Gabriel Gareía Márque: Alguien desordena estas rosas Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella vende para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno lento y sobrecogedor que me ha hecho pensar -ahora con más insistencia- en la colina distante donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Desde el comienzo de este invierno sombrío tengo deseos de ver el túmulo en cuyo fondo reposa el cuerpo de un niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces. Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando me moví por primera vez en la habitación y traté de coger en el altar las rosas más encendidas y frescas. Tal vez entonces habría podido retirar las rosas. Pero la lamparita pestañeó y ella, despertada de su éxtasis religioso, levantó la cabeza y miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: "Es otra vez el viento", porque algo crujió en la habitación y toda ella -su rostro devastado, su olor a felpa antigua- onduló por un instante en el nivel removido de los recuerdos. Entonces he podido coger las rosas, pero observé que hoy están más frescas que de costumbre y que habría podido sobresaltada el ruido del agua en el piso. Dentro de una hora saldrá de la habitación. Se dirigirá a la pieza vecina donde dormirá la siesta medida e invariable del domingo. Es posible que entonces pueda salir con las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta habitación y se quede mirando la silla. El domingo pasado tuve que esperar casi una hora antes de que caye~a en el éxtasis. Parecía intranquila, preocupada, como SI la hubiera perseguido la certidumbre de que súbitamente su soledad en la casa se había vuelto menos intensa. Dio varias vueltas en la habitación con el ramo de rosas, lo abandonó luego en el altar y salió al pasadizo. Entonces yo sabía que estaba buscando la lámpara. Y después, cuando volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la claridad del corredor con el saquito oscuro y las medias rosadas, me pareció igual a la niña triste que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuarto, y dijo: "Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y duros." Era igual, en verdad, como si no hubiera .transcurrido tiempo alguno entre ese domingo y aquella remota tarde de agost~ en que se recostó a llorar contra la pared, temblorosa de llUVia y con la ropa pegada al cuerpo. Desde hace cuatro o cinco domingos estoy tratando de llegar hasta las rosas, pero ella permanece junto al altar, vigilándolas con un celo, con una sobresaltada diligencia que no le había conocido en los veinte años que lleva de vivir en la casa. Pero a pesar de eso, el último, cuando salió a buscar la lámpara, logré componer un ramo con las mejores rosas y seguramente las habría llevado hasta mi tumba si ella no hubiera regresado antes de lo previsto. Apareció en el vano de la puerta, con la \ lámpara en alto, el saquito oscuro y las medias rosadas. Todo eso fue para mí como una revelación, porque· entonces no fue la mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto, sino la niña que condujeron a la pieza vecina para que cambiara de ropa y que regresaba con una lámpara, gorda y envejecida, cuarenta años después. Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se les formó aquella tarde, a pesar de que permanecieron secándo5.e durante veinte años junto al fogón apagado. Un día fui a buscarlos, mucho después de que clausuraron las puertas, descolgaron el pan y el ramo de sábila y se llevaron los muebles, salvo la silla del rincón que me ha servido para reposar durante todo este tiempo. Yo sabía que los zapatos habían sido puestos a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron la casa. Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto tiempo, que el olor a almizcle del cuarto se había confundido con el olor del polvo y con el seco y minúsculo tufo de los insectos,. Sólo yo habitaba esta casa. Sentado en el rincón, en espera de nadie, había aprendido a distinguir el rumor de la madera en descomposición, el aleteo del aire envejecido en las alcobas cerradas. Entonces fue cuando vino ella. Estaba parada en la puerta con una maleta en la mano, un sombrero verde y el mismo saquito de algodón que sigue usando desde entonces. Era todavía una muchacha y no había empezado a engordar ni los tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Cuando abrió la puerta, yo estaba cubierto por el polvo, por la telaraña. El olvido empezaba a pesar en mis hombros, como una materia viva y amarga de sobrellevar. Un grillo cantaba en el rincón desde la mañana en que abandonaron la alcoba, veinte años antes. Pero a pesar de las transformaciones, de la telaraña y el polvo y la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí 'en ella a la niña que en la tormentosa tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el establo. Así como estaba, parada en la puerta y con la maleta en la mano y el sombrero verde, me parecía estar oyendo las mismas palabras que dijo hace cuarenta años, cuando me encontraron en el establo todavía aferrado al travesaño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta, los goznes crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a golpes (como si alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete. Entonces el grillo dejó de cantar. Y sólo después de que cesaron los ruidos, ella se quedó parada un instante en el marco de claridad. Después introdujo medio cuerpo en la habita'tión y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida: "¡ Niño! ¡Ni. ño!" Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los pies es· tirados. Creí que sólo venía a ver el cuarto, pero siguió viviendo en la casa. Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella hubieran salido otra vez el olor a almizcle que tuvo este cuarto hace cuarenta años. Los otros se llevaron los . Grabados de Manilla J e muebles, la ropa en los baúles. EHa sólo se había llevado los olores del cuarto y veinte años después los trajo de nuevo, los colocó en su lugar, y reconstruyó el aItarcillo; igual que antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que el tiempo había destruido con implacable laboriosidad. Desde entonces come y duerme en la pieza de al lado, pero pasa los días en esta habitación, donde conversa en silencio con los santos. Por la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa mientras atiende a quienes llegan a comprarle flores. Ella si está meciendo mientras zurce la ropa. Y cuando alguien viene por un ramo de rosas, guarda las monedas en la esquina del pañuelo que se anuda a la cintura y dice invariablemente: -Cógelas de la derecha, que las de la izquierda son para los santos. Así está en el mecedor desde hace veinte años, zurciendo sus cositas, meciéndose, mirando hacia la silla, como si no cuidara al niño que compartió su infancia, sino al nieto inválido que está aquí, sentado en el rincón desde hace cuarenta años. Es posible que cuando vuelva a bajar la cabeza pueda retirar las r~sas. Iré hasta la colina y regresaré a mi puesto, a esperar el dla en que ella no vuelva al cuarto y cesen los ruidos en la pieza vecina. Entonces tendré que salir otra vez de la casa a avisarle a alguien (si es que entonces existirá alguien) que' la señora de las rosas, la que vive sola en la casa arruinada está necesitando cuatro hombres que la conduzcan a la colin;. Tal vez entonces se sienta satisfecha, cuando sepa que no es el viento invisible lo que todos los domingos llega hasta su altar y le desordena las rosas. UII