CRONICA DE VIAJE abíamos emprendido el viaje, con la cara

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
SEDE MANIZALES
MAESTRÍA EN HÁBITAT
MELISSA HERNÁNDEZ RÍOS
Presentado a: Arq. PILAR GIRALDO
Noviembre de 2010
CRONICA DE VIAJE
abíamos emprendido el viaje, con la cara vuelta
sobre el territorio y el paisaje, con los fanales
puestos hacia un espectáculo del tiempo, con la
sensación que traen las primeras horas de camino hacia
lo desconocido, un maletín lleno, un dulce a la mano y el
mundo hecho maravilla que se iba dibujando junto al
trayecto. Largas horas detrás del vidrio y la mente llena
de esos instantes de luz plasmados sobre el paisaje que
este tránsito por “otros” territorios, nos pondría con
elocuente evidencia ante nuestros ojos.
H
No tardaríamos mucho en empezar a develar en el
camino lo que los ancestros habían dejado por cobijo, la
imagen de aquella región moldeada como copos de
nieve pegada a las montañas, que lejos de tener la
textura blanca y esponjosa se sumía como una masa de
techos terracota entre el verde espeso y el olor a tierra
de sus laderas. Boyacá se abría paso con violencia
dejando entrever su fuerza.
Nos dejábamos ir con miedo por sus carreteras
estrechas que parecían resbalar por la montaña, entre el
ascenso y descenso la compañía del Río Nevado que
aparecía sonoro y caudaloso entre los despeñaderos
ahuyentando el sueño, teníamos de frente aquel frio de
altura y el sutil temblor que produce estar inmerso entre
planos casi verticales, matizados por la emoción de aquel
primer espectáculo con los colores del ocaso: el
nacimiento del Cañón del Chicamocha.
Ya con la oscuridad que trae la noche sólo podían verse
las siluetas de lo más alto de los árboles que aparecían
compañeros al borde del camino, el crujir de las aguas
nos regalaba su eco desde la profundidad embriagada de
silencio… cautos avanzábamos entre finas piedras
descubriendo el camino, pero la pausa venía a
regalarnos un poco de sorpresa y dramatismo: una
estación, quedarnos quietos, el bus no avanza, camiones
de carga en la vía, falla mecánica… ¡ah! Darle espacio al
tiempo, comer, dormir, esperar que la madrugada nos
ayudaba a superar el tropiezo, entonces nos fuimos
llenando de certeza por las luces que se veían a lo lejos
y que hacían trazos de viviendas amontonadas. Güican,
dos de la mañana.
Con una sorpresa del inesperado recorrido amanecimos
en un poblado que se derrama hacia los ríos, el perfil de
una cultura que subió y supero la montaña; a lo lejos se
muestra como intermediaria entre la tierra y el cielo, tan
cerca de las nubes que rodean el barro de sus techos y
envuelta entre las hojas que susurran a los espejuelos lo
que el habitante por cierto se queda sin reconocerlo. En
la respiración hay un desahogo, un agrado, una
sensación de insospechada remembranza.
Dejamos nuestros pasos cautivados en sus calles,
miramos debajo del abrigo la ruana de sus gentes, sus
gestos de perpetua sonrisa, sus palabras amables y
complacientes, cada cuadra envuelta por la tapia, una
plaza, una iglesia, un colegio, el mercado, dos
monumentos de llegada y siguiendo de bajada a
Segundino, los petroglifos. Un cúmulo de historia sobre
este territorio nos dejaba mirarnos foráneos y
asombrados, tierra pisada por indígenas, lugares
sagrados, acontecimientos invaluables grabados en la
memoria desde el Peñón de la Gloria. Aquella cultura
U’wa perenne en nuestros tiempos y a la que mirábamos
con atento cuidado era por la que habíamos viajado.
Avanzamos vía arriba y Güican va perdiéndose entre las
curvas y el polvo que se mete entre las botas, se abre un
paisaje de vida, entre la vegetación y la mano del hombre
se va dibujando la ladera, labrando sus historias; la casa
está suspendida, como colgando de la roca, se aferra
con las uñas y los dientes en una lucha por no dejarse
vencer por la pendiente, uno la ve allá, abajo, vestida de
marrón, café o terracota… un humo fino asciende de su
boca, una filigrana que desde la cocina se le escapa a la
familia, un perro que custodia y el niño que atrapado
entre la ropa mira sus ovejas correr mientras le huye
cuesta abajo la pelota. Un verde agreste y la casa se
pierde entre el arbusto, el frailejón y otras tantas hojas.
Entre el recorrido hay como un cuadro perpetrado, el
cielo que para verlo hay que estirar el cuello y antes de él
el verde oscuro en líneas quebradas de diagonal entrada
que cae al río en una violenta emboscada, como
interrumpiendo el suceso y más allá de lo que
protagoniza el recuerdo… otra vez, las líneas que caen
ahora en un azul intenso hasta que aparece el cielo que
ilumina el eco de un páramo pétreo.
Una taza de café caliente, ya hemos llegado a las
cabañas Kanwara, nicho de nuestros próximos días y
resguardo de nuestros encuentros. Las carpas están
ancladas, y como ellas, esta construcción efímera de una
comunidad de observadores que caminan bajo el agua y
la neblina.
La mañana estaba fría, pero emprendíamos con ánimo
los pasos sobre la cordillera implacable y bella. La
marcha suave del grupo veía con emoción el primer
ascenso, el páramo se fue desplegando cada que
avanzábamos, los filos de rocas dibujaban una silueta
con muchos picos que parecían pinchar el cielo, los
surcos de los riachuelos permanecían en el sonido que
traía el viento y entre tanto saltábamos para evitar en
nuestras botas el líquido frio que le da vida a los pueblos.
Cada vez más se levantaba la cabeza para mirar la
cuesta, de cuando en vez se toma un respiro para
oxigenar el cuerpo, y es que esa altura parece hacerte
desfallecer, una bocanada de aire es un aliento de vida
en el que uno se mira para adentro. Comprendíamos que
era un viaje al centro de uno mismo.
Desde el Boquerón de Cardenillo, a unos 4.360 msnm, el
segundo mojón del camino, estos montículos de piedra
hechos por los deseos de cada visitante al parque son la
guía del pasaje, sobresalen en medio de la espesa
niebla, y van apareciendo como hombres parados que
salvaguardan la ruta y la vida de los hombres de carne y
hueso. Una vez allí y entre las inclinaciones de las
montañas aparece cabal y ostentosa la Laguna de los
Verdes, y con ella un grabado que dice: “No es un
simple cimiento, son los dioses tutelares de los U’was”…
es un regalo, un reconocimiento, la naturaleza nos
premia con este espectáculo de colores que se van
entremezclando desde un gris verde, hasta convertirse
en ese azul profundo que refleja las nubes, ella misma
deja por sentado que es un sitio sagrado, se le clava a
uno como una esperanza entre los ojos, le aclara los
pensamientos y le regresa al silencio… El resto es llegar
hasta ella reclinando los sentimientos y despedirse con
una venia.
La noche es real y fría, el cansancio del día ha congelado
los ánimos, hay una tendencia a huir de lo que se
programa, el cuerpo reclama, es necesario un día de
acondicionamiento para evitar el desaliento.
De la mano salimos tranquilos después de haber
dormido, Don Hernando nos guía hacia la Laguna de San
Pablín, entre chiste y chiste vamos sonriendo por las
praderas de esta región, pasamos fincas sencillas con
ovejas, vacas y huertos… los animales se quedan con la
mirada fija, hay una tensión por el que pasa, una
vigilancia particular de estas tierras; una hoja de estas,
una flor de aquellas, vamos reconociendo la vegetación,
el suelo que pisamos, la cuesta que remontamos. Nos
reciben los patos silvestres que cruzan serenos la
laguna, las aguas apacibles de esta concavidad de la
tierra, las nubes bajas que queman las mejillas, flores
amarillas de frailejones antiguos, y en instantes, una
lluvia intensa traída por el viento que vuela nuestras
capas mientras la neblina envuelve la visión. Escapando
al clima encontramos el refugio perfecto, la tradición de la
familia, el calor, el núcleo del hogar… la cocina. Doña
Teresa con sus dos hijas pone en nuestras manos café
caliente… ¡Ah, qué alegría!, el fuego está encendido,
alrededor de él una banca, una conversación, el perro
que busca hincarse con las brazas para su confort, el
picoteo de una gallina… afuera llueve, entre la puerta se
ve un muro de frailejón que cierra la casa, hay cientos de
años apilados en esa división y todo un mundo de
tradición.
El regreso es rápido, vamos aprendiendo coplas de la
región, el ocaso del día se muestra con una sonrisa,
resueltos llegamos a la cama soñando con la nieve que
buscaremos de día…
Ritaku’wa Blanco, este es el nombre dado a uno de los
26 picos nevados de la sierra, queriendo encontrarlo de
mañana dejamos el campamento a las 5:30 de la
madrugada, su ascenso es pronunciado con pocos
espacios para el receso, cinco horas llenos de una
pausada caminata. El amanecer es de un rojo cenizo
intenso emergiendo tras las montañas que se dejan ver
despojadas, aparecen ante nuestro asombro tres picos
nevados en el horizonte, la blancura que se resbala
pendiente a pendiente por nuestros ojos y va quedando
detallada en las cámaras fotográficas.
Dejamos poco a poco que se vayan perdiendo entre la
lejura del paisaje las cabañas Kanwara, mientras el sol
aparece radiante sabiendo justificar las huellas
abandonadas. Volvemos la mirada para verificar el
camino que roca a roca se va fijando a las espaldas, el
paisaje se va transformando paulatinamente, las flores
moradas y los arbustos verdes van dando la entrada al
pasto amarillo que se extiende por la roca y debajo de los
frailejones, las vastas siluetas de las gigantes y macizas
piedras abrazan lo que podemos ver, nos muestran lo
que podemos ser… el agua, compañera de este viaje va
marcando el camino, vamos en su dirección contraria
resistiendo con fuerza la libertad que ella deja resbalada
por la montaña. Estamos de cara a la pendiente, oyendo
el latido del corazón, sincronizando la marcha, llevándole
oxígeno al cuerpo, miro mis pies en cada paso y sé que
voy avanzando, sé que voy logrando un poco de mi
misma cuesta arriba.
Al pisarla deja uno como un halo azul celeste de agua, la
huella queda bordeada como un cielo, dibujada como un
pequeño mar en medio del alba. Hay una euforia que no
se puede ocultar, la sensación de victoria, el gesto de
brazos arriba y sonrisa fluida, el grupo todo se une para
celebrar.
Cuando se mira al frente después de concentrar las
energías, va apareciendo un campo de rocas regadas,
derramadas, un filo construido por ellas zigzaguea
definiendo el camino, una gruesa capa blanca va
cubriendo la distancia, no hay vuelta atrás, algunos
copos de nieve aparecen alojados en las peñas, el gris
naranja se apodera de todo lo que se puede reconocer,
queda el último esfuerzo, subir la roca fisurada por la
gélida nieve que hasta allí ocupaba. Y ¡al fin!... hay un
borde perfectamente definido, se ve el esplendor de lo
blanco, las partículas todas unidas brillando siendo nieve,
la alegría de tanto frio, la inmensidad blanca.
Se cierra el morral, el bus rodea de nuevo las cuestas de
las carreteras, la ropa se vuelve más ligera, tantos
quiebres de tierra custodian nuestra partida, es hora de
acontecernos con la gente.
Se desciende de un golpe, es como un salto abajo y
¡zas!... de nuevo el verde, pastan las ovejas, los
lugareños transitan y saludan, las casas blancas
cerradas aparecen, los ríos salpican al pasar.
…………………………………..
Nos filtramos por Cocuy y entre sus fachadas de verde y
blanco, había una bulla suave y lenta que atravesaba sus
balcones, unas sombras que se pegaban a la tapia de
sus construcciones pálidas y reservadas, la calle real, el
comercio… el espacio para sentirse de acá, la
conversación de algunos viejos que miran la plaza
mientras saludan al que pasa.
Allí estaba, este pueblo se mostraba vestido de tejas en
barro formando cuadrados, unas cuantas manzanas bien
consolidadas, bajas, resguardando los patios que entre
ellas se alzaban, casi perdida entre la montaña, la punta
de la iglesia que emergía, más allá el campo de los
muertos, más acá la trama de sus casas.
Una sensación había entre nosotros, la cara que sin
asombro observa las calles que se acercan, las casas se
vuelcan y hacen de cobijo al transeúnte desprevenido, y
todo trascurre con la calma que caracteriza a los
pueblos, al fondo los copos de los arboles sobresalen al
horizonte de las casas dejando apenas entrever con el
ondular de las hojas la punta que se alza; el recorrido
mismo nos lleva, no hay laberinto, una clara traza urbana
nos arroja a la plaza. El espacio magnánimo, el gran
símbolo.
De frente la custodia de la tradición religiosa, contrasta
con su amarillo una alta fachada que abre sus puertas a
los creyentes, un dejo de delicadeza y a sus costados las
líneas de barro de los tejados que se agachan para
hacerla evidente. Entre la simplicidad del espacio con
bancas, flores, niños, pasos sugestivos, miradas
perdidas, voces del olvido… se desatan las palabras ya
dichas, la historia, el susurro frio de estos pueblos, y más
acá la vida, la calle, el habitante.
Diré que la calle es un museo, un derroche de lo bello, un
desfile del imaginario en las historias de nuestros
abuelos, un corredor sin fin, el paraguas del forastero…
la ventana que se abre a la montaña. El recorrido de lo
simple y lo complejo.
El paisaje que es como un cuadro pegado a los ojos en
cada esquina, la fuga visual, la certeza vaga y ligera que
no lejos hay un pedazo de cielo, de bosque, de atardecer
azul naranja espeso. Quedo con los sentidos pegados a
la pared, al piso, al techo, a la urbe que intenta no dejar
sucumbir un poco de esa dosis fraterna que el tiempo
con todo su engranaje evolutivo ha ido desapareciendo.
…………………………………..
Me vuelvo con el sueño compañera del regreso…
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