Untitled - Cometadigital

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El pentagrama misterioso
Marc Reins
El pentagrama misterioso
Cuando llegó el invierno me instalé en el ala izquierda
de la residencia. Allí podía disfrutar del recogimiento y
la confortabilidad que ofrecía esta parte de la casa. Ahora tenía a mano el piano de cola que mandé instalar en el
salón de la parte superior. Desde aquí podía acceder a
los dormitorios de la misma planta. Yo tenía por costumbre hacer descansos en mis largas horas delante del
ordenador. Había comprobado que pequeños paréntesis
favorecían que mi mente se relajase, y ayudaban a que
las palabras aflorasen con más sentido estructural. El
piano y la guitarra eran mi válvula de escape para esos
momentos de inactividad. Interpretaba melodías que
variaban en función del relato que estaba escribiendo en
aquel preciso instante.
Los días transcurrían con relativa tranquilidad, y la noche conquistaba terreno. Se había reducido el número
de horas de luz. Viendo que tenía que pasar más tiempo
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encerrado en casa, decidí escribir una obra musical ambientada en las imágenes que había robado días atrás a la
naturaleza. Compré un proyector y mandé instalar una
pantalla frente al piano. Desde el ordenador portátil
proyectaba las secuencias de imágenes que eran mi gran
fuente de inspiración.
El primer día pude escribir algunos compases que hacían referencia a los días previos al gran cataclismo. Me
inspiraba en las fotografías que presentaban la naturaleza más viva y alegre, llena de grandes matices y en plenitud. Después de interpretar aquellas notas descubrí que
me gustaba lo que había hecho. Era noche alta cuando
decidí acostarme y dejé las partituras y lápices sobre el
piano.
El día siguiente transcurrió con total normalidad.
Cumplí los horarios de una jornada normal de trabajo y
por la noche, después de varias horas delante del ordenador, decidí sentarme al piano para seguir con mi obra
musical dedicada al otoño en Galicia. Cuando empecé a
mover mis manos por el piano pude percibir que nada
de lo que estaba escrito se parecía a lo que la noche anterior había reflejado en aquellos pentagramas. Al repasar la partitura pude comprobar que alguien había introducido modificaciones en ella. Borraron unas notas y
añadieron otras. Intenté restar importancia a aquel
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hecho extraño. Tal vez alguien quiso gastarme una broma. Había salido a correr la tarde anterior y posiblemente se hizo en mi ausencia. Incluso llegué a pensar en
Fernando Ballón, pues tenía por costumbre realizar
cambios en las partituras que interpretábamos en nuestros encuentros musicales.
Al día siguiente, cuando Flora llegó a trabajar le pregunté por lo ocurrido mientras me servía el desayuno:
―¿Vino a verme alguien ayer?
―No. Que yo recuerde, no vino nadie por aquí. Ni sus
amigos ni la señorita Verónica.
―¿Nadie? ―volví a insistir.
―¡Caramba! ¿A qué viene tanto interés? ―exclamó
mirándome fijamente a los ojos.
―No, por nada ―dije, perdiendo la mirada en el humo
que desprendía el café.
―¿Ha pasado algo? ―preguntó mientras se retiraba para
seguir con sus tareas.
―Si no ha venido nadie de visita, alguien ha entrado en
la casa sin que le hayamos visto. ―Flora me miró asustada ―Debemos tener más cuidado.
―¿Han robado algo? ―insistió buscando con la mirada
la falta de algún objeto.
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―No. No han robado nada, pero pudieron haberlo
hecho.
―No se preocupe, tendré más cuidado en adelante.
Me parecía extraño que Flora no se diera cuenta de que
alguien había entrado en la casa. Ya había pasado algún
tiempo desde que estaba ocupando el ala izquierda de la
vivienda y ésta, debido a su disposición, era mucho más
fácil de controlar. Además, el salón y los dormitorios
estaban en la planta superior, y si alguien hubiera llegado
hasta allí el sonido provocado por sus pisadas sobre el
suelo de madera le delataría de inmediato. Por otra parte, Flora siempre estaba dando vueltas de un lado para
otro, y era muy difícil que algo así se le pudiera escapar.
Aquel día estuve pensando cómo alguien pudo entrar en
la casa y tener la osadía de añadir notas a mi obra. Por la
tarde, al terminar la jornada de trabajo, me acerqué hasta
el centro de salud para visitar a Verónica, que estaba de
guardia. Allí me enteré de que en los últimos días se
habían producido robos en algunas casas de la comarca.
―A lo mejor, en vez de ser una banda de ladrones era
una banda de músicos ―dijo riéndose a carcajadas.
No hice ningún comentario a sus palabras y seguí pensando en aquel extraño suceso.
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Cuando llegué a casa Flora se había atrincherado en el
interior de la vivienda; ya tenía noticias de los robos que
se estaban produciendo en los alrededores.
―¡Ándate con mucho cuidado! ―dije cuando se despidió―. A ver si te van a asaltar los ladrones en el camino.
―No se preocupe ―dijo con retintín―. A mí no tienen
nada que robarme.
Esa noche puse especial atención a la hora de cerrar
puertas y ventanas. Fue en ese momento cuando pude
comprobar que si alguien quería entrar en la casa lo iba
a tener complicado. Las puertas y ventanas eran muy
consistentes, y estaban construidas con hierro fundido y
madera maciza de gran sección. Después de aquella inspección necesaria me encerré en mi cuarto para trabajar.
Era una noche estrellada. Una hermosa noche de luna.
El césped del jardín se veía plateado e iluminado como
el día. Durante unos minutos estuve contemplando, absorto, la plácida belleza de aquella escena tranquilizadora. Al poco rato me senté delante del ordenador para
continuar con mi trabajo. Las horas fueron pasando lentamente y en el ambiente sólo se podía percibir el contacto de mis dedos buscando las letras impresas en aquel
teclado tipo membrana. El fuego desprendía pequeñas
volutas de humo que se perdían en la profunda y oscura
garganta de la chimenea. Estaba tan centrado en la trapág. 6
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ma que hubo un momento en que aquellas llamas, indomables y abrasadoras, parecían fundirse con el texto
reflejado en la pantalla del ordenador. Al poco rato pude
sentir cómo mi mente se precipitaba hasta un profundo
vacío. Tuve que haberme dormido largo tiempo, porque
cuando abrí los ojos el fuego ya se había consumido y
solamente unas brasas ocupaban la pequeña parte del
fogón. Fue entonces cuando me pareció oír unos pasos
que llegaban desde el salón y que terminaron con el sonido de una puerta que se cerraba. Salí corriendo del
dormitorio, pero no vi a nadie en las inmediaciones. Sin
embargo, pude comprobar con asombro que alguien
había hecho modificaciones en la partitura que estaba en
el atril. Bajé corriendo por las escaleras y empecé a gritar:
―¿Hay alguien ahí? ¿Quién está ahí?
La respuesta a aquellas preguntas fue el más absoluto
silencio. Recorrí la casa tratando de encontrar alguna
explicación a lo que acababa de ocurrir. Las puertas y
ventanas estaban cerradas. Regresé al salón y me acerqué lentamente al piano. Examiné con detalle la partitura. En esta ocasión se habían atrevido a realizar cambios
importantes. Con los brazos apoyados sobre el piano
estuve largo tiempo pensando qué podía estar sucediendo, y quién estaba escribiendo en mi obra musical.
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Quise asegurarme, una vez más, de que la casa estaba
bien cerrada, y volví a revisar todas las posibles entradas. Al igual que en mi anterior inspección, no encontré
nada que me hiciese pensar que alguien pudiera acceder
a la vivienda desde el exterior. Quien escribió en mi partitura tenía que estar dentro de la casa. Revisé palmo a
palmo cada habitación, pero mis investigaciones no dieron ningún resultado. Ya en mi cuarto, pasé lo que quedaba de noche sentado en el escritorio meditando sobre
lo que estaba sucediendo.
Fueron los portazos de Flora los que me dieron los
buenos días. Cuando salí de mi habitación no pudo reprimir unas palabras:
―¡Vaya cara que tiene hoy! ―dijo― ¿Vino a verle la señorita Verónica?
―No ―respondí mientras intentaba abrir los ojos.
En aquel momento no supe interpretar las maliciosas
palabras de Flora. A éstas siempre había que buscarle
una segunda lectura y, yo, en aquellos momentos, no
estaba para pensar.
Después de una prolongada ducha, me senté a desayunar. Flora, a la que nunca se le escapaba ningún detalle,
siguió con sus malintencionadas preguntas:
―¿De verdad que anoche no vino la señorita Verónica?
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―Ya te he dicho que no. Estuve trabajando hasta muy
tarde.
―¿Hasta tan tarde, que no se acostó? ―Flora seguía
martirizándome con sus irónicas preguntas.
―Me quedé dormido encima de la mesa. Eso es todo.
No busques tres pies al gato, que no estoy para bromas
―quise terminar con aquel interrogatorio incómodo.
―Pues la verdad, ¡tiene una cara que da asco!
Así era Flora de discreta. Siempre tenía que ser ella la
que terminara las conversaciones, y yo no estaba en
condiciones de seguir su juego.
Ese día no pude trabajar. Otras cosas más importantes
bullían por mi cabeza. Necesitaba conocer los secretos
de la casa. A media mañana me puse en contacto con el
estudio de arquitectura que llevó las obras de rehabilitación, para pedirles que me enviasen una copia de los
planos. Por la noche, cuando me retiré a mi cuarto, cogí
la partitura del atril y la puse encima de la mesa del escritorio. De vez en cuando fijaba los ojos en las notas
que alguien había escrito en los pentagramas de mi
composición. Quien hizo aquello tenía una excelente
caligrafía musical, y lo hacía con mucho gusto; pero eso
no tranquilizaba mi estado de ánimo. Aquella noche no
fui capaz de escribir más de dos párrafos en la novela.
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Al día siguiente, antes de comer, recibí un paquete por
mensajería urgente. Eran los planos de la casa. Los examiné con precisión, intentando descubrir qué puntos
vulnerables tenía la construcción, pero pronto pude advertir que no había ningún hueco salvo puertas y ventanas. Aquello me tranquilizaba en parte, ya que pronto
aparecieron otras preguntas: ¿Quién pudo haber hecho
aquello? ¿Cómo logró llegar hasta allí? Y lo más importante, ¿por qué lo había hecho? Aquella noche quise seguir escribiendo en mi composición musical; sin embargo, cuando empecé a trazar las notas en el pentagrama,
tuve la extraña sensación de que mis manos estaban
siendo llevadas por una fuerza que no podía controlar.
Definitivamente, aquella no era mi obra. Estaba siendo
utilizado por algún ente que emanaba del exterior. Quise
interpretar aquel conjunto de notas que me eran desconocidas, y el resultado de aquella melodía despertó en
mí una extraña sensación. Eran sentimientos que no
pude comprender.
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