Parité! - Fondo de Cultura Económica

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Parité!
Equidad de género
y la crisis del universalismo francés
HISTORIA
JOAN WALLACH SCOTT
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
Serie Clásicos y Vanguardistas
en Estudios de Género
Parité!
Traducción de
GUILLERMINA CUEVAS MESA
JOAN WALLACH SCOTT
Parité!
LA IGUALDAD DE GÉNERO Y LA CRISIS
DEL UNIVERSALISMO FRANCÉS
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición en inglés, 2005
Primera edición en español, 2012
Scott, Joan Wallach
Parité! La igualdad de género y la crisis del universalismo francés / Joan Wallach
Scott ; trad. de Guillermina Cuevas Mesa. — México : FCE, 2012
268 p.; 21 × 14 cm (Colec. Historia. Ser. Clásicos y Vanguardistas en Estudios
de Género)
Título original: Parité! Sexual Equality and the Crisis of French Universalism
ISBN 978-607-16-0958-8
1. Igualdad — Francia — Siglo XX 2. Feminismo — Francia — Siglo XX 3. Ley
de Igualdad — Francia —2006 4. Estudios de género I. Cuevas Mesa, Guillermina,
tr. II. Ser. III. t.
LC HQ1236.5 F8
Dewey 305.4 S744p
Distribución mundial
Título original: Parité! Sexual Equality and the Crisis of French Universalism
Licenced by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois
D. R. © 2005 by The University of Chicago. All rights reserved
ISBN: 0.226.74108.7
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-0958-8
Impreso en México • Printed in Mexico
Para Françoise y Claude
SUMARIO
Agradecimientos .................................................................
Introducción ......................................................................
11
15
I. La crisis de la representación ................................
29
II. El rechazo de las cuotas ........................................
67
III. El dilema de la diferencia ......................................
93
IV. La campaña por la paridad ...................................
131
V. El discurso de la pareja .........................................
172
VI. El poder de la ley ...................................................
211
Conclusión .........................................................................
Índice analítico ..................................................................
Índice general .....................................................................
249
257
267
9
AGRADECIMIENTOS
AGRADECIMIENTOS
Es raro que una historiadora dedicada principalmente al siglo XIX llegue a conocer a las personas sobre las que escribe,
más allá de las huellas que dejaron tras de sí. Por esa razón,
este estudio sobre el movimiento de la paridad (parité) en
Francia en la última década del siglo XX ha representado nuevos retos para mí. El primero fue dar sentido a un movimiento
político en proceso y seguirle el rastro conforme enfrentaba
nuevos desarrollos, forjaba nuevas estrategias, producía cantidades aún mayores de documentación y ofrecía valoraciones
cambiantes de lo que había conseguido y lo que no, en otras
palabras, cómo mantener la distancia histórica cuando los años
no la marcan automáticamente. El segundo fue conservar la integridad de mis interpretaciones y equilibrarlas respecto de un
profundo sentido de responsabilidad ante quienes me prestaron
sus archivos y me dedicaron tiempo, y que no necesariamente
coincidían (o podrían no coincidir) con mi interpretación de
sus actos y sus palabras, es decir, cómo ser historiadora del
presente y de un movimiento por cuyos miembros sentía cierta simpatía, sin perder la perspectiva crítica tan necesaria para
la tarea. El tercero fue mantenerme enfocada en los aspectos
que han sido el meollo de mi constante preocupación por la
historia intelectual del feminismo, aun cuando me veía tentada a relatar anécdotas que había oído o presenciado, a ahondar en las biografías de algunos de los principales protagonistas
o a proporcionar coloridos detalles sobre las personalidades y
sus conflictos, compromisos y motivos. Esta tentación, siempre presente para los historiadores de cualquier periodo, que
después de todo son narradores profesionales, es particularmente fuerte cuando los hechos se han vivido.
Si logré vencer esos retos fue, cuando menos en parte, gracias a la ayuda de amigos y colegas, así como de algunas de las
paritaristes que figuran en este relato. La asesoría crítica de Elizabeth Weed fue, como siempre, importantísima para la con11
12
AGRADECIMIENTOS
ceptualización de mi argumento. Su claridad inevitablemente
me permite pensar con mayor claridad. David Bell, Eric Fassin,
Paul Friedland, Denise Riley y William Sewell Jr. leyeron versiones del manuscrito completo y todos ofrecieron sugerencias
diferentes, pero igualmente valiosas sobre cómo mejorarlo. Les
agradezco su interés, generosidad y consejos. Conforme el libro
tomaba forma, puse a prueba el material en diversas áreas y
tuve la fortuna de recibir respuestas críticas de Andrew Aisenberg, Homi Bhabha, John Borneman, John Bowen, Warren
Breckman, T. David Brent, Wendy Brown, Judith Butler, Frances Ferguson, Susan Gal, Catherine Gallagher, Clifford Geertz,
Andreas Glaeser, Rena Lederman, Patchen Markell, Miglena
Nikolchina, Danilyn Rutherford, Jordan Stein, Tyler Stovall, Judith Surkis y Lisa Weeden. Sus comentarios hicieron avanzar el
proyecto y en ocasiones modificaron la dirección de algunas
partes, exactamente como se supone que deben funcionar los
intercambios académicos. Agradezco a Yves Sintomer que haya
compartido conmigo su tesis, a Anne Le Gall por las horas de
entrevistas que me dedicó y a Debra Keates y James Swenson
que hayan salido al rescate cuando me resultaba difícil traducir
algunas de las citas. Paula Cossart resultó la asistente de investigación ideal, con sentido común, informada y sorprendentemente rápida para encontrar fuentes. Su inteligente atención a
la sustancia y los detalles, en igual medida, me salvó de muchos
errores, grandes y pequeños. Gratitud no es el término adecuado para el aprecio que siento por el trabajo que realizó. Margaret Mahan resultó ser una excelente editora de la University of
Chicago Press, y David Brent me guió y apoyó desde el principio. El personal de la Historical Studies / Social Science Library
del Institute for Advanced Study, en especial Marcia Tucker, bibliotecaria en jefe, me proporcionó incansablemente su ayuda.
Mi secretaria, Nancy Cotterman, batalló con varias versiones
del manuscrito, dominó nuevas técnicas electrónicas, encontró
escurridizos artículos en Internet o en las bibliotecas y reaccionó de buen grado, con entusiasmo e impresionante habilidad, a presiones de último minuto. Si su paciencia y sus habilidades tienen límites, sigo sin conocerlos.
Por último, unas palabras sobre algunas de las mujeres
que desempeñan un papel muy importante en esta historia.
AGRADECIMIENTOS
13
Françoise Gaspard y Claude Servan-Schreiber compartieron
conmigo su experiencia y sus documentos. (De hecho, tuve la
buena suerte de consultar y organizar los papeles de Gaspard
antes de que los depositara en los archivos sobre la historia de
las mujeres en la Universidad de Angers.) Ellas respondieron
pacientemente a muchas de mis preguntas, me informaron sobre fuentes y libros que probablemente yo sola no hubiera encontrado y cuando no estaban de acuerdo con mis interpretaciones me lo dijeron francamente. Las conversaciones con
ellas me permitieron afinar mi análisis, en ocasiones de forma
tal que divergía aún más de sus propias consideraciones. Nunca me sentí obligada a adaptarme a sus opiniones ni a relatar
la que podrían haber considerado como la historia oficial del
movimiento. Fue justamente lo contrario, ellas sabían que yo
contaría la historia como la había entendido, y eso hice. Es
precisamente porque me inspiraron y me permitieron escribir
un libro que toma una distancia analítica del movimiento que
fundaron, por lo que les he dedicado esta obra; son feministas
que entienden el poder crítico no sólo de la teoría y la política,
sino de la historia.
INTRODUCCIÓN
INTRODUCCIÓN
Hoy día, Francia está sumida en una crisis que se inició en las
últimas décadas del siglo XX, una crisis que se define a través
de la retórica del universalismo, un universalismo considerado
exclusivamente francés y, por lo tanto, un rasgo característico
del sistema de la democracia republicana, su valor más duradero, su activo político más preciado. Según sus defensores, el
universalismo francés ha sido, desde la Revolución de 1789,
garantía de igualdad ante la ley y se apoya en una noción de la
política que toma al individuo abstracto como representante
no sólo de los ciudadanos, sino de la nación. Y descansa también en el supuesto de que todos los ciudadanos, sin importar
su origen, deben asimilarse a una norma singular para ser plenamente franceses.
Durante las décadas de 1980 y 1990, la retórica del universalismo fue la respuesta a una serie de retos que implicaban la
exigencia de reconocer los derechos de diferentes grupos (el
derecho de las mujeres a acceder a puestos de elección, el derecho de los inmigrantes del norte de África y de sus hijos a ser
plenamente franceses y los derechos de las parejas homosexuales que hacían vida conyugal a gozar de los mismos beneficios que las parejas heterosexuales, incluido el matrimonio) como forma de acabar con la discriminación en contra de
ellos, discriminación que no se encaraba, o no se cubría, como
invocación del universalismo.
Los debates han sido violentos. Los defensores de la República han enarbolado la bandera del universalismo y tratado a
quienes reconocerían la diferencia si no como traidores, como
agentes del multiculturalismo estadunidense. Los propios críticos se han dividido; unos cuantos han insistido en que el
principio del universalismo es en sí el problema, pero la mayoría ha argumentado que no discuten las premisas del universalismo, sino que las han plasmado en una forma incorrupta, más pura. Detrás de estos debates yacen interrogantes más
15
16
INTRODUCCIÓN
profundas, no sólo para Francia, sino para los sistemas de
democracia representativa surgidos en el siglo XVIII como
alternativas al feudalismo. ¿Estos sistemas siguen siendo pertinentes en el siglo XXI, la era del poscolonialismo, la posmodernidad y el capitalismo globalizado? ¿Y qué alternativas
tenemos?
Esta obra está pensada para abrir una discusión sobre estas cuestiones analizando uno de los movimientos que significó un reto para la democracia representativa francesa en los
años noventa al exigir que se reconociera la diferencia. El
mouvement pour la parité fue un movimiento feminista que intentaba reconfigurar las condiciones del universalismo francés
para incrementar el número de mujeres en los puestos de elección. El logro parcial de dicho objetivo llegó con la ley del 6 de
junio de 2000, que ahora exige que la mitad de los candidatos
para cualquier puesto político sean mujeres.
La “ley de la parité” (como popularmente se le llamaba) carecía de precedentes en Francia y, de hecho, en todo el mundo.
Ahora son muchos los países que toman medidas para incrementar el número de mujeres en los puestos de elección, pero
en general se considera a Francia como el primero en insistir en que 50% de los candidatos a los puestos de elección sean
mujeres.1 Esto ha ocasionado el asombro de muchos observadores que se preguntan cómo se las arregló el país que, durante toda la década de 1990, se mantuvo casi al final de la lista de
las naciones europeas en cuanto a representación de las mujeres en el parlamento nacional, para aprobar una ley tan radical. En su concepción original de hecho era radical, pero incluso en su forma presente, la ley no sólo espera que los
partidos políticos modifiquen drásticamente su enfoque, también desafía las nociones de representación republicana establecidas tiempo atrás basadas en el universalismo de un individuo abstracto singular. El nuevo universalismo, según quienes
1
Bélgica también tenía una ley que imponía cuotas pero ahora las ha elevado a 50%, en Italia hubo una ley sobre la paridad de corta duración, hasta
que fue anulada. Encuentre información más completa en “Electoral Quotas
for Women” en el sitio web de International IDEA y el del Departamento de
Ciencias Políticas de la Universidad de Estocolmo, www.quotaproject.org o
www.idea.int/quota.
INTRODUCCIÓN
17
proponen la paridad, es que los individuos son hombres y
mujeres. Los partidarios de la paridad (paritaristes) niegan
que su ley sea una imposición de cuotas (como suponen muchos estadunidenses cuando oyen hablar de ello por primera
vez); es más bien reconocer la universalidad de la diferencia
física de los sexos. Tampoco es una acción afirmativa según
la han concebido los estadunidenses; no es un programa que
al favorecer a un grupo excluido remedie la discriminación
anterior. Las mujeres no son una categoría social independiente; según los defensores de la paridad, las mujeres son individuos. Esto no es multiculturalismo (como veremos en lo que
sigue, concepto muy vilipendiado en Francia), sino una forma
de redefinir quién cuenta como individuo, una verdadera concreción de los principios de la democracia republicana.
Cuando se aprobó la ley, en las publicaciones del gobierno
fue aclamada como un triunfo; abría camino, era una “ruptura
con el pasado”. “Por primera vez en la historia”, se anunciaba
en un folleto publicitario oficial, “un país, Francia, tiene una legislación que fomenta el mismo número de mujeres que de
hombres en las asambleas de elección”.2 Este tipo de autofelicitaciones no podría haberse pronosticado antes de la aprobación de la ley. Cuando se lanzó la idea de una ley de paridad y
durante la campaña en pro de su aprobación, hubo gran controversia, en ocasiones amarga. Intelectuales y políticos argumentaron ampliamente sobre las implicaciones de dicha ley
para el futuro del feminismo y el republicanismo. La relación
de la diferencia sexual con la ciudadanía republicana era el
núcleo de ese debate, que ya llevaba una década. ¿Qué tan importante era la diferencia sexual? ¿Era la de las paritaristas
una polémica esencial sobre la conexión entre biología y política o sólo insistían en que se tomaran en cuenta las construcciones culturales de género? Si, como acusaban, el individuo supuestamente neutro siempre había sido codificado como
masculino, reconocer que los individuos son de dos sexos, ¿perpetuaría o acabaría con la discriminación en contra de las mujeres? ¿Y qué características tenía esa discriminación?
2
La parité entre les femmes et les hommes à portée de main, Observatoire de
la Parité entre les Femmes et les Hommes, septiembre de 2000.
18
INTRODUCCIÓN
Después de todo, a las mujeres se les había concedido el
voto en 1944, de modo que ya se les consideraba ciudadanas.
Las paritaristas protestaban por la exclusión sistemática de las
mujeres de las filas de legisladores elegidos por una estructura de partidos que funcionaban, decían, como una fraternidad cerrada. No sólo era injusto, sino no democrático, afirmaban, que a las mujeres se les negara el acceso a la toma de
decisiones. Con no democrático querían decir no representativo, pero el significado de representación equitativa no estaba
muy claro. ¿Implicaba solamente que las mujeres tuvieran acceso al puesto de representante, miembro del organismo encargado de formular las leyes en nombre de la nación? ¿O significaba algo más, que los legisladores que por sistema las
ignoraban, tomaran explícitamente en consideración la voz de
las mujeres y sus intereses? Pero ¿los intereses de las mujeres
eran suficientemente uniformes y característicos como para
requerir una representación independiente, y eran las mujeres
las únicas que podrían representar esos intereses? ¿Era ésta
una exigencia política plausible en un sistema republicano
que, cuando menos en principio, rechazaba la noción de que
los funcionarios electos hablaban en nombre de grupos distintos de la sociedad? Aquí el objetivo de un número cada vez
mayor de mujeres en el poder confrontaba la teoría prevaleciente de la representación: los funcionarios electos no reflejan
a posibles electores específicos, legislan en nombre de la nación como un todo. Entonces, ¿qué diferencia habría si se eligiera a más mujeres? ¿Y cómo apoyar (¿se puede?) la elección
de más mujeres sin cuestionar el sistema de representación en
que se basaba el republicanismo francés?
Éstas fueron las interrogantes que atrajeron mi atención
cuando tuvo lugar la campaña por la paridad en los años noventa. La primera vez que oí sobre el movimiento de la paridad fue en 1993, cuando trabajaba en un libro sobre la historia del feminismo francés. El New York Times publicó una
historia en que una de las lideresas del movimiento, Claude
Servan-Schreiber, reconocía que si bien su objetivo podría ser
“un poco utópico”, el objetivo de las paritaristas era lograr cambios fundamentales. “La exclusión de las mujeres ha sido parte de la filosofía política francesa desde la Revolución”, dijo; el
INTRODUCCIÓN
19
sentido de la paridad era modificar esa filosofía y las prácticas
que toleraba.3 En su deseo de cambiar tanto la teoría como la
práctica, el movimiento de la paridad se parecía a sus predecesoras feministas, acerca de las cuales estaba escribiendo, pero
había una diferencia que tenía que entender mejor. Al contrario de esos primeros movimientos que aceptaban la inmutabilidad del republicanismo francés, el movimiento de la paridad
intentaba cambiar las condiciones del republicanismo atacando el problema que para mí era inextricable: el problema de la
diferencia sexual. Si los activistas sobre los que escribí en Only
Paradoxes to Offer quedaron atrapados en una lógica de “igualdad frente a diferencia” al tratar de abogar por la igualdad
entre mujeres y hombres, las paritaristas parecieron haber encontrado la forma de resolver la paradoja que yo había descrito como una de las contradicciones constitutivas del feminismo.4 En lugar de decir que las mujeres eran iguales a los
hombres (y por lo tanto tenían derecho a una participación
igual en política) o que eran diferentes (y por lo tanto aportaban algo que faltaba en la esfera de la política), las paritaristas
de plano se negaron a abordar los estereotipos de género. Al
mismo tiempo, insistieron en que el sexo tiene que incluirse
en toda concepción de individualismo abstracto para que prevalezca una igualdad genuina. El individuo abstracto, la figura
neutra de la que dependía el universalismo, sin religión, ocupación, posición social, raza ni etnicidad, tendría que reconsiderarse como sexuado. Ésta era la innovación: a diferencia
de los feminismos previos, las mujeres ya no tenían que adaptarse a una figura neutra (tradicionalmente imaginada como
masculina), tampoco buscaban una encarnación independiente de la femineidad; más bien, el individuo abstracto en sí se
reconfiguraba para incluir a las mujeres. Si el individuo humano se entendiera como de uno de dos sexos, razonaron las
paritaristas, entonces la diferencia de sexo dejaría de considerarse como la antítesis del universalismo, y el alcance del uni3
“Frenchwomen Say it’s Time to be ‘a bit Utopian’ ”, New York Times, 31 de
diciembre de 1993.
4
Joan W. Scott, Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of
Man, Harvard University Press, Cambridge, 1996.
20
INTRODUCCIÓN
versalismo se ampliaría a las mujeres. Pero con esto, ¿no se
negaría la abstracción? No, respondieron las paritaristas, porque el dualismo anatómico podría distinguirse de la diferencia
sexual, no como la naturaleza de la cultura, sino como lo abstracto de lo concreto. Desde el principio, el argumento en favor de la paridad no era ni esencialista ni separatista; no era
sobre las cualidades particulares que las mujeres llevarían a la
política ni sobre la necesidad de representar los intereses específicos de las mujeres. Más bien, y esto era lo que más me
intrigaba desde que empecé a leer al respecto, el argumento
original de la paridad era rigurosamente universalista.
Inicialmente, la distinción entre dualismo anatómico y diferencia sexual me pareció difícil de entender y supongo que
será el caso de muchos lectores estadunidenses. En nuestra
forma de pensar sobre la discriminación y la democracia entendemos que la política tiene que ver con conflictos de interés, con grupos y sus representantes. Y si bien los críticos de la
acción afirmativa se han dedicado a discutir sobre los derechos de los individuos y los riesgos de pensar en los individuos
sólo como miembros de grupos, en Estados Unidos la distinción de individuo y grupo no tiene que ver con la abstracción,
más bien se relaciona con nuestra forma de concebir a la sociedad y la política, en términos concretos: como un grupo de
individuos distintos o una amalgama de grupos situados de manera diferente que compiten entre ellos, como una mezcla pluralista o como un campo de fuerza marcado por luchas colectivas por el poder. Cuando hablamos de representación política
y de los derechos de los ciudadanos, tenemos en mente a individuos específicos. Para nosotros, política y sociedad son instituciones interrelacionadas, y una supuestamente refleja y
organiza a la otra. “Estados Unidos” es el resultado de su interacción.5
5
Para una discusión particularmente astuta sobre los contrastes entre
Estados Unidos y Francia, véase Eric Fassin, “L’epouvantail américain: Penser
la discrimination française”, Vacarne, núms. 4 y 5 (septiembre-noviembre de
1997); “The Purloined Gender: American Feminism in a French Mirror”,
French Historical Studies, 22 (invierno de 1999), pp. 113-138; y “Du multiculturalism à la discrimination”, Le Débat, núm. 97 (noviembre-diciembre de
1997), pp. 131-136.
INTRODUCCIÓN
21
En Francia, sociedad y política (a menudo contrapuestas
como “lo social” y “lo político”) se consideran entidades independientes en tensión una respecto de la otra. Según la interpretación prevaleciente de la filosofía política republicana,
tanto la nación como el individuo son abstracciones, no reflejo
de grupos sociales o personas. Esto, como explicaré en los capítulos siguientes, es la clave para sostener un universalismo
característicamente francés que considera que la abstracción
es la base de la política de éxito. El dilema que enfrentaron generaciones de feministas fue cómo justificar la inclusión de
mujeres (como ciudadanas, votantes, representantes elegidas)
cuando la diferencia de género se consideraba un obstáculo
para la abstracción y cuando se pensaba que las mujeres eran
la personificación de la diferencia de género. Después de todo,
personificación era lo opuesto de abstracción, por lo tanto, las
mujeres no podían ser individuos abstractos. Si bien los primeros movimientos feministas eludieron los problemas de la
abstracción y la personificación, ya sea insistiendo en que los
organismos no eran pertinentes o atacando los requisitos de la
abstracción, el movimiento de la paridad intentó que la diferencia de género fuera sensible a la abstracción. En un movimiento
sorprendentemente original y paradójico, las paritaristas intentaron desexualizar la representación nacional sexualizando
al individuo.
Las dificultades que enfrentaron en el proceso fueron
enormes, sin agregar que ni críticos ni partidarios del movimiento entendían bien a bien la idea en que se basaba. Distinguir entre la abstracción de la dualidad anatómica y las atribuciones culturales concretas del significado de los cuerpos
sexuados (lo que en general se denomina “diferencia de género”) resultó una tarea complicada, sobre todo porque era un
movimiento político reducido a las tareas cotidianas de crear
seguidores y presionar a los políticos. Por otra parte, en un
momento crítico de la campaña, la exigencia de la paridad coincidió con la exigencia de reconocimiento político para los
homosexuales, y la consiguiente controversia modificó las condiciones de la demanda original de una ley de paridad. Aun
así, se logró que la paridad llegara a ser una causa popular,
compartida no sólo por una amplia red de partidarios, sino
22
INTRODUCCIÓN
por un entusiasta público general. Y sus defensores lograron
la aprobación de una ley que, cuando menos, ahora tiene el
potencial de limitar el comportamiento de los políticos que
durante más de un siglo se las habían ingeniado, en nombre
del universalismo, para excluir a las mujeres de la plena participación en la democracia representativa.
En esta obra se da seguimiento al movimiento de la paridad, las controversias que provocó y los posibles electores
que movilizó durante una historia sorprendentemente breve
(1992-2000). Trata a la paridad como un comentario sobre la
filosofía política francesa y la política práctica francesa; ambas difieren, pero en este caso las conexiones entre ellas son
fascinantes. De hecho, es la conexión entre ellas lo que en última instancia da sentido al movimiento y, más allá de eso, a algunas de las principales interrogantes planteadas por la segunda ola de feminismo (tanto en Estados Unidos como en
Francia): ¿la dualidad anatómica es susceptible de abstracción? ¿La diferencia de género (entendida como la atribución
de significado psíquico, cultural, político) es un fenómeno fijo
o mutable? ¿Los símbolos de la diferencia sexual pueden ser
despojados de su significado, desimbolizarse, o sólo la resimbolización es posible? Para muchas feministas (para no mencionar a filósofos y psicoanalistas) esas interrogantes han implicado “una desviación obligatoria por medio de la filosofía”.6
Mi enfoque, siguiendo la corazonada del movimiento de la paridad así como mi propia inclinación disciplinaria, toma una
ruta diferente para anclarse no tanto en la filosofía sino en la
historia.
Con “historia” no me refiero a una narración del movimiento
como un capítulo de una historia autocontenida de las mujeres, por supuesto que el movimiento por la paridad era una
campaña feminista, aunque provocó serios desacuerdos entre
quienes se consideraban defensores de los derechos de las mujeres; pero sería un error tratarlo sólo en esos términos. Más
6
Naomi Schor, “French Feminism is a Universalism”, en Schor, Bad
Objects: Essays Popular and Unpopular, Duke University Press, Durham,
1995, p. 17.
INTRODUCCIÓN
23
bien, el movimiento por la paridad tiene que entenderse (igual
que cualquier movimiento) como un desarrollo dentro de un
esquema más amplio de la política francesa y, más allá de eso,
en el contexto de los importantes cambios experimentados por
las democracias occidentales a finales del siglo XX.
La exigencia de igualar el acceso de las mujeres a los puestos de elección surgió en un momento en que tanto la teoría
como la práctica de la representación se percibían como en estado de crisis. Si bien (como veremos a continuación) en Francia adoptó una forma particular, la crisis era o es un fenómeno
más general visible en muchas democracias occidentales. Aun
cuando la democracia se había anunciado como la forma normativa de la organización política después de la caída del comunismo en 1989, se ha hecho presente el problema de tratar
con exclusiones basadas en diferencias sociales, y estas exclusiones a menudo se enfocan en el estatus y el tratamiento de
las mujeres o aluden a éste. El sistema de representación
democrática diseñado en el siglo XVIII no ha logrado adaptarse
al surgimiento de nuevas formas de corporativismo; las diferencias raciales, étnicas, religiosas y de otro tipo plantean retos políticos perturbadores a proyectos de nación alguna vez
consolidados. Clifford Geertz se ha referido reveladoramente
a un “mundo en pedazos” caracterizado por migraciones masivas y en el cual las líneas de afiliación e identificación cruzan
las fronteras nacionales, de tal forma que las naciones ya no
rigen la lealtad primordial de grandes sectores de su población. “La heterogeneidad es la norma”, escribe, “el conflicto, la
fuerza ordenante”.7
Las presiones internas que minan el sentido de la solidaridad cultural y por tanto nacional se agravan por las presiones
externas: mercados globales que no siempre operan en función de los intereses nacionales; instituciones internacionales
(Tribunal Internacional, Banco Mundial, Fondo Monetario In7
Clifford Geertz, “The World in Pieces: Culture and Politics at the End of
the Century”, en Geertz, Available Light, Princeton University Press, Princeton, 2000, pp. 218-264, y “What is a State If It Is Not a Sovereign? Reflections
on Politics in Complicated Places”, Current Anthropology, 45 (diciembre de
2004), p. 584.
24
INTRODUCCIÓN
ternacional, Naciones Unidas) cuyas resoluciones y políticas
desafían al propio concepto de soberanía nacional aun si lo
respetan formalmente, y, en Europa, el surgimiento de la
Unión Europea, que ha empezado a derribar fronteras (policía
fronteriza, pasaportes, política fiscal, divisas) y las políticas
sociales (estado de bienestar, reglamentación del mercado laboral, relaciones de género) que por largo tiempo diferenciaron a una nación de otra. Si bien la retórica oficial y la opinión
popular en general se han identificado con la unificación europea, así como la expansión de la Comunidad Europea más allá
de las primeras naciones miembro, con el progreso, también
hay pruebas de una profunda ansiedad respecto a lo que significaría perder o poner en riesgo la soberanía nacional. Una de
las formas en que se manifiesta esa ansiedad es la preocupación por los procedimientos y procesos de la política interna,
como si existieran aparte de las presiones externas sobre el
Estado-nación. Pienso que la atención que los teóricos de la
política y los políticos prestan a la “sociedad civil” como problema nacional es una desviación de este tipo. No que el creciente interés en las instituciones que median entre lo público
y lo privado, o lo político y lo familiar, no sea en parte consecuencia de la caída del comunismo y del deseo de implantar la
democracia en los países del exbloque soviético, también se
han incluido referencias a la “sociedad civil” en muchas discusiones sobre la salud de las democracias de Europa occidental, y estas referencias tienden a funcionar como un indicador puramente interno del funcionamiento de los sistemas
políticos nacionales. Es como si los sistemas nacionales (y por
tanto el Estado-nación soberano) pudieran arreglarse con sólo
prestar más atención a la sociedad civil; no hay mucha aceptación, cuando menos en las conversaciones sobre la sociedad
civil, de que el problema exceda de este tipo de solución local.
Las cuestiones sobre diferencia y sociedad civil se relacionan cuando menos por dos razones. La primera, las instituciones de la sociedad civil son supuestamente el lugar en que las
diferencias encuentran una voz que después se escuchará en la
esfera política. La segunda, los conflictos sobre si otorgar y
cómo otorgar representación política a esas diferencias, así como los conflictos sobre la fuerza y representabilidad de la so-
INTRODUCCIÓN
25
ciedad civil, pueden ser considerados tanto un síntoma como
una causa de la coherencia debilitante de los Estados-nación
democráticos.
En 1988 y 1989 en Francia, durante el bicentenario de la
Revolución francesa, los entendidos y los políticos declararon
que había una “crisis de representación”. Provocadas por una
sorprendente demostración del candidato de la extrema derecha a la presidencia (Jean-Marie Le Pen recibió 14% de los
votos) en la primera vuelta de la elección presidencial de 1988,
las conversaciones sobre la crisis se enfocaban en el fracaso de
“la clase política” para cumplir con su mandato de representar
a la nación. Los políticos aceptaron solemnemente la necesidad de prestar mayor atención a la “sociedad civil”; con esto
se referían a las diferentes instancias que constituían la unidad nacional, aun cuando rechazaban la idea de que los funcionarios electos atendían a los intereses particulares de los
grupos sociales. La resistencia a representar las diferencias
entre los grupos era especialmente intensa frente a las crecientes demandas de la población norafricana ya asentada en la
Francia metropolitana para que se reconociera (y corrigiera)
la discriminación en su contra, discriminación basada en prácticas culturales y religiosas consideradas como la antítesis de
las normas francesas. De hecho, el bicentenario se caracterizó
por una fuerte reafirmación de los que se decía eran los principios intemporales del republicanismo francés: la indivisibilidad de la representación nacional y, por tanto, la unidad de la
nación francesa. Desde esta perspectiva, el sistema francés se
basaba en una concreción única del universalismo cuya clave
era el individuo abstracto, lo cual se traducía en una negación
explícita a representar la diferencia. En el capítulo I analizaré
con más detalle los términos de esta teoría. Aquí quiero señalar que la atención a la tradición histórica y a la singularidad
del universalismo francés ocurría no sólo como prueba de la
disidencia cultural interna cada vez más evidente, sino también, conforme la unificación europea avanzaba inexorablemente, amenazando con privar a Francia de muchos de los rasgos característicos de su soberanía nacional.
El movimiento por la paridad surgió en la intersección de
estas dos fuerzas opuestas, por una parte, la promesa de forta-
26
INTRODUCCIÓN
lecer a la nación haciendo realidad una visión más perfecta
del universalismo francés (uno en el que reconocer las diferencias no significaría perder la coherencia cultural), y por la otra,
el reto a la autonomía de la nación al incorporar la fuerza de
las instituciones europeas para influir en el rumbo de la política francesa. El mouvement pour la parité francés fue producto
del cabildeo feminista en la Comunidad Europea en pro de una
mayor participación de las mujeres en la toma de decisiones, y
fue una campaña nacional de las mujeres políticas francesas
en pro de una ley que acabara con el arraigado control masculino del acceso a los puestos de elección. La sustancia de la
campaña, sus formulaciones teóricas e intervenciones tácticas, constituye el meollo de este libro, pero también lo es la
profundización que el movimiento imparte a la política francesa hacia finales del siglo XX. Cuando las paritaristas insistieron en que Francia se pusiera a la altura de los mandatos y las
políticas de la Unión Europea, también apelaban a las peculiaridades del republicanismo francés para legitimar sus demandas. Con frecuencia, estas demandas eran más contradictorias
que complementarias, y ése era el punto. Lo que caracterizó a la
paridad fue precisamente la evocación de la amenaza de que
disminuyera la soberanía y a la vez un ofrecimiento de contrarrestarla apuntalando la unidad nacional de forma diferente.
Los éxitos estratégicos y las vulnerabilidades del movimiento se
explican mejor en términos de una serie de movidas dobles,
movidas que a la vez exponían y explotaban un momento de
contradicción de la historia del Estado-nación francés.
Si la paridad nos permite ver claramente esa contradicción y apreciar su fuerza es porque (como argumenté antes)
los conflictos en que está implicada la diferencia de los sexos
no son fenómenos aislados ni marginales, sino aspectos centrales o, cuando menos, factores clave, en la alineación y realineación del poder en el ámbito nacional e internacional. De
hecho, las cuestiones del lugar de la diferencia sexual, en particular sobre la posición de las mujeres, el control de su sexualidad y su acceso a la política, constituye una preocupación
internacional cada vez mayor. En ese sentido, Francia, por su
singularidad, permite profundizar en un fenómeno más general. El movimiento de la paridad es un ejemplo apremiante de
INTRODUCCIÓN
27
la creciente importancia de la diferencia sexual para la política
porque ha logrado que se apruebe una ley que literalmente hace
del género un factor perdurable e innegable de la conciencia
política francesa. Pero el significado de la paridad también yace
más allá de la literalidad de la ley, en su demostración de lo
inextricable de la diferencia de género y la política. Éste es el
caso de Francia, donde el republicanismo y ciertos estilos de
interacción heterosexual están tan entrelazados que criticar
uno es atacar al otro. También insistiría en que Francia es un
ejemplo particular de una propuesta más general: las historias
que se enfocan en la diferencia de sexo no pueden escribirse
fuera de las historias de la política dentro de la cual toman forma y a las cuales, a su vez, dan forma, si bien las historias de la
política suelen estar iluminadas por las críticas feministas que,
como mucho, sacan a la luz las contradicciones y las exacerban
en un esfuerzo por transformar el statu quo.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
I. LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
LA EXIGENCIA de la paridad fue diferente de las demandas feministas de igualdad anteriores. Hasta 1944, el asunto del sufragio era primordial; la igualdad de derechos de ciudadanía
era considerada, por encima de todo, la igualdad de derecho
al voto. Obviamente, muchas feministas suponían que votar
también significaba que las mujeres podrían postularse y ocupar un puesto; ser ciudadana era tener la posibilidad de fungir
como representante. En 1849, Jeanne Deroin hizo campaña
para obtener un escaño en la legislatura como parte de su insistencia en que la Segunda República permitiera que las mujeres votaran. Y cuando en 1885, Hubertine Auclert estableció
un programa electoral en que se exigía que mujeres y hombres
ejercieran el voto, también imaginó una asamblea legislativa
“compuesta por tantas mujeres como hombres”.1 Sin embargo, cuando se otorgó el voto a las mujeres, pocas pudieron tener acceso a puestos políticos. Después de algunos debates
entre los miembros del gobierno provisional de De Gaulle en
cuanto a que las mujeres fueran elegibles para ocupar cargos,
en lugar del derecho al voto o a la par de éste (a algunos políticos conservadores les preocupaba que con hombres en el
frente o en campos de prisioneros, el voto de las mujeres en
las primeras elecciones posteriores a la Liberación desequilibrara el electorado), se decidió que “las mujeres forman parte
del cuerpo de votantes y son elegibles para un cargo en las
mismas condiciones que los hombres”.2 Pero lo que en princi1
Hubertine Auclert, “Programme electoral des femmes”, La Citoyenne,
agosto de 1885, citado por Edith Taïeb, ed., Hubertine Auclert: La Citoyenne
1848-1914, Syros, París, 1982, p. 41.
2
Citado en William Guéraiche, Les femmes et la république: Essai sur la répartition du pouvoir de 1943 à 1979, Les Editions de l’Atelier / Editions
Ouvrières, París, 1999, p. 43. Véase también las deliberaciones de la asamblea
provisional: Débats de l’Assemblé Consultative Provisoire, 3 vols., Imprimerie
des Journaux Officiels, París, 1943-1945.
29
30
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
pio se concedió, difícilmente llegó a ponerse en práctica; en la
segunda mitad del siglo XX, sólo ocasionalmente se postulaba a mujeres para algún cargo. Hasta 1997, no representaban más de 6% de los diputados de la Asamblea Nacional y
rara vez el 3% del Senado.3 Si bien ninguna ley ni disposición constitucional impedía que las mujeres fueran representantes, parecía haber un acuerdo tácito que lo impedía. Fue
ese acuerdo tácito, considerado como síntoma del monopolio masculino en el núcleo mismo del poder político, lo que
la paridad pretendía exponer y anular. El objetivo de las paritaristas era lograr acceso igual para las mujeres como representantes de la nación francesa. Igual que Hubertine Auclert,
querían ver tantas mujeres como hombres en todos los cargos
de elección de Francia, pero a diferencia de ella, enfrentaban
una situación en que las mujeres ya tenían derecho al voto; la
paridad no tenía que ver con ser representada, sino con ser
representante.
La demanda de incrementar el número de mujeres representantes fue muy frecuente en la década de 1980, sobre todo
dentro de los partidos políticos, pero no se convirtió en un
“movimiento” por la igualdad hasta los primeros años noventa, cuando también adquirió justificación teórica. En ese momento tenía lugar un auténtico debate, de hecho, una discusión. La forma de expresarlo era de urgencia, la situación se
consideraba crítica. Aunque eran pocas las referencias directas a las presiones internacionales y a la europeización, prevalecía la sensación (cuando menos en los medios y en los círculos políticos) de que el núcleo mismo de la soberanía nacional
estaba siendo amenazado. La amenaza provenía de dos direcciones. La primera, del crecimiento de la población de origen
norafricano, fenómeno poscolonial que dejaba ver las deficiencias de la asimilación cultural como vía hacia la ciudada-
3
En la Asamblea Nacional, la cifra se desplomó de un elevado 6.8% en
1946, a 1.5% en 1958, primera Asamblea de la Quinta República. En 1978 se
elevó a 3.7% y después, con la elección de Mitterrand en 1981, fue superior a
5% y llegó a 6% en 1993. Véase Jane Jenson y Mariette Sineau, Mitterrand et
les Françaises: Un rendez-vous manqué, Presses de la Fondation Nationale de
Sciences Politiques, París, 1995, apéndices 7 y 8, pp. 368-370.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
31
nía francesa. La segunda era una amenaza interna al propio
sistema político: los políticos parecían estar aislados de los
ciudadanos cuyo mandato detentaban. Eran una casta profesional independiente, aparentemente inmune a las necesidades de la “sociedad civil”. Y eran corruptos. A finales de los
años ochenta, una serie de escándalos coincidió con impresionantes demostraciones electorales del Frente Nacional populista de derecha, cuya plataforma se centraba en librar al país
de su problema con los inmigrantes. En 1988-1989, los problemas con los inmigrantes y con la clase política se unieron en
un debate sobre las deficiencias del sistema de representación
para gobernar a la nación a finales del siglo XX.
EL TEMA DE LA REPRESENTACIÓN
Los debates de 1988-1989 basaban sus argumentos en referencias a la Revolución francesa, hacían de su continuidad e
inmovilidad un mito. Viendo la Revolución en retrospectiva,
ignoraron muchos años de historia e identificaron el republicanismo francés con un compromiso inmutable de individualismo abstracto. Aquí es importante analizar el concepto de
representación durante la Revolución para ver cómo fue concretado y utilizado en los años ochenta y noventa.
Los revolucionarios concebían la República como dos abstracciones, la del individuo y la de la nación. Conforme desmantelaban el régimen feudal en 1789, remplazaban un sistema de privilegios corporativos con uno basado en los derechos
individuales. En esa época, la soberanía supuestamente residía no en el rey, sino en “el pueblo”, en los ciudadanos que
constituían la nación. Este cambio implicó no sólo reubicar la
soberanía, del rey al pueblo, sino —según el historiador Paul
Friedland— un cambio fundamental en el propio concepto de
representación. La representación ya no significaba que la nación “se hiciera presente” en el cuerpo del rey (como la sangre
y el cuerpo de Cristo “están presentes” en la Eucaristía), en ese
momento, los representantes sencillamente hablaban en nombre de la entidad abstracta que era la nación. La Asamblea Nacional, cuerpo metafórico de la nación, había remplazado al
32
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
cuerpo real del rey.4 La nación ya era la personificación del
pueblo, y sus leyes, la expresión de su voluntad. Dado que
Francia era un país demasiado grande para que sus ciudadanos se reunieran en un lugar (como había ocurrido en las primeras democracias griegas, en las ciudades-Estado tan admiradas por Rousseau), los revolucionarios convinieron en que
debía delegarse la autoridad soberana en quienes hablarían en
nombre del pueblo. Estos representantes no serían, como en el
Antiguo Régimen, voceros de intereses colectivos discretos, por
el contrario, cada uno representaría los intereses generales de
la colectividad en su conjunto. A diferencia de los arquitectos
del sistema estadunidense (que estaba siendo articulado en
ese mismo momento, sobre todo por el afamado James Madison, en los Documentos Federalistas), que consideraban a las
legislaturas como arena para los conflictos de interés y definía
a los representantes como voces de grupos sociales y económicos específicos, los revolucionarios franceses tomaban la abstracción de la nación como referente de la representación. Los
representantes eran la personificación tangible de la nación
como un todo; era una nación “única e indivisible”.
La capacidad de cualquier ciudadano para representar a
la nación se derivaba de la interpretación de los individuos políticos como abstracción de sus atributos sociales, es decir, riqueza, familia, ocupación, religión, profesión. El abad Sièyes
lo expresó sucintamente, “la democracia es el sacrificio total
del individuo a la res publica, es decir, del ser concreto al ser
abstracto”.5 Y el líder jacobino Maximilien Robespierre agregó
posteriormente que “para ser bueno, es necesario que el funcionario público [magistrat] se inmole en favor del pueblo”.6
Los individuos abstractos eran unidades conmensurables e intercambiables que tenían en común sólo esa racionalidad
independiente de la cual dependía, supuestamente, la vida política. La nación que constituían era igualmente abstracta, no
4
Paul Friedland, Political Actors: Representative Bodies and Theatricality in
the Age of the French Revolution, Cornell University Press, Ithaca, 2002.
5
Citado en Pierre Rosanvallon. Le peuple introuvable: Histoire de la représentation démocratique en France, Gallimard, París, 1998, pp. 48-49.
6
Maximilien Robespierre, “Sur le gouvernement représentatif”, Robespierre:
Textes choisis, Editions Sociales, París, 1957, núm. 2, p. 142.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
33
un reflejo de las realidades dispares y divisivas de la sociedad,
sino una entidad ficticia, una totalidad unificada, la personificación “del pueblo”. No había diferencias políticamente importantes en “el pueblo”, como sostenía Sièyes:
Hay un solo orden en el Estado, o más bien, ya no hay órdenes
porque la representación es común e igual para todos. Ninguna
clase de ciudadanos puede esperar conservar para sí una representación parcial, independiente y desigual, sería una monstruosidad política; ha sido rechazada para siempre.7
Este punto de vista se había consagrado en la Constitución
de 1791, en la cual se rechazaba incluso la noción de distinciones geográficas entre los representantes: “Los representantes
elegidos en los departamentos representarán no a uno en particular, sino a toda la nación; no tienen mandato especial para
el departamento”.8 Si bien, por definición, cualquiera podía ser
representante, la elección de hombres especialmente competentes (a menudo abogados en esa época y durante gran parte del
siglo XIX) no estaba reñida con la teoría republicana liberal; si
los individuos abstractos eran intercambiables, ¿por qué no elegir a los más aptos para expresar la voluntad de la nación?
Para los revolucionarios, las cuestiones difíciles giraban
no en torno a la competencia ni las cualidades, sino alrededor
de la relación entre cada uno de los representantes y la nación.
¿Los representantes constituían a la nación o la nación delegaba su soberanía en sus representantes? Según la primera de
estas posibilidades, los individuos eran responsables sólo ante
ellos mismos; una vez elegidos, sus actos eran, por definición,
una expresión de la voluntad general. De acuerdo con la segunda, los representantes se consideraban el reflejo de una voluntad existente de antemano; si sus acciones no coincidían
con las expectativas del pueblo, se les podía retirar el mandato.
7
Citado por Alain Juppé en “Overture du débat sur la place des femmes
dans la vie publique”, Assemblée Nationale, 11 de marzo de 1997. Manuscrito
del discurso completo (tomado de documentos personales de Françoise Gaspard), p. 6.
8
Cap. 1, sec. 3, art. 7 de la Constitución de 1791.
34
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
La diferencia entre estas dos concepciones de la función de los
representantes era el núcleo de la lucha entre girondinos y jacobinos durante la Revolución.9 Liberales como el político y
matemático Condorcet se aferraban a la idea de que la nación
sólo existía a través de sus representantes. “Como representante del pueblo, haré lo que crea que le favorece. Estoy aquí
para expresar mis ideas, no las de ellos: la independencia absoluta de mis opiniones es mi primer deber para con ellos.”10
Robespierre, por el contrario, pensaba que la nación era anterior a los elegidos para representarla.
Es por una extraña inversión de todas las ideas que los funcionarios públicos se consideran esencialmente destinados para dirigir
la razón pública; al contrario, es la razón pública la que debe reinar sobre ellos y juzgarlos. […] Por virtuoso que sea un hombre en
su puesto, nunca será tan virtuoso como la nación entera.11
Aun cuando el terror impuesto por los jacobinos resolvió
temporalmente esta diferencia de opinión, no la erradicó. Hasta
la fecha, en las propuestas de reforma política pueden encontrarse aspectos de estas opiniones opuestas sobre el representante (agente independiente o delegado del pueblo).
Friedland argumenta que a pesar de estas opiniones diferentes sobre el representante, “nunca se pretendió” que el
edificio político de la democracia representativa “fuera democrático”. Por el contrario, “se basaba en la exclusión del poder
político activo del propio pueblo en cuyo nombre su gobierno
afirmaba regir”. Igual que en el teatro, la ciudadanía estaba dividida en actores y audiencia: “los actores políticos actuaban,
los espectadores políticos observaban, de preferencia en silen9
Keith Michael Baker, “Representation Redefined”, en Inventing the French
Revolution: Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century, Cambridge University Press, Cambridge, 1990.
10
Citado en Eric Millard y Laure Ortiz, “Parité et représentations politiques”, en Jacqueline Martin, comp., La Parité–Enjeux et mise en œuvre, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1998, p. 192.
11
Maximilien Robespierre, “Lettres à ses commettants”, núm. 2 (primavera
de 1973), en Oeuvres complètes, vol. 5, Société des Études Robespierristes,
París, 1962, p. 209.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
35
cio”.12 El individualismo abstracto era la premisa legitimadora
de esta separación efectiva del poder; lograba oscurecer la forma en que los espectadores políticos quedaban desprovistos de
su poder, cuando no se les privaba de sus derechos. Los legisladores podían representar a los ciudadanos y a la nación precisamente porque eran individuos; la impresión de sinécdoque servía para distraer la atención de la desigualdad política.
Las abstracciones de individuo y nación fueron la base de
las teorías de representación; también eran la clave de un concepto de universalismo característicamente francés, fundamentado en una oposición entre lo político y lo social, lo abstracto y lo concreto. Las abstracciones permitieron que los
revolucionarios sustituyeran las jerarquías corporativas del Antiguo Régimen por la idea de la igualdad política formal y el
control de los reyes por la unidad republicana. Y prometieron
inclusión universal en la vida política. La abstracción, después
de todo, significaba hacer caso omiso de los atributos que distinguían a la gente en su vida cotidiana; con esta medida, cualquier individuo podía ser considerado ciudadano. De hecho,
como ha señalado Etienne Balibar, el individualismo abstracto
se entiende como una universalidad ficticia, “no la idea de que
la naturaleza común de los individuos esté definida, más bien
el hecho de que se produce en vista de que las identidades particulares se relativizan y se convierten en mediaciones para el
logro de un fin superior y más abstracto”.13 En este sentido, la
universalidad no yace en la exclusión de lo particular, sino (social o políticamente) en una indiferencia acordada respecto
a ciertas particularidades. Lo abstracto siempre debe tomar en
cuenta las características sociales concretas, aunque sólo sea
para descartarlas, de modo que se convierte en el sitio de discusiones acerca de si puede haber límites para la abstracción y
en qué consisten esos límites. Jacques Rancière lo expresa de
otra manera. La democracia, argumenta, se apoya en una tensión necesaria entre la abstracción de “el pueblo” y la realidad
social que dicha abstracción oculta. La política democrática
12
Friedland, Political Actors, p. 12.
Etienne Balibar, “Ambiguous Universality”, Differences, 7 (primavera de
1995), p. 58.
13
36
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
es la adjudicación de las demandas de grupos de votantes para
representar o ser representados como pueblo.14
Las tensiones entre lo político abstracto y lo social concreto estuvieron presentes en el debate político desde la Revolución, aunque existe un mito (muy evidente en las décadas de
1980 y 1990) que postula la abstracción pura como esencia perdurable del republicanismo francés. Confrontados por las implicaciones lógicas de su retórica y preocupados por las consecuencias prácticas de conceder el voto a todos los adultos
(incluidos los analfabetas y los desposeídos sin participación
en la sociedad), los políticos revolucionarios pronto calificaron su universalismo: hicieron del vulgo un requisito de la abstracción, más que una consecuencia, y excluyeron a aquellos
cuya diferencia, decían, no era susceptible de abstracción,
aquellos cuya diferencia en cierta forma empañaba la pureza y
la transparencia de la representación. En la década de 1790,
los judíos eran aceptados como ciudadanos sólo cuando renunciaban a la lealtad a su “nación” y se convertían en individuos
para los cuales la religión era un asunto privado. La formulación clásica de este principio es de Clermont-Tonnerre: “No
otorgar nada a los judíos como nación y todo como individuos”.15 La autonomía era otro requisito para la individualidad, de forma que las personas cuyas circunstancias las hacían
dependientes —asalariados y mujeres— en un principio fueron
declarados inelegibles para la ciudadanía. La dependencia, sin
embargo, no era el único principio de exclusión. Cuando se eliminaron los calificativos de propiedad para la ciudadanía (en
1793 y nuevamente en 1848), la diferencia de sexo impidió a
las mujeres gozar de los derechos de ciudadanía.
No obstante, fueron excluidas no por ser mujeres, sino como personificación de la diferencia sexual. Según los argumentos de Rousseau, muchos de los revolucionarios tomaron la
diferencia sexual como plantilla de una división y divisibili14
Jacques Rancière, “Post-Democracy, Politics and Philosophy”, Angelaki, 1,
núm. 3 (1994), pp. 171-178.
15
Citado en Pierre Birnbaum, Jewish Destinies: Citizenship, State, and Community in Modern France, trad. de Arthur Goldhammer, Hill and Wang, Nueva
York, 2000, p. 19.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
37
dad más general. “No hay paridad entre los sexos como consecuencia del sexo”, escribió Rousseau en Émile.16 Donde había
mujeres, había celos y rivalidad, pasión y pérdida de control
entre los hombres. Sin mujeres, se eliminaba el riesgo de que
se presentaran esos conflictos. “Los dos sexos deben reunirse
en ocasiones, pero en general, vivir aparte”, aconsejaba Rousseau. En “un comercio que es demasiado íntimo […], nosotros
[los hombres] perdemos tanto nuestra moral como nuestra
constitución […]; las mujeres nos convierten en mujeres”.17
Otros consideraban que la voz de las mujeres ya estaba representada por los hombres de su familia; sería redundante otorgar el voto también a las mujeres. Como decía un comentarista, “esposo y esposa forman una persona política y nunca
podrán ser nada más, ni siquiera si son dos personas civiles.
[…] El voto de uno cuenta por ambos, el de la esposa está virtualmente incluido en el del esposo”.18 Las razones para excluir
a las mujeres de la ciudadanía se presentaban en conjuntos de
oposiciones binarias que posicionaban a las mujeres en términos de lo concreto, lo emocional y lo natural (por tanto, no
susceptibles de abstracción) y a los hombres en términos de la
razón y la política (por tanto, operantes totalmente en la esfera
de la abstracción). Pierre Rosanvallon sugiere que la diferencia de sexo (que para él, como para los revolucionarios, es una
diferencia natural evidente por sí misma, no “un constructo
social entre otros”) no puede adaptarse a la abstracción. “El
individuo hombre y el individuo mujer no puede reconocerse
políticamente en su equivalencia y en su diferencia al mismo
tiempo.”19 Por tanto, la diferencia sexual en la persona de la
mujer no estaba incluida en la lista de rasgos que podían abstraerse con fines de ciudadanía. La exclusión de las mujeres
16
Jean-Jacques Rousseau, Émile, ou De l’éducation, en Oeuvres complètes,
vol. 4, Gallimard, París, 1969, libro 5, p. 697.
17
Jean-Jacques Rousseau, Lettre à d’Alembert, Garnier-Flammarion, París,
1967, pp. 195-196.
18
Citado en Pierre Rosanvallon, Le modèle politique français: La société civile contre le jacobinisme de 1798 à nos jours, Seuil, París, 2004, p. 54. Rosanvallon es historiador y teórico político. En su obra busca adaptar la teoría
liberal a las condiciones actuales.
19
Ibid., pp. 52 y 53.
38
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
no nada más era para eliminar su influencia, también ejercía una función simbólica importante como recordatorio de la
existencia de una diferencia irreductible, un antagonismo irresoluble del organismo nacional que planteaba una amenaza
para la abstracción y por tanto para la existencia misma de la
unidad nacional.20
La definición de universalidad se basaba en la posibilidad
de un grupo de votantes reduccionistas. Algunos, como Condorcet, sostenían que para fines de ciudadanía, las mujeres no
eran menos individuos que los hombres, pues en común con
ellos tenían la razón.
Los derechos humanos pertenecen a todos los seres sensibles, capaces de adquirir ideas morales y de razonar al respecto. Como
las mujeres tienen estas cualidades, necesariamente tienen los
mismos derechos. O ninguno de los individuos de la especie humana tiene derechos, o los tienen todos. Sería difícil demostrar
que las mujeres no tienen los derechos de los ciudadanos.21
Sin embargo, la mayoría de los revolucionarios argumentaba que la diferencia irreductible ejemplificada por la diferencia sexual tenía que ser reprimida si se quería lograr un grupo
de votantes. “¿Desde cuándo se permite renunciar al propio
sexo?”, preguntó a voz en cuello el jacobino Pierre-Gaspard
Chaumette a un grupo de mujeres que se atrevieron a entrar
a la Convención. “¿La naturaleza confió al hombre el cuidado
del hogar? ¿Nos dio pechos para alimentar a nuestros hijos?”22
Pierre-Joseph Proudhon hizo eco a esta opinión en 1849,
20
Rosanvallon rechaza los análisis feministas de las razones de la exclusión de las mujeres porque está fundamentalmente de acuerdo con los revolucionarios respecto al significado obvio de la diferencia de sexo. Para él, el sexo
“lo construye la sociedad” (idea imposible para los hombres de 1798 y para
Rosanvallon) o es natural. La idea de que a lo natural se le impute un significado —los cuerpos sexuados no tienen significado obvio— parece no existir
en su pensamiento sobre esta cuestión. Ibid., pp. 47-55.
21
Condorcet, “Sur l’admission des femmes au droit de cité” (1790), en
Oeuvres de Condorcet, Firmin Didot Frères, París, 1874, vol. 10, p. 122.
22
Citado en Darlene Gay Levy, Harriet Branson Applewhite y Mary Durham Johnson, Women in Revolutionary Paris, 1789-1795, University of Illinois
Press, Urbana, 1979, pp. 220-221.
LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN
39
cuando objetó el intento de la feminista Jeanne Deroin de postularse para un puesto público. Tiene tanto sentido una legisladora, bromeó, como una nodriza hombre. La respuesta de
Deroin, “muéstreme qué órgano se necesita para las funciones
del legislador y le concedo el debate”, expuso la investidura
simbólica del argumento de Proudhon: más allá de cualquier
criterio lógico o discusión sustantiva de la capacidad y las aptitudes de las mujeres, la diferencia sexual representaba la diferencia misma.23 No cualquier diferencia, sino una tan importante, tan arraigada en la naturaleza, tan visible, que no podía
ser subsumida por la abstracción.
No obstante, las exclusiones específicas de los desposeídos, los trabajadores, las mujeres, contradecían la promesa de
derechos universales y provocaban dudas (siempre inherentes
al universalismo ficticio) sobre la influencia de la sociedad en
el proceso de abstracción. ¿Había algún error en la forma de
implementar la abstracción o el individuo abstracto no era la
forma correcta de representar a la nación? ¿Debe la representación apegarse a un modo abstracto o a uno concreto, es decir, debe la nación concebirse como constituida por individuos
intercambiables o por miembros de unidades socialmente diferenciadas? La tensión entre los modos de representación
abstracto y concreto persiste hasta la fecha. Los partidarios
del modo abstracto argumentan que en sí mismo garantiza la
igualdad universal; los defensores del modo concreto no rechazan el universalismo, pero piensan que la igualdad se logra
abordando y no ignorando las distinciones sociales. El debate
se enfoca en el estatus de la diferencia: el modo concreto, en
ocasiones denominado representatividad, reclama exponer las
diferencias, de manera que pueda verse, literalmente, que todos ejercen sus derechos. El modo abstracto, algunas veces
llamado representación, implica la asimilación de los previamente excluidos debido a sus diferencias; sólo cuando se incluya a los excluidos (despojados de sus atributos, visibles sólo
como individuos) prevalecerá el verdadero universalismo (ausencia de diferencias, fin del conflicto). En el curso de la his23
Jules Tixerant, Le féminisme à l’époque de 1848 dans l’ordre politique et
dans l’ordre économique, Girad & Brière, París, 1908, p. 86.
nmarcada en la crisis política e ideológica de Francia
hacia la última década del siglo XX, esta obra representa
un estudio contundente y actual sobre el movimiento de
paridad (parité) como proceso social y político, y constituye una aportación insuperable en el desarrollo de la
investigación histórica e intelectual del feminismo. Este
libro es, sin embargo, más que una historia legal o política; se trata de una evaluación de los triunfos y fracasos
del feminismo. Analiza cómo el movimiento que expuso
la discriminación en la política e impulsó a las mujeres
para aspirar a cargos públicos, desafió la premisa de
que la mujer, como un sector de la sociedad excluido
de la historia y de la “idea de Francia”, era incapaz de
representar a una nación.
Parité! muestra cómo la lucha por una representación política equitativa cambió la historia del feminismo
www.fondodeculturaeconomica.com
y, con ello, la de la misma Francia.
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