RUDOLF WETH SALVACIÓN EN EL DIOS CRUCIFICADO Heil im gekreuzigten Gott, Evangelische Theologie, 31 (1971) 227-244 1 El protestantismo participa también, y quizá en mayor grado, de la actual crisis de identidad de la fe cristiana. La superación de esta crisis no radica, sin embargo, en un análisis de esta confusa situación, por lo demás común a todas las confesiones. Sólo la "memoria" de los propios criterios nos conducirá a una nueva experiencia de identidad. La teología reformada tomó ya su propia opción y de esta opción depende su fe; es la que expresa la partícula exclusiva: sola scriptura, solus Christus, sola gratia, sola fide. Creer que estas fórmulas contienen una realidad puramente formal, es desconocer su contenido explosivo en la fe y en la teología de Lutero: "crux sola nostra theologia". Este principio de la teología luterana reformula la comprensión paulina -y no sólo paulina dentro del NT- del evangelio: "Pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1 Co 2, 2). Esta exclusividad, que para Pablo es la garantía de la universalidad de la salvación, sigue siendo hoy el criterio de la fe evangélica. La salvación se encuentra sólo en el crucificado y se experimenta sólo a través de la "palabra de la cruz" (1 Co 1, 18). Pero el problema es que no todo teólogo evangélico que confiese esta fe está igualmente dispuesto a aceptar que es Dios mismo el que actúa salvíficamente en Cristo. Muchos opinan que hay que renunciar al concepto de Dios y esto precisamente a partir de la cruz. De ahí que hoy no podamos dejar de preguntarnos si la salvación en el crucificado exige hablar de Dios o, por el contrario, lo excluye. Naturalmente, tendremos que hacernos también la pregunta inversa: si se puede hablar de "salvación en el Crucificado" caso de que no hablemos al mismo tiempo de "Dios en el crucificado", quedando bien claro que se trata de "Dios en el crucificado" y no algún otro Dios o trascendencia distinta de él. Para responder a esta doble cuestión, me orientaré en la interpretación paulina de la "palabra de la cruz" como la "palabra de la reconciliación": "Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! " (2 Co 5, 19). "EN CRISTO ESTABA DIOS" ¿Es la salvación del hombre su autonomía? La salvación se encuentra en Cristo sólo si "Dios estaba en él". La salvación se encuentra en Dios sólo si Cristo está en Él. Esta dialéctica del "Dios en Cristo", que ha sido siempre el fundamento de la soteriología, se cuestiona hoy. Y no desde un ateísmo extracristiano, sino desde la misma fe que no sabe nada fuera del crucificado. Esta fe, profesada especialmente por la teología americana de la muerte de Dios, no sólo excluye la fe en Dios, sino que su sentido es precisamente la "buena nueva de la muerte de Dios" (Altizer). Salvación en el crucificado significa liberación del "otro extraño y hostil" de Dios, tal como ha comenzado en la "encarnación y crucifixión" y llegado a su perfección en la pura humanidad de los hombres liberados. RUDOLF WETH Según W. Hamilton, lo decisivo en esta teología es la referencia a Jesús. Por esto no se ha de negar, sino tomar muy en serio su relación con la teología protestante moderna (Barth, Bultmann, Bonhoeffer, Gogarten). Pero, ¿se toma realmente en serio no sólo a Jesús sino también al Jesús crucificado?, ¿profesa realmente el escándalo de la cruz y, por consiguiente, la salvación total? Quien se formule estas cuestiones ha de preguntarse a su vez: ¿el que ha oído la "palabra de la cruz" puede hablar todavía de un Dios distinto del "deus crucifixus"? Hablar hoy de "salvación" de un modo convincente y creíble es extraordinariamente difícil. A una generación, cuyos maestros han sido Marx y Freud y que conoce la teoría crítica de la religión y de las ideologías, ese lenguaje le suena a ideología, a pretensión encubierta de dominio. Salvación es liberación del hombre perdido, por un poder que no es él mismo. Pero la determinación por un extraño, por un otro, es algo que no tolera el hombre de hoy, es el pecado contra el espíritu contemporáneo. El dogma actual es que el hombre es y comprende desde su autonomía. Y heteronomía es la herejía actual. L. Feuerbach no comprendió dialécticamente el "Dios estaba en Cristo" y por eso fue consecuente -dentro de su reducción antropológica- al afirmar que el "hacerse hombre de Dios es igual al hacerse Dios del hombre". Según él, Zinzendorf y, en alguna manera, Lutero, habrían llegado al "ateísmo cristiano" a partir del dogma cristológico: "La igualdad y la unidad del ser divino y del ser humano es... el uno y el todo de Lutero y Zinzendorf". Esta indudable alabanza puede hacerse con mucha mayor razón a la teología radical contemporánea en la medida que apunta a la "gran humanidad divina". Un "ateísmo cristiano" no dialéctico, y que por lo tanto no es simultáneamente un teísmo cristiano, no puede más que capitular ante el dogma contemporáneo y acabar consigo mismo y con el cristianismo, tal como ya lo vio claramente Feuerbach. Claro, siempre se podrá decir que lo de menos es que se disuelva la fe cristiana y que lo único verdaderamente importante es la salvación del hombre. Pero, ¿no habrá que preguntar a este optimista ateísmo moderno si el hombre es capaz de llegar a la salvación sin la "heterodeterminación" divina? 2 , ¿puede, sin ella, acabar con el inhumano "otro extraño y hostil"? El miedo a ser determinados por un "otro" distinto de nosotros mismos tiene su origen en la "potentia absoluta" del Dios inhumano del nominalismo de la baja Edad Media. Es la protesta justificada contra aquel Dios traumatizante cuya omnipotencia eternizaba la perdición y la absurdidad del hombre y del mundo. Pero, ¿podía y puede tener consistencia una protesta en nombre de una autonomía que pretende autofundarse a sí misma? Superado ya el optimismo inicial de la Ilustración, ¿no se ha visto demasiado claramente que la libertad asentada únicamente en el sujeto humano y carente del sustrato divino acaba por ser "reducida": "si Dios no existe, todo está permitido"? K. Marx, que caló más profundamente la miseria humana, no llegó tampoco a entrever este dilema. Es verdad que hizo práctica la crítica teórica feuerbachiana de la religión en el "imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en las que el hombre es un ser humillado, esclavizado, abandonado y despreciable". Y ninguna fe cristiana que desprecie este imperativo tiene ya futuro. Pero, ¿de dónde brota la conciencia de abajamiento y abandono?, ¿de dónde tal imperativo categórico? Es precisamente K. Marx quien corrobora el dogma de la autonomía cuando dice del hombre verdadero (wirklichen), llegado a sí mismo, que "se mueve alrededor de sí mismo y de este modo alrededor de su verdadero sol". Por esto vale también de él lo que H. Ehrenberg dice de RUDOLF WETH Feuerbach: es un "no-conocedor de la muerte, al mismo tiempo que un desconocedor del mal". A. Camus se muestra como un conocedor más profundo de la miseria humana al escribir: "Cristo vino a resolver dos problemas fundamentales, el mal y la muerte". Y alcanza el auténtico nervio de la fe cristiana en la cruz cuando describe su "solución" por Cristo: "El Dioshombre sufre también, y con paciencia... La noche del Gólgota tiene por esto tanta importancia para la historia de los hombres, porque la divinidad, renunciando visiblemente a todos los privilegios que trae consigo, pasa en aquella oscuridad la angustia mortal". Esto parece ser lo mismo que dice hoy la teología americana de la muerte de Dios. Esto no es ateísmo en nombre de una "humanidad liberada" (Altizer ), sino ateísmo en nombre del sufrimiento de la miseria humana. Muere el Dios bondadoso y omnipotente de las teodiceas, de las justificaciones y explicaciones del mundo. Éste es para Camus el significado universal del Gólgota, pero persisten vivas las cuestiones que nos ha dejado sin resolver. Tras él queda el hombre, sin Dios y sin Jesús; el hombre que protesta, sin fundamento, contra el mal y contra la muerte. Pero -preguntemos a Camus-, ¿el Dios-hombre solamente "sufre"?, ¿y sólo "con paciencia"?, ¿no protesta también? ¿Y esta protesta no tiene su fundamento en el hecho de que la divinidad no muere en su angustia mortal, sino que precisamente vive? El escándalo "Dios en el crucificado" El Dios cristiano no es Dios sino "Dios en Cristo", "Dios en el crucificado". En esto se encierra toda la salvación, y por esto los cristianos debemos hablar dialécticamente de Dios, de Jesús y del hombre. Tal modo de hablar les resulta a muchos insoportable, pero así ha sido siempre: "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1 Co 1, 23). "Dios en el crucificado" fue un escándalo para la antigüedad. Ya Justino lo caracterizó perfectamente en su "Diálogo con Trifón". Y para el griego Celso era una injuria contra la inmutabilidad, la grandeza y el poder de Dios presentar la divinidad bajo una figura despreciable y sufriente. ¿En una época ateísta como la nuestra, puede el "Dios en el crucificado" ser aún un escándalo?, ¿y salvación? Vivimos en una tradición que ha sucumbido repetidamente a la tentación de pensar en Dios al margen de Jesús. Y esto significa: Dios a costa del hombre. Este Dios justifica plenamente la protesta en favor de la autonomía del hombre. Igual que justificó, en su tiempo, la de Lutero -reasumida luego por Zinzendorf- en nombre de un Dios nunca suficientemente inserto en la carne. El no al Dios sin Jesús es el sentido legítimo del "ateísmo cristiano" que Feuerbach atribuye a Lutero y Zinzendorf y podría ser el de la teología radical contemporánea. Si bien el Jesús sin Dios de esta teología no podrá nunca apelar a Lutero y Zinzendorf. El "Jesús sin Dios" se prolonga inevitablemente en el hombre sin Jesús y el hombre sin Jesús es el hombre a costa de Dios, el hombre que en posesión de los predicados divinos quiere también para sí el abismal "todo está permitido". No nos engañemos: también aquí nos encontramos al Dios inhumano sin Jesús, aunque ahora con el ropaje de una "humanidad sin Dios". Pues ésta, lejos de acabar con el "otro hostil" de Dios, lo ha depositado inevitablemente en el hombre mismo, sobre todo en su realidad social. RUDOLF WETH Divinidad y omnipotencia no sólo fueron y son predicados del estado, del partido y de la sociedad; son también practicados por ellos y de un modo horrible. De ahí que la protesta de la Reforma adquiera una actualidad renovada. No permite que el hombre se disuelva en Dios, pero tampoco que Dios se disuelva en el hombre. Descubre la humanidad -no la humanización- de Dios y presenta así a "Dios en Cristo" frente a una humanidad que, por divinizada, se encuentra amenazada de inhumanidad. Dios en el crucificado es para el hombre actual una "heterodeterminación" hostil, y por lo tanto un escándalo. Pero si quiere superar el escándalo y experimentar la salvación no le queda otro remedio que pensar al hombre de manera más dialéctica, es decir, en constante referencia a un otro. Dios en el crucificado no es "heterodeterminación" hostil sino autodeterminación amistosa de Dios para crear comunidad con el hombre. "Dios estaba en Cristo" significaba: Dios no es hombre y el hombre no es Dios. Pero Dios no es el otro enemigo, sino el otro amistoso del hombre, sin el cual no sería hombre. Dios pertenece a lo más íntimo del hombre, a la "autonomía" de la humanidad, aunque no en el sentido de la identidad sino en el de la relación dialéctica de la alianza. En la medida que esta alianza es verdadera podemos afirmar a su vez: el hombre es el otro de Dios, sin el que Dios no quiere ser; pertenece a lo más íntimo de Dios, a su autodeterminación. En el AT esta alianza llega a ser derecho del hombre y en el NT el "otro" de Dios es algo tan propio del hombre que su ausencia es considerada como determinación por poderes extraños. Pero todo lo dicho es algo falso y vacío si se considera como una afirmación evidente y ontológica sobre el hombre. Sólo es verdad en el "Dios en Cristo". Y llega a ser salvación para nosotros sólo en la "palabra de la reconciliación". "...Y RECONCILIÓ AL MUNDO CONSIGO MISMO" Dios es en el acto de su reconciliación Para la Iglesia de origen helénico la "acción salvífica de Dios en Cristo" fue la redención de la transitoriedad temporal y de la muerte. Por el contrario, para la latina fue reconciliación y justificación, es decir, la redención del pecado y la injusticia, la liberación del juicio y de la cólera divina. Salvación es aquí no tanto vida cuanto libertad y justicia. Hoy nos preguntamos si la salvación es considerada allí demasiado ahistóricamente y aquí demasiado jurídicamente. "Reconciliación" es un concepto exclusivamente paulino, muy marcado por su teología de la cruz, aunque dentro de la línea de comprensión de la salvación por el cristianismo primitivo. El concepto tiene un contenido cósmico: "Dios reconcilió al mundo". Pero, ¿piensa Pablo históricamente?, ¿no le cierra el entusiasmo los ojos ante la irreconciliación y perdición del mundo real e histórico? El mismo Pablo descarta este malentendido en el versículo siguiente: " i reconciliaos con Dios!" (2 Co 5, 20). Pero, por otra parte, ¿no implica este imperativo una actitud individualista o activista?, ¿reconciliación de la persona y no del mundo?, ¿reconciliación como obra del hombre? RUDOLF WETH Ambos malentendidos harían de la salvación un engaño. Una reconciliación que no tenga en cuenta la realidad mundana es una ilusión; una reconciliación exclusiva de la persona es desconocimiento de la implicación persona- mundo. Reconciliación como acción transformadora -hoy diríamos revolucionaria incluso- es desconocimiento de la incapacidad humana, de su estar abocado al "todo está permitido", al mal y a la muerte. Para Pablo, sin embargo, todo depende de la iniciativa creadora de Dios (v 19). Nosotros somos el objeto de la reconciliación divina, no Él el del aplacamiento huma no. Él es el sujeto, nosotros el objeto. La doctrina de la reconciliación siempre corrió el peligro de traspasar al hombre la iniciativa divina a fin de salvar la inmutabilidad y trascendencia divina. Así construyó Anselmo de Canterbury su teoría de la satisfacción que atomiza a Dios, a Cristo y al hombre. A pesar de la alta estima que tuvieron de ella los reformadores, hay que decir que según ella la iniciativa parte de Dios sólo aparentemente. El "reconciliar al Padre con nosotros" ("reconciliare nobis patrem") de Anselmo, no implica, de ninguna manera, un cambio en la actitud de Dios respecto a nosotros. El Padre permanece el irreconciliable, sin ceder en ninguno de sus derechos respecto a nosotros. Todos ellos reciben satisfacción, si bien no por obra del hombre, sino por Cristo que es de quien parte la iniciativa. El hombre se favorece de esta retributio o satisfactio intradivina, pero no en el sentido de una relación "reconciliada" y viva con Dios; el hombre en sí queda fuera de la obra objetiva de la reconciliación. Más bien se las tendrá que ver con la Iglesia que es la mediadora del meritum Christi. La inseguridad salvífica de la baja Edad Media y la lejanía inhumana del Dios nominalista se encuentran en estrecha relación con esta teoría. También para la doctrina neoprotestante de la reconciliación, tal como la mantienen Schleiermacher y sobre todo Ritschl, Dios sigue siendo el inmutable, pero ahora ya no como el irreconciliable, sino como el en sí mismo reconciliable, como el "Dios manso". Ni la "cólera" ni la "reconciliación" son estrictamente acciones o actitudes divinas. Esta opinión refleja un optimismo ingenuo sólo posible a costa de la salvación misma. No sólo deja sin resolver el problema de la culpa pasada, sino que desconoce la verdadera profundidad de la miseria humana. Para Pablo todo radica en la iniciativa divina. Sólo por su acción creadora acontece la salvación. Y sólo en ella se revela la verdadera miseria humana. Pablo puede evitar las fatales consecuencias de las teorías de Anselmo y de Ritschl porque para él Dios no es el "inmutable". El ser de Dios no antecede a su acción en Cristo. Más bien, el acto de reconciliar es su ser más íntimo. "Y reconcilió al mundo" es explicación del "Dios estaba en Cristo": ¡el ser de Dios es el acto de Dios! Después de Pablo nadie ha dicho esto mejor y más claramente que K. Barth. Dios no es ni el en sí mismo irreconciliable ni el en sí mismo reconciliable, sino que Dios es en el acto de su reconciliación. Es el hacerse libremente el otro del hombre y el hacer del hombre el otro de sí mismo. Pero en la realización de esta alianza se agudiza precisamente la contradicción del hombre. De este modo, la alianza adquiere la forma de la reconciliación de Dios con sus enemigos. Pues Dios impone, como creador y garante de la alianza, la justicia de la alianza - no la distributiva de Anselmo-; Dios impone su derecho sobre el hombre en juicio y gracia, imponiendo así el derecho del hombre (Rm 3, 25 ss). RUDOLF WETH El pecado se revela en este acontecimiento - y sólo aquí- como contradicción inconcebible contra la alianza y la reconciliación. Ésta es la miseria del hombre: la inversión y trastrueque de su ser verdadero ya que éste le es asequible sólo en aquel acontecer divino. El pecado no es sólo culpa; incluye las aporías de la finitud, los "sufrimientos del tiempo": " ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? " (Rm 7, 24). Éste es el gemido de un "reconciliado" aún no "salvado" (Rm 5, 10). Por esto, la "reconciliación" no es un conformarse interiormente con la miseria sino la acción creadora que impone la alianza contra el pecado y la muerte, y que tiene por meta la transformación escatológica, abarcando las tres dimensiones del tiempo. Dios reconcilió al mundo en la muerte de Jesús: entonces y fuera de nosotros, pero "por nosotros". Presente es únicamente la "palabra de la reconciliación", que realiza ahora ya la reconciliación, no fuera de nosotros sino con y en nosotros; esta palabra es testimonio del Espíritu de Jesús que es de filiación y no de servidumbre, aunque no esté aún en posesión de la plenitud de la libertad. La reconciliación tiene por eso una dimensión escatológica: estamos reconciliados pero aún no "redimidos". La transformación de los hijos de Dios y la nueva creación cósmica han de llegar aún a su plenitud. La "representación" como categoría de la reconciliación El reconciliado reclama el derecho de la alianza en los sufrimientos de este tiempo y gime, solidariamente con toda la creación, por la redención y la libertad anheladas. Esta solidaridad es intercesión de los cristianos por el mundo: los cristianos articulan los gemidos imprecisos de la creación y les hacen decir lo que realmente pretenden decir, redención y libertad. Con todo, los creyentes no pueden más que balbucear su solidario "Abba" (Padre) y necesitan ser representados ante Dios por el Espíritu de Jesús. De este modo participan pneumatológicamente en el ser de Dios, en su ser en el acto de la reconciliación del mundo. La representación de los creyentes por el Espíritu de Jesús remite al misterio de la reconciliación - fuera de nosotros, contra nosotros (como enemigos) y, precisamente así, por nosotros-, a la representación exclusiva de Jesucristo. El "por nosotros", la fórmula soteriológica más primitiva, tiene siempre, al menos indirectamente, el sentido de "en nuestro lugar", de representación entendida personalmente. Se trata de un acontecimiento que envuelve nuestra participación más auténtica, sin que por esto sea activa (Rm 5, 6.8.10). De este modo, Pablo fundamenta al reconciliación en el "por nosotros" de la representación (2 Co5,21). La inmediatez de la alianza divino- humana no conoce "en sí" ninguna representación. Pero al tener que imponer Dios su alianza contra la ruptura que lleva consigo el pecado, aquélla adquiere la forma de la reconciliación y de la representación. La inmediatez de Dios respecto al hombre pecador sería "cólera" (Rm 1, 18 ss). De ahí la mediación trinitiaria: Jesús, el Hijo, nos representa ante Dios, y a Dios ante nosotros, para que seamos transformados en los hermanos por el Espíritu. Pero la representación de Cristo nos precede y esto supone que es, a la vez, inclusiva y exclusiva. Es inclusiva pues debemos en cierto modo "ir tras", desde el temor servil de los no redimidos al anhelo de redención del "Espíritu filial" de los reconciliados, para RUDOLF WETH acabar en la "libertad y gloria de los hijos de Dios". Por el contrario, el "prae", este ir por delante, es también exclusivo y no sólo en sentido cronológico, sino sobre todo fundante. Dios en Jesús es conducido a la cruz al ocupar el puesto del hombre, al representarlo. Dios es el acto del ir por este camino; antes que nosotros, pero, sobre todo, fuera de nosotros y fundamentalmente por nosotros. Este camino no fue, ni mucho menos, fácil y evidente, sino que el Hijo "con lo que padeció, experimentó (tuvo que aprender) la obediencia" (Hb 5, 8). El Hijo tuvo que optar. Y no menos le costó al Padre oír al Hijo, sobre todo en "aquellos días de su vida mortal" en los que "ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, y no fue escuchado en su angustia, aunque era el Hijo" (v 7 ) 3 . Esto significa: Dios mismo estaba en juego, Dios como unidad viva de Padre e Hijo, el ser de Dios como acto de alianza y reconciliación. Esta decisión del ser de Dios alcanza su máxima agudización en las palabras de Jesús en la cruz y en la respuesta del Padre (Mc 15, 34). Dios es en la reconciliación de la cruz Éste es el criterio de toda teología: no saber otra cosa que Jesucristo y éste crucificado. La doctrina paulina de la reconciliación es, indudablemente, interpretación de la cruz. Pero, ¿es acertada esta interpretación? Y, ante todo, ¿por qué esta orientación exclusiva al crucificado? La comunidad primitiva tardó en ver claramente que la cruz es la acción decisiva de Dios en Cristo. En la tradición sinóptica más antigua (fuente de los logia) falta cualquier referencia a la pasión. La apocalíptica cristiana primitiva prefiere ver en la resurrección el inicio de la resurrección universal de los muertos y no siente ninguna necesidad de hablar de la cruz. Y el entusiasmo de las primeras comunidades helénicas cree encontrarse ya "en los cielos" por la victoria de Cristo sobre los poderes de la muerte (Ef 2, 6; Flp 2, 6ss; Col 1, 15ss; 1 Tm 3, 16). Pero tampoco la comunidad más tardía, confrontada ya su fe con el mundo y el transcurso indiferente y despreocupado de las cosas, ve en la cruz un significado especial, fuera del ético y moralizante. Simplificando, aunque sin duda unilateralmente, se puede decir: al comienzo del cristianismo primitivo suena el marana tha (1 Co 16, 22; Ap 22, 20) 4 , hostil al mundo, en espera del fin de éste y de la llegada del reino mesiánico; por el contrario, después se encuentra el "pro mora finis" (mientras llega el fin), conservador y favorable al mundo, que explica y justifica la demora de la nueva creación como pretendida por Dios, al mismo tiempo que la manipula con sucedáneos políticos de la salvación escatológica. Pero entretanto surge aquella "theologia crucis" que luego sería decisiva en la teología reformada. Para ella la cruz ya no era sólo una estación de paso hacia la gloria. La contradicción entre el Reino y la realidad dolorosa y permanente de un mundo irredento aún, se le convirtió en una cuestión acuciante. Pero no trató de buscar su solución en una teodicea cósmico-política, sino que redescubrió este enigma en el enigma de la cruz y aquí lo descubrió como salvación: ¿dónde estaba y quién era el Dios de la resurrección en la cruz de Jesús? Pero sobre todo: si Dios se declara en la resurrección a favor del crucificado, entonces Dios estaba ya en el abandono de Dios que experimentó el crucificado. Entonces este mundo abandonado y marcado por el poder de la muerte no está abandonado por Dios. Entonces Dios es realidad en él, si bien no de otro modo que en el de aquel grito del crucificado: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". RUDOLF WETH Pero, ¿qué significa esta paradoja?, ¿puede la realidad presente de esta paradoja ser más que el "anhelo por el otro", un anhelo que no ve por qué el mal y la injusticia del mundo tienen que seguir exis tiendo, tienen que ser la última palabra? Y entonces, la alianza y la reconciliación, como interpretación de la cruz, ¿no tendrían que "reconocer que expresan un anhelo y no un dogma"? M. Horkheimer -con quien nos formulamos estas preguntas -es un representante de aquel ateísmo moderno cuya "roca es el dolor". La existencia de un Dios omnipotente y misericordioso no es -según él- un dogma creíble dado el horror que domina sobre la tierra desde hace siglos. Por otra parte, el conocimiento crítico de este "horror", de la "finitud", del "abandono", pierde sus cimientos si no piensa en un "absoluto", en un "Otro". Pero esta fe, para Horkheimer, no es una certeza, ni siquiera una fe, es en todo caso un "anhelo". Bien, pero ¿por qué este anhelo?, ¿cuál es su fundamento? La paradoja de la voz de Jesús en la cruz no es simplemente la respuesta "que cuadra" a esta cuestión. Consiste precisamente en la síntesis, en una única lamentación, de la máxima proximidad de Dios y de la más extrema lejanía del mismo. Pues en ella Jesús llama "mi Dios" a quien le ha abandonado, a quien se comporta con él precisamente como "no mi Dios". Por consiguiente, al decir "mi Dios", Jesús apela al ser-Díos de Dios contra su no-ser-Dios. Y es que el no-ser-Dios de Dios sería el total abandono, el "todo es posible" y "todo es tal como es" sin instancia apelatoria posible. Tal abandono daría irrevocablemente la razón a los dioses de Jerusalén y de Roma, a los dioses de este mundo; sería la perfecta "identificación fatal del poder de Dios con el poder que domina en el mundo" (Barth). Tal abandono no sería siquiera capaz de tomar conciencia de sí mismo. Marción, el hereje del siglo II, creyó que la cruz de Jesús era obra del demiurgo, del creador satánico del mundo del mal. El sufrimiento habría alcanzado al cuerpo de Jesús, pero no a él mismo, que era la epifanía inalcanzable del Dios bueno, ajeno a este mundo. Nada más erróneo. Precisamente con su grito, lo que hace Jesús es mantener la unidad de Dios. Hace a Dios responsable de este mundo y no como origen del pecado, de la injusticia y de la muerte, sino como Aquel que puede transformar este mundo perdido. Invoca al Dios de la alianza del AT, al que ya apeló con su predicación y su obra contra el poder del mundo, al que tiene que venir con su reino. Pero de este modo lo que reivindica Jesús es, ante todo, la unidad de Padre e Hijo, que sostuvo todo su vida y su obra. Jesús reclama por consiguiente su propio ser en esta relación. Hemos de tener presente que Dios no es el Dios teocrático, ni siquiera el Dios de la alianza a secas, sino la unidad viva e inmediata de Padre e Hijo, lo que implica que Jesús es verdaderamente Dios -en este sentido- en su cruz. Si tenemos esto presente resulta que lo que Jesús reclama es el ser-Dios de Dios contra el ser-no-Dios, que lo que está en juego es el ser de Dios en esta relación. El abandono que amenaza a Jesús no es algo así como el dolor mortal de la naturaleza humana de un logos divino, ni la pena infernal que sufre por nosotros un Dios que existiera "para sí", al margen de la unidad entre Jesús y el Padre. Estos son los modelos con que la cristología tradicional ha tratado de interpretar los enunciados del NT sobre el abandono de Jesús; es el precio impuesto por las categorías griegas interesadas en mantener la inmutabilidad e impasibilidad de Dios. Pero el abandono que experimenta Jesús es un abandono en el que Dios -¡la unidad de Padre e Hijo!- desaparecería completamente, un abandono en el que Dios se abandonaría a sí mismo. RUDOLF WETH Dios fuera del acto de alianza provocado por Jesús no sería Dios. Pero Dios fue obediente a sí mismo. El Padre escuchó al Hijo, accedió a su reclamación. Se confesó a favor de su ser-Dios, es decir, de la unidad viva de Padre e Hijo en el sufrimiento del Hijo. Por esto el ateísmo no puede argumentar desde el sufrimiento y la muerte humanos, pues Dios mismo los ha padecido y asumido en su ser. Por el contrario, Dios y la comunidad divino-humana que Él crea pueden ser esgrimidos como último argumento contra el dolor y la muerte. Cruz y resurrección La dogmática cristiana ha comprendido la Trinidad como "acontecimiento comunitario" 5 . Este acontecimiento comunitario tiene lugar en la cruz y resurrección, donde Dios se afirma a sí mismo en la respuesta del Padre al grito del Hijo. Cruz y resurrección son, al mismo tiempo, el ser de Dios en el acto único de la reconciliación y de la representación. Que Dios es, que Dios es así, que Dios es en Jesucristo: esto es al salvación y la esperanza del mundo. Sin embargo, Dios no es aún "todo en todo" (1 Co 15, 28). Es la muerte de la muerte de Jesús. Pero sólo en él es la muerte de toda muerte y de todos los poderes de la muerte. Pascua tiene por eso una doble cara que hace de toda teología cristiana una "theologia crucis". Nos remite, como a la primitiva comunidad, al crucificado, pero: "la muerte de Jesús es anunciada porque el crucificado vive" 6 . Con la resurrección no irrumpe el reino de Dios, éste llegará "después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad" y, "como último enemigo, la muerte" (1 Co 15, 24.26). Pascua, sin embargo nos induce a pedir: "venga tu reino", pues con ella comienza el señorío del crucificado en un mundo aún por redimir. El mensaje pascual no es otro que la "palabra de la cruz" y ésta es la "de la reconciliación" que promete libertad y filiación. En la Pascua es aceptada la "provocación" de Jesús y corroborados la confianza filial y el poder liberador que soportaron su vida y su obra. El grito de la cruz es por eso, de una vez para siempre, representación que nos precede. Aquí encuentran su razón y fundamento los gemidos por la redención y los balbuceantes pero confiados "Abba" que emiten los reconciliados en representación del mundo. La fe cristiana es, pues, más que mero "anhelo". Cogido por el Espíritu del crucificado el anhelo se hace seguridad, la inquietud confianza firme, la pregunta súplica. Repite la provocación de Jesús al Dios de la alianza y participa así en el dinamismo más profundo de la historia, en el ser de Dios en el acto de la reconciliación ahora, en este mundo aún irredento. Ninguna generación de la historia ha tenido tanta responsabilidad respecto a la siguiente como la nuestra. Y ninguna como la nuestra osciló tanto entre el optimismo y la desesperación, entre las visiones de un "mundo nuevo" y de un mundo que se autodestruye. Los cristianos no somos una excepción. Sin embargo, hemos de esforzarnos por encontrar en el Espíritu de Jesús el sendero del crucificado adecuado a nuestro tiempo. No abandonar el mundo al escepticismo y la duda, sino a la esperanza de la transformación. La fe cristiana es el valor operante que sabe que no hay nada en el mundo - "ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades ni dominaciones, ni presente ni futuro"- más válido y más fuerte que el "amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor Nuestro" (Rm 8, 39). RUDOLF WETH Notas: 1 Este artículo aparecerá, con algunas modificaciones, en el volumen en colaboración editado por G. Hasenhüttl, bajo el título Dogmatik und Verkündigung (N. de la R.). 2 Heterodeterminación: traducimos así Fremdbestimmung, término ya enraizado en la filosofía crítica y que vendría a significar .determinación por algo o alguien extraño a uno mismo.'. Su opuesto sería Selbstbestimmung, que traduciríamos por =autodeterminación. (N. del T.). 3 El autor sigue la traducción de A. von Harnack (N. lel T.). 4 Marana tha = ¡ven, Señor Jesús! Aclamación eucarística de las primeras comunidades arameas (N. del T.). 5 En el original Selbstbezogenheit. Nuestra primitiva traducción decía autorreferencia. Pero el Dr. Weth nos ha rogado que sustituyéramos el término Selbstbezogenheit del original por el de Beziehungsgeschehen (= acontecimiento referencial= o acontecimiento comunitario como hemos traducido). Razón: Selbstbezogenheit resulta muy ambiguo ya que puede aludir también a lo que Tillich, Schelling, etc. designan como esencia del pecado, mientras yo deseo referirme exactamente a lo contrario». (N. de la R.). 6 El autor cita la frase entre comillas y sin referencia; procede de un documento oficial en el que el sínodo de la Iglesia Evangélica de la Unión tomó posición ante las discusiones de los teólogos sobre la muerte y resurrección de Jesús. El documento está editado en G. Mohn, Güttersloh 1968, bajo el título Zum Verständnis des Todes Jesu (N. de la R.). Tradujo y condensó: ANTONIO CAPARRÓS