¿VIERON... YO LES DIJE, O NO?

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CUENTOS EN EMERGENCIA
Carlos R. Cengarle
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¿VIERON... YO LES DIJE, O NO?
Estrenando un blanco y pulcro guardapolvo, bien repleto mi
maletín de libros de consulta y algo nervioso, me senté a esperar a
mi primer paciente. Era mi primer y virginal día como médico
recién recibido.
Me imaginaba atendiendo un caso de SIDA o acaso diagnosticando algún cáncer oculto,
pero la primera consulta fue tan solo para repetirle una receta a una mujer, que estaba
demasiado apurada para satisfacer mis deseos de una consulta perfectamente realizada,
según las normas de la Facultad. Seguí mirando el techo y esperando al paciente ideal,
hasta que apareció la secretaria de los consultorios, una mujer de aspecto muy cansado, que
me pidió - o mejor dicho, me imploró - que atendiese a un tal Eduardo Montaieno, un
hombre al cual los demás médicos, se negaban enfáticamente a atenderlo.
Se asomó en el dintel de la puerta entreabierta, la cabeza de un hombre de alrededor de
treinta años. El ceño fruncido, sus ojos negros furiosos y casi eléctricamente clavados en
los míos, los labios apretados como mordiendo una bronca a punto de estallar y una
expresión ambivalente, que parecía gritarme: “A los médicos los odio y los desprecio, pero
lamentablemente también los necesito...”
Me quedé sentado y me limité a contestarle con una tibia sonrisa y alzando las cejas, como
sorprendido e invitándolo a pasar. Me sentí inundado por esa extraña sensación de tener por
fin a un paciente difícil - uno de verdad - y que Galeno, renaciese en mí... y que todo lo
aprendido en años y más años de estudio, ahora se sometiese a la prueba de la única verdad:
la realidad.
- ¿Usted también me va atender un par de veces y después, se va a negar a
atenderme? - me largó de entrada, mirándome con desconfianza.
- Usted me recuerda a esas personas mediocres que le protestan al chofer del
colectivo que les para, porque el anterior no les paró y siguió de largo... - le
respondí con firmeza y ante esa actitud, terminó por desarmarse y se calló la
boca en su protesta.
Puse mi mejor aire doctoral y lo animé a que hablase del motivo que lo traía a la consulta.
Sus palabras trasuntaban un intenso miedo y una preocupación enorme de padecer alguna
enfermedad muy grave, sobre todo de alguna que fuese mortal. Era muy nervioso,
impulsivo y extremadamente miedoso. Estaba preocupado por el crecimiento de sus dos
hijos, tenía temor a estar solo en su casa, a las tormentas eléctricas, a pasar debajo de un
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balcón que se pudiese caer y venía medicado con una cantidad enorme de remedios de todo
tipo. Charlamos por un rato y tuve la sensación, que estaba frente a una persona de
convicciones muy arraigadas y muy estructuradas en su compleja personalidad. ¡Era el
paciente que yo tanto había estado esperando!
Sin embargo, pronto empezó a cansarme. Describía con impresionante precisión cada uno
de sus síntomas y me los aclaraba y aclaraba, reiteradas veces. La descripción minuciosa
del aspecto de su defecación y la cantidad veces en el día y en la noche que iba al baño; el
color y la cantidad de su orina, a la cual notaba a veces demasiado caliente o demasiado
fría; su forma demasiado lenta de respirar y la falta de fuerza en los músculos de su pecho,
impidiendo que entre el aire, sus cavernícolas eructos luego de comer temerariamente
apresurado; o el angustiante hecho de no amanecer acostado sobre el lado izquierdo de su
cuerpo, o peor aun, la sensación horripilante de boca seca y pastosa a la mañana. Todo era
una tormenta “enchastrada” de inacabables sensaciones. Pero eran sensaciones de las más
comunes y vulgares, las habituales en cualquier ser humano, que en él estaban proyectadas
hacia un triste e irreverente melodrama.
A menos de la mitad del relato, ya entendía perfecta y claramente porque los demás
médicos, se negaban a atenderlo. Hasta creía entender el apodo con el cual lo habían
bautizado en los pasillos del hospital: “el hombre de plástico”. Pero era mi primer caso
difícil y decidí seguir para adelante. A veces el orgullo, puede más.
A los tres días, el enfermo regresó a mi consultorio con los resultados de algunos análisis
que yo le había pedido. El apéndice xifoides, un pequeño hueso ubicado en la pared de la
boca del estomago, había movilizado a una ambulancia durante la noche anterior, pues el se
lo palpo y confundió con un tumor. Los latidos cardiacos cansados y sin fuerza,
amenazaban con abandonarlo; los flatos sin vigor y malolientes le indicaban que un proceso
de putrefacción se había iniciado en su interior; las venas dolorosas y las arterias sin señales
de vida, le presagiaban una apocalíptica hemorragia interna; una guaranga carraspera que
no terminaba de limpiarle los pulmones o una mínima tos ocasional, era el sello seguro de
que un cáncer se le había declarado... todo, absolutamente todo, era una terrible catástrofe.
En cada consulta médica, mientras exhibía su cara triste y melancólica, solía responder
ante la inevitable pregunta sanitaria, con una monótona e invariable frase.
- ¿Y... cómo anda?
- ¡Desastre, doctor... desastre!
Era una persona de muy baja autoestima, que tendía a agrandar y exagerar hasta los más
mínimos aspectos negativos de la vida y a centrarse - exclusivamente - en sí mismo.
Devoraba artículos y reportajes sobre temas de medicina y veía todos los programas de
televisión, relacionados a la salud. Un caso para el diván... pero al cual Eduardo, se resistía
con garras y con uñas, alegando que jamás un psicólogo o un psiquiatra, pudo o podrá con
él - Es que yo estoy enfermo de verdad y nadie me cree...
Había contado minuciosamente la cantidad de lunares que tenia en su cuerpo, ayudado por
su sufrida y espantada esposa. Tenía prolijamente confeccionado un patético croquis, con la
distribución exacta de los mismos. Un total de ciento sesenta y siete inocentes lunares se
distribuían amenazantes por su cuerpo y de los cuales once, lo aterrorizaban
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particularmente; a esos monstruos, los tenía fotografiados con todo lujo de detalle. Venía a
la consulta munido de una repugnante galería de fotos y una lupa, para que el médico
comparase si había alguna variación en los bordes, tamaño o color, de sus lunares. Eduardo
hubiese sido la pesadilla más atroz, de cualquier neurótico obsesivo.
Incluso su preocupación por la alimentación, rayaba en el delirio más abyecto. Hablaba y
hablaba sobre la cantidad de calorías de cada alimento que ingería, en que orden debía
ingerirlos, como trataba el agua que bebía con ellos o como debían estar ventiladas antes de
ingerirlas, las frutas y verduras. Su discurso sobre a que temperatura servir los alimentos,
no duraba menos de veinticinco minutos. Y hasta para dormir, la cama debía estar con su
cabecera hacia el Norte y jamás, apuntando hacia el Oeste, debido a que los magnetismos
del planeta lo afectaban en su sistema nervioso.
A pesar de todas las explicaciones y exámenes negativos, demostrando que estaba
absolutamente sano, sus temores no desaparecían. Hasta se quejaba que nadie, lo tomaba en
serio. Horas enteras explicándole que no se le encontraba nada de nada, lograban calmarlo
más allá de un breve lapso y luego, recomenzaba incluso peor, con sus eternos miedos y
temores fantasmales.
- Es un simulador, es un enfermo imaginario - me decía una médica colega que ya
lo había atendido y estaba extrañada, que yo todavía no hubiese claudicado en
mis esfuerzos de atenderlo.
- No, no es un simulador. Es un hipocondríaco. Lo persiguen sus propios
órganos... - me aclaró un colega psiquiatra que lo había atendido sin éxito unos
meses antes.
Eduardo se cocinaba fatalmente en su propia salsa. Deterioro social y ni un amigo, ni
siquiera una salida a pasear desde hacia varios años. Cada vez más comprometido en el
aspecto laboral. Destruida toda relación positiva en el ámbito familiar... Hasta mi pulso
temblaba y me dolía la cabeza, de tan solo verlo sentado en la sala de esperas,
Un día me pidió que lo atendiese de urgencia. En esa oportunidad, su vena poética parecía
quererle explotar y estrangularlo: Repetía que “la materia fecal últimamente, es del color
grisverdoso del pavimento adoquinado del barrio de Pompeya, ese que se observa cuando
garúa por la tarde y uno lo mira en forma oblicua...” Por supuesto que venia a la consulta,
armado con variadas y grotescas fotografías del inodoro y de sus frutos, para ilustrar mejor
a su relato. Hasta tenía grabados sus eructos. Era un verdadero despliegue de técnicas
multimedias, propias mejor de los efectos especiales de una taquillera película de
Hollywood o del sorprendente Federico Fellini.
Leí todo lo que cayó en mis manos respecto a hipocondríacos. Me propuse como plan de
tratamiento el reaprendizaje, separando al enfermo de todo aquello que le recordara sus
enfermedades. Le di instrucciones precisas de que no acudiese a ningún otro médico, que
no se hiciese atender por ningún servicio asistencial, que dejase de hablar de enfermedades
y que tampoco consultase publicaciones médicas, libros, revistas o Internet. Mi finalidad
era romper con el circulo vicioso del miedo, que le generaba aun más miedo y con el
objetivo preciso, que aceptase esos miedos que sentía, pero sin luchar en contra de ellos...
Al principio pareció que iba a responder, pero luego comprobé que seguía igual o peor.
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Con la bola y la importancia que vos le das, lo terminás enfermando todavía
más, al tipo ese... - me reprendió severamente el Jefe de mi Servicio, ya que yo
“perdía demasiado tiempo” en la atención de ese único paciente y descuidaba la
atención de los demás enfermos.
Un día vino a consultarme por “dolor de panza y nauseas...” Me planté firme e impostando
la voz, inmediatamente que cerró la puerta del consultorio y mucho antes de que intentase
sentarse, le dije:
- Usted se abusa de mí, del sistema, del hospital. Su locura no deja vivir a nadie
en paz... esta arruinando a su familia, poniendo en peligro su trabajo. No goza
la vida... Hoy ni siquiera lo voy a revisar. Ya me tiene cansado, váyase... Venga
dentro de diez días.
Se marchó avergonzado y sin decir siquiera una palabra. Yo, estaba satisfecho, aunque algo
incomodo - seguramente por inexperiencia -. En el fondo y gracias a todo el tiempo en que
lo atendí con esmero, había logrado sentir una profunda lastima por él. Incluso, no me
había gustado demasiado el color de la piel de su rostro y me quede preocupado... Pero el
jefe, mi jefe, me felicito efusivamente y se despacho con un discurso, sobre la función
educadora del médico.
A la mañana siguiente, me enteré por la aburrida e indolente secretaria del servicio de
consultorios, que desde otro hospital habían pedido la historia clínica de Eduardo
Montaieno. Había sido operado de urgencia ante una Peritonitis grave a consecuencia de
una apendicitis aguda gangrenosa... Ahora, el enfermo yacía internado en una Unidad de
Terapia Intensiva, conectado a un respirador.
Un eco imaginario y culposo, reverberaba sonoro en mi cabeza a cada rato, luchando y
luchando contra la imagen del antiguo cuento del “pastorcito mentiroso”. Ese eco, era la
voz de Eduardo - ¿Vieron... yo les dije, o no?
FFiin
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