Deseos cumplidos - Portal Educativo

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Marcela Ramsfelder
Deseos cumplidos
Ilustrado por Dolores Pardo
Joaco sopló las ocho velitas de la torta de cumpleaños y pidió los tres
deseos que venía repitiendo desde hacía dos semanas: una bicicleta nueva,
un cuarto para él solo y que su perrita tuviera cachorros.
Esa misma noche en su cama, Joaco pensó, “¿Por qué todavía no tengo
la Excalator 600 todo terreno? ¿Por qué mamá no sacó a Tomás de este
cuarto y por qué Terrina no tuvo hijitos todavía?”. Cansado de su cumple y
de tanto pensar, se durmió.
A la mañana siguiente, mientras iba en el auto de su mamá hacia el
colegio, pasaron por debajo de un puente. De esos puentes medio viejos y
enormes por donde cruzan trenes cargados de gente preocupada que va a sus
trabajos o a estudiar. Joaco cerró los ojos bien fuerte, levantó los pies del piso
del auto y, justo cuando el tren pasaba por encima de ellos, la bici, el cuarto
y Terrina, aparecieron por su cabeza otra vez. Su mamá lo miró: “Todos los
días hacés lo mismo Joaco, me hacés reír”, le dijo. Y él le contestó: “Hay
que pedir deseos cada vez que se pasa debajo de un tren. Siempre hay que
hacerlo”. “¿Y qué pediste esta vez?” preguntó su mamá. “Nonono, no se
Texto © 2010 Marcela Ramsfelder. Imagen © 2010 Dolores Pardo. Permitida la reproducción no comercial,
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cuentan los deseos. Si no, no se cumplen.” “Es verdad, tenés razón. No me
cuentes”, dijo la mamá, y siguió manejando hacia el colegio. Joaco apoyó
su cabeza en la ventana, y pensó: “Si yo no le conté a nadie mis deseos, ¿por
qué no se cumplieron todavía?”.
Esa tarde, en el recreo, Joaco y sus amigos jugaron al fútbol. Él hizo
de arquero y su equipo jugó muy bien. Tan bien, que Joaco casi no tuvo
que hacer nada. No le quedó otra alternativa que quedarse parado, apoyado
contra uno de los caños del arco. Tanta tranquilidad llamó la atención de
uno de esos bichitos voladores que llegan con la primavera, de color rojo con
pintitas negras. “¡Una vaquita de San Antonio!”, pensó Joaco, y la siguió
con la mirada hasta ver cómo se posaba en su brazo. Joaco cerró los ojos
y rogó: Excalator 600, Terrina hijitos, Tomás afuera del cuarto. Excalator
600, Terrina hijitos, Tomás afuera del cuarto. Tuvo que dejar de decirlo
porque la vaquita se fue volando. “¡A cumplir mis deseos!” le gritó Joaco.
Así, esperanzado, fue a su clase de matemática. Estaba seguro de que
en cualquier momento alguna de esas cosas iba a suceder. Copiaba una
cuenta de multiplicar cuando sintió un cosquilleo en su cachete y enseguida
vio caer una pestaña en la hoja cuadriculada de su cuaderno. Levantó la pestaña con la pancita de su dedo gordo y le pidió a su compañero de banco,
que apretara su dedo contra el de él, para que al separarlos vieran a quién le
quedaba pegada la pestaña. El ganador tenía derecho a pedir tres deseos, le
dijo. Ganó Joaco, y sin perder tiempo repitió: Excalator 600, Terrina hijitos,
Tomás afuera del cuarto. Excalator 600, Terrina hijitos, Tomás afuera del
cuarto.
A la salida del colegio, una de sus abuelas lo estaba esperando. “¿Me
trajiste algo, abuela?”, preguntó Joaco, ansioso. “Sí, dijo la abuela, te traje
muchas ganas de llevarte a pasear por la plaza antes de ir a comer”. “Bueno”,
se consoló Joaco, “A lo mejor en la plaza está el abuelo con la Excalator y me
dan la sorpresa, porque ya se debería haber cumplido alguno de mis deseos
para esta hora”.
Al llegar a la plaza no estaban el abuelo ni la bici, y Joaco decepcionado se tiró en el pasto un rato. La abuela se sentó en el borde de una fuente
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a tejer. Más tarde Joaco se acercó y se sentó al lado de la abuela. Se puso a
mirar la fuente. Parecía que tenía agua verde por el reflejo de los azulejos del
fondo y porque se mezclaban con unas cuantas monedas que habían tiradas.
Las monedas también hacían ver el agua de otro color. En el medio había
dos pajaritos que escupían agua. “¿Por qué tiene muchas monedas, abue?”
preguntó Joaco. “Porque la gente acostumbra tirar monedas en las fuentes
y pedir deseos cuando lo hacen.” Joaco volvió a enderezarse. Esto era genial:
no tenía idea de que podía pedir deseos en una fuente, tirando monedas. Le
pidió a su abuela dos monedas y se concentró con toda su alma para volver
a pedir lo que tanto quería. Luego le pidió un par más y volvió a desear.
Al regreso de la plaza, Joaco entró excitado y corriendo a la casa. Fue
directo al jardín. Miró para todos lados, hasta en la parrilla. Pero no. No
había nada. “Joaco, ¿qué buscás?”, preguntó su mamá. “Nada”, contestó
Joaco, y se fue corriendo al garage. Entró en la oscuridad y no encendió las
luces. No quería hablar con nadie, no quería pedir más deseos, no creía en
nada. Se sentó en el piso frío, metió la cabeza entre las rodillas y cerró los
ojos. De esa manera también se tapaba la nariz y así no olía el asqueroso
olor a nafta que dejaba el auto del papá. Claro que tanta oscuridad le daba
un poco de miedo también, y meterse entre sus rodillas ayudaba a no pensar
en eso.
“Bsbsbsbsbsbs”, escuchó Joaco. “Bsbsbsbsbsbsbsb”, escuchó otra vez.
Abrió un solo ojo y miró en una esquina del garage. Ahí estaban paradas una
vaquita de San Antonio, ocho velitas de cumpleaños, una pestaña, un boleto
de tren, y cuatro monedas. Abrió el otro ojo, frunció la nariz y se acercó con
la oreja hacia donde estaban ellos.
La vaquita de San Antonio se sacó restos de polvillo del garage de sus
alas mientras decía: “Hoy a la tarde fui hasta la oficina, porque tenía como
999 deseos para cumplir. Fue un día de mucho trabajo. Parece que hoy todos
tuvieron tiempo de pedir sus tres deseos mientras caminábamos por sus cuerpos. No pude cumplir ninguno. Resulta que el satélite transmisor de deseos
estaba dañado, y nadie sabía bien cuál era el motivo. Se corrió la bolilla de
que había un par de deseos repetidos que interferían con las ondas”.
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Una de las velitas de cumpleaños sacudió su cabecita de mecha quemada
y en su idioma soplador dijo: “PffSí, nosotras pfftambién tuvimos pffun día
pffagotador. Ayer pffcumplió años pffun montón pffde gente, pffy cuando
pffllegamos a pffnuestro trabajo, pfftuvimos que pffhacer una pffcola de
pffcasi tres pffhoras, hasta pffllegar a pffla máquina pffcumpledeseos. Nadie
pffentendía nada. Pffaparentemente la pffmáquina estaba pffmuy lenta pffporque había pfftres deseos pffde un pffchico que pffse habían pffquedado
trabados. Pffdicen que pffes porque pffesos mismos pffdeseos estaban pffsiendo pedidos pffen otras pffciudades muchas pffveces”.
Una de las monedas se puso a rebotar contra el suelo haciendo el sonido
“clink clink” para llamar la atención, y luego dijo: “Nosotras no cumplimos
los deseos porque el chico que nos tiró en la fuente pidió los mismos deseos
con cada moneda. Clink Clink. Entonces nosotras no sabíamos si ir las
cuatro a cumplirlos o que fuera una sola. Era la primera vez que nos pasaba
esto. Estábamos tan confundidas clink clink, que preferimos quedarnos en
la fuente”.
El boleto de tren se acercó un poco más al círculo que formaban todos.
Estaba manchado con tinta negra y bastante despeinado. “Yo llegué hasta mi
ciudad, con toda la intención de hacer realidad los deseos a cumplir, pero no
sé qué me pasó, creo que el chico que pidió sus deseos los pidió tan rápido
que, cuando me puse a repasar la lista, me los había olvidado todos”.
La pestaña, alterada, se acercó a los demás y dijo; “¡Chiiicos, chiiicos!
¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Acaso se olviiidaron de la iimportanciiia
que tenemos para los humanos? ¿Ustedes no recuerdan el tiiiempo iiimportante que ellos iiinviiierten en pediiir sus deseos? Para ellos a veces somos
la úniiica esperanza, quiiizá por falta de plata, por vergüenza a pediiirlos,
porque les quedan lejos, por lo que sea, pero confíiian en nosotros. No podemos defraudarlos. Tenemos que averiiiguar biiien qué pasa. Esto no puede
quedar asiií. Yo tambiiién tuve un díiia terriiible hoy. Es ciiierto que, yo sólo
tengo que cumpliiir los deseos de miii dueño, asíii que no sufro tanto como
ustedes, pero hoy cuando fuiii hasta miii ciiiudad, nuestro presiiidente me
piiidiiió que reviiisara miiis deseos unas diiiez veces. Le pregunté cuál era el
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problema, y el me diiijo que habíiia reciiibiiido iiinformes de otras ciiiudades que decíiian que como los deseos de ciiierto chiiico, se repetíiian muchas
veces, los siiistemas estaban fallando. Y habíiia un montón de deseos que no
se estaban cumpliiiendo…”.
Joaco abrió sus ojos bien grandes. No pudo evitar pensar que hablaban de él. ¿Era él el responsable de que muchos deseos no se estuvieran cumpliendo? “¡Qué feo!”, suspiró. Las monedas, la vaquita, la pestaña, todos,
se dieron vuelta a mirarlo. Joaco rápido se quedó quieto para simular ser
una estatua, y la pestaña y el resto del grupo empezaron a hablar más bajo.
Joaco no pudo escuchar lo que decían. El grupo se quedó un rato más conversando, y luego se marcharon.
Esa noche, durante la cena, Joaco no habló mucho. Estaba pensativo.
Las palabras de la pestaña le dieron vueltas por la cabeza una y otra vez.
No quería sentirse responsable de que los deseos de miles de personas no
se estuvieran cumpliendo, y por otro lado, tampoco se estaban cumpliendo
los suyos.
“Joaco, te juego el huesito de la suerte que me tocó en el pedazo de pollo”,
interrumpió el papá. Joaco estaba tan concentrado en lo suyo que ni lo escuchó. Entonces, el papá insistió, “¡Ey, Joaco! Jugame el huesito de la suerte”.
Joaco reaccionó. Miró el huesito, miró al papá, agarró una de las partes
del hueso y cerró los ojos con toda su fuerza. “Que se cumpla por lo menos
un deseo de todas las personas a las que no se le cumplieron por mi culpa,
que sean todos muy felices y que papá y mamá me sigan queriendo tanto
como siempre”. “Listo, pa”.
Joaco y su papá tiraron del hueso para ver quién se quedaba con la
parte más grande. Ganó el papá. La mamá de Joaco, que vio todo desde
lejos, se acercó hasta él y buscando alegrarlo le dijo: “Bueno Joaquito, no
te pongas triste, porque tengo una noticia muy linda para darte. Mañana
vamos a la casa de una señora que tiene un perro para que Terrina y él
puedan tener cachorros. Y en el camino vamos a pasar por una mueblería
para comprarle una nueva cama a tu hermano así puede dormir en el cuarto
nuevo que le vamos hacer”.
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Joaco estaba tan contento que su corazón latía como si tuviera diez
tambores juntos adentro. En ese mismo instante, Martín, su mejor amigo,
lo llamó para contarle que sus papás le habían regalado la Excalator 600
todo terreno. Joaco se puso más contento todavía, porque ya no le importaba que no se la hubieran dado a él, lo importante era que Martín estaba
re feliz…Y además, como todo buen mejor amigo, seguro que se la iba a
prestar cuando quisiera.
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