Como en el cielo Eran las seis de la tarde y la sala todavía estaba llena de silencio y soledad. La abuela esperaba que en poco tiempo llegaran a degustar sus historias y recuerdos. Mientras ella preparaba el postre de limón que tanto le gustaba a mi hermana, papá terminaba de escribir su libro. Mis primos jugaban en las escaleras, el mayor, como es usual, exigía a los demás que siguieran sus órdenes y que jugaran bajo sus reglas. Contaba aquel que fuera lo suficientemente inocente como para no acusar a los demás de hacer alguna trampa, y los otros corrían en busca de un lugar donde esconderse. Jugaban y jugaban y las horas se pasaban con lentitud, hasta que uno de ellos se tropezó con el cable que daba vida al árbol en la esquina de la sala y rompió uno de los jarrones favoritos de la abuela. Era una casa muy grande, la abuela siempre decía que al abuelo Pedro le encantaba ver a los niños jugando en el jardín, ver florecer las margaritas que adornaban la pared en la zona de lavado, y escuchar las carcajadas que se estrellaban contra sus oídos una y otra vez. Había seis habitaciones y cada una tenía su propio baño, aunque pensándolo bien tal vez no era demasiado grande para una familia tan numerosa como la de la abuela. Siempre me he preguntado cómo es que la abuela pudo criar a once niños y mantiene la cordura. El tocadiscos que se encendía año tras año para resaltar el espíritu navideño sonaba cuando llego mamá a decirme que tratara de mantenerme despierta porque en cualquier momento iban a llegar los demás. Trate de mantener mis ojos abiertos pero mis parpados se hacían cada vez más pesados, era imposible no caer en la profundidad de un sueño. Pero fue tan fuerte mi caída que de repente la sala se vio totalmente llena, ya habían llegado todos incluyendo tía Laura, la más amarga de las hermanas. Mi madre dice que nunca fue una niña alegre y que mientras los demás jugaban ella prefería quedarse en casa cuidando los tulipanes de la abuela. Recuerdo que en una ocasión estábamos jugando con la pelota de mi hermano Ernesto y alguien la pateo sin querer hacia los pies de tía Laura. Desde entonces nadie tiene el valor de acercársele. Se había sentado en la silla más vieja de la casa, lo único que me hacía ver hacia ella eran los chirridos que salían de la silla anunciando a gritos que estaba a punto de romperse. Junto a ella estaban sentados tío Andrés, su mujer y sus dos hijos María y Juan. Nada se podía comparar con la alegría de tío Andrés, porque a pesar de ser uno de los hijos mayores él no dejaba de alegrar las fiestas con sus pasos improvisados y sus bruscos movimientos. Esta alegría no era del todo desconocida pues qué padre no es feliz sabiendo que su hija se destaca en lo que hace? María se destacaba como la mejor estudiante de medicina en la universidad. Por su parte, Juan no era un joven al que le interesaran mucho los estudios, aunque se esforzaba por alcanzar el orgullo que siempre había envuelto la vida de su hermana. Cerca de ellos se hallaba el sofá favorito de Tito, un terciopelo de color vino tinto cubría la extensa cojinería cuya tela era más vieja que la bisabuela Matilde, pero aun así mantenía intactos los pliegues que se fueron formando con cada persona que tenía el gusto de sentarse en lo que el abuelo llamaba “el cielo de la casa”. En esta ocasión tía Roberta era quien tenía la oportunidad de disfrutar de este cielo. Su esposo Marco la acompañaba este diciembre, era la primera vez que Marco pasaba la navidad fuera de Italia, todos queríamos que se sintiera como en casa. Resulta que tía Roberta era esa tía que todos tenemos que no deja que pase un viaje sin que haya regalos, que es cómplice de nuestros problemas, que nos compra otro florero cuando rompimos el que ya estaba, que malcría a los sobrinos con los dulces que mamá siempre prohíbe. Tía Roberta sin duda es mi tía favorita. Hasta ahora la repisa superior de mi habitación solo tenía regalos de ella, esferas de nieve de todas partes del mundo formaban una historia muy hermosa en la pared. Tía Roberta tiene una filosofía muy interesante, nunca se es muy viejo para poner en riesgo la vida; siempre le ha gustado explorar el mundo, ir a lugares que no están siempre en los planes de la gente. Fue en esos lugares donde tía Roberta cautivo los ojos de Marco con sus cabellos rojizos que ardían bajo la luna y no hicieron más que quemar sus mejillas hasta el punto en el que sus pecas desaparecieron; o eso era lo que decía Marco porque tía Roberta dice que al verla su rostro quedo tan petrificado que ni siquiera su cabello quemaría lo poco que no se había paralizado. A su lado estaba el sillón de cuero que le habíamos regalado a la abuela en su cumpleaños porque a ella le encantaba su olor. Tal vez no era el sillón más lindo del mundo o el regalo más grandioso que alguien podría recibir, pero guardaba una de las historias más hermosas que he oído. Es difícil decir esto porque en estos años mis oídos se han complacido de las más exquisitas historias que han surgido de la mente de papá; una historia que solo aquellos que la lograron descifrar entenderían que el amor no solo se compone de caricias y miradas sino también de aspectos tan simples como un aroma. Tenía nueve años cuando le pregunte a papá que era lo que más le gustaba de mamá. De repente sus ojos se iluminaron a tal punto que me era imposible verlo a los ojos, pero no fue necesario porque sus palabras venían de una poesía creada por el alma, una poesía que atrapa y difícilmente te deja libre. Todo comenzó un tarde de verano en la que papá estaba planchando su camisa favorita porque quería salir a disfrutar del sol, cuando un sorpresivo e indescifrable aroma entró sin previo aviso por la ventana. Era como si un extraño llegara, pero fuera tan placentera su llegada que no habría motivos para decirle que se fuera. Papá dice que no hay suficientes palabras para describir tal aroma, era una combinación tan perfectamente hecha que podría acabar con la tristeza y el dolor, un aroma que fácilmente podría llevar el nombre de felicidad. Un aroma que ahora había invadido todo su cuerpo y que trataba de llevarlo a alguna parte, ¿pero a dónde? Sin saberlo papá acepto descubrir quién estaba detrás de la creación de este mágico aroma y decidió seguirlo. Nada existía en ese momento, había sido hipnotizado por aquel olor que se clavó en su alma y lo había hecho esclavo suyo. El olor venía de una puerta blanca; papá era bastante tímido como para entrar sin avisar así que tocó pero nadie atendía, volvió a tocar pero de nuevo nadie habló, entonces decidió entrar. Cuando abrió la puerta lo primero que observó fue un sofá de cuero al que le había caído algo encima, pero a pesar de que se había ensuciado no había perdido su belleza porque sobre él posaba una mujer de pelo castaño y de piel canela. Lo único que quería era que se volteara para poder apreciar el rostro que fue capaz de crear algo tan magnifico. Entonces papá tomo fuerzas de donde no había y reunió el valor necesario para saludarla. Papá dice que sus ojos nunca se habían deleitado con algo tan celestial como su rostro, sin duda combinaba a la perfección con el aroma. Después de quince años el sofá sigue esparciendo su olor por todas partes, después de todo un aroma como el del amor no pierde su olor fácilmente. Desperté adolorida de tanto soñar, pues recorrer la vida en una noche deja a la mente exhausta. Todos habían comido ya, yo apenas estaba levantando mis sentidos para que nadie sospechara que había revelado sus historias a un desconocido. Ahora solo me quedaba abrir los regalos, esperar que mis hermanos se durmieran y me dejaran soñar con la realidad, debo decir que dormir sobre una nube que está a punto de llorar genera dolores desagradables pero todo se olvida cuando se está soñando arriba, cuando se está soñando en el cielo. Amarilla