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Las frágiles alas de la mariposa
Stella Checa Cañas
Lycée Moliere
Las frágiles alas de la mariposa
La primera vez que fue al jardín del Abuelo Tasio debía de tener unos seis años. Isa lo
recordaba como un día soleado de verano. Tasio había estado sentado en su butaca con una
pipa entre los labios como si viniera del siglo pasado. Era un recuerdo casi demasiado prístino:
Tasio le había mostrado sus macetas donde cultivaba rosas de todos los colores. Isa había
quedado prendada de todas ellas, rojas y blancas en su mayoría, pero sus labios se habían
torcido en una mueca infantil de disgusto al ver la amarilla que florecía, como un rayo de sol.
No tenía explicación alguna, sencillamente le resultaba fea. Tasio la había mirado con gesto
curioso:
-¿Qué sucede, Isa?-había preguntado- ¿Es la rosa amarilla?
-No me gusta-respondió con la simplicidad de una niña de seis años.
-Así que no te gusta, ¿eh?-Tasio entrecerró los ojos- ¿Y qué harías con ella, pues?
-Cortarla.
Tasio había resoplado, claramente decepcionado, como si Isa hubiese cometido un error del
cual ya no pudiese redimirse, y se llevó la pipa a los labios agrietados con paciencia. Isa había
pasado la tarde jugando cerca de un almendro bajo su vigilancia, pero más que un abuelo
cariñoso, Tasio tenía el aspecto de un centinela que observase el mundo desde la cumbre de
un inexpugnable acantilado. Más que eso, pareció hallarlo culpable de crímenes que sólo él
conocía.
La segunda vez que fue al jardín del Abuelo Tasio, tenía nueve años. Era el comienzo de la
primavera y los cerezos estaban en flor. Isa cogió varios pétalos rosas y se los colocó en el
pelo, como la corona de una princesa de las hadas. Correteó cerca de una fuente, descalza,
mientras Tasio la miraba sonriente, con su pipa entre los labios. Imaginó miles de mundos en
aquel jardín de ensueño, y de alguna forma, todas sus fantasías se volvieron más tangibles al
ver en la fuente, sobre un nenúfar, una rana inmóvil de aspecto algo repulsivo y a la vez regio.
Al poco, una mosca paso zumbando, y la rana extendió su lengua a una velocidad tal que Isa
apenas pudo asombrarse.
-¿Qué pasa, Isa?-le preguntó Tasio colocando una mano sobre su hombro- ¿Es la rana?
-Se ha comido la mosca-respondió ella con voz tranquila.
-¿Y te resulta triste, Isa?-insistió él.
-No-dijo Isa encogiéndose de hombros- La mosca es el alimento de la rana.
-Ya veo-Tasio pareció sonreír- ¿Es porque es más fuerte, Isa?
-Algo tendrá que comer-replicó ella, confusa.
-Sí, cierto-Tasio dio una calada a su vieja pipa- Pero la rana está aquí, abusando de su poder
como una tirana, comiéndose las moscas inocentes. ¿No es eso triste? Los fuertes no deberían
hacerle eso a los más vulnerables, ¿no crees?
-Si no lo hiciera la rana moriría-repitió Isa, apretando los dientes- La rana se come las moscas.
-Supongo que tienes razón-resopló Tasio- La rana moriría.
Y aunque no sonreía, su gesto era satisfecho, como si aquello hubiera sido una prueba que Isa
superó con éxito. Aunque no lo dijo, el Abuelo Tasio nunca lo decía.
La tercera vez que fue al jardín era de nuevo verano, e Isa tenía once años. Portaba un vestido
de volantes verde muy bonito que su madre le había comprado por su cumpleaños y dos largas
trenzas terminadas en lazos. Su vestido estaba manchado de chocolate a la altura del
dobladillo, pero no parecía importarle a nadie. El Abuelo Tasio la miró perplejo, sosteniendo la
pipa entre los labios. Tenía las cejas arqueadas con sorpresa y sus arrugas eran más
marcadas.
-Has crecido mucho, Isa.
Isa asintió y corrió al jardín. Una suave brisa arreciaba. Allí, observó las rosas del Abuelo, que
florecían como cada año. La amarilla se había vuelto ya un hábito, y aunque aquel color seguía
desagradándola, por alguna razón sentía que aquel era el lugar de la planta. No debía cortarla,
se dijo. Tasio odiaba que la gente dañara la naturaleza. De haber sido más joven, y de haberle
podido confiar su preciado jardín a alguien, el Abuelo Tasio habría estado ya en el Amazonas,
encadenado a un árbol para detener la, según él, “abominable deforestación”.
Aquel pensamiento la divirtió, y se sentó bajo la sombra del almendro donde años atrás jugaba.
El Abuelo Tasio, siempre atento, la contemplaba, con expresión indescifrable. Isa se sentó al
lado del tronco y apoyó la espalda en éste. En eso, vio cómo una hilera de hormigas pasaba
caminando ante ella. Una de ellas, maliciosa, rompió fila y se acercó a Isa, posiblemente
atraída por el chocolate de su vestido. Isa la aplastó con el pie sin miramientos.
-¿Por qué has hecho eso, Isa?-preguntó el Abuelo Tasio, que como siempre la observaba.
Isa había comenzado a aburrirse de las preguntas del Abuelo Tasio, así que puso los ojos en
blanco.
-Sólo es una hormiga, Abuelo-replicó.
Tasio se acercó y la miró, severo. Isa le devolvió la mirada no sin cierta petulancia.
-Míralas, Isa-el Abuelo señaló las filas perfectas que se dirigían al hormiguero- Pequeños y
valientes soldados que arriesgan su vida cada amanecer, unidos desde su nacimiento hasta su
muerte. Has cometido una auténtica crueldad sin percatarte siquiera.
-Sólo es una hormiga-reiteró Isa, molesta.
Tasio no respondió, pero en sus ojos parecía haber la misma decepción que hubo hacía cinco
años.
<<Entonces sólo era una rosa>>, se recordó Isa.
No dio su brazo a torcer, aunque por puro respeto, no aplastó ningún insecto más.
La última vez que fue al jardín del Abuelo Tasio tenía catorce años y portaba un vestido blanco
como la nieve. La primavera era agradable y fresca, los cerezos volvían a estar en flor. Tasio
estaba sentado frente a las flores más alejadas, la pipa entre los labios y el gesto pensativo.
Seguía siendo un firme centinela que observaba el tiempo pasar, pero ya no la vigilaba a ella.
-Mira-dijo, sin girarse siquiera.
Isa observó, no sin cierta fascinación, las mariposas que revoloteaban alrededor de los pétalos.
-Son preciosas-admitió.
Tasio asintió levemente. Había un grupo de mariposas de alas que parecían gasa, otras
naranjas y negras, muy delicadas.
-Esas son las mariposas monarca-señaló Tasio- Migran cada año, y cada año sus
descendientes son capaces de encontrar el camino a casa sin la ayuda de sus progenitores.
Entonces, Isa advirtió una azul, de alas muy claras. Era solitaria y paciente, reposaba sobre
una flor con calma.
-Es una lástima que los cazadores atrapen siempre a las más extrañas, ¿no crees, Isa?
-Serán las más hermosas-respondió Isa- Querrán conservarlas para siempre.
-No son las más hermosas-replicó Tasio, tal vez algo frustrado por primera vez en años- Sino
las más peculiares. La belleza es algo muy relativo, Isa. Sin embargo, la rareza prevalece. Los
extraños, aquellos que parecen ajenos, son expulsados y cazados. No importa que al final del
día, todos sean mariposas-hizo una pausa, dio otra calada a su pipa- Conservan las mariposas
más características como seres insólitos, capturadas de por vida en ataúdes de cristal donde
todos pueden apreciarlas, como fenómenos en un circo. Si hacen eso a las mariposas, ¿qué
harán a los humanos?
-Ya no estamos hablando de mariposas, ¿no?-dijo Isa- Nunca hablamos de rosas, ranas u
hormigas, tampoco.
-Por supuesto que lo hicimos, Isa. ¿Acaso no dijimos que la rana destruía a su paso para
sobrevivir, sin maldad alguna? ¿Acaso no mostramos que el fuerte aplasta al débil, y no siente
arrepentimiento al respecto?-Tasio sonrió muy débilmente- Las mariposas tienen unas alas
muy frágiles, Isa. No importa cuál sea su color o forma, no debería ansiarse atraparlas. Las
alas se deshacen con facilidad entre nuestros dedos.
-Abuelo, creo que estás delirando-afirmó Isa, preocupada.
-Miras, Isabela, pero no ves-le reprochó Tasio- Miras las alas de las mariposas, y no la
mariposa en sí. Deja de observar cada factor que las compone, y contempla la creación final.
¿No son lo mismo? ¿No son todas mariposas?
-No son iguales-repitió Isa.
-No he dicho que sean iguales-replicó Tasio- No son iguales, pero son lo mismo. Son
mariposas.
Isa hizo una larga pausa. El Abuelo sonreía por primera vez, algo divertido.
-Las rosas no son iguales-respondió al fin- Pero son lo mismo. Rosas.
-Sí-amplió su sonrisa- Dime, Isa, ¿qué harías con la rosa amarilla que tanto te desagrada?
-Dejarla crecer entre las demás-susurró Isa- Debería estar dónde pertenece. Entre las rosas.
Tasio se quitó la pipa de los labios y la dejó sobre la silla en la cual había estado sentado.
Parecía profundamente satisfecho.
-Eso mismo se debe hacer. La rosa puede que sea amarilla. Pero es una rosa, al fin y al cabo.
Stella Checa, Lycée Moliere
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