235 Trampolines para entrar en [coma]

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Reseñas
Trampolines para entrar en [coma]
Por Felipe Becerra
Guilhem de Peitieu, conocido entre
nosotros como Guillermo de Aquitania
(1071-1126), comienza un verso del
siguiente modo: “Haré un verso sobre
absolutamente nada: no será sobre mí ni
sobre otra gente, no será de amor ni de
juventud, ni de nada más, sino que fue
trovado durmiendo sobre un caballo.//
No sé en qué hora nací, no estoy alegre
ni triste, no soy arisco ni soy sociable,
ni puedo ser de otro modo, porque así
fui hechizado sobre la alta montaña”
(traducción de M. de Riquer). Héctor
Hernández Montecinos (Santiago, 1979)
en su libro [coma], publicado por Mantra
el año pasado, lo hace así: “No sé cómo
me llamo No sé si soy una mujer o un
hombre No sé dónde estoy No puedo
moverme Tengo los ojos abiertos pero no
veo nada Parece que soy ciego o ciega
Tengo recuerdos en la mente pero no son
de mi vida En realidad no sé qué es mi
vida”. [coma] es una obra que previene
desde su título: mientras el sueño sobre
un caballo constituye el vértice desde el
cual se defenestra tanto el poema del
trovador como la voz del hablante, el
libro de Hernández surge desde y para
el estado de completa pérdida de la
memoria y la sensibilidad. Ese estado de
coma representa aquí una suspensión, un
cese, un intervalo definitivo, podríamos
decir, oxímoron que alumbraría el emplazamiento del texto, ese sitio perfecto
porque no es: la vacuidad.
[coma]
Héctor Hernández
Montecinos
Santiago de Chile: Mantra,
2006. 380 pp.
Octavio Paz en Los hijos del limo nos dice
que los indios “imaginaron un más allá
que no es propiamente tiempo, sino su
negación: el ser inmóvil igual a sí mismo
siempre (brahmán) o la vacuidad igualmente inmóvil (nirvana)”. En [coma] la
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vacuidad temporal contraría una
de las cualidades de ese más
allá: la inmovilidad, pues en
cuanto permite la ficción permite
también el movimiento. En otras
palabras, hay movimiento en
esa vacuidad y ese movimiento
es justamente el movimiento de
la ficción y del lenguaje: “Y noté
que los pájaros ya eran manchas
y que las estrellas allá abajo se
veían como manchas Yo mismo
era un montón de manchas en
movimiento Por lo mismo la diferencia entre yo y todo lo que
estaba a mi alrededor no existía
Mi voz era una mancha sonora”.
El epígrafe a la primera sección
de [coma], “Libro Universal”,
pareciera darnos una pista. En
él aparecen los primeros versos
del Rig Veda y en una nota se
nos explica que según la tradición
védica las dos primeras letras, “a”
y “g”, “simbolizan el origen y la
extinción, o sea, la totalidad de
un ciclo”. En ese par de sonidos,
entonces, estaría contenida toda
la obra con sus 1028 himnos.
Del mismo modo, todo el libro
de Hernández, como señala su
título, está contenido en una
coma: una suspensión donde
no existe el tiempo, donde todo,
como en ese paso de la “a” a la
“g”, está dicho de una sola vez.
Así, al enclaustrársela en el vacío
atemporal, la ficción revolotea sin
linealidad, sin orden, sin origen
ni destino. La ausencia de un
terreno firme, de una identidad
que la dirija o de una raíz que
la sujete, desparrama la fantasía hacia todas las direcciones
simultáneamente.
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Se enclaustra así a la ficción no
entre comas, sino al interior de
una coma, de una pausa, de un
vacío: gesto con el que la poesía,
o la ficción de esta poesía, se
niega a sí misma y se obliga a
enmudecer. “De lo que no se
puede hablar, hay que callar”
decía Wittgenstein. La paradoja
del precepto la advirtió Blanchot:
“indica efectivamente que enunciándolo ha podido imponerse
silencio a sí mismo, para callarse
hay, en definitiva, que hablar”.
La autonegación de [coma] es
un intento de radicalizar ese
precepto: la literatura deviniendo
tipografía para así dejarse caer
en el silencio, en lo que no dice,
pero que sin embargo constituye la marca de una pausa, la
huella de un silencio. Ahí radica
la paradoja.
Ricardo Piglia en El último lector
busca “las figuraciones del lector
en la literatura; esto es, las representaciones imaginarias del
arte de leer en la ficción”. No se
pregunta “qué es leer, sino quién
es el que lee (dónde está leyendo,
para qué, en qué condiciones,
cuál es su historia)”. En [coma], la
autonegación de la poesía, como
decíamos, se dispone como una
amenaza de la poesía contra sí
misma. Y el acto de la lectura
de este libro transmite hacia el
lector esa amenaza: “Esto que tú
tienes frente a ti no es un libro
Esto que tú tienes en tus manos
son otras manos que te sugieren
que te detengas Que no sigas
Que están esperando el más
mínimo descuido para saltarte
encima y arrancarte los ojos
Reseñas
Tapiar tu boca con papel y usar
tus orejas como marcadores de
páginas”. El lector en la obra es
un lector amenazado y la lectura,
por lo tanto, un acto riesgoso, de
peligro. Quien entra en [coma]
es víctima de una amenaza, la
amenaza de perderse en el vacío,
de la desaparición, de que esa
pausa se haga definitiva: “El libro
es una trampa perfecta para ir
quedando ciego mudo y sordo”.
De este modo, el lector avanza
por ella como un intruso en un
castillo a oscuras (quizá el pasillo
desolado de la portada), atento
a cada sonido, a cada gesto,
razón por la cual se intensifica
el pulso de la propia lectura y
el contraste de esa intensidad
con el silencio alcanza el punto
máximo. El efecto es similar al
del electrocardiograma marcando enérgicos latidos para luego
sumirse en el sonido constante
de la línea horizontal. Nos referimos a las páginas finales de
“La pequeña mente”, el último
apartado de [coma], páginas en
blanco, vacías, llenas del tono
sostenido que indica la muerte,
el silencio definitivo. El contraste
que sella este silencio nos sugiere
así el paso de la coma al punto
final.
El territorio de este coma, por
su parte, es un espacio que
colabora con la evaporación de
la identidad del sujeto poético.
Estableciéndose una relación
entre este último y el personaje
El autor ya ha leído en público textos de
un próximo libro que titulará Y punto.
de la primera persona, se logra
disociar o desdoblar gramaticalmente al sujeto en la narración:
la primera persona es en ella un
“él”; y una relación de este tipo
solo puede desplegarse sobre un
terreno en el que se está siempre
ido, distanciándose de sí mismo:
“Porque hasta acá nadie viene
Porque aquí no se llega Porque
aquí uno se va”.
De igual modo, la escritura y la
lectura al interior de la ficción
impiden cualquier acercamiento
a una identidad fija. La lectura
en la ficción, más bien, simboliza
el descentramiento de cualquier
posible estructuración de nuestra
propia lectura, la que los lectores reales hacemos de [coma]:
“La primera persona me agarró
las cuencas y me dijo mira en
el centro de esos puntos y esas
rayas Hay otros puntos y rayas
¿las ves? Le respondí que sí por
miedo porque nada veía en ellas”.
Asimismo, el nombre propio,
que funciona como un elemento monorreferencial de función
identificadora, ya que establece
una relación directa entre objeto
y palabra, es experimentado en
esta ficción como una asfixia,
una cárcel: “La primera persona me encerró en esta cárcel
suspendida donde busqué a mi
alrededor pero no había más
nombres que el mío Entonces
me acordé de la gente sin sus
nombres propios que me entregó
los suyos Y resolví nuevamente
que yo no era mi nombre que sólo
me llaman por él”. Así el proceso
identitario da un paso más: se
prescinde del nombre propio, con
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lo que la referencialidad se hace
imposible. Desprendimiento que
podría deberse a la preferencia
por una polisemia que diera
paso a múltiples posibilidades
de referencia, con el fin de contribuir a la transformación de la
realidad y del sujeto, tal como
hacían los románticos. Pero no es
así. En [coma], lo hemos visto,
todo surge y acaba en el vacío.
El sujeto, sin rellenar la oquedad
de su nombre propio, se reconoce
finalmente en la primera persona,
con lo que acaba la disociación
que permitía el desplazamiento
de la ficción y del lenguaje: “Esa
singular primera persona era yo
y nunca más lo volví a ver”.
Cabe tener en cuenta que el
estado de coma no es una enfermedad en sí misma, sino la
consecuencia grave de distintas
causas, como un trauma craneal
o una infección severa. Así,
la atracción de los referentes
poéticos consagrados (Neruda,
Mistral, De Rokha, Huidobro)
realizada en la sección “La poesía
chilena soy yo”, puede cumplir
una doble función: por un lado,
es un fagocitar activo y, por otro,
la reacción pasiva a un estímulo
exógeno. En este sentido, [coma]
representa un cese, un claustro
voluntario que es un intento por
fracturar el discurrir del ejercicio poético en un país cuyas
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propiedades se difuminan cada
vez más. Se propone así como
una pausa prosódica que tiene
como fin auscultar el estado de
la poesía en nuestro continente;
en otros términos, generar una
urgencia de revisar las posibilidades de la poesía en los tiempos
en que “Todo está en contra del
poema”.
El apartado “La aparición del día”
transita por esta interrogante y
en ella brotan versos como los
siguientes: “Entonces escribir es
una agonía/ la agonía la aparición
del tiempo/ como en un gran
teatro lleno de asientos vacíos//
donde los asistentes vieron un
espectáculo/ que nunca existió
y ese es el poema”. Se repite la
paradoja: es la “angustia por la
desaparición” la que abre paso
al poema. Ante esa angustia
que propicia el tiempo es que
[coma] interviene al obstruir su
flujo mediante la germinación
de la burbuja atemporal en la
que se encierra para posibilitar
su discurrir poético. Así, con su
voluntad de quiebre y su nodecir que es una alarma más
bulliciosa que cualquier sonido,
busca esta obra hender la huella
y alumbrar la ruina señalando:
“El poema está allí iluminado e
incendiándose/ en medio de la
peor catástrofe que se recuerde/
pero sobrevive”.
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