y
los peligros del tabaco”, “Amundsen en el Polo Norte” y “Cómo
vive una tribu en el Amazonas”…
Pero ni contándole eso… Leoncia se aburría y le dejó.
Él pasó un año oscuro, aullando de añoranza, culpando a cielos y tierra de su fracaso y mansa, tristemente, se fue dejando
llevar, fue acercándose al lado de las “cosas”.
Cuando conoció a Acacia resucitó de nuevo y manso, tembloroso, totalmente domado por el perfume de ella le dijo:
-He visto una rosa cuando atravesaba el parque, la he arrancado un pétalo y era como tu piel…
Y otro día:
-Quiero que florezcas a mi lado año tras año, Acacia…
Y una filosofía de cosas se fue enredando en sus vidas, sin que
ninguno de ellos acertara a expresarla.
-Eso ya…, no sé cómo decirte… Eso es otra cosa…
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traducción
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3 poemas de Henri Cole
de Blackbird and Wolf
versión de
Eduardo López Truco
y Juan Manuel Romero
BIRTHDAY
When I was a boy, we called it punishment
to be locked up in a room. God’s apparent
abdication from the affairs of the world
seemed unforgivable. This morning,
climbing five stories to my apartment,
I remember my father’s angry voice
mixed up with anxiety & love. As always,
the possibility of home –at best an ideal–
remains illusory, so I read Plato, for whom love
has not been punctured. I sprawl on the carpet,
like a worm composting, understanding things
about which I have no empirical knowledge.
Though the door is locked, I am free.
Like an outdated map, my borders are changing.
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CUMPLEAÑOS
De pequeños, llamábamos castigo
a que nos encerraran en un cuarto.
Dios parecía lejos de los temas mundanos
y eso nos resultaba imperdonable.
Esta mañana subo hasta mi apartamento
mientras pienso en mi padre, en la ira de su voz
donde el amor y la ansiedad se mezclan.
Que un hogar sea posible –su sueño, al menos–
no es todavía más que una ilusión.
Leo a Platón, por eso: él pensaba
que el amor aún no ha sido profanado.
Me he dejado caer sobre la alfombra
igual que en un estercolero, y noto
que entiendo sobre cosas de las cuales carezco
de todo tipo de conocimiento empírico.
Soy libre, aunque la puerta esté cerrada.
Como en un mapa obsoleto, mis fronteras son otras.
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EATING THE PEACH
Eating the peach, I feel like a murderer.
Time and darkness mean nothing to me,
moving forward and back with my white enameled teeth
and bloated tongue sating themselves on moist,
pulpy flesh. When I suck at the pit that resembles
a small mammal’s skull, it erases all memory
of trouble and strife, of loneliness and the blindings
of erotic love, and of the blueprint of a world,
in which man, hater of reason, cannot make
things right again. Eating the peach, I feel the long
wandering, my human hand—once fin and paw—
reaching through and across the allegory of Eden,
mud, boredom and disease, to bees, solitude
and a thousand hairs of grass blowing by chill waters.
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MUERDO UN MELOCOTÓN
Muerdo un melocotón como si cometiera un crimen.
La oscuridad y el tiempo no son nada
mientras la pieza cruje entre mis dientes
y mi lengua se sacia con la pulpa.
Chupo el hueso que se parece al cráneo
de un pequeño mamífero, y se borra el recuerdo
de todos mis conflictos, de soledad y errores
en el amor, y el sueño de este mundo
donde el hombre, cansado de pensar,
no logra devolverle un orden a las cosas.
Muerdo el melocotón y siento que el camino es largo,
que mi mano –ayer aleta o garra–
busca una alegoría del Edén,
barro, tedio, dolor, abejas, soledad,
y las briznas de hierba que arrastra el agua fría.
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BEACH WALK
I found a baby shark on the beach.
Seagulls had eaten his eyes. His throat was bleeding.
Lying on shell and sand, he looked smaller than he was.
The ocean had scraped his insides clean.
When I poked his stomach, darkness rose up in him,
like black water. Later, I saw a boy,
aroused and elated, beckoning from a dune.
Like me, he was alone. Something tumbled between us
—not quite emotion. I could see the pink
interior flesh of his eyes. “I got lost. Where am I?”
he asked, like a debt owed to death.
I was pressing my face to its spear-hafts.
We fall, we fell, we are falling. Nothing mitigates it.
The dark embryo bares its teeth and we move on.
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PASEO POR LA PLAYA
Me encontré una cría de tiburón en la playa.
Las gaviotas habían devorados sus ojos. La garganta sangraba.
Entre conchas y arena, parecía menor de lo que era.
El océano lo había desollado por dentro.
Cuando le pinché en el estómago, la oscuridad salió de él,
como agua negra. Luego, vi a un joven,
excitado y eufórico, haciendo señas desde una duna.
Estaba solo, igual que yo. Y algo pasó entre nosotros
–aunque no demasiado emocionante. Pude ver dentro,
en la carne rosada de sus ojos. “Me he perdido. ¿Dónde estoy?”,
me preguntó, como quien tiene alguna deuda con la muerte.
Mi cara se clavaba en sus arpones.
Somos los que caímos y los que aún caemos. Nada lo impide.
El oscuro embrión muestra sus dientes mientras nosotros nos movemos.
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viaje
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JESÚS AGUADO
Lucena
a los veinte
uno
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Hace de esto más de veinticinco años. Un amigo
de Aguilar de la Frontera nos invitó a otro amigo y a
mí a pasar un fin de semana en su pueblo para que
conociéramos a Vicente Núñez, un poeta agudo y
delicado que había hecho de un bar su oficina y que
acababa de adquirir notoriedad gracias a un libro,
Ocaso en Poley, hoy por hoy mítico. El poeta maduro fue amable y distante (como el sol, que ilumina
y calienta sin acercarse: un amor lejano gracias al
cual evita la catástrofe de incendios y cenizas que
su cercanía provocaría) con los aprendices de poeta y aceptó leerles algunas de sus antiguas composiciones. Entre ellas se encontraba un hermosísimo
poema titulado “Vacaciones”, incluido en su libro
Los días terrestres, publicado por primera vez en
1957, el cual sucede en Lucena y que termina con
estos dos versos: “Y lo que ayer, ingenuos, creímos
vacaciones / se llama de repente la vida. Sólo ella”.
Vicente Núñez nos lo leyó con su voz inagotable,
con su voz de inspirada por las estrellas, y nos dijo:
“cambiad ‘vacaciones’ por ‘juventud’, vuestra juventud, y lo entenderéis mejor”. Una nostálgica invitación, la suya, a no perdernos lo mejor de la vida,
o a prolongar, ya que queríamos ser escritores, la
juventud más allá de sus límites cronológicos naturales (esa juventud eterna a la que se debe todo
poeta de verdad), o a hacer de esa vocación de
vacaciones sin fin que tienen los jóvenes la guía
rectora de nuestros actos. Una invitación al ocio
creativo que resumía la biografía del propio Vicente
Núñez. Pero a mí se me quedó repiqueteando también el primero de los versos del poema, “Cuando
en las gratas calles de Lucena se oían...”, ya que
era la segunda vez en poco tiempo que escuchaba el nombre de ese pueblo. Una o dos semanas
antes, en efecto, en la televisión había visto un re-
portaje sobre un pintor de Lucena, o que entonces
vivía en Lucena (no recuerdo su nombre ni muchas
de sus circunstancias, que me han borrado de la
memoria otros brochazos, otros años), que había
hecho de todo para ganarse la vida: posar desnudo para los estudiantes de Bellas Artes, hacer de
caddy de los ricos aficionados al golf, dar clases de
dibujo, etc. Propuse a mis amigos que visitáramos
Lucena para comprobar qué se oía allí (y así leer en
directo el poema de Vicente Núñez, con sus campanas de San Mateo y el resto de sonidos escritos
en sus versos), para encontrar al pintor y charlar
con él y para, ya que estábamos de vacaciones y
éramos jóvenes, ocuparnos de enriquecer nuestras
horas aprendiendo algunos secretos de la vida que
esa villa, según insinuaban los libros y la televisión,
escondía a la vista para quien supiera encontrarlos. Aplazamos el plan para el día siguiente, que
aguardamos paseando entre viñedos hasta el cementerio de Aguilar de la Frontera con una bandeja
de pasteles bajo el brazo, los cuales devoramos al
atardecer mientras jugábamos al ajedrez e importunábamos, sin saberlo, a las parejas que acudían
hasta allí para cumplir sus rituales amatorios y que,
al vernos concentrados en los dulces y en el tablero, daban media vuelta mascullando y gesticulando
contra nosotros.
Cuando llegamos a Lucena pasamos unas dos horas preguntando por el pintor, pero nadie sabía a
quién nos referíamos. Nadie había visto el reportaje sobre él y nadie parecía conocerle. En un par
de ocasiones nos enviaron a casa de otros pintores
locales, pero ellos tampoco conocían a su colega.
A mediodía comimos algo en un bar cerca de la estación de autobuses y decidimos preguntar durante
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media hora más antes de desistir. Fue, a punto de
cumplirse ese plazo, una niña la que por fin nos encaminó: “Ah, sí, mi profesor”. Sus señas precisas,
garabateadas sobre un papel arrancado de su cuaderno de hojas cuadriculadas, nos llevaron por fin a
la casa del pintor. Éste se extrañó de nuestro interés
pero en seguida nos abrió las puertas de su casa.
Tanto él como su mujer, que también resultó ser pintora, nos atendieron con entusiasmo progresivo, con
una confianza creciente en esos jóvenes curiosos y
descarados que habían llamado a su puerta a una
hora intempestiva (la siesta en el sur es una religión
con muchos practicantes) siguiendo el rastro de un
poema, el de Vicente Núñez, y de una novela, la
protagonizada por ese tipo estrafalario e interesante
como un beat (también entonces leíamos con desesperación feliz Los vagabundos del Dharma o Aullido
y Kerouac, Ginsberg y sus colegas eran nuestros
padres verdaderos) que acababa de aparecer en la
pantalla. Les caímos bien, nos caímos bien en pocos
minutos. Después de servirnos vino de la zona, galletas y café y de entregarse con pasión a una tertulia provocativa sobre la vida (¡qué de veces aparece
la palabra vida en las conversaciones de los ávidos
de ella, de los impacientes jóvenes que respiran boqueando como peces en la orilla!) nos invitaron a
sus estudios, que estaban abarrotados de cuadros
de ambos. Nos mostraron su obra con cordialidad
y desapego, sin hacerla ni hacerse a sí mismos demasiado caso, como si, una vez fuera de ellos, nos
les interesara detenerse en ella. Ésa fue una lección
más, inestimable para un aprendiz de creador: si uno
se queda prisionero de lo que ha hecho (un libro, un
cuadro, una escultura, una película, una sinfonía; un
amor, un sueño, una afición, un dolor) perderá la imprescindible libertad que necesitará para hacer algo
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nuevo, acabará siendo aplastado por su propio pasado, se repetirá sin descanso como un condenado
del pero de los infiernos, el del Yo vacío. Quizás por
la actitud desentendida de ellos al mostrarnos sus
pinturas sólo recuerde de ellas que eran luminosas
y polvorientas a un tiempo, el fruto de una lucha a
muerte con visibilidad, la opacidad que esconde toda
transparencia, pero no sus motivos, sus dimensiones,
sus títulos o el estilo al que podían ser adscritas. Reposando en vertical unas sobre las otras apenas las
inclinaban un poco para que nos asomáramos, las
dejaban así unos segundos y pasaban a la siguiente. Con comentarios monosilábicos que no parecían
tener contendido, como el chisporroteo de una bombilla segundos antes de fundirse, y con impaciencia.
Tanto él como ella ( y es curioso que en mi recuerdo
sea yo incapaz de separar los cuadros del primero
de los de la segunda) parecían estar pensando en
otra cosa. Esa otra cosa se reveló de repente, como
“la vida” del poema, y les transfiguró al unísono
como por arte de magia. Nos llevaron a otro cuarto y
empezaron a mostrarnos, quitándose la palabra de
la boca y los cuadros de las manos, empujándonos
sin contemplaciones para que les hiciéramos sitio o
atrayéndonos hacia ellos con sus dedos engarfiados
alrededor de nuestros antebrazos, las obras de sus
alumnos del instituto o del colegio. Cuando conseguimos poner un poco de orden en su deslavazado
discurso a dos voces entendimos lo que querían decirnos: que lo que estaba almacenado en ese cuarto
era el resultado, la obra, de los niños y niñas de poco
más de diez años a los que daban clases, los cuales
habían sido capaces de asimilar las tendencias artísticas de la modernidad, desde las vanguardias hasta
nuestros días, y se habían puesto a reproducirlas.
Esos cuadros que nos estaban ofreciendo, con una
dos
devoción que no habían puesto en los suyos, habían
sido aceptados para ser expuestos en Madrid y en
Nueva York en museos de primer nivel sin detectar los especialistas de los mismos que sus autores
apenas habían cruzado la raya de la adolescencia,
de lo que aprovechaban para hacer toda clase de
críticas maliciosas sobre el arte actual y su inanidad conceptual y expresiva. Exultaban de orgullo y
hablaban de la pena que iban a sentir cuando poco
después, según habían decidido, se mudaran ellos
mismos a la ciudad norteamericana para ver si en
ella lograban impulsar sus respectivas carreras: dejar a sus geniecillos les iba a costar la misma vida.
Aunque los genios eran ellos, que habían sabido
transmitir el saber y la técnica, y la motivación para
hacer algo con ellas, a sus alumnos, algo, teniendo en cuenta el estado de la educación, milagroso
en los tiempos aquellos y más en los que corren.
Sentí pena cuando nos despedimos porque intuí,
como así fue, que no los volvería a ver. Ignoro qué
pasó con ellos, con sus niñas y niños, con todo ese
material artístico altamente inflamable, con la conciencia y las existencias implicadas en ese cuento
de hadas. Y tampoco quiero saberlo (o eso creo),
sobre todo por si ese cuento de hadas se estropeó,
como suele ser habitual, y se convirtió en uno de
terror. A mí esa experiencia lejana me ha servido
para saber que detrás de la puerta de un desconocido (un poeta que recibe en el bar de un pueblo pequeño, unos pintores que moldean a sus discípulos
como miguelángeles del espíritu) le espera a uno la
vida, esa cosa que salta de repente (“de repente, la
vida”) y se escabulle de repente y a la que hay que
estar atento sin interrupción (esa cualidad juvenil,
la atención feroz y minuciosa, que la mayoría dilapida sin perdón) si no quiere perdérsela.
Además de aquélla lejana, he estado en Lucena en una
docena de ocasiones, quizás un poco menos. Siempre relacionadas con libros (que, hablando de Lucena, es como
decir de la mano de Manolo Lara, el intenso taumaturgo
y poeta, ahora secuestrado como concejal por el Ayuntamiento, que, en efecto, ha llenado Lucena de haikus como
a otros se les ocurrió llenar New York o Hong Kong de rascacielos: éstos lo hicieron para que en sus calles cupieran
todos los moradores de sus ciudades, Manolo lo ha hecho
para que en Lucena cupieran todas las variedades de experiencias intelectuales y emocionales inventariadas por
el ser humano hasta la fecha) y siempre sorprendido por
la respuesta cálida de los lucentinos. En Lucena he estado
presentado libros míos (dos ediciones de mi antología La
gorda y otros poemas y El vecino inquietante. Segunda
antología de poesía devocional de la India), presentando
libros ajenos (Hainuwele, de Chantal Maillard) y leyendo
en varios de sus institutos de enseñanza secundaria poemas de mi libro Los poemas de Vikram Babu, sobre el cual
he aprendido más escuchando los comentarios de sus
estudiantes que con las reseñas de los críticos o de mis
compañeros de profesión. En Lucena he leído, entre las
cuatro paredes de mi habitación de hotel, libros traídos de
fuera (casi un acto de contrabando literario sobre el que
algún día me gustaría reflexionar con más detenimiento),
libros que me han regalado allí y libros que he adquirido
en la librería Juan de Mairena al sabio y amistoso Pipo.
Eso también es, modestamente, Lucena: los libros que,
como haces de luz, me tejen a mí en concreto a una ciudad hermosa y entusiasta, a una ciudad donde se da el
infrecuentísimo milagro del buen gusto literario, del fervor
por la lectura de calidad. Libros que siguen escribiéndome
y llevándome de paseo por uno de los pocos lugares a los
que, a pesar de ir siempre de paso, siento como propios. Y
cada vez que voy, además, recuerdo el poema de Vicente Núñez y a los misteriosos pintores que me enseñaron,
cuando tenía una edad en la que lo urgente era vivir de
repente, de instante incandescente en instante incandescente, que llamar a una puerta cerrada es algo más que
un acto de valentía o de intromisión: es una apuesta por
lo desconocido como principio de la existencia, de lo desconocido como motor para seguirle el rastro al Ser, que
no es un abstruso concepto metafísico sino las infinitas
ganas de jugar que tiene el mundo.
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miradas
LORENZO OLIVÁN
Un Vitalista
por Fatalidad
Carlos Marzal
a través de su poesía
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Nadie puede dudar a estas alturas de que Carlos Marzal, uno de los poetas con más merecido
prestigio de su generación, atraviesa desde hace
unos años una etapa de su trayectoria especialmente fecunda, de altísima calidad, que le ha llevado en muy poco espacio de tiempo a obtener
casi todos los galardones importantes (el Premio
de la Crítica, el Nacional de Poesía o el Loewe)
a que puede aspirar alguien todavía joven y con
mucha obra por delante.
La de Marzal es una voz que a todas luces ha
ido evolucionando, se ha ido expandiendo, para
repetirse sólo en lo esencial, a la que hemos de
agradecer esa permanente inquietud, esa búsqueda de nuevas modulaciones que sólo alguien
convencido de su autenticidad se puede permitir
sin que parezcan fruto del oportunismo o de fugaces modas.
Si Marzal se hubiese mantenido en el tono y maneras de su primer título, El último de la fiesta, se hablaría de él en muy distintos términos de los que se
han empleado para reflexionar sobre su poesía ya
de madurez. Llama la atención el perfil poético que
sobresale en esa entrega inicial: el de alguien que
juega a confundirse con un personaje. Es como si
el autor se contemplase a sí mismo actuando: la
mentira que nos convierte en más vivos y cierto
descreimiento existencial están fundidos a la perfección en la atmósfera de fondo. “Variedades”,
precisamente, lleva por nombre una de las partes.
Algunos retratos (perdedores como un gángster o
un jugador de billar venidos a menos), algunos motivos (armas muy de película), algunas frases (“mañana seré tu enfermedad”, “He pagado el trayecto
/ con la mercaduría que traigo entre las piernas”)
delatan un sentido homenaje al mundo del cine.
Ésa, sin duda, es una de las presencias claras,
pero la sombra que más se deja notar la proyecta
el autor que por entonces mejor encarnaba un tipo
de poesía “moral, es decir, reflexiva”, y de talante
claramente vitalista: Jaime Gil de Biedma. De Gil
de Biedma aprenden por entonces muchos autores a hablar de la noche y los cuerpos, que para
Marzal constituyen en El último de la fiesta la más
pura metáfora de la vida, una palabra –“vida”– que
le obsesiona hasta el punto de repetirla diez veces
en un texto no muy largo (“La vida ausente”). Pero
con el poeta de Moralidades no sólo se comparte
una forma de estar en el mundo, sino la forma misma de contarlo y cantarlo: “Imagino el infierno”, con
sus estrofas de seis versos, lo mismo que “El poema de amor que nunca escribirás”, recuerdan la
sextina “Apología y petición”. “In memoriam C. M.”
remite sin duda a “Después de la muerte de JGB”.
Del poeta catalán se tomó, por parte de muchos
poetas de esa generación, algo más peligroso, su
vertiente más frívola, el “Verbo hecho tango” (aquí
traducido a “diálogos de alcoba que pareciesen tangos”), los guiños a amigos que evocaban la imagen
de un “grupo”, y la idea del arte como juegos de
artificio (“El juego de hacer versos” era un poema
faro, clave para entender muchas disquisiciones
poéticas del momento). Marzal en su presentación
como poeta estaba aún bastante lejos de sí mismo,
aunque ya había descubierto su fatalismo vital o su
vitalismo fatalista, algo profundamente de él y sólo
de él. Pensemos en el arranque de gigantes de la
lírica como Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda,
deudores en su origen del modernismo más externo o de Guillén, para recalcar que esos titubeos
iniciales a un poeta de altura (y estamos ante quien
sin duda lo es) nada le restan.
En La vida de frontera, tanto la forma que se hace
notar en exceso como las “formas extrañas” están
más diluidas, y la noche, con la que antes se jugaba,
empieza a jugar en serio con esta voz hasta hacerla temblar, trasladando igual temblor a los lectores.
Hay aquí “Media verónica para don Manuel Machado”, pero siempre he pensado que de manuelmachadiano Marzal sólo tiene cierto escepticismo
irónico, y cierto distanciamiento para lidiar “a ese
toro con guasa del hierro de la vida”. Su alejandrino,
por ejemplo, dialoga más con el claroscuro ético del
gran Arcipreste de Hita que con la exacerbación del
matiz sensorial de los modernistas (los cuerpos no
le llevan a la descripción o revelación de los cuerpos). Porque lo “moral reflexivo” en Marzal enlaza
con una tradición más ligada al pensamiento, y sus
recursos más característicos, por lo mismo, no son
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imágenes, metáforas ni sinestesias, sino figuras
que nos evocan el mejor conceptismo, como el de
estos versos dignos de los meandros reflexivos de
un Quevedo y con un significativo guiño unamuniano: “cansado, el pensamiento, de sentir, / y de pensar, cansado el sentimiento. / Toda la peor parte de
la vida, / que a veces es la única que ocurre, / le
habrá ocurrido a un yo que no conozco, / un yo que
a fuerza de desconocido / convierte en no vivido lo
vivido, / y el que yo reconozco, el que comparte / la
vida preferida / (esa que ha estado siempre en otra
parte) / será mi yo más mío. / Y la vida que venga
será fácil, / o lo parecerá (qué más me da), / será la
dulce vida, / y por dulzura y por facilidad / será una
eternidad mientras me dura, / aunque sólo me dure
un día más”.
Quien se decía “el último de la fiesta” da crecientes
muestras, a estas alturas, de estar cansado, perdido en el territorio de sí mismo, ante una noche
que ya no atesora su inagotable promesa, y ante un
mundo, cada vez más ajeno, lleno de ruido y furia.
La vida de frontera (por el que no en vano cruzan
las sombras de Céline, Borges o Brines) anuncia,
como un límite de brumas, la entrada a ese territorio de la desolación y el nihilismo más marcados, el
de su libro más negro, Los países nocturnos. Aquí
Marzal alcanza su primera cima incuestionable,
armado de una voz que se ha ido despojando de
gangas, para mostrarse ya del todo inconfundible.
¿Cómo se han producido los cambios en él? ¿Qué
ha recogido o renovado de su etapa anterior? En el
aspecto más externo, que es el que primero salta
a la vista, ha flexibilizado el verso, lo ha desencorsetado y ha ganado, por ello, en naturalidad y en
amplitud de tonos. Esa idea del mundo como gran
teatro (tan barroca y, a la vez, tan actual) se ha
ido desplazando de una modulación relajada, con
toques de frivolidad, a otra llena de tenso dramatismo. La farsa ha dado paso a la tragedia, a la que
alude ya el título mismo de la primera parte del libro,
esa “Matemática salvaje”, que está velando el fatum.
Por otra parte, se obtiene mejor fruto de la tendencia al prosaísmo, creando poemas que parecen casi
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relatos, parábolas, episodios narrativos, sin dejar
de ser poesía de gran voltaje, como en “El mundo
natural”, “El animal dormido”, “Estela de un avión
que cruza el parabrisas”, “La fruta corrompida” o
tantos otros. Incluso la veta conceptista de la que
hablábamos crece en fatalidad, y un sostenido vértigo de paradojas, quiasmos o derivaciones retrata
mejor que nunca esa imagen de la vida como “selva
inextricable”. En un homenaje a Faulkner nos recuerda Marzal su lente siniestra. Aplicar esa lente
a la existencia y quemarnos y herirnos es el mérito que él mismo alcanzó en Los países nocturnos,
uno de los libros más intensos y personales de los
últimos años.
De esa noche que abruma con sus ángeles herméticos escapa el poeta hacia una vía de luz en Metales pesados, otra hermosa cima. En el texto que
da título al volumen el hombre pasa a ser definido
como “lujosas gotas de mercurio amante”, verso que
tiende sus puentes hacia la “metálica alegría” de la
dedicatoria inicial. Sorprende, además, tras el nihilismo anterior, una cita de Joubert, colocada en el
umbral, muy significativa: “Es preciso que exista algo
sagrado”. También llama la atención que domine el
conjunto la primera persona del plural (cosa que no
ocurría en el título precedente), un “nosotros” que
nada tiene que ver con el “nosotros” de la poesía de
posguerra, el “nosotros” ahora de un pensador que,
por supuesto, es también poeta –y muy buen poeta– y que no quiere dar voz al drama de un tiempo
histórico, sino sumergirse en el tiempo con mayúsculas y abrir constantes interrogantes sobre la vida
como vida en sí. Él lo dice con contundencia: “somos
un incesante animal que interroga”, “Somos la humanidad que se repite / en los distintos hombres. No
cambiamos”.
Carlos Marzal, ya lo he sugerido antes, ha mantenido siempre un fondo dialéctico, que conjuga, en
distintas proporciones, vitalismo y dramatismo. En
uno de los textos donde mejor queda patente esa
bipolaridad de su carácter, afirma con gran precisión introspectiva: “Mi desencanto abarca como
propios / todos los sinsentidos de la historia... /en
mi desasosiego se resume / el hosco jeroglífico de
ser”. Pero también añade: “mi decepción arrastra
/ residuos de entusiasmo, / es un extraño fósil de
alegría”. El dramatismo marzaliano bebe, por tanto, de una concepción fatalista de la vida, de una
visión de la realidad que combina fascinación y
absurdo, de la ininteligibilidad de la existencia y
de una convicción kavafiana-pessoana de que no
podemos escapar de nosotros mismos. El cambio
con respecto al pesimismo del libro anterior es que
ahora, en Metales pesados, como un personaje
de Dostoievski (cita que le gustaba repetir a José
Hierro) ama la vida más que su sentido: lo mejor
de ella está en el ansia, en el deseo, en su vértigo
de evidencias, en el álgebra incomprensible de su
loca energía e intentar explicar lo inexplicable sólo
conduce a la desazón y la impotencia. Tres de las
cuatro partes del libro subrayan la nueva perspectiva adoptada: “El entusiasmo de la decepción”,
“La mirada conforme” y “La voz en extravío”. La
última, muy en especial, anuncia y prepara el camino de su último libro, Fuera de mí. En él, se
adentra de forma más marcada en el territorio de
la celebración hímnica de las cosas y, convencido
de que no se puede comulgar con ellas desde la
reflexión o la meditación (su territorio más propio),
Marzal lleva a extremos su enfoque nuevo, más
atento a la pulpa, a la carnalidad y sensorialidad
de todo (algo que no había estado nunca antes
en sus prioridades), con un lenguaje también de
nueva estirpe que se quiere dionisiaco, y que por
eso se hace a veces balbuciente, como repetida
oración ritual.
Desde distintas ópticas, estamos ante quien siempre ha sido, sobre todo, un vitalista por fatalidad. Sin
olvidarse nunca de ese gran eje que mejor lo define, Carlos Marzal está destinado a hacer rotar sus
mundos, sus países de noche, sus metales de ley,
su “voz en extravío”, y lo hará a buen seguro ensanchándose hacia lejanas e insospechadas órbitas,
que seguirán llenando a sus lectores de expectación
y renovado asombro.
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13
libros
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DE LA CONFUSIÓN A LA PALABRA ORIGINAL
Crisis
Juan Carlos Abril,
Valencia, Pre-textos, 2007.
ANA GORRÍA
Tras publicar Un intruso nos somete (1997, 2ª edición 2004) y El laberinto azul (2001;
Accésit del Premio Adonais), Juan Carlos Abril ha presentado su tercer poemario Crisis
en la editorial Pre-textos.
Desde su título, Crisis propone un punto de inflexión. Frente a la tradición, frente a la
propia trayectoria e incluso frente a la propia biografía, el lenguaje esquiva las interpretaciones referenciales y el signo se constituye como epicentro semántico del poema.
El marco de la representación se ha roto y Crisis viene a dar testimonio de ello: las
relaciones entre sujeto y mundo, entre el Logos y la Physis se han quebrado: “Todo
podrá cambiarse, / dice. Nada me toca”. La inestabilidad del sujeto se nos propone como
elemento estructurador de este libro de poemas. Como consecuencia de esa inestabilidad, topoi de la retórica posmoderna que ha reclamado Omar Calabrese como uno
de los constitutivos de nuestra época, se propone la idea de la fuga, del cambio, de la
metamorfosis, puntas de desterritorialización en las articulaciones de deseo en palabras
de Deleuze.
Esa mirada dis-traída, sin dirección, justifica el interés del autor por la superficie, consecuencia de la asunción de la ruptura entre palabra y mundo, y hacia un lenguaje cercano
a presupuestos imaginistas, lenguaje arraigado en la asociación, la dislocación del sentido, “¡El agua buena comprimida! / Este refugio oscuro. / Nuestro dolor”, la yuxtaposición, “el buen humor se precipita... / Así el calor, que trepa solo, / inyecta movimientos
espirales, / leyes de la contigüidad”, el símil “y gime una ebria calma / –su gas anula
voluntades– / como rumor de sombras” y, sobre todo, la reticencia, dada la naturaleza
elusiva de este libro de poemas.
Además de la fragilidad del sujeto, aspecto que modula todo el libro, sostiene tanto en
la dicción y en la expresión el rechazo a la convencionalidad del signo lingüístico. La
poesía hunde sus raíces en el lenguaje original y en consecuencia, el poeta reclama esa
originalidad fundacional del signo a través del juego etimológico, “ver significa primavera”
o la “matriz de histeria”, que viene a culminar el proceso de metamorfosis iniciado con la
crisis en su segunda acepción del diccionario de la academia: “Mutación importante (…)
en otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales”.
La idea de violencia y de análisis se concilia en Crisis bajo el auspicio de la supresión
de la anécdota, signo que, si bien fue introducido por el romanticismo europeo como un
elemento puesto al servicio de la expresión, fue “reciclado” por las vanguardias históricas
para centrar su atención en el lenguaje y en la ruptura de las convenciones, las palabras,
las estructuras, los contenidos. Juan Carlos Abril concilia estas dos posiciones a través
de ese desdén hacia lo anecdótico sumándose a lo que Octavio Paz llamó “la tradición
de la ruptura”. Nos enfrentamos ante un lenguaje oblicuo y concentrado en la expresión
de la emoción al margen del lenguaje utilitario.
Crisis, estructurado en tres movimientos y una coda “Omnia”, se modula como un viaje
interior hacia zonas de la conciencia escindidas de lo real: “Todo comienza a ser extraño
/ igual que entonces. Te distraen / –sin dirección– sus formas / hueras que giran y esas
leves / ideas. Mira / lo que la luz transporta”. Zonas que la voz lírica desea conciliar bien
a través de esas epifanías que suponen la lección inaugural del libro, epifanías que
resultan testimonio tanto de la celebración y de la afirmación de la existencia como de su
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propia inconstancia y futilidad, “De aquel modelo / guardó la luz veloz de su gramática”,
bien a través de la mirada anclada en la superficie o de la confusión entre reinos que
sostiene la atención a los mitos de la antigüedad grecolatina, mitos que el autor trae a
nuestro presente tropológico y nocional: “los árboles caídos en el suelo / se han podrido,
sus ramas– melodía / de drogas, sin descanso”.
En la primera parte, “El deshollinador”, introducida por una referencia a la lírica italiana
medieval y por un fragmento del Elogio del deshollinador del romántico Charles Lamb,
los dos primeros poemas se arraigan en la brevedad tanto de la emoción como del desasosiego, como consecuencia de esa tensión epifánica que recoge todo el libro: “Este refugio oscuro. / Nuestro dolor”. En “Diseminación” este desasosiego contamina la palabra
y las posibilidades creativas, tal y como afirmara Blanchot a propósito de Kafka: “El arte
es sobre todo conciencia de la desgracia, no su compensación (…) Describe la situación
de quien ya no puede decir “yo”, de quien en el mismo movimiento perdió el mundo, la
verdad del mundo (…)”. Como síntesis de las tres vías anteriores abiertas en los poemas
mencionados, cabe considerar la propuesta poética de Abril como una afirmación de, en
esa desgracia que subraya la crisis, la posibilidad de entrever “otra canción nueva” tal y
como se manifiesta en el dilógico poema “Clases de lucha”.
“Qui si convien lasciare ogni sospetto”. Abandónese aquí todo recelo, anuncia Dante
en el Umbral del III infierno y del mismo modo el autor de Crisis conmina al receptor del
texto a asumir con él la confusión de órdenes, categorías, géneros en el texto. Roland
Barthes, en la conferencia que impartió en el College de la France sobre el concepto de
lo neutro, subrayó la necesidad de plantear un pensamiento que superará el reino de las
oposiciones: “Defino lo neutro como aquello que desbarata el paradigma, o más bien llamo lo Neutro a todo aquello que desbarata el paradigma. (…) ¿Qué es el paradigma? Es
la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir
sentido.” Si en “El deshollinador”, desde el mismo retrato de éste se apuntaba a un ser
fuera de la realidad, o de “la realidad irrealizada”, en “Deja aquí la esperanza” el poeta
profundiza en el análisis de lo informe, de lo monstruoso con una personal relectura de la
mitología grecolatina (basta observar las referencias a Diana, Apolo, Proserpina).
Si bien en las dos primeras partes de este texto se eludía cualquier referencia explícita al
dolor, aunque supusiese el epicentro no nombrado del lenguaje poético, en una “matriz
de histeria” se lleva a cabo la fusión entre el hombre y la cosa al mismo tiempo que se
manifiesta “la conciencia del fracaso”.
Con el último poema de esta serie, “Death by water”, Juan Carlos Abril liga su obra a
la de Eliot a través del intertexto: “Death by water” es la cuarta parte de la tierra baldía,
sección en la que se nos descubre y propone la muerte por ahogamiento de Flebas el
fenicio tras haber tenido constancia de los cadáveres que deambulan por las calles de
la capital de Reino Unido.
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“Una matriz de histeria”, en la línea de contención que ha marcado el devenir del libro,
hunde su mirada en la lengua de la tristeza y de la desolación que ha estado presente de
forma soterrada en la totalidad del poemario. Así, “La cicatriz del cielo” o “Fotosíntesis”
como manifestaciones de esa “cosa que siente” en palabras de Mario Perniola en que
ha venido a convertirse el sujeto, después del universo de transformaciones al que se
ha sometido el sujeto en las dos partes anteriores: “nada en el centro de la imagen / que
sigue y se prolonga hasta su término / para salir del cenagal... Su acción / se abrió hacia
dentro, y así emerge / una amenaza ante mis ojos”.
Como colofón, “Omnia”: “Aquello fue verdad, su búsqueda” y la confirmación de que
“nada es eterno”. El fracaso de la escritura certifica aquella sentencia de Blanchot en
que se explicitaba: “Sean cuales fueren sus aspectos, lo cotidiano tiene el rasgo de no
dejarse aprehender. Escapa. Pertenece a la insignificancia, y lo insignificante no tiene
verdad, ni realidad, ni secreto, pero quizá es también el lugar de toda significación posible.” Frente a la búsqueda que ha justificado todo el poemario, frente a la precariedad
del signo y a la ruina del ser, del lenguaje, frente a la crisis de la identidad y de propia
la biografía, cabe, a pesar del recelo manifiesto tanto en la dicción como expresión,
confiar en lo inmediato, en la felicidad: “tú me preguntas por qué escribo / y a ti todas
las cosas te protegen”.
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EL FILTRO DEL TIEMPO
Sutura
Carlos Alcorta
Madrid, Hiperión, 2007.
JOSÉ LUIS MORANTE
La primera entrega de Carlos Alcorta, Doureios Hippos, aparece en 1986. Han transcurrido más de dos décadas de escritura y el poeta de Torrelavega protagoniza un intenso
quehacer literario que se concreta en una decena de libros. El último, Sutura, forma parte
de la prestigiosa colección de poesía Hiperión.
Versos de Gabriel Ferrater, Adam Zagajewski y José Ángel Valente sirven de introito a
un conjunto de trece composiciones, alguna de las cuales se había adelantado en el
cuaderno A la intemperie.
Sutura se plantea como una indagación reflexiva sobre la identidad. En el poema inicial
el foco de atención es la actitud de un niño. Juega con un pequeño zoo de plástico,
dictamina leyes y traza los destinos de figuras inanimadas; se comporta como un dios endosando atributos y cualidades y personificando objetos. Aprende a percibir y aprende a
ser; en su estar crédulo funde realidad y sueño, elabora una mezcla primaria que genera
un reino singular. Todavía no hay espacio para la memoria; ocupa todo su pensamiento
un saber elemental y las relaciones con los ámbitos cercanos tienen, con frecuencia, un
carácter mágico.
En este tramo vital prevalece la luz de amanecida sobre la sombra; la retina no está manchada con las señales del desencanto y las acciones no tienen, tras su realización, un valor moral, por lo que están exentas de remordimiento. Una vez más, la imagen de la niñez
corresponde al disfrute de un tiempo áureo. El niño habita un lúdico reducto que habrá de
recrearse, cuando el calendario marque otras fechas, como un periodo extraño e irreal,
como si nunca hubiera sido habitado. Esa misma sensación de incredulidad emana al
contemplar el paisaje que tiene ubicación en los recuerdos. En su inmovilidad nos ofrece
otra geografía, un ámbito que no coincide con las luminosas formas del pretérito. En la íntima indagación falta el asombro; los diseminados elementos no parecen reales, crean la
sensación de formas ilusorias porque el que mira está aferrado a la propia circunstancia
y es incapaz de desprenderse de la rémora vivencial. Los lugares recordados son planos
trazados por un observador parcial, conforman un entorno dinámico y subjetivo que no
encuentra correspondencia en una descripción sensorial y empírica; está transformado
por procesos internos que lo configuran a conveniencia.
El hombre maduro habita los decorados de la derrota: procede de otro tiempo que ha soportado la erosión de los días y batalla con su conciencia. Corre el riesgo de convertirse en una
identidad sumisa y vulnerable, proclive a abandonar cimientos y convicciones para guardar
el equilibrio de la quietud. Es una opción que anula encrucijadas y elimina riesgos. Pero
rememorar no basta. Mirar atrás es contemplar el niño del error involuntario que provocaba
la ira o la compasión del adulto, es vislumbrar al adolescente que veía ante sí un horizonte propicio; es también, sentir la cercanía del invierno y aguantar, porque no es posible
prescindir del fracaso en la construcción del yo, mientras se apagan los ecos de cualquier
planteamiento utópico y se mitigan expectativas relacionadas con lo imaginario.
Paso a paso, el yo poemático abandona la contingencia del presente y sondea en las posibilidades que el futuro le ofrece; hay que aceptar con franqueza el misterioso azar que
aguarda a quien busca esa estación de llegada; pero es preciso estar preparado para
que los rasgos de lo que se avecina no nos decepcionen: el porvenir en ocasiones es
sinónimo de una nada intimidatoria y excluyente, así que es mejor abandonar cualquier
concepto épico de la existencia. La tarea de ser es individual e intransferible y corresponde a cada uno descubrir sus límites.
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Esa precariedad que nos rodea alimenta el deseo de ser otro. El tránsito temporal nos
lleva a extendernos hacia otras afueras. Es ese sentimiento del padre que se busca en el
hijo y que realiza en él su particular introspección porque encuentra entre sus existencias
asociaciones misteriosas. Del mismo modo que el cariño paterno renueva en sus hijos
sus tentativas de felicidad, cada uno de los fracasos personales precisa una ilusión renovada que recubra de asombro el sosiego doméstico.
Ese caminar a tientas de la voluntad justifica también la labor del poeta: “Gracias a la
anestesia del olvido, / a la consumación del ser en la escritura / toleras el tormento de
vivir / y a ti mismo, inactivo, a la espera de qué”. La palabra traza retrospectivas, hace
imaginario el dolor que antes de nombrarse fue real y es indulgente con las pérdidas. La
capacidad de representación del lenguaje da muestras de su eficacia verbal, despoja
al acontecimiento de finitud y diluye vestigios autobiográficos. El poema X reformula la
intención del poema desde otra variable: “¿Del desacato y de la rebelión / contra uno
mismo nace la escritura?” La hipótesis sugiere, no responde, constata que la voluntad
se afirma traicionando a menudo decisiones e ideas porque en el devenir desborda la
multiplicidad de lo real y rara vez asistimos al cumplimiento de los sueños iniciales.
La indagación establece un marco de pertenencia con las pérdidas, pero también con lo
que olvidamos; el viaje hacia el interior descubre los envejecidos fragmentos del pasado
y, al mismo tiempo, hace posible un conocimiento especulativo del propio destino porque
el ahora se interpreta sobre aquellos cimientos que alzan la inercia de lo cotidiano.
Alcorta utiliza en todas las composiciones el verso libre, con claro predominio del endecasílabo, aunque se rompe la pausa versal con frecuentes encabalgamientos. Rechaza,
en su dicción, el empleo de elementos en el poema ajenos a un discurso racional. Con
frecuencia se dirige a una segunda persona, un yo desdoblado que se convierte en receptor próximo. En él se vuelca el rastrear del pasado, esa concatenación de secuencias
que sustenta el aprendizaje. El poema da la impresión de un diálogo, con dos interlocutores: el sujeto lírico se dirige a una segunda persona de quien espera asentimiento y
comprensión.
Los trece poemas son secuencias que comparten unidad de tono, lo que dota al poemario de una inusual coherencia; Sutura es, en realidad, una unidad poética que se
fragmenta en una cuidadosa estructura para resaltar determinados momentos de la sostenida indagación en la que la memoria desorganiza los recuerdos y los dota de un orden
nuevo y corregido. La palabra poética hace una reinterpretación de lo que somos y da
contorno a formas imprecisas.
Las composiciones de Sutura trazan un camino de interiorización por el que desfilan
recuerdos, esperanzas, decepciones y miedos; esos eslabones que enlazan el ayer y el
presente; años de aprendizaje tamizados por el filtro del tiempo.
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PASAJERA DE LO EFÍMERO
Fuego soy, apartado y espada puesta lejos
Gioconda Belli
Madrid, Visor, 2007.
VICENTE LUIS MORA
Este poemario de Gioconda Belli (Managua, 1948), premiado con el XXVIII Premio Ciudad de Melilla incluye, en realidad, dos libros, correspondientes a los dos sujetos poéticos distintos con los que la autora ha tejido estos poemas. Uno de los sujetos es una
mujer de edad madura que deja atrás rápidamente la belleza y la juventud; el otro es
una intelectual nicaragüense residente en Estados Unidos que, desde el desarraigo vital,
vierte su mirada sobre el exterior, especialmente sobre los males de su patria de origen.
Ambos sujetos, desde luego, tienen un notable parentesco o buenas dosis de identidad
con la propia Belli, pero sus escrituras son diferentes, y también tienen diferente interés,
por lo que preferimos tratarlas por separado.
Interioridad
El extraño título del poemario proviene del Quijote, en concreto de uno de los pocos
capítulos del texto cervantino (I, XIIII) que la crítica feminista considera como salvable
(desde una perspectiva ideológica): aquel donde la pastora Marcela se defiende de las
acusaciones sobre la muerte de Crisóstomo, que se ha suicidado por no poder obtener
su amor1. De la encendida defensa de la pastora se extrae la frase del título, que a su
vez se remonta al precepto pitagórico “apartar la espada aguda del fuego” (Diógenes
Laercio, Vidas de filósofos ilustres, VIII). Por tanto, parece que hay una decidida voluntad
de la autora de inscribir el texto dentro de unos márgenes epistemológicos concretos: la
expresividad artística femenina como un ejercicio de libertad, una manifestación preñada
de las connotaciones típicas del género por las que no se debe dar ninguna explicación
de los actos propios. Así es, y en varias partes del poemario asoma esa mujer libérrima
que vive sin complejos su experiencia de femineidad. Sin embargo, hay a veces alguna
contradicción entre ese contemplarse sin explicaciones y una cierta insistencia en la
importancia de la pérdida de la belleza. En principio, parece que lo que hay es un mero
canto elegíaco al paso del tiempo por uno mismo, o por una misma: “Soy una mujer que
interroga su cuerpo / y la mansedumbre inusual de su conciencia / como un nenúfar
arrastrado por el viento / se pregunta el sentido de su belleza” (“Ríos del vivir”). Pero en
otras, hay cierta imagen estereotipada de mujer triunfante y bella, un modelo canonizado
por las leyes (inexorables, nada libérrimas y muy poco feministas) de la publicidad audiovisual, y que el sujeto poético de estos poemas contempla –con no poco pavor– en
decadencia, al verse reflejada en el espejo; espejo que aparece, con notable y significativa presencia, en Fuego soy, apartado y espada puesta lejos. La parte menos sólida del
poemario es ésta, que incluye incluso piezas sobre menopausia desde una perspectiva
“Cosmopolitan” (p. 84), aunque Belli no olvida que, como expusiera Luis Cernuda en
Poesía y literatura (1960), “la poesía fija a la belleza efímera”, y ese parece el deseo de
la autora, consciente de que “hoy estoy aquí / y mañana dejaré de ser”, de que “no estoy
lista para la muerte”, para concluir que “otra mujer se asoma en el espejo / y me mira
desde una madurez / que aún no reconozco / como mía”. A veces se lanza Belli, desde
este terreno, a unos precipicios metafísicos que no le favorecen en absoluto, repitiendo
a lo largo del libro preguntas profundas que, dejadas sin contestar, recuerdan a las de un
adolescente: “¿Qué es la realidad?” (p. 44), “¿Qué es el tiempo?” (p. 50), “¿Cuál es el
sentido de la vida?” (pp. 105, 107). A pesar de que en algún momento declare: “¿Cómo
te digo que no quiero ya / esta vida a ras de la realidad?” (p. 51), creo que es justo ahí, en
contacto con la realidad inmediata y no vacilando en filosofías que se le escapan, donde
la poesía de Belli toma cuerpo y consistencia artística y matérica.
1.- “(…) que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él
quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. (…) Fuego soy apartado y espada puesta lejos”; CERVANTES,
M. de: Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Crítica, 2001, p. 154.
91
Exterioridad
El otro personaje o yo elocutorio del poemario es a mi juicio más interesante y sus réditos
poéticos son de mayor calado. La mirada femenina es, en este caso, una conciencia
crítica que, desde su expatriada ciudadanía nicaragüense (véase “Vida dividida” y “Migraciones”), recorre el mundo como intelectual (México, Granada, Estados Unidos, su
propio país), observando atentamente lo que sucede a su alrededor, y comparándolo con
el discurso triunfante en los medios de comunicación de masas, cuyos titulares y a veces
estructuras (como algún anuncio publicitario) aparecen diseminados en varios poemas.
La mirada al exterior diluye el subjetivismo quizá demasiado extremo en los poemas
íntimos, y se alivia de encorsetamientos sentimentales. Su realismo (y su consiguiente
despojamiento) tiene aquí más razón de ser y dota de notable fuerza a las descripciones, que aparecen ante los ojos del lector más verosímiles y bien reconstruidas. Belli es
una excelente transmisora de pulsión y sentimiento, y sabe cómo elegir las imágenes,
las fotografías de la realidad más convincentes y serias. Que haya algún inexplicable
despropósito (“el refugio de la poesía / ha sido para mí como la capa invisible de Harry
Potter”, p. 105), no obsta al buen nivel medio de estos poemas, que nos ofrecen incluso
alguna joya como “Del verbo estar”, de dramática ternura. La mirada dolida de Belli sobre
su patria y su compasión en general por la raza humana y los desfavorecidos hacen de
la suya una poesía moral, comprometida con el dolor y preocupada por el entorno animal
y natural, que en sus mejores momentos no deja al lector indiferente.
Con no pocos textos sobrantes (“El silencio de los musos”, “Un gato adicto al chocolate”
entre otros), irregular y heterogéneo, Fuego soy es, sin embargo, un texto o más bien conjunto de textos de cierto interés, sobre todo cuando Belli se despoja de facilidades, ironías
de escaso vuelo y pseudometafísicas para buscar una verdad operativa y crítica, una salida
de sí para encontrarse con lo mejor de los demás. Es ahí donde este poemario se levanta y
da sus mejores frutos, imperecederos como la cernudiana belleza del poema.
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DE LO QUE RESPIRA Y DA GRACIAS
Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995)
Rafael Cadenas
Valencia, Pre-textos, 2007.
ANDRÉS NAVARRO
Poeta, traductor y catedrático, Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) es, junto a Eugenio
Montejo (Caracas, 1938) y Vicente Gerbasi (Canaobo, 1913-1992), uno de poetas venezolanos más relevantes de las últimas décadas. Aunque en España, lamentablemente,
haya pasado casi inadvertido hasta fecha reciente, su obra poética es sin duda una de
las más arriesgadas y singulares de cuanta ha producido la lengua castellana desde
mediados del siglo pasado.
La obra que aquí se recoge está integrada por un total de ocho libros de poemas, tres de
ensayos y dos colecciones de reflexiones breves y aforismos. Dada la extensión —casi
800 páginas—, más que detenerme en libros concretos trataré de perfilar algunos de los
aspectos clave presentes tanto en su poesía como en su prosa. Y lo haré, además, sin
distinguir demasiado entre una y otra ya que, como apunta el colombiano Darío Jaramillo
en el generoso prólogo a la obra: “Es imposible hallar una frontera clara entre la poesía
y la prosa de Rafael Cadenas”. De partida, cabe señalar que en Rafael Cadenas la
radicalidad es una cualidad anterior al estilo. Se trata de un rasgo de temperamento, un
escepticismo en su modo de mirar el mundo que está detrás de cada uno de sus textos.
A la pregunta de Gombrowicz: “¿Por qué no conozco nada peor en materia de estilo ni
nada más ridículo que ese modo con que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?”, Rafael Cadenas bien podría responder con palabras de Yeats: “De las disputas con
los otros hacemos retórica, de las disputas con nosotros mismos hacemos poesía”. Pero
también con las suyas propias: “No quiero estilo, sino honradez”. Esa condición, bien
mirado, puede leerse también como una suerte de síntesis de su poética, no es difícil
intuir esa actitud de fondo a lo largo de toda su obra.
Sus primeros libros de poemas, pero sobre todo el que lleva por título Los cuadernos del
destierro (1960), remiten a la poesía omnívora de Residencia en la tierra o a los largos
poemas de Herberto Helder incluidos en A colher na boca —libro que, por cierto, data
del mismo año—. Si en estos poemarios iniciales el poeta coquetea con el automatismo
como una vacuna contra cualquier forma de método, en las obras sucesivas se trasluce
un empeño por acotar el sentido, por despojar el poema de impurezas, o más bien de
adornos irracionales y de cierta profusión de imágenes no siempre imprescindibles. En
líneas generales, puede decirse que su trayectoria ha sido una liberación paulatina de
hormas de género: para Cadenas, el poema como unidad cerrada falsea y deforma,
toda pauta creativa es un amaneramiento. Encontramos a menudo poemas sin título,
ritmos abruptos aunque casi siempre sensuales, poesía epigramática, poesía expansiva
e infinidad de formas de texto híbrido. En ese sentido, los teóricos que parecen haber
encontrado en el término ‘fragmento’ una nueva panacea reductora y, en definitiva, otra
etiqueta de temporada, quizá puedan encontrar alguna clave en la colección de textos
en prosa titulada Anotaciones (1983): “La fragmentación del mundo tal vez conduce al
fragmento, o a todo lo contrario, a la obra ordenadora. En este momento me inclino hacia
esa forma de expresión, la que brota sin pretensiones al hilo de los días”.
El resultado de todo ese mestizaje es lo que él mismo da en llamar su inestilo. En el
poema “Ars poética”, perteneciente al poemario Intemperie (1977), el cuarto en orden
cronológico, expone con claridad sus intenciones en materia de poesía: “Que cada palabra lleve lo que dice”. Y, poco después: “No he de proferir adornada falsedad ni poner
tinta dudosa ni / añadir brillos a lo que es. / Seamos reales. / Quiero exactitudes aterradoras. / Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis / palabras. Me
poseen tanto como yo a ellas”. Sobre esas premisas, su poesía posterior a Intemperie
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empieza a despojarse de lirismo y de tradición. En lo sucesivo, rara vez se desprende de
cierto escrúpulo metapoético: “¿Para qué esculpir / la palabra, / carentes?// ¿Se espera
oír / diciendo?”. Poemas, en suma, que permiten sospechar un autor más atraído por la
vida que por la literatura: “Vida, / conviértenos, / disuélvenos en un nuevo estilo, / haz de
nuestra respiración el fuelle absoluto”.
Si en el plano semántico no duda en plantarle cara al ídolo utilitario (“Lenguaje emanado
/ puntual / fehaciente, / no el engaño / de la palabra que sirve a alguien”), en el terreno
formal la obra poética de Cadenas es una la lucha constante contra la afectación, contra
la impostura. Aunque esa lucha, a juzgar por sus textos en prosa, parece haber excedido
el contexto de lo literario para adentrarse de lleno en todos los demás ámbitos de su pensamiento y su biografía. Sobre todo en sus ensayos, insiste en el rechazo de la nostalgia
como fuerza creadora. De algún modo, la nostalgia es un extravío de nuestras potencias
sensoriales, una trampa intelectual que nos aísla. En el titulado Realidad y literatura y
en relación a un poema de William Wordsworth, escribe: “La sustitución del vivir real por
otro, en el recuerdo, es un debilitamiento de la capacidad primigenia para sentir. A medida que ésta decrece, el individuo se refugia en la memoria, y al contrario, el acrecer de la
memoria, tiende a reducir la otra capacidad, que no depende del recuerdo”.
Asimismo, su cosmovisión vitalista rechaza el intelecto en favor de los sentidos. La conceptualización sistemática como medio de relación con la realidad nos discapacita para
experimentarla plenamente: “La mente es una parte con pretensiones de todo. Ha puesto
a su servicio la vida, en lugar de ser su servidora”. Esa misma postura es traducida con
particular concisión en uno de los poemas sin título de su libro Notaciones (1973): “Callo.
No voy más allá de mis ojos. / Me consta este alrededor”. Por otro lado, mientras que muchos de los mayores poetas del siglo pasado sacralizaron el lenguaje como herramienta
de conocimiento, para Cadenas la palabra no capta, es defectuosa, impone sus propias
reglas ajenas a la sensación pura: “La palabra tiene una carga de pasado, emotiva, intelectual, física, que choca con la frescura de la sensación, absorbiéndola, asimilándola a
su marco, quitándole su fuerza prístina.” (Cabe aclarar que esa afirmación será parcialmente refutada por el propio poeta en su ensayo En torno al lenguaje, y que su respeto
por la lengua como eje central de toda cultura queda patente a través de figuras como
Karl Kraus o Pedro Salinas, a los que dedica sendos ensayos). La ciencia, por su parte,
no nos dice qué es la realidad, sino cómo opera. El método científico pone nombres a
los fenómenos, los analiza asépticamente, pero no entra en ellos, carece de la calidad
penetrante y afectiva que el poeta admira en los sentidos ordinarios. Ni siquiera la literatura se salva de la quema. Dado que la obra literaria no es la realidad sino una vivencia
de la realidad, su rango de entidad es infinitamente inferior al de ésta. Además, asegura,
ninguna vivencia es representable por medio de palabras sin pérdidas fundamentales.
Lo que opone a todas esas renuncias es el silencio, pero un silencio que no atiende al
lenguaje sino a la mente, que debe quedar suspendida si quiere preservar intacta su
capacidad de atención. Rafael Cadenas parece echar en falta la facultad de estar en el
mundo sin interpretarlo, de sentir sin imputarle significados a las sensaciones. A la pregunta de qué puede hacer la poesía por el hombre actual, responde: “En realidad, damos
por supuesto casi todo. Nuestro reino es el fatigado reino de lo sabido. La poesía está
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llamada a arrancarnos de él y reconducirnos a la novedad, que es lo ordinario, pero como
si lo viéramos por primera vez”. Esta vindicación de las sensaciones a través del despojamiento intelectual lo pone en contacto directo con los postulados místicos (San Juan de
la Cruz, Eckhart, Ionesco, Lao Tse). En sus escritos en prosa, mística y contemplación
son con frecuencia términos intercambiables, aunque rara vez están exentos de cierto
sesgo aconfesional y a menudo crítico con los poderes espirituales: “Las religiones se
han secado. Lo único que puede vivificarlas es el misticismo; precisamente lo que no les
interesa”. O, más adelante: “La Iglesia lo reduce todo a la creencia en Dios. A la mística
le importa fundamentalmente la vivencia. Lo religioso no es asunto de creer”.
No quiero terminar sin destacar la que a mi juicio es una de las mayores virtudes del
imaginario y las reflexiones de Rafael Cadenas: su voluntad de autoevocarse en el lector.
O, echando mano de Eliot, su capacidad de volver a la mente sin haber sido convocado.
Esa cualidad, además, cobra verdadera importancia para los lectores, y es sin duda mi
caso, que no gozamos de buena memoria. No puede afirmarse que constituya un rasgo
general de su obra, pero sí que en algunos momentos sus poemas tocan la sencillez casi
inalcanzable de los más grandes, esa voz que baja a las profundidades del conocimiento
para ascender a la superficie del papel con unas pocas palabras esenciales, diminutas,
casi esféricas: “Tal vez / al más pobre / le esté destinado / el don excelente: permitir”.
Leí estos versos por primera vez hace ya algunos años. Para mi suerte, aún no he logrado deshacerme de ellos.
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VERTIENTES DE LA MIRADA
Canción oscura
Rafael Fombellida
Valencia, Pre-Textos, 2007.
JOSEP MARÍA NOGUERAS
Se abre Canción oscura (Premio Internacional de Poesía Gerardo Diego 2006), el último
libro de Rafael Fombellida (Torrelavega, 1959), con una serie inicial de poemas titulada,
de forma significativa, “Pupila en vilo”. Acaso resulte una obviedad insistir una vez más
a estas alturas en la importancia de la mirada del creador, no sólo en el terreno de lo
poético, sino del arte en general, pero, por encima de pretendidas genialidades o de denodados esfuerzos por darle una nueva vuelta de tuerca al señuelo de la originalidad, lo
cierto es que lo que acaba por definir una trayectoria artística lograda es, precisamente,
el enfoque de esa mirada con la que el creador se asoma al mundo con el objetivo de
interrogarlo, de aprehenderlo y de transformar la experiencia que ese proceso implica en
un objeto (llámese poema o relato, cuadro o fotografía) de validez conceptual y estética.
En este libro intenso, el ojo del poeta, esa “pupila en vilo”, deviene un elemento clave
en la conformación de un mundo cuajado de detalles reveladores. Ojo avizor, Rafael
Fombellida se sitúa ante la realidad como quien cumple un cometido ineludible, como
el vigía concentrado que atalaya el horizonte. “Oteando” se titula el segundo poema del
conjunto, que contiene, además, alusiones a “un mirar nítido”, a “tortuosas rutas oteadas”
o a “las pupilas bañadas”. En el poema titulado “Planeadoras” podemos leer: “Pero miras
de lejos / agazapado en el cañaveral...” O, siguiendo en esta línea, “... y mirar desde lejos
mirar desde lejos la nave que se pierde / presa de posesión entre los hielos.” (“Perdida
latitud”). En el bello “Ella descansa”, finalmente, la contemplación de la mujer dormida se
convierte incluso en una decidida invitación al lector, mediante el uso de una significativa
forma en imperativo dirigida a aquel por parte del poeta: “Miradla”.
La mirada que despliega el autor de Canción oscura –y encontramos en ello uno de
los más destacados aciertos de este libro– remite a una conciencia casi sagrada de la
realidad. La tarea del hombre que mira, del poeta que esculpe estos versos y, por extensión, del lector que se acerca a ellos, no es sólo constatar la existencia de las cosas,
sino dotarlas de un sentido que trascienda su mera apariencia y presentarlas, a través
de la palabra acendrada, bajo una nueva luz. En poemas como “Higos por la Merced”,
“La buena simiente” o “Vasos de té silvestre”, Rafael Fombellida transmuta la aparente
insignificancia de las cosas en –como apuntábamos más arriba– detalles reveladores,
en elementos trascendentes, no exentos a veces de cierto hálito religioso. De este modo,
una simple “hogaza parda, apelmazada, seca / tras jornadas de estío en la despensa” se
revela al final del poema como un “obstinado sacramento”, con “su masa de indulgencia
y buen amor” (“La buena simiente”). Otros poemas del conjunto, como “Cielo vacío” o el
magnífico y emotivo “La amistad de las almas”, ahondan en esa dirección.
El uso del lenguaje surge como otro de los elementos que vienen a reforzar lo expuesto
hasta ahora, de modo que la elaborada arquitectura verbal que caracteriza a Canción
oscura supone un importante punto de apoyo en la plasmación de ese “mundo que a sí
se otorga”, de esa realidad revelada, de ese “orbe originario” que palpita al compás del
corazón del propio poeta (“Lo irreductible”). Rafael Fombellida construye cada uno de
sus versos a partir de una cuidada selección léxica y sus palabras brillan como metales
bruñidos (“emulsión de humedad en la vereda”, “madrigal de vida”, “telúrica oración”).
Abunda el adjetivo: “Segrega el ofrecido seno abierto / un alma blanda, franca leche,
gotas / cuajadas en su ampolla.” (“Higos por la Merced”). Abunda, asimismo, la imagen
lograda, intensa, a menudo generadora de una sugestiva plasticidad: “La noche tranquila
se mece en / sus lunas”, “...los días que vivimos, / como un jirón de ropa en una zarza”,
“Un barco entre los hielos es un pecho / oprimido a distancia por la mano / del amor
imprevisto”.
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Por otro lado, en el tratamiento de muchos de sus motivos poéticos, Rafael Fombellida
se muestra como un autor de una notable originalidad. Piezas como “Hemofilia”, “Planeadoras”, “Cave canem” o la bella y evocadora “Noche del oceanógrafo” apuntan en
esta dirección. La calidad del conjunto se ve reforzada con la presencia de poemas que
siguen dicha senda.
Celebramos encontrar en Canción oscura la obra de un poeta maduro y sabio, exigente
consigo mismo y con el lector que se acerque hasta sus páginas. En su particular forma
de contemplar el mundo y de redefinirlo a través de la palabra escrita, el autor logra dotar
a su poética de una profundidad en la que la inteligencia y la emoción se complementan
sin fisuras.
Un libro excelente, en definitiva, al que regresar en futuras relecturas. Un paso importante en la trayectoria de un sólido poeta.
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NINGUNA MUERTE
Si temierais morir
Vicente Gallego
Barcelona, Tusquets, 2008.
JOSEP M. RODRÍGUEZ
Las generaciones son como los nudos de los cordones de los zapatos, se hacen y se
deshacen. Para Eliot, se trata de un proceso natural: al principio los poetas se agrupan
en torno a unos postulados generales (ya se sabe, la unión hace la fuerza), pero llega
un momento en el que los mejores autores van escindiéndose del grupo para adentrarse
por sendas más personales y arriesgadas. Un caso evidente es el de Vicente Gallego.
Tras publicar algunos de los mejores libros adscritos a la corriente figurativa de la generación de los 80, la comúnmente denominada “poesía de la experiencia”, en 2002
nos sorprendió con Santa deriva, un poemario que se caracterizaba (se ha dicho) por
una estética más barroca. Si bien, la poesía de Vicente Gallego se ha mostrado desde
siempre muy cercana a la del Siglo de Oro, especialmente en lo que concierne a los dos
temas centrales en su obra: el paso del tiempo y el amor –“Amor constante más allá de
la prudencia” se titulaba uno de los poemas de Los ojos del extraño, en lo que era un
significativo homenaje a Quevedo, referencia ineludible para todo aquel que se adentre
en la poesía amorosa de Vicente Gallego.
Pero quedémonos en el primero de esos dos ejes: “las horas que limando están los días, /
los días que royendo están los años”. Como en estos versos de Góngora, la conciencia del
paso del tiempo está en Vicente Gallego ya desde el primer o segundo poema de La luz,
de otra manera (dependiendo de la edición que se maneje). Un poema en el que su protagonista pasea por un viejo balneario abandonado, entre toallas rotas y cristales y condones
resecos y restos del mobiliario: “huesos rotos de un tiempo / que aún el tiempo devora con
su ferocidad de larva”. En el fondo, Vicente Gallego está actualizando el tópico de la rosa
que tanto juego diera a Garcilaso, Herrera, Francisco de la Roja o los ya mencionados
Góngora y Quevedo. El propio Vicente Gallego le dedica uno de los mejores, si no el mejor
poema, de Los ojos del extraño: “Alguien trajo una rosa / hace ya algunos días, y con ella
/ trajo también algo de luz, / yo la puse en un vaso y poco a poco / se ha apagado la luz y
se apagó la rosa”.
Así, el motivo clásico del tempus fugit actúa como los cables del tendido eléctrico, conectando entre sí los distintos libros de Vicente Gallego: desde La luz, de otra manera, donde cada poema llevaba una fecha por título acentuando aún más, si cabe, lo transitorio
y caduco de nuestra existencia, hasta su obra más reciente, Si temierais morir; pasando
por poemas como “El arroyo”, “Una tarde cualquiera”, “El turista”, “Desvalido orgullo” o
“Las tardes”: “Es un destino oscuro el de las tardes, / pero también hermoso / y breve
como el paso de los hombres”.
Sin embargo, tras ese “agora sé que el mundo ya me huye”, que diría Boscán, comprendemos “que la vida iba en serio” (JGdB); especialmente tras la muerte del padre, cuya
ausencia nos coloca en primera línea de fuego, sin intermediario que valga, conscientes de
que “lo siguiente es lo nuestro”. Y así, con esa queja o lamento se abre Si temierais morir:
“¿Qué diré que poseo si esta vida / nos echa la ganancia en saco roto? (…) Que se acabe
el amor, que se desdiga, / podemos tolerarlo. / Pero cómo aceptar la mentira del cuerpo”.
Un quebranto que continúa a lo largo de la primera parte del libro, en poemas como “¿Es
que a nadie le extraña?”, “¿Quién?” o “Canción del que escucha”: “¡Si nos lo hubieran dicho
/ que estar vivos sería / un asunto tan serio; que habríamos de ir / tan lejos y por dónde; /
que la sangre / al final / nos llegaba hasta el río!”. Según una antigua enseñanza budista, el
pez no muere cuando muerde el anzuelo, sino en el justo momento en el que abre la boca.
Del mismo modo, tan sólo desde la aceptación de que nuestro nacimiento supone también
nuestra propia muerte podemos trascender esa “mentira del cuerpo”.
99
Y es precisamente ese momento de iluminación, ese despertar a lo trascendente que los
japoneses denominan “satori”, lo que se nos relata en el poema que inaugura la segunda
y última parte del libro, titulada “Ahora” –en clara y significativa oposición a la primera:
“Antes”–. Se trata, sin duda, del poema más importante del libro, pues no sólo marca el
pulso de toda la sección, sino que le da sentido al conjunto: “Ya veis que no consiste esta
ganancia / más que en perderlo todo / un poco más temprano”. El pez se ha dado cuenta
de que ha abierto la boca. “Esto era la muerte: / la más grande verdad, / la gran mentira;
/ verdad porque murió / y cómo lo lloré / el que hubiera creído / escribir estos versos; /
mentira porque sigue / tan vivo como siempre”.
“Estar en el mundo pero no pertenecer al mundo”, reza el sufismo. O, como escribiera
Ángel González, “una resurrección, ninguna muerte”. Verso, éste, que Vicente Gallego
ya utilizó en el segundo canto de “Las mujeres y las armas”, de su libro Los ojos del
extraño. Y es que la poesía de Vicente Gallego siempre ha tenido cierto componente
oriental –véase “El escriba” o “Nocturno con haikú”– y, a qué negarlo, místico. Porque
místico era San Juan de la Cruz, pero también Emily Dickinson, algunos beatniks, el
último Juan Ramon Jiménez, cierta poesía devocional india o poetas japoneses del haiku
como Matsuo Bashô, capaz de hacernos partícipes de la iluminación gracias a una rana
y a un viejo estanque.
Y es que se puede ir más allá de las apariencias sin dejar de preocuparnos por nuestra
realidad más inmediata, como el frágil sueño del hijo o unas simples lágrimas. En este
sentido, ya algunos de los poemas de La luz, de otra manera pueden calificarse de
místicos, como aquel que termina: “El sol, las rocas, el sonido irreal de la marea / que
me arrastra despacio hasta la cumbre, / hasta este instante en que la luz soy yo”. De
hecho, la única diferencia entre este poema (“Octubre, 11”) y el que da título al poemario
(“Si temierais morir”) es que el primero está escrito desde la inmanencia, mientras que
el segundo lo está desde la trascendencia: “Sentado al sol / solté, / fui desasido (…) La
rosa de la carne / se deshizo (…) Sentado al sol me supe (…) Si temierais morir, abrid
los ojos”. Vicente Gallego ha abierto los ojos y ha despertado (“más allá de los modos”)
a un estado de gracia o iluminación desde el que ha escrito un buen puñado de poemas,
posiblemente los mejores que haya escrito hasta la fecha. Y eso ya es decir mucho.
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MÁS POLVO ENAMORADO
Eros es más
Juan Antonio González-Iglesias
Madrid, Visor, 2007.
GUILLERMO LÓPEZ GALLEGO
Que un libro de poesía comience con un prólogo de su propio autor es lo bastante insólito como para causar curiosidad, y ése es precisamente el caso de Eros es más, que
tiene una sucinta introducción de Juan Antonio González-Iglesias. En ella se refiere la
anécdota que está detrás del título, y que resume el ánimo metafísico del libro: “Todos
conocemos la verdad última que aquí se dice. Lo hemos oído o leído en muchos lugares.
Eros es más que thánatos. El amor es más fuerte que la muerte”.
Pese a que el asunto suele tratarse de manera sentimental, Eros es más es un libro
reflexivo –sobre todo reflexivo, más bien, porque desde luego tiene momentos emocionantes, empezando por el primer verso del primer poema, “Exceso de vida”: “Desde que
te conozco tengo en cuenta la muerte”– y marcado por la responsabilidad de la palabra,
en especial por la que el poeta tiene a su cargo: “El único código humano que puede dar
cuenta de eros es el logos. Y más concretamente la forma plena del lenguaje: la poesía”,
dice el autor en la introducción. Obligación del poeta que éste parece contraer por su
condición de intermediario de lo inefable o de traductor del inconsciente colectivo: “Un
poeta es alguien que dice verdades elementales. A veces es simplemente alguien que
las recuerda o se las recuerda a los demás”.
Ese designio de describir o representar el eros –entendido como “principio cósmico que
[tiende] a unir a todos los seres de la naturaleza. También a los humanos entre sí y con el
mundo”– a través de la palabra aparece de diversas maneras a lo largo del libro. En primer lugar, en los encabezamientos que nombran a Julio Casares y Antonio de Nebrija y
el énfasis de frases como “Platón dice” y “Aristóteles dice”, así como en diversas poéticas
(“Contracandela”, “Cuestión cuya respuesta no importa”) e incluso un sorprendente “Arte
de traducir”. También aparece en las estructuras falsamente circulares en las que los primeros versos son también los finales, sutilmente alterados por el conocimiento adquirido
(“Ha estado en la vendimia”, “You Light Up My Life”), y que de alguna manera invitan a
considerar el libro completo como una superestructura circular. Por último, mediante un
método de comprensión en el que la palabra es fundamental: “Leer el diccionario como
un libro de horas. / Buscar en los residuos del idioma algún símbolo / que pudiera servirme para acreditar / claridad” (“Contracandela”), “Los japoneses piensan que este es el
mes-sin-dioses” (“Octubre, mes sin dioses”).
El del eros, la muerte y la palabra es el eje en torno al cual se construye el libro, desde
el excepcional optimismo del primer poema (“Sueño con el momento perfecto del abrazo
/ sin prisa, de los besos que quedaron sin darse”) a la dualidad del último, “Hay algo
en el amor”: “Hay algo en el amor que pertenece / a este mundo. […] / Pero algo en el
amor no es de este mundo”. Junto a éste hay temas menores, derivados en mayor o
menor medida del fundamental, que el autor usa con inteligencia a manera de motivos
musicales. Es el caso de la síntesis de cristianismo y paganismo, que aparece de forma
clara en “Jueves Santo” –pertinentemente dedicado a Pablo García Baena–. Es también
el de las inscripciones en recuerdo de jóvenes muertos, que remiten al aere perennius de
Horacio (“Campus americano”, “¿Destinados al olvido?”), y las reflexiones sobre el hecho
de cumplir 40 años (“Los ojos del asceta”, “40”), ambos evidentemente relacionados con
el tema principal.
101
Otro de esos motivos es el de la letra minúscula, tal como aparece, por ejemplo, en
“Cuestión cuya respuesta no importa” (“este raro / placer que proporcionan / las cosas del
espíritu / siempre / que se escriba en minúscula”), que se diría precave modestamente
contra los riesgos de tomarse demasiado en serio el sistema hermenéutico basado en
el logos. Puede interpretarse que hay en ello cierta discrepancia respecto del propósito
declarado en el prefacio, pero es más correcto entender que se trata de una muestra de
espontaneidad, es decir, de una lógica íntima e intuitiva –acorde con el espíritu zen que
aparece en varios poemas, sobre todo en “Octubre, mes sin dioses”–, que la incoherencia superficial no menoscaba, al igual que cristianismo y paganismo se integran sin
contradicción, como se ha dicho.
Esa forma de entender el mundo con la intuición y la intimidad puede explicar el peculiar canon cultural de González-Iglesias, en el que críticos y lectores se han detenido a
menudo, tal vez injustificadamente. Cuando Robbie Williams y San Agustín aparecen en
“Vltimvs Romanorvm”, no se trata de un artificio posmoderno, sino de la manifestación
de una perspectiva situada fuera del “tiempo lineal de la historia” (“Stripper vestido”): a
Williams, San Agustín y el propio autor los hacen coincidir sus emociones en un espacio sin tiempo en el que por definición el canon no puede existir. Que esa perspectiva
atemporal figure junto a las indicaciones de la temporalidad mencionadas o la conciencia
de que actualmente se vive el final de un periodo (“Ahora que también algo se termina”,
también en “Stripper vestido”) no es contradictorio. Es sincero y cierto de una forma
interna que no ocupa el mismo espacio que la lógica rectilínea al uso.
Esa espontaneidad contradictoria es la expresión mediante la palabra de una intimidad
sentimental sincera frente a los enredos convencionales que a menudo se confunden
con ella, una verdad humana que hace de Eros es más un libro sobresaliente. Que
además –y ya sólo cabe mencionarlo– haya ideas penetrantes sobre la vida y la poesía,
lecturas novedosas de Santo Tomás, Paul Valéry y muchos otros, versos brillantes en
todos los poemas, una construcción verdaderamente orgánica del libro, basada en la
unidad temática y en los motivos que lo recorren, una renuencia a atarse –por ejemplo,
en el paso del discurso lineal y narrativo predominante al impresionismo descriptivo de
“Málaga”, o en los versos de dos sílabas que rompen la regla del alejandrino–, hace el
libro aún mejor.
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FUGACIDAD Y BRILLO
El invernadero de nieve
Lara Cantizani
Barcelona, DVD, 2007.
JOSÉ ANDÚJAR ALMANSA
Desde que el mejicano Tablada publicara en 1919 sus “poemas sintéticos”, como primera
aparición del haiku en lengua española, ha sido persistente la presencia de esta tradición
poética entre nosotros: sus versiones y diversiones, que diría Octavio Paz. Aunque quizás
nunca lo fuera tan significativa como en la actualidad. Una excepcional antología, Alfileres.
El haiku en la poesía española última (2004), y un esclarecedor ensayo sobre el origen y
aclimatación de esta estrofa japonesa en nuestra lengua, Hana o la flor del cerezo (2007),
ambos del poeta Josep M. Rodríguez, dan cumplida cuenta de lo que afirmamos.
Conviene aclarar esta circunstancia, porque El invernadero de nieve (2007), libro con el que
el poeta cordobés Lara Cantizani (1969) obtuvo el premio de poesía Ciudad de Burgos, es
una obra escrita en sus dos terceras partes bajo la forma métrica y plástica (letra y espíritu)
de las formas tradicionales del haiku y del tanka. “Charcos” y “Lagos” ha titulado su autor
las dos primeras secciones del libro, que, en efecto, no sólo recrean los originales moldes
rítmicos (5/ 7/ 5 para el haiku; 5/ 7/ 5/ 7/ 7 para el tanka), sino, sobre todo, el fogonazo, el
pequeño pero intenso hallazgo visual, verbal, fónico y plástico que envuelve esa condensada forma poética que Lara Cantizani maneja con evidente maestría: “Eco fundido. / Copo
de nieve muda / en la campana”.
No es casualidad que esta estructura haya adquirido una singular vigencia en la lírica de
estos últimos años. Muchos de los nuevos caminos buscados por la poesía al doblar el siglo
tienen que ver con algunos de los procedimientos que se transparentan en los modelos
orientales. Así, El invernadero de nieve ejemplifica, entre otras cosas, con su apuesta por
la intensidad y la esencialidad, por la sugerencia o por lo simbólico y a veces lo irracional,
ese alejamiento de lo narrativo y lo anecdótico que había caracterizado a los poetas del periodo anterior, del que sólo encontramos alguna muestra en poemas de la tercera sección,
“Mares”. No es únicamente que la reflexión se haya quedado en grano de la idea, sino que
en esos casos (“Ciego ante el peligro”, “Universo”, “En tanto que tan poco”) Cantizani suele
apoyarse en la ironía o, de modo más decidido, en el humor: “prefiero a miss Venezuela
/ antes que a la Victoria de Samotracia, / porque me gustan las mujeres / con cabeza”.
Aspecto que tampoco me parece tan alejado de ese juego de ingenio que compite con la
trascendencia en el apunte del haiku, y que el poeta cordobés aprovecha a menudo en la
primera sección: “La Vía Lactea / flota en los arrozales. / Arroz con leche”.
Está también la red del concepto, el juego verbal, que alcanza casi siempre la gracia del lirismo:
“Los pajarillos / ocultos en las copas. / Por ellos brindo”. Por no hablar del haiku que gira sobre sí
mismo y se ríe de su sombra: “Mi mujer tiene / el nuevo Nissan Micra / descapotable”.
Pero es sobre todo su voluntad de emplazarse en la imagen, como centro de gravedad absoluto, lo que acaba distinguiendo la fisonomía de este Invernadero de nieve. En este caso
los ejemplos podrían ser numeroso, y en ellos reside la sugestión verdadera del libro. Todos
los poemas que conforman la segunda sección, “Lagos”, se sostienen en la arquitectura de
la imagen, una imagen que no necesita más cimientos ni muro de carga, pura autonomía
verbal y visual. Me quedo con poemas como “Las 4 estaciones” o “Un patio enfermo”. Me
deslumbro con aciertos como el titulado “Mal amor”: “Costa sin faros / que empapa tu almohada / de acantilados”, o “Funambulista”: “En equilibrio / el horizonte rojo / tensa la tarde”.
Las palabras no se detienen sobre las cosas, las rozan.
Y eso es El invernadero de nieve, una brújula magnética que apunta siempre al norte de la
sensación, a un misterio visible, posado y transparente como su propia nieve.
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SOBRE LA MISERICORDIA
Casa de misericordia
Joan Margarit
Madrid, Visor, 2007.
MANUEL VILAS
El sentimiento de la misericordia es un sentimiento antiguo, clásico, también de origen
religioso, cristiano, pero también helénico (aunque con otro nombre). La misericordia es
uno de los sentimientos más honrosamente humanos que existe. Ya, desde este punto
de vista, lo trató Benito Pérez Galdós en la extraordinaria novela Misericordia. También
Tolstoi lo frecuentó cuando escribió Resurrección, porque la Misericordia para Tolstoi es
una forma de resurrección; o dicho de otro modo, quien es capaz de sentir misericordia
puede resucitar interiormente.
En la novela de Galdós se expresaba lo mismo que se expresa mutatis mutandis en el
poemario Casa de misericordia de Joan Margarit, a saber: un orden moral de solidaridad
o compasión hacia el sufrimiento, el dolor y la angustia. En Galdós era compasión hacia
los mendigos madrileños de finales del siglo XIX, en Margarit es compasión hacia nosotros mismos, que somos otra clase de mendigos, mendigos sentimentales, mendigos
posmodernos o posindustriales, que padecemos la angustia de la alienación y de las
pérdidas. En Tolstoi la misericordia es un estado de conciencia general. También ese
estado de conciencia general aparece en la poesía de Margarit.
Una de las características morales más originales de la poesía de Margarit es la exposición pública del dolor personal. En realidad, esa es su poética. Considera Margarit que
el dolor es consustancial al hecho de vivir, y por tanto, el dolor no debe suceder sólo en
lo privado, sino que ha de hacerse público, visible, y debe provocar nuestra misericordia.
Así, el personaje de Joana –la hija fallecida del poeta– reaparece en Casa de misericordia como una interrogación dolorosa que perdura en el tiempo: “Hace ya cinco años
que Joana murió. / Desde entonces, él huye: me llama por teléfono / desde extrañas
ciudades. Está solo / y durante este tiempo se ha hecho viejo.” También la profesión de
arquitecto de Margarit despliega en su poesía comparaciones entre la construcción de
edificios y la construcción de la vida. O en el poema “Quimioterapia” aparece una realidad contemporánea de nuestra medicina actual que no necesita explicación: “Sabe que
lleva dentro / un huésped que no entiende, / abstracto de tiniebla”.
Para Margarit la poesía es, muchas veces, autobiografía simbólica: “Bajo la lluvia, cuando ya es de noche, / los coches vuelven hacia sus garajes. / Mi padre no volvió jamás en
coche. / Con zapatos de goma y gabardina, / bajaba de un tranvía cuyo ruido / de hierro
aún resuena en mi cerebro. / Volvía siempre y yo no sé volver / a donde está mi hija”.
La exposición de la propia identidad personal tiene también algo de exorcismo. Pero es
en el plano autobiográfico donde Margarit alcanza su mayor solidez literaria. Y esa es
su singularidad: se expone a sí mismo en cada verso. No lo hace al modo romántico,
ni al modo cernudiano, ni al modo de Gil de Biedma. Quizá hay algo de expresionismo
en la manera de exponerse de Margarit. No pretende ser otro, o convertirse en otro,
como sucede en las poéticas autobiográficas que vienen de Cernuda. Margarit es un
realista en eso. Los temas de sus poemas están inmersos en la vulgaridad de la vida.
Esa vulgaridad es, en realidad, la vida. Enfrentarse a esa vulgaridad sin adornos es toda
una poética, que alcanza de este modo un tono desafiante. Algo así como si Margarit
nos dijese “me enfrento conmigo mismo, con lo bueno y lo malo, porque eso es la vida,
y eso será mi poesía”.
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En este sentido, en el panorama de las poesías hispánicas la originalidad de Margarit reside en su crudeza sentimental. Para mí no es crudeza, pero puede serlo para el
lector. Margarit es un poeta de la intemperie. Y de la exposición de esa intemperie sin
concesiones, nace la consolación. Margarit expone su intemperie, su desvalimiento, y
allí se encuentra con el desvalimiento del lector. No hay, en absoluto, en esta postura, ni
pérdida de orgullo, ni pérdida de dignidad. Margarit es un humanismo, es, simplemente,
humanidad. Ese es el latido de su poesía. Su poesía se impone moralmente por su claridad. Por ejemplo, la presencia de la vejez en Casa de misericordia es, evidentemente,
un rasgo de autobiografía pura. El logro literario radica en que esa vejez levanta nuestra
compasión, y digo compasión en su sentido latino de acompañamiento: “Recuerdo todavía la brutal erección / de un chico abandonado entre la lluvia, / una premonición
del viejo que ahora soy”. Todos somos viejos, o todos nos haremos viejos. El mismo
Margarit lo expresa en el epílogo en prosa de Casa de misericordia: “Porque, cuanto
más viejo me hago, no reconozco otra aventura que valga la pena que la propia vida.
Ni otra posibilidad de consuelo que la de administrar el propio deseo y ¿por qué no? el
propio fracaso”. Esa administración compete a la poesía, y quiere decir que la verdad
nos conviene. Decir la verdad nos convierte en más humanos. Decir la verdad de lo
que estoy siendo es la poética de Joan Margarit: “Y todos los lugares son la muerte”.
La verdad acaba siendo, en cierto modo, un júbilo inesperado. Y de la verdad viene un
sentido más hermoso del amor y de la vida. Por eso la crudeza aparente de Margarit
no es más que una forma de misericordia, una forma de acompañamiento, y por tanto
una forma de alegría e incluso de felicidad.
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ATRÁS SE QUEDA EL MUNDO
Hacia el viaje
Juan Manuel Muñoz Aguirre
Madrid, Centro de Poesía José Hierro, 2007.
JUAN MANUEL ROMERO
Las leyes que rigen el azar y el caos imponen que libros excelentes queden a veces
relegados a una sombra inmerecida. Es lo que puede ocurrir con Hacia el viaje, de Juan
Manuel Muñoz Aguirre (Madrid, 1959). Y es que no siempre “un libro vale por el número y
la novedad de los problemas que crea, anima o reanima”, como dijo con acierto y exceso
Paul Valéry, sino que también vale, y mucho, por lo que aporta en la lectura íntima, alejada del ruino de las polémicas y los codazos para entrar en primer lugar por las puertas
de ese género de ficción que es la historia literaria. El territorio que acotan los poemas
de Hacia el viaje deja espacio a un lugar donde el misterio tiene su sitio en un clima de
elegancia sin estridencias.
García Lorca dijo que las cosas “cuando buscan su curso encuentran su vacío”. Este
podría ser el lema de la mayoría de los textos de Hacia el viaje, que apuntan al deseo
de partir pero con el conocimiento ya maduro de que, tras el viaje, lo que habremos
descubierto es la pérdida de las propias esperanzas y la muerte que habita en todo, y
por ello, la imposibilidad epistemológica del viaje. El conocimiento del regreso sólo aporta
la emoción de un perdón que, por concreción en la conciencia agradecida, y contra la
petulancia del experimentado, comprende que “del tiempo podemos esperar clemencia
/ pero nunca sabiduría”. En todo caso, el viaje reconcilia la constatación de un mundo
roto, hecho fragmentos de recuerdos e ilusiones olvidadas, con el lento aprendizaje de
una felicidad practicable. Somos inevitablemente tiempo, espacio y movimiento, pero “al
movernos, / algo se mueve con nosotros, / como las sombras / en una cueva / o el miedo
en una pesadilla”.
Alguien escribió que no sólo todo el conocimiento, sino también todo el sentimiento, están en la percepción. De ahí que el itinerario que se traza en este libro sea principalmente
la crónica de una sensibilidad extrema en constante actividad. Muñoz Aguirre pone a
trabajar lo sensitivo como a la espera de una epifanía en las cosas más que en los acontecimientos. Por ese camino, llega un momento en que no hace “falta tocar la tierra / para
sentir su aspereza”. Mientras pasamos de puntillas por la anécdota, tenemos más tiempo
para observar “el nerviosismo del cuchillo, / …frente al aplomo del pan”, unos olivos “implícitos / en la crucifixión”, o “el paso blando en las hojas podridas” de un otoño opulento,
“otoños lento como transatlánticos”. El diálogo entre las imágenes, como destellos de
realidad, y la memoria que juega a confesarse a medias, a crear una conexión total entre
elegía y paisaje, va dibujando el rostro de quien ha perdido la fe pero no la alegría de encontrar belleza y piedad hasta en las ruinas: “un paisaje es una deuda moral”. Ese retrato
nace así de un esfuerzo ético, de una reconquista palmo a palmo de la propia historia
íntima, de “tanta vida / detrás, en llamas, como un país reconquistado”.
Los mejores poemas de Hacia el viaje han comprendido la lección de Eliot, al que cita en
el libro, de hacer girar toda su reflexión sobre el punto inmóvil de los contrarios. Libertad
y destino, éxito y fracaso, lucha y capitulación, el miedo como prisión y como frontera, la
mera vida y el exceso de vida. La palabra se tensa tratando de descubrir “la diferencia entre
aquello que pasa y aquello en lo que es posible adentrarse”. Como en la delicada paradoja
entre felicidad y costumbre de “Días del mes de enero”, o como en el difícil equilibrio entre
la luz y la oscuridad de “Nuda veritas”. Toda la calma y la felicidad se han apostado en esta
travesía compleja, que rechaza la obviedad emocional, de ida y vuelta a la memoria, entre
lo que pudo haber sido y lo que fue, con el recuerdo de un cuerpo en su quietud nocturna,
un amigo enfermo con manos “delgadas como peces conservados en sal”, o la vieja casa
en la que alguien, en el cuarto de al lado, trabajaba en silencio. Y cuando no hay consuelo,
al menos se propone una energía vital: “tras el fracaso, precisión”.
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Entre el ensayo de perspectiva en la memoria y el vuelo de pájaros del presente, Hacia el
viaje recoge el relato elíptico de un tiempo para la rendición. Si el pasado ha clausurado
todo lo que se deseaba, el ahora recogerá una mirada de piedad, ya que no de consuelo.
Cuando el mundo se arruina, queda el temblor de los árboles, una tarde que cae en
tajos oblicuos sobre la siembra, la fuerza de lo breve como pavesas escapadas de algún
incendio. En su sensibilidad, en su extrañeza, los poemas de Muñoz Aguirre imprimen
una sensación de intimidad, de confesión sin énfasis, de tener en las manos un objeto
conocido y misterioso a la vez. El uso de los recursos de cierto hermetismo (elipsis, dislocamientos, finales desconcertantes) no pretende suplir la falta de ideas sino que realza
la idea al podar la obviedad y dejando un espacio razonable al silencio. Poemas donde el
silencio se acerca como en un acto de respeto y desapego hacia lo que se limita a existir:
“la muerte, la inocencia, la luz de cada día”.
Juan Manuel Muñoz Aguirre ha dejado pasar quince años sin publicar desde que ganó
el premio Hiperión en 1991 (el año que quedó finalista Septiembre, de Luis Muñoz) con
su anterior libro, Adiós, dijo el duende. El resultado de ese proceso dilatado, Hacia el
viaje, muestra a las claras una gran asimilación de tiempo en poemas densos, de una
alta destilación. Muñoz Aguirre escribe una poesía que mira a Gil de Biedma y a Valente
al mismo tiempo. Una poesía que toca lo metafísico y lo cotidiano, que alza su casa en
lo rural sin crear con ello una vehemencia campesina, que es capaz del símbolo y del
retrato nítido de una edad. La edad del hundimiento, la edad de la ruptura, la edad de ser
tan solo “parte del espejismo, nada, un fuego en la costa”.
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EL POEMA COMO BIOGRAFÍA A LA CONTRA
Echado a perder
Carlos Pardo
Madrid, Visor, 2007.
ALBERTO SANTAMARÍA
Desde el romanticismo hay una tendencia general a considerar la creación poética como
un renovado encuentro con el mundo. Una renovada forma de entender el mundo que
parte de suponer una generalizada experiencia de olvidar lo aprendido, que la mayor
parte de los poetas recomiendan a los que aguardan el deseo de volver a hallar un
contacto nuevo, ingenuo, con las cosas y con el mundo. Dicho de otro modo, hay la
tendencia a considerar el poema como la conquista de la mirada primitiva, originaria y
descubridora del ser. Olvidar lo aprendido, lo pactado, conocido y legislado para renovar
la experiencia del mundo. “Volver a ser el niño que descubre y nombra las cosas por vez
primera y así alcanzar lo inefable”, y en ese descubrir el mundo descubrirnos a nosotros
mismos, construir nuestra vida de nuevo. Como bien señala Clément Rosset “este efecto poético de olvidar lo aprendido, por lo general, ha sido interpretado filosóficamente
como un acceso místico a la esencia del ser, una especie de contacto inmediato con
una intimidad de lo real confusamente representado como la verdad del ser”. No hay
más que pensar en la fenomenología de Husserl o Merlau-Ponty. Ahora bien, ¿es esto
así de sencillo? Más aún, ¿no ha sido esta idea una hipoteca demasiado pesada para la
creación poética? Siguiendo a Rosset, “se puede proponer una interpretación filosófica
del olvidar lo aprendido completamente diferente, que hace del edificio y del azar (…) el
objeto de la contemplación poética. Según esta interpretación, la experiencia de olvidar
lo aprendido se limita a olvidar lo aprendido, sin que se obtenga y ni siquiera se busque
una visión pura del objeto habitualmente percibido a través de la red de relaciones utilitarias o intelectuales”, es decir, ningún objeto en sí se oculta tras las múltiples percepciones usuales. El poeta se descubre ante el hecho de que lo real es idiota, simple, sin
trascendencia. Simplemente está-ahí. Tomemos, pues, el poema de esta forma, como
un olvido que reinventa o reescribe sin un plan preconcebido, sin ninguna linealidad ni
intención trascendente.
Este es el camino que se nos ofrece en algunas de las propuestas de la poesía española
reciente, entre ellas la que nos dibuja Carlos Pardo (Madrid, 1975) en Echado a perder.
Los treinta y seis poemas que componen el libro en lugar de formar un alfa y un omega
con el interés de cercar el sentido de un yo plenamente dibujado y pulimentado en sus
hechos (en busca de una realidad trascendente), trazan un camino lleno de bifurcaciones, desvíos, saltos imprevistos, haciéndonos conscientes de que no hay un camino definitivo y ni siquiera se desea. Olvidar lo aprendido supone olvidar lo aprendido y por tanto
el poeta (que no descubre ningún ser en sí detrás de lo visible) lo que nos dibuja es una
reconstrucción de su historia sin pautas, sin guiones; es la historia en su puro suceder.
Esta, seguramente, es la mayor virtud de este libro: la imposibilidad de su registro en un
plano, su carácter impredecible. Es una casa que no acaba de construirse, o quizá que
no permite que nos guiemos fácilmente por ella. El poema ilumina una parte de ese yo
poético no para enfocar y hacer de él centro de una historia sino para investigar si en los
límites, en las afueras de ese yo que ahora escribe, cabe aún la posibilidad de una vida,
aunque sea a la contra. (La escritura del yo se transforma en azar). El poeta nos vendrá a
decir algo tan tremendo e irónico como que la “la vida es mía, sí, pero no me pertenece”.
(Los que son como yo / o son yo sobrellevan / cada uno / la carga del más próximo. / Nos
deprimimos juntos). Así el libro se abre con lo que aparentemente es un viaje: “Quien regresa / no del desierto / sino del autobús que viaja / de un oasis a otro, / no ha aprendido
a callar”, pero que ha de llevarnos a la pregunta por el quién del poema, por el quién del
habla. Apunta en un poema posterior: “Nadie pregunta quién pero nosotros, / comparsas
del planeta / burgués, comentaristas / del reciclaje, hombres piojo, / medimos la parábola
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de la próxima elipse / por si acaso quisieran lanzarnos al desagüe / del tiempo / entre los
pre y los pos”. No nos cuenta una vida de forma narrativa, lineal, blanda, sino que expresa la tensión misma del vivir, donde la mera anécdota (tan visible en nuestra literatura) se
va escurriendo, no se deja atrapar ni identificar fácilmente en la lectura. Cabe recordar el
poema cuyo arranque es como sigue: “Yo también fui aprendiz en Barcelona”. Podríamos
pensar que acto seguido nos va narrar una historia acerca de las vicisitudes del aprendiz
en cuestión, sin embargo se lanza hacia una rememoración abierta, integradora, que
deja al lector sin aliento y que rompe por completo esa idea inicial de biografía novelada.
Por ello, en un poema posterior señalará: “La biografía nos abandonó”. Esto es, no se
trata de que el poeta deje a un lado su claro interés biográfico (un interés visible a lo largo
del libro) sino que más bien es la tensión biográfica, su cerco estricto y narrado, lo que
expulsa finalmente al poeta, lo que le hace desistir. La biografía se convierte entonces
en suceso con fecha de caducidad, algo que se pierde fácilmente, que se reinventa. Es
necesario un nuevo sentido de lo biográfico dado que la realidad nos lanza al desagüe
del tiempo. En cualquier caso, este aparente nihilismo o pesimismo no permite un desasosiego, una marcada pose de malestar. La insatisfacción es una forma más de estar en
el mundo, como cualquier otra e incluso más divertida. Precisamente el último poema del
libro traza este hecho como una especie de (contra)poética: “No era yo / ni era el propio
lenguaje / quien hablaba, sino un experimento / de humanos con cultura (…) / Porque era
vanidad / querer narrar la vida / aun más cubierta de su camuflaje (…) / y vanidad hablar
/ del mundo como de la superficie que devuelve el reflejo / de uno mismo asombrado”. El
reflejo no desvela una identidad. Y en el mismo poema, y como conclusión al libro, Pardo
vuelve al principio y si allí afirmaba que “no ha aprendido a callar”, aquí nos desvela al
final la causa: “Hablar para salir airoso de la vida / por los caminos del lenguaje. / Y aquí
termina la insatisfacción”. El lenguaje es herramienta clave en la construcción de Echado
a perder; un lenguaje que atrae hacia el verso ideas dispares, derivas del pensamiento,
imágenes sin fondo aparente pero con proyección. Un lenguaje que puede en ocasiones parecer gratuito, pero que encierra elementos importantes para la poética del autor
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donde la frase común se enzarza en una lucha por alcanzar la sorpresa. Lo cotidiano, la
expresión diaria queda superada pero no por un lenguaje elevado o grandilocuente sino
a través de su frenética sucesión. Por ello escribirá: “Alguien está tensando la malla de
los términos”, y de esta forma quizá los términos acaben por desfigurar su realidad. En
otro momento señala: “Escribo de broma hasta cuando soy tajante”. Idea que recuerda a
aquella orteguiana que decía: “Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que
somos cuando no somos artistas”.
El poema, por lo tanto, no representa un sujeto que descubre algo, como antes, sino que
presenta una serie de circunstancias, simples, sometidas a un lenguaje que no se deja
atrapar, que se desmiente a sí mismo a cada paso, insatisfecho, donde la ironía (algo que
ya se podía intuir en su anterior libro Desvelo sin paisaje) crece como elemento creativo
fundamental. Ironía, sí, al modo de Schlegel, es decir como recurso para mantener su
obra en perpetuo devenir, inagotable en sus significados, progresiva, permaneciendo
tanto el autor como su objetivo artístico en una superación constante de las limitaciones.
Por ello la escritura se convierte en contra-biografia, porque no nos dibuja un sujeto
plenamente formado como una escultura reconocible en todos sus límites, sino más bien
una conciencia que se va desmembrando, o mejor dicho, que no se sujeta a simples
moldes formales. De esta forma hallamos versos donde el sentido se difumina: “No sólo
al extender la alfombra de la causa / con ganas de decir basalto a los reproches / con la
esgrima de la separación / bipartita del mundo”. La musicalidad (otro elemento clave) se
rompe dejando su lugar a un ritmo sincopado, un ritmo compuesto a partir de una sucesión de notas a contratiempo. (“Descuidado / del rítmico bastón / soy como un tonto en
/ constante preiluminación”). El poema para Carlos Pardo, en definitiva, no es un espejo
que busca su reflejo lineal y pulido, sino que es sucesión, suceso invertido, lenguaje
común bajo sospecha, reflexión amorosa, dispersión biográfica, ironía… Por todo ello,
quizá, sea un libro que no deje a nadie indiferente.
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Y EL HOMBRE SEGUÍA SIN ATRIBUTOS
Estudio de lo visible
Mariano Peyrou
Valencia, Pre-Textos, 2007.
JUAN ANDRÉS GARCÍA ROMÁN
Mirar con el pensamiento y pensar con la mirada. ¿Son éstas acaso algunas de las
claves de una escritura, la de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), que sale al encuentro de nuestra expectativa de lectores y consumidores de poesía para retarla
profundamente? Pero detrás de esa especie de melopea de tiempos y tonos surcados
por el relámpago de una imagen perturbadora y concreta hay como diría Álvaro de
Campos al referirse a su Oda marítima más disciplina que en un ejercito pruso. Estudio
de lo visible no será verdura de las eras. Lo primero de que uno se percata, cuando da
los primeros pasos en un libro de Peyrou, es de que el poeta no ha estado aglutinando
poemas hasta dar con un producto, sino que detrás de este universo contundente y coherente de su poesía hay una honda pregunta tanto sobre las coordenadas de nuestro
ser en una era confusa y precaria –dürftige Zeit– cuanto sobre el propio hecho literario
en sí mismo: es decir, hay una poética. Soy de la opinión y me fundamento en la primera de las Conferencias de Frankfurt de la poetisa y pensadora austriaca Ingeborg
Bachmann de que ningún poeta podrá proponer un proyecto sólido sin haberse antes
hecho la gran pregunta que acarrea forzosamente cualquier libro de poesía después
de los desastres del siglo veinte, y ésta es la de su propia justificación: por qué, para
qué. El poeta contemporáneo no tiene un concepto heredado de belleza ni de arte (ni
de casi nada), sino en su lugar una ola maldita que lo persigue y que romperá sobre él
en el momento en que decida de veras afrontar el reto de la literatura. Mariano Peyrou
lo ha hecho y por eso Estudio de lo visible es en primer lugar un libro completo que
obedece a una lógica necesaria y precisa.
¿Y cómo puede comenzarse un libro de poesía, el género subjetivo, autoconsciente y
bravío por excelencia, en la era de la progresiva instauración de una nueva anonimia
universal? Pues indudablemente preguntándose por la propia conciencia e historia individual, aunque estableciendo su solución estética, claro, en otro lugar distinto de la
obsesiva y quirúrgica manera de la Chantal Maillard de Hilos (2006) o de la desgarrada
y supercrítica de Carlos Pardo en Echado a perder (2007).
La primera característica del modo poético de Peyrou a la que yo me referiría es la
precariedad, por darle algún nombre: el texto apenas si se sostiene en su legibilidad,
porque, como he dicho, no hay patrones, no hay marcos, no hay historia: cada poema
de Peyrou, y ello es hermosísimo, es el primer poema en la historia del mundo: de ahí
la extrañeza que suscita en el lector: pero “¿Quién es? ¿Qué es esto?” se preguntaría
éste parafraseando a Claudio Rodríguez. Hay historias de amor en el libro, pero apenas
las vislumbramos, porque el poema de amor es discursivamente imposible en la poesía
verdaderamente actual; y si acaso es posible, entonces, debe ser algo experimental,
debe instaurarse desde la nada, como querría el crítico y poeta alemán de posguerra
Karl Krolow.
Otro lugar por el que pasa la escritura de Estudio de lo visible es el de la expresión de
una dulce indolencia cínica: los poemas bailan entre gimnasios, pistas de patinaje, restaurantes, fiestas, excursiones, hípica: ¿sátira de una sociedad acomodada que olvida la
muerte? En cualquier caso, eso sí, escenarios de un sujeto que está donde está, pero no
sabe nada de sí ni de nadie excepto su profundo escepticismo ante una realidad-irrealidad
sin embargo pujante: “el futuro tira / con tanta fuerza como el pasado / y no es menor
su carga de melancolía” (poema “La escuela de Venus”), aunque lo más frecuente es
empero el delicioso sarcasmo. Y a pesar de que el deseo tiene curiosos compañeros de
viaje, como puede ser el gusto por la rareza y el humor grotesco (“una bizca / preciosa
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que escapó en el último / escalón” se dice en “He tratado de ser leve” o “mirar a la lectora
de enfrente / que se acariciaba el pelo como si se fuera a ahogar” de “El placer”), a pesar
digo de que los guiños al feísmo, a lo degradado y deforme y el recurso del humor están
servidos y son un difícil filtro para el amor, lo cierto es que pese a ello reside en el libro
una suave sensualidad sin trascendencia y desde luego igualmente laberíntica: “no lejos
de ahí / entrenaba el equipo femenino” afirma en un poema, “Chicas de pelo corto”, en
el que antes “un amigo / preguntó, angustiado, si había algún / guionista en la sala” o en
“El ruido”: “Lo bueno de los besos, comparados / con la conversación es que se puede
pensar / en cualquier otra cosa”. Y es que este “hombre sin atributos” hispánico cuya
máscara ciñe Peyrou emprende a menudo indagaciones teóricas, pero lo hace con una
tan divertida y al mismo tiempo dramática laxitud que lo conducen al mismo punto de
partida. De hecho, es crítico pero se arrepiente y en cualquier caso consigue que todo
sea desordenado: “Allí se exploran las conexiones entre la filosofía y el robo” (“Iniciación”) o “Se asomó a la ventana y levantó / su ropa mientras reflexionaba sobre lo bello
/ y lo sublime. Cuando salió se olvidó de algo” (“Particularidades”). En cualquier caso, es
consciente de la trágica historicidad y vulnerabilidad de todo planteamiento: “Hay sol y
los niños me siguen. / Surgieron muchas ideas, todas / ya olvidadas” afirmará en “El método”. El yo o sus adláteres tienen intenciones mezquinas: “el motivo / para ingresar en
la academia del norte / era poder ver a los modelos / vivos” (“Iniciación”) o directamente
(y exquisitamente) absurdas “Hablaremos / cuando sea de día. Ahora te toca a ti mover
el tejo” (“El terror a la belleza”). Las figuras se caracterizan por una rara incoherencia
hermosa: todo lo mezclan, pues no en vano una de las habilidades más felices y características de Peyrou es la creación y el uso de una peculiar clase de metonimia que mezcla
jerarquías, niveles de existencia: categorías o ciencias con objetos que les competen por
ejemplo (o que no lo hacen pero se sitúan en otro plano de la relidad). Así en “un mono
tras los barrotes / de la zoología” de “Las caricias inventadas” o “haciendo girar los hielos
como ideas” en “Alguien con quien hablar”.
Es de hecho muy frecuente que aparte de la confusión de tiempo, de las elipsis radicales,
aparezca la mezcla recurrente del ámbito del pensamiento con el de la contemplación: en
este punto enlazo con la frase con la que daba comienzo a mi reflexión. Lo cierto es que
la hiperconciencia crítica del poeta se traduce por medio de las acciones de la que se diría su desvalida marioneta en confusas y estetizantes imágenes o situaciones acaecidas
en ámbitos casi nunca reconocibles, pero hermosos: la huella de Ashbery creo que es
rastreable sin duda, pues aparte de lo que el libro tiene como manifiesto de una desazón
o unos principios, uno de sus más llamativos valores es no obstante la capacidad de
crear belleza con ello y dar lugar además a chispazos icónicos de un indecible lirismo y
extrañeza, ya que la mirada no es sólo desatenta, también está dirigida sabiamente por
el poeta hacia lo insólito, hacia la revelación de ángulos nunca vistos de la realidad cotidiana, cuando no directamente a la creación como diamante en bruto: “si comparamos /
el error milenario con la actividad / de las hormigas a la luz / de las velas o con un retrato
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de familia / de mi alumna más joven, / tendremos que disentir” se dice en “Las olas”. Pero
una y otra vez el poeta nos confunde, nos enseña caminos por los que empero no vamos
a transitar y que entonces quedan sólo dibujados como puertas abiertas, potencialidades
que se crecen en el enigma de su intraducibilidad. No obstante, y ya he aludido a ello,
lo que más descaradamente nos lleva a la buscada confusión de esa “mirada distraída”,
como reza el título del relato brevísimo de Franz Kafka, es la confusión de tiempos. Eso
introduce en el libro un cierto tono onírico que se debe en buena medida a que, como afirma María Zambrano, sin poder adjudicar lo que vemos a un decurso temporal, la realidad
y el sueño son indiscernibles. Además, eso que he dicho de mirar con el pensamiento y
pensar con la mirada trasfiere a lo que se dice una lógica musical: la melopea no es sólo
borrachera, también es música.
Por último, un aspecto que me interesa mucho y confiere también a Peyrou una voz
propia es la capacidad de izar ese tono precario como una bandera. El yo de los poemas
y sus otros no sólo se asquean de la realidad que viven imponiendo normas peregrinas
(“Una forma de besar / particularmente creativa” se dice en “La teoría”), no sólo se cansa
de reírse y vivir al margen de los grandes discursos que pudieran otorgar un poco de
cobertura o de fundamento a su ser, (“Subo y abro la puerta, estoy / muy inspirado”
reza “He tratado de ser leve”) es que su pretendido tono menor y su escepticismo son
reclamados como lugar de resistencia o cuando menos de existencia. De qué manera, si
no, entenderemos la siguiente proposición del poema “El método”: “¿Se puede presentar
firmemente / una candidatura frágil?”
Aparte de eso, respecto a la forma, Peyrou impone a la métrica el mismo descreimiento
que a las febles e inanes teorías de sus personajes: existe una inercia hacia la silva blanca y no faltan en modo alguno endecasílabos y alejandrinos impecables, pero al autor no
le interesa demasiado tal cosa. El libro se lee con fruición por su ritmo intelectual, pues en
el formal, en cambio, la ruptura con la métrica es a menudo rotunda y además acentuada
por la aparición al final del verso de un monosílabo átono o que descaradamente anticipa
el verso siguiente. Aquí creo que Peyrou juega a provocar y yo, perdónenme, brindo con
él, pues personalmente considero que el lector español, que no hispano, de poesía empieza a estar cansado de aprendidos soniquetes asaz aburridos y hasta exangües.­
Queda mucho por decir de este libro pues es extenso, complejo y completo, ya lo he
dicho, pero yo ya me he extendido mucho y además no van a faltarle reseñas ni comentarios a esta nueva y feliz publicación de Pre-textos. Yo, por mi parte, me alegro de haber
sido ante todo lector de un libro poderoso, sabio, bello y hasta me atrevería a afirmar que
adelantado a su tiempo, pues quizás su público se habrá de ir reclutando poco a poco
en beneficio de la poesía, un género que tiene sin duda la misión de asentarse como el
arte-brújula de este siglo que acaba de iniciarse.
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VOZ EN ACCIÓN
Conversaciones entre alquimistas
Jorge Riechmann
Barcelona, Tusquets, 2007.
ANTONIO LUCAS
La de Jorge Riechmann es una poesía que viene afirmando su singularidad frente a ese
otro paisaje de ruidos que ha ido proclamando la última década. No se ciñe sólo al monólogo del poeta lírico, sino que se reconoce también en los territorios de la colectividad
y se va encarnando en el mundo dentro de todo aquello que le preocupa, aplicando leyes
que no son de orden práctico para representar eso que le importa (y le alerta) como
ciudadano. No hace mucho ha dejado huella firme de lo apuntado en su último libro de
poemas: Conversaciones entre alquimistas, donde enseguida tenemos la impresión de
una ruptura, aunque se trate mejor de un paso más, dentro de la obra, coherente y hacia
lo hondo, de este autor. Un avance en la tentativa poética y en la aventura cívica del
hombre que escribe.
Libro amplio y bien armado, Riechmann convoca aquí un concepto de alquimia diferente
al que empuñó Rimbaud (pero sin oponerse a él). Pues el poeta no queda varado en la
impresión esencialista ni se detiene en la jurisdicción de las alteraciones transformadoras
del sentido, sino que baja a la calle, se reúne instantáneamente con el verbo torcido del
mundo logrando que el poema (muchos de los de esta nueva entrega) tengan algo de
excitación frente a la diversidad y frente a los incidentes naturales y sociales de la postmodernidad, caprichosamente codificada en reglas perversas.
Está Riechmann aquí en el más intenso y clarificador estadio de su (amplia) obra de los
últimos años, allí donde la preocupación no se abre paso desde una ética del rechazo
(solamente), sino también desde una moral que se pone en pie entre la revelación, la
libertad y la mirada crítica a la condición paradójica del ser humano. Así, la primera parte
del libro, titulada “La alegría de no tener”, delimita los territorios del poeta y va estableciendo “conexión con todo lo viviente” (como escribe en el texto titulado “El hechicero
de la cueva de Chauvet”). La formulación no es de raíz vehemente (incluso dogmática,
como puede pasar en algunos momentos de la segunda parte del conjunto), sino que
establece, a modo de atrio, su espacio esencial, su territorio inmediatamente poético.
No así en el segundo movimiento del libro, “Contra la ley de los grandes números”, donde
Riechmann despliega su decisiva diferencia, que tiene su núcleo en la forma de mirar el
presente, en la dicción aparentemente extrapoética (nada más lejos en un autor de tan
clara y madura formulación lírica), en el ecosocialismo que impulsa sus preocupaciones
de muy diverso origen: “La chompa de Evo Morales”, “La huelga general”, el deshielo
polar, las perversiones del mercado del petróleo… Aquí alcanza el momento más radical
del libro, quizá buscando ese “lenguaje útil” donde el cometido del poema es reemplazado enteramente por su sentido. Sale con fuerza el Riechmann de más largo recorrido,
aquel que entre los de su promoción ha llegado hasta ahora más lejos en una poesía
que es voz en acción.
La tercera y última parte de este libro, “Carne y palabras”, abrocha lo que ya antes quedó
bien definido: que esta poesía no pierde su tensión, ni su electricidad, ni su misterio y,
a la vez, está incardinada en la política de lo real, nunca excesivamente. Jorge Riechmann es un poeta de búsqueda y riesgo, amplio de tradición (de Gamoneda a Francisco
Pino, de Marx a Klee, de Rilke a Cyrulnik), inteligente y, en su poesía, sabio al acoplar
los hábitos del lenguaje a su pensamiento, sin que la frecuencia intelectual arrebate
tensión al poema, le reste efecto y significación. No cabe duda de que Conversaciones
entre alquimistas es el libro con mejores materiales de la escritura de su autor. La única
demostración minuciosa que cabe es leerlo.
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CULTURA
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