ESPAÑA, SEGÚN SE MIRE

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ESPAÑA, SEGÚN SE MIRE
(postfacio)
José Ovejero
«España se está yendo a la mierda», lo dice con estas palabras y absoluta convicción una escritora española mientras conversamos sobre la situación política actual, en octubre de 2007.
Y esta frase tan tajante me va a servir para adentrarme en la
narración de la realidad española que componen los doce textos
previos. Empezando por el espinoso tema de la identidad o las
identidades que viven en perpetuo conflicto en nuestro país.
Porque a pesar del bienestar económico, de la estabilidad de las
instituciones, de la relativa paz social, de nuestra integración en
la Unión Europea, de una política internacional que no hace
prever grandes sobresaltos en esta región del planeta (o no más
que en el resto de Europa Occidental), muchos españoles viven
instalados en la premonición de la catástrofe… encarnada en
el gobierno del «otro». El nacionalista español ve en el naciona-
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lista «periférico» la amenaza definitiva para el país, el nacionalista catalán o el vasco atrincheran su identidad tras el rechazo
violento a lo español —«¿es usted española?», escucho a mis
espaldas en no recuerdo qué viaje por América; «no, catalana»,
negando el rótulo de su pasaporte—. Cuando la derecha sube
al poder, izquierdistas en otros momentos inteligentes vociferan «¡fascistas!» al jefe de su gobierno y a sus ministros, como
si Franco se reencarnase en cada político conservador; y si es el
candidato de izquierdas el que gana en las urnas, se enarbolan
banderucos nacionales, se lamenta la desmembración de España y se augura su ruina, como si las hordas rojas estuvieran a
las puertas de la capital.
En España la identidad nacional es aún más quimérica
que en otros países. Entre otros motivos porque la actual estructura territorial del Estado español es resultado de acuerdos
que unos no suscribieron, y otros lo hicieron a regañadientes;
las «autonomías» 1 fueron un parche que a fuerza de tirones se
descose una y otra vez. Unos españoles se definen como tales,
otros como catalanes o vascos o gallegos y se sienten víctimas
permanentes de lo español, los valencianos se consideran invadidos por lo catalán, en el Valle de Arán aparecen de vez en
cuando pintadas a favor de la independencia de la montañosa
región. Y también hay un grupo nutrido de españoles que, ante
tanta contienda identitaria, hacen lo que Kafka y se van a nadar. O a la playa, como prefirieron muchos cuando en 2006 se
sometió a referéndum en Cataluña un nuevo Estatuto de Au-
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tonomía que los políticos proclamaban fundamental: los de un
lado para defender la unidad supuestamente esencial de la patria, los otros para otorgar a Cataluña el estatus de nación que
le correspondería y dar nuevas competencias a su Gobierno. A
pesar de que en la prensa, en las tribunas políticas y, sobre todo,
en la radio, se alcanzó un nivel de agresividad infrecuente incluso en España, menos de la mitad de los catalanes respondió
a los clarines: la abstención fue superior a la participación.
Quizá es que a muchos les sucede como al amigo del narrador de Los de abajo: la palabra «vosotros» le parece un insulto, porque le impone una identidad común con personas con
las que no ve coincidencia alguna; o como al personaje de Señas
de identidad —ése que sabe que ha habido elecciones pero no
recuerda cuáles—: la insistencia en decirle que es catalán forma
parte de una pesadilla más amplia, porque él, como Pessoa,
quisiera ser muchas personas y de muchos lugares al mismo
tiempo. Hay, a pesar del ruido y de esa machaconería con la
que intentan decirnos lo que somos, quien prefiere buscar su
identidad en sus lecturas y en sus afectos, quien huye de banderas y bosteza ante los grandes acontecimientos, quien ve la
Historia de España como la de «una tierra baldía, sin demasiado futuro, casi yerma, muerta para la gracia de la vida». Quien,
como el personaje de Los de abajo, se conforma con la placidez
de mirar la isla de Cabrera y escuchar las voces de sus hijos en
el patio.
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Pero nadie es sólo fruto del presente. Queramos o no, el
pasado, individual y colectivo, nos define, nos restringe, hace
aspavientos cada vez que pretendemos interesarnos sólo por el
ahora y por un «nosotros» reducido, el que cabría en nuestra
agenda telefónica. La protagonista de Temperaturas, que estaba
en otras cosas, se convierte en dueña repentina de la tierra de
sus abuelos, con búnker incluido, por si se le había olvidado que
la Guerra Civil es parte de esa herencia. La nostalgia la atrapa
pasajeramente, y el recuerdo de esos lugares por los que paseaba
de niña de la mano del abuelo le devuelve a afectos olvidados,
pero no es fácil entregarse a la nostalgia cuando de la tierra
pueden empezar a salir los muertos. Y la protagonista, como
tantos otros, preferirá probablemente sacudirse de los zapatos la
tierra de sus ancestros, convertirse en ciudadana de un presente
no hipotecado por deudas pendientes, y habitar un mundo sin
compromisos. «Una querría estar siempre en otro sitio», dice,
haciéndose eco de una generación que se niega a tener un futuro decidido por difuntos: lo mismo da un sitio que otro, lo
importante es no ser de ninguno. O ser de muchos, como el
personaje de Vila-Matas, lo que no es exactamente igual.
Pero en España la forma en la que se realizó la transición
de la dictadura a la democracia hace que el pasado no parezca
tal, sino un presente continuo. «Como en la noche de los muertos vivientes», los muertos se desentierran cuando más descuidado estás, contemplando la belleza del paisaje.
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Ser español es tan difícil como negarse a serlo por culpa
de esa herencia desquiciada que nos han dejado, la de una España que no ha superado la Guerra Civil, y que por tanto está
abocada a ver en el triunfo del otro la propia derrota. El enfrentamiento entre los distintos grupos que habitan el país es tan
estridente que incluso quien sólo quisiera irse a nadar se ve obligado a escuchar la algarabía: sintonice quien tenga estómago
las tertulias de las distintas cadenas de radio, su maniqueísmo
banal, su lenguaje y su pensamiento dirigidos milagrosamente
no por el cerebro sino por la vesícula biliar. Por supuesto que
la crispación de la vida política responde a una táctica consciente de desgaste del adversario, amplificada por unos medios
de comunicación propensos al amarillismo partidista, también
cultivado por la llamada prensa seria. Pero si se usa esa táctica
es porque en España funciona: aquí se da la paradoja de que los
españoles son escépticos frente a la política, pero no indiferentes; desconfían de los políticos y sus promesas, a la vez que reaccionan de forma muy emocional a los enfrentamientos entre
partidos. Parecen escuchar con más atención cuando se denigra al adversario que cuando se hacen propuestas constructivas.
Es verdad que este mal hábito puede encontrarse en cualquier
país democrático, pero creo que de manera más marcada en
España, y hay razones históricas para ello.
España no es el único país de Europa Occidental que ha
sufrido una dictadura. Sin embargo, las demás dictaduras fueron derrotadas en una guerra, —Italia y Alemania— o derri-
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badas por movimientos internos de protesta —Portugal y Grecia—. En cambio, en España la dictadura nace derrotando a un
gobierno democrático y, aunque evolucionara hacia un régimen
autoritario menos brutal, permaneció invicta hasta la muerte del
dictador. Esa dictadura de derechas, tras instalarse en el poder,
impuso sus valores y sus tradiciones al resto de la sociedad, y se
esforzó en crear una normalidad de la que estaba excluida cualquier disidencia. Tras la muerte de Franco, se inició un proceso
pacífico —si dejamos de lado la pervivencia del terrorismo nacionalista y los asesinatos ultraderechistas— de regreso a la democracia por el que se pagó un precio: la Constitución de 1978
fue fruto de un consenso entre demócratas y franquistas reciclados; no se castigaron crímenes de guerra; no hubo sanciones ni
a policías que habían torturado ni a jueces que habían dictado
sentencias de muerte tras un juicio sin las debidas garantías procesales; altos cargos de la dictadura siguieron siéndolo durante
la democracia; el rey juró el cargo sin necesidad de condenar la
etapa anterior. «¿Tú has visto quién está en el Parlamento democrático de los cojones? Los mismos de antes. Han quitado a
unos cuantos de los más viejos, eso es todo», dice Pablo, y Julia
no sabe muy bien qué contestar, porque es cierto que se asumió
implícitamente la legitimidad del régimen anterior, pero también lo es que la percepción de muchos españoles estaba sesgada:
en las Cortes que salieron de las elecciones de 1977 menos de la
quinta parte de los diputados había desempeñado algún cargo
durante el franquismo Franco.
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Tras una reconciliación ficticia, según la cual los españoles
debían olvidar el pasado reciente, se ocultaba el miedo a que el
ejército volviese a imponer un régimen autoritario —«...justo
cuando la prensa de la derecha está incitando abiertamente al
golpe de Estado...»—, que habría contado con el apoyo o con
la aceptación pasiva de muchos españoles, más preocupados
por la economía familiar que por la política nacional. Cada
pequeño paso hacia adelante —por ejemplo, la legalización del
Partido Comunista— amplificaba el ruido de los sables en los
cuarteles.
A ese proceso peculiar de restablecimiento de la democracia se debe que la Guerra Civil siga tan presente en la política
y en la cultura españolas; son decenas, si no centenas, las novelas publicadas en los últimos diez años relacionadas con ella;
mientras escribo estas líneas aún se está debatiendo en el Parlamento una ley de memoria histórica que declara, ¡treinta años
después del inicio de la democracia!, ilegítimos, pero no nulos,
los juicios políticos realizados durante el franquismo, y estipula
la retirada de los símbolos franquistas de los edificios y espacios
públicos. Aún hoy, un ex ministro y diputado puede decir sin
sonrojarse que el franquismo fue un periodo de «extraordinaria
placidez» y el líder conservador afirma, en un contexto en el
que queda claro que se refiere también a la dictadura de Franco,
que se siente orgulloso de «toda» la historia de España —¿también de la persecución de los judíos, de los fusilamientos de
liberales, de la quema de iglesias, del terrorismo?—. Ante una
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derecha que se niega a condenar la insurrección y los crímenes
ulteriores cometidos por el franquismo, una parte de la izquierda se enroca y tampoco condena a grupos que, si bien lucharon
contra los rebeldes, no tenían ningún interés en defender la República y habrían preferido imponer por la sangre la dictadura
del proletariado.
No es posible comprender la España de hoy sin tener en
cuenta ese borrón y cuenta nueva —o así se creyó entonces—
que hace de España una anomalía entre las democracias, comparable ahora a la de los países europeos que estaban sometidos a regímenes comunistas: en contra de los que defendían la
«ruptura 2», salieron vencedores los apóstoles de la «reforma»,
aquellos que, aunque de mala gana como el padre de Julia,
estrechan la mano que había bendecido las condenas a muerte,
generando una continuidad entre dictadura y democracia que
haría que muchos perdiesen demasiado rápidamente el interés
por la vida política. El «desencanto» es un término que empieza
a oírse ya a finales de los setenta y el llamado «pasotismo» atribuido a los jóvenes está asentado en esa misma época. Pablo es
uno de esos jóvenes que deciden que no merece la pena luchar
por la frágil democracia, porque, dicen, no ha cambiado gran
cosa: siguen mandando los de siempre, los militares conspiran
contra el gobierno y a los pocos días ya están en la calle... pero,
como tantos otros, aprovecha los mayores espacios de libertad
individual y de emancipación moral que ofrece el nuevo sistema,
no sólo en lo que se refiere a la liberalización de las relaciones
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sexuales, también, por ejemplo, viendo películas y comprando
libros y discos antes prohibidos —cuando recuerdo que habían
caído bajo la censura películas como El gran dictador, de Chaplin, discos de Dylan y de Jethro Tull y que el School’s Out de
Alice Cooper tuvo problemas para distribuirse sólo porque iba
envuelto en unas bragas, me siento como un viajero del tiempo
que en dos décadas ha pasado de un mundo decimonónico a la
modernidad—, y consumiendo droga, no despenalizada pero
menos perseguida, cuyo uso se banalizó, con consecuencias catastróficas para muchos jóvenes, en aquellos años en los que
cualquier libertad nueva parecía una conquista legítima y beneficiosa, lo que llevó a infravalorar sus perjuicios. (De hecho,
la drogadicción se extendió de tal manera entre los jóvenes, que
España se convirtió rápidamente en uno de los países de mayor
consumo, no sólo de drogas blandas, también de cocaína y heroína). La frase “paso de todo” sería el lema, con el que Pablo
sin duda se sentiría identificado, de quienes creían que sólo se
podía liberar el individuo, y consideraban la actividad política
asunto de mangantes o de ingenuos.
A pesar de esa opción de muchos jóvenes, que impregnará la parte más underground y contracultural de «la movida»
madrileña y a pesar del desencanto de quienes habían creído
que la democracia traería el bienestar y la paz social y no les
valían explicaciones sobre las consecuencias para la economía
española de las dos crisis del petróleo —los medios nostálgicos
del franquismo echaban la culpa de los problemas económicos
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exclusivamente a la democracia—, millones de españoles respiraron aliviados cuando se dieron los primeros signos de consolidación democrática: el fracaso del golpe de Estado de 1981 y
las condenas severas a los cabecillas —aunque luego casi todos
abandonaron la cárcel mucho antes de cumplir la condena—, y
el triunfo del PSOE al año siguiente. Por primera vez en más de
cuatro décadas, un partido de izquierdas gobernaba en España
y ni hubo temblores de tierra ni el Anticristo asomaba el morro
más acá de los Pirineos.
El triunfo del PSOE fue acogido con entusiasmo por buena parte de la población. No sólo tantos izquierdistas que veían
en el PSOE una garantía de honestidad y justicia, y sobre todo
la posibilidad de mirar hacia adelante —la juventud de los políticos más destacados del PSOE fue una importante baza en su
favor—, incluso los círculos empresariales, muy preocupados
por la inestabilidad económica y política de los primeros años
de transición, apoyaron al PSOE. Y, en efecto, muy pronto
llegaron el crecimiento económico y la caída de la inflación,
que había alcanzado niveles casi insostenibles, se incrementó el
gasto social y las mujeres se integraron en el mercado laboral; y
también en esos años sucedió algo fundamental para la economía española: la entrada en la Comunidad Europea, y de paso
la asociación definitiva a la OTAN; España volvía a pertenecer
al mundo civilizado, y en 1992 se festejó a sí misma organizando los Juegos Olímpicos en Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Después llegó el apagón.
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Más bien, España dejó la adolescencia para entrar en la
madurez. «El fin del mundo», según la madrina de Curro en
el cuento de Merino, que en realidad fue el fin de una ilusión
ingenua: la de que la izquierda era intrínsecamente honesta.
«Cien años de honradez» fue el lema con el que el PSOE se
presentó a las primeras elecciones democráticas, pero después
de diez años de gobierno estaba ya claro que tal honradez, de
haber existido, pertenecía al pasado. A finales de los ochenta
se multiplican los casos de corrupción de políticos socialistas
y sus familias; en muy poco tiempo se destapan un caso de financiación ilegal del PSOE y el escándalo de que los GAL, un
grupo terrorista que secuestra y mata a miembros de ETA, y de
paso a algún que otro ciudadano inocente, está dirigido desde
el Ministerio del Interior, probablemente con conocimiento del
Presidente del Gobierno.
Pero el fin de la inocencia no estuvo sólo causado por la
corrupción y las chapuzas de un partido político: el ocaso de las
ideologías no es un fenómeno español. El muro de Berlín había
caído, el feminismo había perdido aliento en todo el mundo
desarrollado, el neoliberalismo tecnocrático se había convertido en el denominador común de los países de la Comunidad
Europea, independientemente del partido que los gobernara.
Y, además, en España la política se había quedado para esas
fechas sin grandes promesas. Cuando acaba el 92, de la borrachera ideológica de la Transición sólo quedan la resaca y una
musiquilla en el recuerdo que ya nadie es capaz de tararear
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del todo: ¿cómo era eso de la igualdad, de la justicia social...?
El mensaje principal que se había venido transmitiendo a la
sociedad en los últimos años era el que ya lanzara Guizot siglo
y medio antes en Francia: «¡Enriqueceos!» Es verdad que en esa
época aumenta el bienestar y España se convierte en un país
moderno, bien organizado, con sentido para los negocios y con
una importante presencia política en el mundo. Pero también
son los años de la especulación, de los negocios turbios, del
enriquecimiento rápido, de Rinconete engominado, de Cortadillo con olor a after shave Calvin Klein, de cientos de Tonios
como el del cuento, uno de esos avispados que proliferaron en
aquella época en la que las grandes ideologías iban quedando
amontonadas en el rincón de los trastos viejos y sólo se recuperaban durante las campañas electorales.
Ni que decir tiene que ese enriquecimiento no llegó a
todos: Curro es uno de los que se quedan a las puertas, de
los que barren y recogen los añicos después de la fiesta, como
hubo tantos. España se volvía cada vez más rica y más moderna, mientras el paro alcanzaba a más del veinte por ciento de
la población activa. Y precisamente un partido de izquierdas
había sido el encargado de hacer una reconversión industrial
que había supuesto cientos de miles de despidos y el cierre de
numerosas fábricas. Españoles: bienvenidos a la realidad.
Una realidad que, salvo por la tasa de desempleo, no era
tan distinta de la de los países vecinos. Y eso, precisamente,
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demostraba cuánto había cambiado el país en poco tiempo.
España había dejado de ser diferente 3, lo que, paradójicamente, supuso un shock para muchos, asustados por las consecuencias negativas de la democratización y la liberalización, tanto
de las costumbres como de la economía. Echaban de menos la
supuesta seguridad de la dictadura: durante los años ochenta
casi no hubo mes sin huelgas, se extendió, como señalábamos,
el uso de drogas entre los jóvenes, aumentó la delincuencia en
las ciudades, aparecieron tribus urbanas que a los más mayores
les producían pánico, algunos barrios se convirtieron en centros de actividad cultural y de ocio, pero también de juergas
nocturnas, de ruidos y borracheras, de reyertas. Los gitanos,
antiguos maleantes de la mitología popular, habían sido desplazados por los drogadictos.
Como los vecinos de la protagonista de Tarde en la noche,
algunos parecían vivir «a la espera de la fatal llegada de los bárbaros... como quien habita una trinchera...» Los cambios siempre dan miedo a aquellos que no los necesitaban. ¡Cuántos,
entre los más mayores, añoraban la «extraordinaria placidez»
del franquismo!, aquellos años en los que había menos delincuentes en las calles —aunque alguno diría que había más en el
Gobierno—, y en los que apenas había huelgas, porque estaban
prohibidas.
La protagonista de Tarde en la noche no es de los añorantes; no piensa, como sus vecinos, que «estas cosas no pasaban
antes», frase que en el cuento tiene un valor casi simbólico:
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porque el vecino se refiere a cuando ella no se había echado
a perder, cuando no dejaba entrar en el edificio a delincuentes, pero también evoca ese antes de la democracia, cuando
las mujeres eran decentes y a los gamberros les daba la policía
una buena tanda de palos. Pero ella no tiene que ver con ese
pasado, es de otro mundo; como personaje literario habría sido
impensable veinte años atrás. Ha cumplido los cuarenta y está
divorciada, pertenece a esa generación de mujeres para las que
trabajar fuera de casa y llevar una vida independiente son algo
normal. Su relación con Aitor no provoca en ella una reflexión
moral, el remordimiento del pecado; lo que le preocupa, aparte
del miedo que le causa el joven, es hacer el ridículo. La palabra
«pecado» no habría pasado por la cabeza de una mujer así en la
vida real. En la literatura de los años noventa han desaparecido
casi completamente las Regentas, y también las Colometas 4.
En los cuentos de los últimos años (véanse por ejemplo los de
Soledad Puértolas, Rosa Montero, Cristina Grande, Almudena
Grandes) la rebelión frente al marido o frente a la moral imperante han dejado de ser temas frecuentes. La infelicidad de la
mujer parece, en esos cuentos, más individual que estructural;
la emancipación, al menos en las clases más educadas, ya ha
tenido lugar.
Si la emancipación —o liberación, como se la llamaba
entonces— de la mujer fue un proceso imparable, unido estrechamente a las demás reivindicaciones políticas de los años
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setenta y ochenta, la de los homosexuales tardó más en llegar.
Perseguidos durante el franquismo, después tan sólo despreciados, objeto de chistes, protagonistas de comedietas homófobas, hoy los homosexuales en España, sin haber alcanzado
la normalidad, encuentran suficientes espacios en los que su
orientación sexual ha dejado de ser un rasgo significativo. Por
supuesto que sigue habiendo homofobia —en ningún país del
mundo ha desaparecido—, y que en muchos casos más que de
aceptación hay que hablar de tolerancia, que implica siempre
una diferencia entre el tolerante y el tolerado y que convierte
al primero en individuo virtuoso. Pero también es cierto que
España, desde 2005, es uno de los pocos países en los que es
legal el matrimonio homosexual.
El álbum de fotografías refleja tal normalización; esta historia melancólica podría, con muy pocos cambios, haber tenido
como protagonistas a un hombre y una mujer. No es un cuento
gay, no reivindica nada, no acusa, no dramatiza una situación
ejemplarizante. Parece que van quedando atrás esas historias,
en el cine y en la literatura, en las que si aparecía un homosexual era para plantear un problema sociológico. Tampoco
son ya ingredientes necesarios la culpa, el castigo, el enfrentamiento generacional, los insultos y los abusos, la génesis —a
menudo traumática, al menos en la ficción— de la diferencia, y
ni siquiera la celebración festiva e histriónica de lo homosexual,
elementos que habíamos encontrado en la literatura y el cine de
los años ochenta.
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