conceptos fundamentales de la "veritatis splendor"

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PETER KNAUER
CONCEPTOS FUNDAMENTALES DE LA
"VERITATIS SPLENDOR"
La Encíclica "Veritatis splendor" ha suscitado reacciones encontradas o de entusiasmo
o de rechazo. Hay una tercera manera de reaccionar: seguir profundizando, investigar
más y más, hasta lograr que se haga luz sobre los puntos oscuros o controvertidos. El
artículo que presentamos a continuación, y que ha sido muy poco resumido porque la
densidad del pensamiento expuesto no ha permitido condensarlo más, se inscribe en ese
tercer tipo de reacción y ha de contribuir a su vez a esclarecer algunos conceptos
fundamentales de la moral católica y a precisar el sentido y alcance de algunos
principios que, como el del doble efecto, a menudo no se han entendido bien en la
tradición. Sobre ese principio del doble efecto puede verse el artículo del mismo autor
publicado anteriormente en SELECCIONES (n° 27 [1968]265-275.)
Zu Grundbegriffen der Enzyklika «Veritatis splendor», Stimmen der Zeit 212 (1994)
47-63; Conceptos fundamentales de la Encíclica «Veritatis splendor», Razón y Fe 229
(1994) 47-63
El capítulo segundo constituye el núcleo de la Encíclica. En él se dan cita las cuestiones
de mayor interés desde el punto de vista de la moral fundamental.
Libertad y ley
Lo que en síntesis se afirma es evidente: la libertad del hombre no llega tan lejos como
para poder decidir él mismo lo que es bueno y lo que es malo. La diferencia entre lo
bueno y lo malo nos viene dada, aunque algunas veces sólo a duras penas llegamos a
conocerla.
Juan Pablo II reconoce como una intención legítima de la teología moral, que pertenece
a la mejor tradición del pensamiento católico, el querer exponer el carácter racional, y,
por tanto, universalmente comprensible y comunicable de las normas de la ley moral
natural (n° 37). Pero pone en guardia ante la "teoría de una plena soberanía de la razón
en el ámbito de las leyes morales" (n° 36), como si fuese el propio hombre el que se
diese sus leyes.
Por supuesto que tal teoría no tendría sentido. Pero tampoco parece que haya ningún
moralista católico conocido que la defienda. Quienes enseñan la "autonomía de la
razón" no quieren decir con esto que la razón se dicte sus propias leyes, sino que la
razón debe obedecer las leyes inherentes a su propia naturaleza, como por ej., la de no
aceptar ninguna cont radicción lógica.
El Papa recuerda que, según la enseñanza de Pío XII, que cita al Vaticano I, en la
condición actual de la humanidad (sujeta al pecado original), la revelación sobrenatural
resulta necesaria para conocer con facilidad y sin error determinadas verdades de suyo
no inaccesibles a la razón natural. ¿Ha de entenderse esto como si la revelación, con su
autoridad divina, instruyese al hombre en las cuestiones de razón importantes para la
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salvación, ahorrándole así por de pronto sus propios esfuerzos? En este caso las normas
éticas no serían sólo cosa de la razón, sino que podrían pertenecer también al "contenido
propio de la revelación" (n° 37).
En su contexto, la formulación del Vaticano I sugiere otra interpretación. La certeza de
la fe consiste en saberse amado por Dios con un amor que no se mide en algo creado,
sino que es el amor incondicionado que se tienen el Padre y el Hijo. El que se sabe así
amado, no necesita ya actuar presionado por el miedo por sí mismo y se hace capaz de
un amor desinteresado. De otra manera, todo pecado se funda en el miedo que el
hombre, vulnerable y perecedero, tiene por sí mismo. La fe es una certeza mayor que
este miedo. Si a este miedo se le quita su poder, puede uno también usar mejor de su
razón. Cierto que el mensaje cristiano lleva implícitas también muchas afirmaciones de
razón. Pero a esas afirmaciones la fuerza les viene de los propios argumentos, no de una
autoridad divina que los suplante.
De hecho el Vaticano I distingue claramente entre fe y razón (DS 3015): afirma un
doble orden de conocimiento, que se distingue por su manera de conocer -por razón y
por fe- y por su objeto - verdades naturales y misterios escondidos en Dios-. Se excluye,
pues, que un mismo objeto sea a la vez conocido por razón y creído. Todo lo que no es
Dios es mundo y, como tal, incluida su condición de creatura y todas las normas
morales, objeto de razón. El único objeto de fe es la autocomunicación de Dios a su
creatura. Esto queda también expresado en la distinción tradicional entre "Ley" y
"Evangelio". La realidad accesible a nuestra razón apela a nuestra conciencia. Porque el
mundo es mundo de Dios, esa realidad puede denominarse "palabra de Dios en sentido
impropio". Y la estructura de responsabilidad que se nos da con dicha realidad es ley de
Dios. Pero, aunque la encontremos en la Biblia, esa ley sigue siendo verdad de razón.
En cambio, el "Evangelio", la "Palabra de Dios en sentido propio" que es la
autocomunicación de Dios, nos revela que hemos sido acogidos en aquel amor del
Padre por el Hijo que nos libera del poder del miedo por nosotros mismos. Sólo el
Evangelio es objeto de fe. Y la fe nos libera del poder del miedo que tenemos por
nosotros mismos y que nos impide ser humanos. La fe nos hace libres y capaces de
hacer justicia a la ley no sólo fácticamente aquí y ahora, sino por principio.
Está muy difundida entre no pocos cristianos la idea de que los preceptos morales sólo
obligan cuando se conocen como fundados en la voluntad de Dios. Parece una idea
piadosa. Pero de hecho amenaza con destruir el punto de inserción del mensaje cristiano
en el hombre. Porque el mensaje cristiano pretende ser necesario para el hombre
precisamente porque quiere liberarle del poder del miedo por sí mismo que, de otra
manera, le hace inhumano. Si la diferencia entre lo humano y lo inhumano sólo fuese
accesible a la fe, ¿cómo dirigir el mensaje al no creyente? La fe presupone un hombre
capaz de ser interpelado moralmente. No se trata de que el hombre sepa de antemano
qué es lo correcto y qué es lo malo. Pero sí que está en situación de plantearse esta
pregunta y de valorar las respuestas a ella en un proceso laborioso.
El mundo que nos rodea no lleva instrucciones para su uso. ¡Cuánto tiempo han
necesitado los hombres sólo para hacerse una imagen geográficamente correcta de la
tierra! Pues mayor esfuerzo exige conocernos a nosotros mismos y comprender toda la
responsabilidad que tenemos en el mundo. Y por esto es poco probable que la moral
heredada baste ya para todas las necesidades actuales.
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Es de esperar que esta explicación responda a la intervención profunda del Papa, pues le
importa poner de relieve la universalidad de la ley moral (n° 51). Esta obliga al hombre
como tal, previamente a su religiosidad concreta, y no se la puede reducir a los
estrechos límites de una cultura o de una época determinada.
El Papa recuerda también la distinción escolástica entre preceptos negativos y
afirmativos (n° 52). Los negativos (por ej. "no matarás") obligan siempre y en cada
caso, sin excepción alguna. En camb io, los afirmativos (por ej. "protegerás la vida")
obligan siempre, pero en un caso particular puede haber excepción por una "razón
proporcionada". El Papa funda esta distinción en el hecho de que los preceptos
afirmativos del amor a Dios y del amor al prójimo no tienen ninguna limitación por
arriba, pero sí tienen límites mínimos que, de no alcanzarse, se incumple el precepto. El
n° 67 sugiere una explicación más precisa: todos los bienes deseables reclaman una
realización apropiada. Pero no pueden ser promovidos todos a la vez. No hay tiempo
material para ocuparse en todo momento, por ej., de "proteger la vida" y de "cuidar de
los padres", porque hay otras cosas que también tienen sentido, como la formación
permanente y el cultivo del arte y otras muchas cosas. En cambio, sí hay situaciones en
las que no se puede invocar la "razón proporcionada" (sobre este concepto volveremos
más adelante) para dejar de cumplir un precepto afirmativo que, por consiguiente,
obliga lo mismo que el negativo.
Conciencia y verdad
El Papa rechaza la concepción según la cual los preceptos morales sólo proporcionan
una orientación fundamental general, de la que, en casos particulares, uno podría
apartarse. Lo que hace la conciencia es más bien aplicar la ley moral a cada caso
particular (n° 59). El Papa afirma: "Si el hombre actúa contra ese juicio [de la
conciencia] o hace algo no estando seguro de si es correcto y bueno, es condenado por
su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal" (n° 60). Con esas
últimas palabras, que ya en la Encíclica van subrayadas, confirma Juan Pablo II un
importante principio tradicional. Con todo, aunque de no pocas acciones cabe afirmar
definitivamente que no es lícito realizarlas, permanece abierta la cuestión de si uno
puede estar alguna vez positiva y definitivamente seguro de la rectitud objetiva de un
acto. Pues es siempre posible que acciones realizadas con las mejores intenciones
tengan consecuencias imprevistas que, de conocerlas, hubiesen vedado su realización.
Respecto a la conc iencia errónea, el Papa recuerda la doctrina tradicional: por error
involuntario, y así sin culpa, se pueden considerar subjetivamente como buenas, cosas
que objetivamente no lo son. En este sentido, el que sigue lo que le dicta la conciencia
errónea permanece sin culpa, aunque está haciendo algo que objetivamente va contra el
orden moral. Pero esto no quita sino afirma la exigencia de formarse la conciencia
informándose bien (n° 64).
Opción fundamental y comportamientos concretos
El Papa se opone a la concepción según la cual se pueden separar opción fundamental y
actos concretos. A fin de cuentas éstos han de ser expresión de la opción fundamental.
La auténtica opción fundamental consiste en la fe (n° 66). No se puede sino estar de
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acuerdo. Es el árbol el que produce buenos frutos y no viceversa. En el n°- 22 el Papa
había dejado abierta una pregunta de Agustín: "¿Es el amor el que hace que cumplamos
los mandamientos o es el cumplimiento de los mandamientos el que hace surgir el
amor?". La primera alternativa es la que vale: sólo el amor que Dios nos tiene hace
posible nuestra fe y nuestras buenas obras.
El Papa señala además como importante la distinción entre pecado mortal y pecado
venial. Es pecado mortal no sólo el rechazo expreso de Dios, sino todo pecado que,
"teniendo por objeto una materia grave, se comete con plena conciencia y deliberado
consentimiento" (n° 70). Aunque haya casos en los que, pese a la materia grave, por
falta de una conciencia o un consentimiento pleno, no exista pecado grave.
Acaso el concepto de "grave" deba ser precisado en el futuro, no sea que, por contraste,
el pecado "venial" no se tome en serio. No resulta convincente, por ej., que el Nuevo
Catecismo (n° 2484) reasuma la afirmación escolástica de que la mentira "es sólo
pecado venial" y que únicamente se convertirá en mortal si vulnera gravemente las
virtudes de la justicia y el amor. Según Jn 8,44, el diablo se caracteriza por matar y
mentir. La mentira fundamentalmente consiste en encubrir la violencia y por eso no es
de sí misma "sólo pecado venial".
El acto moral
Esta parte de la Encíclica, que se ocupa del análisis del acto humano, es la más
importante y la que se presta a más preguntas.
La teología moral tradicional presupone que hay actos "intrínsecamente malos",
caracterizados por ser ilícitos sin excepción alguna y, por tanto, absolutamente
injustificables. En realidad, esto ya vale para toda acción moralmente mala. Pues una
acción de la que consta que es mala nunca es justificable ni por intenciones ulteriores ni
por circunstancia alguna.
El Papa menciona diversas teorías, que denomina "teleologismo", "consecuencialismo"
o "proporcionalismo" y considera incompatibles con la tradición. Como criterio para
juzgar la moralidad de las acciones, dichas teorías, en vez de apelar en última instancia
a la acción misma, recurrirían a los bienes no morales o premorales que se respetan (n°
74). Todas esas teorías coincidirían en que imposibilitan la formulación de una norma
absoluta de prohibición. Y manifiestamente es por eso que el Papa las rechaza. En
realidad, es probable que apenas existan teólogos que reconozcan en las descripciones
de esas teorías sus propias concepciones. Pues no hablan de la "finalidad del que actúa"
sino de la determinación del "objetivo de la acción" misma.
Se plantean dos preguntas principales: ¿qué significa exactamente "intrínsecamente
malo"?, y ¿cuáles son los criterios para saber lo que es "intrínsecamente malo"?
1. ¿Qué significa "intrínsecamente malo"? El concepto tiene dos sentidos distintos, uno
amplio y otro más estricto. El primero se basa en la distinción entre ley moral natural y
norma positiva humana. Se trata de la diferencia entre "está prohibido, porque es malo"
y "es malo, porque está prohibido". Ejemplo: tener que tomar medidas para evit ar los
accidentes de tráfico pertenece al ámbito de la ley natural; en cambio, lograrlo
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ordenando que se circule por la derecha o por la izquierda toca a la ley positiva humana.
Ni circular por la derecha ni hacerlo por la izquierda es, de antemano, "intrínsecamente
malo". Pero en los países en los que está ordenado que se circule por la derecha, la
circulación por la izquierda está prohibida y, por esta razón, es mala. Naturalmente las
leyes positivas sólo obligan moralmente cuando se basan en una ley natural, como es
aquí la necesidad de evitar accidentes. Por tanto, primer significado de "intrínsecamente
malo": lo que es malo y absolutamente injustificable antecedentemente a toda
prohibición de cualquier autoridad humana.
Hay un segundo significado más restringido que, en el contexto de la Encíclica, es
decisivo. Una acción puede, de antemano, ser "intrínsecamente mala", en contraposición
con una acción que resulta mala, sólo porque es utilizada inmediata o mediatamente
para posibilitar otra acción, que esa sí es "intrínsecamente mala". Ejemplo: emprender
un viaje de descanso no es malo; pero si se hace para adicionalmente poder cometer un
adulterio, el viaje se contagia con la maldad de la segunda acción. El viaje no es, pues,
"intrínsecamente malo", pero sí realmente malo a causa del "objetivo del agente", o sea,
por su ordenación adicional a una segunda acción, que esa sí es "intrínsecamente mala".
2. Los criterios de la moralidad de un acto. Hay tres criterios (fontes moralitatis) para
determinar la moralidad de la acción: a) El "objeto", llamado también "objetivo de la
acción" (finis operis); b) la "intención", que se designa también como "objetivo del
agente" (finis operantis); c) las "circunstancias".
a) El "objeto de la acción". Según el Nuevo Catecismo (n° 1751-1754), sólo puede ser
"objeto" y con esto "objetivo de la acción" lo que es pretendido por el mismo que actúa;
es aquello "hacia lo que tiende deliberadamente la voluntad". Ejemplo: para comprender
el "objeto" de una acción no basta con fotografiar a una persona entregando dinero a
otra. El verdadero "objeto" de la acción sólo se comprende si uno sabe lo que aquí real y
"objetivamente" se pretende. Puede tratarse del pago de una compra o de la devolución
de un crédito o de una limosna o de un soborno, etc. En todo caso, sólo una de esas
diversas posibilidades constituye el verdadero "objeto" de la acción. El "objeto", pues,
de la acción queda determinado por lo que se pretende objetivamente con ella. Y lo que
se pretende objetivamente puede abarcar toda una serie concatenada de sucesos, que
sólo por la unidad de la motivación suficiente para su realización constituyen la unidad
de una acción. Se trata de algo "objetivo" en el sentido de que lo que objetivamente se
pretende con la acción ya no depende del gusto del que actúa, sino del contexto real.
b) El "objetivo del agente". Si del "objetivo de la acción" se quiere distinguir la
"intención" y, por tanto, el "objetivo del agente", como un segundo criterio para la
moralidad de la acción, entonces éste sólo puede consistir en que una primera acción
con su "objetivo" (en el ejemplo: un viaje de descanso) se orienta adicionalmente a
hacer posible una segunda acción con otro "objetivo" (en el ejemplo: el adulterio). El
"objetivo del agente", que se añade al "objetivo de la acción" primera, es idéntico en
cuanto al contenido al "objetivo de la acción" segunda, al cual se ordena la primera. En
este sentido, la "intención" o el "objetivo del agente" es referido nuevamente a un
"objeto" y por esto de ningún modo es algo puramente subjetivo. El "objetivo del
agente" es subjetivo sólo en cuanto queda realmente al arbitrio del que actúa vincular la
primera acción a la segunda. En cambio, cuando una primera acción responde sólo de sí
misma y no está ordenada a una acción ulterior, entonces lo que con ella se quiere es
sólo el propio "objetivo de la acción" y no tiene ningún "objetivo del agente". El hecho
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de que también el "objetivo de la acción" necesariamente es pretendido por el agente no
debe confundirse con lo que designa el término técnico de "objetivo del agente" en el
ámbito de las "fuentes de la moralidad"; allí sólo significa la ordenación de una primera
acción a otra siguiente. Por eso, tampoco se puede decir que en el caso de una sola
acción el "objetivo del agente" se identificaría con el "objeto de la acción". No acertó,
pues, la escolástica al suponer que en toda acción hay que distinguir entre el "objeto" u
"objetivo de la acción" por un lado y la "intención" o el "objetivo del agente" por otra.
b) Las circunstancias. Tanto el Catecismo (n° 1754) como la Encíclica (n° 74) dicen
correctamente que las "circunstancias" no determinan si una acción es buena o mala
sino sólo en qué grado lo es. Una circunstancia de un robo es la cantidad del dinero
robado. Pero con eso no se compagina la afirmación de que las "consecuencias"
previstas de una acción sólo pertenecen a las "circunstancias". Ante todo, es necesario
clarificar el concepto de "consecuencias". Si yo administro conscientemente cianuro a
alguien, entonces su muerte ¿es sólo la "consecuencia" de mi acción o en realidad es su
"objeto" mismo? ¿Cuándo el resultado de una acción es sólo una consecuencia que no
influye moralmente sobre la acción y que, por tanto, no pertenece ni siquiera a aquellas
"circunstancias" que son una "fuente de la moralidad", y cuándo es en realidad el
"objeto" mismo de la acción, decisivo en el plano moral, y es idéntico con el "fin de la
acción"?
Cuando las consecuencias previsibles de una acción son nocivas y no hay una "razón
proporcionada" que las justifique, no pueden ser consideradas meramente como
circunstancias (sólo agravantes), sino que forman parte del objetivo mismo de la acción.
Tal acción será "intrínsecamente mala". Así, por ej., si constase que alguna mezcla del
aceite de mesa es venenosa, habría que decir que su venta es "intrínsecamente mala",
porque no habría "razón proporcionada" capaz de justificar el daño que produciría.
Cierto que la Encíclica (n°77) advierte con razón que no es posible prever todas las
consecuencias de una acción. Pero de ahí sólo se sigue que uno nunca puede estar
definitivamente seguro de si una acción es objetivamente correcta. En cambio, las
consecuencias realmente previstas pueden dar pie a que una acción determinada sea
prohibida definitivamente.
3. La determinación del "objeto de una acción". El principio clásico del doble efecto
puede ayudarnos a saber el verdadero "objeto" de nuestras acciones. Suele formularse
así:
Es lícito causar o tolerar un efecto malo de la propia acción cuando:
1) la acción no es intrínsecamente mala;
2) el efecto malo no se pretende en sí mismo:
3) el efecto malo no es medio para lograr el fin bueno;
4) hay una razón proporcionada para causar o tolerar el efecto malo.
En la escolástica, este principio tuvo una existencia marginal y su aplicación resultó
problemática y a menudo incomprensible. El orden de las condiciones (establecido sin
una reflexión hermenéutica y, de hecho, falso) parecía restringir su aplicación a casos
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marginales de los cuales no constaba de otro modo que eran "intrínsecamente malos".
En realidad, generalmente todas las acciones tienen un doble efecto: uno positivo (una
ventaja o un logro) y otro negativo (un perjuicio o un daño). Según esto, la pregunta que
sirve de base al principio de doble efecto es: ¿Cuándo es "moralmente malo" y, por
tanto, injustificable, y cuándo no, causar o tolerar un efecto nocivo (un daño)?
Hay un supuesto que todo el mundo ha de admitir como evidente: Una acción sólo
puede ser "intrínsecamente mala" cuando uno a sabiendas, o al menos por suposición
errónea, causa o tolera un daño. Pero no en todos los casos la acción será realmente
"intrínsecamente mala". Basta pensar que, si normalmente causar dolor a otra persona
es "intrínsecamente malo", deja de serlo cuando, para salvar una vida, hay que recurrir a
una intervención quirúrgica dolorosa. Precisamente el principio del doble efecto
pretende trazar la frontera entre unos casos y otros.
De las cuatro condiciones la cuarta es la decisiva y debería, por tanto, ser la primera.
Afirma que una acción sólo puede ser "intrínsecamente mala" cuando, para causar o
tolerar un daño, uno no tiene una "razón proporcionada" y, en último análisis,
contradice así el bien mismo que pretende en la acción.
La segunda condición no hace sino reasumir cuanto hemos indicado a propósito del
segundo significado de "intrínsecamente malo": no se puede instrumentalizar algo de
suyo bueno (un viaje de descanso) para conseguir un fin malo (adulterio). El fin malo
contagia los medios buenos.
La tercera condición procede a la inversa: el fin bueno no justifica los medios malos.
Ejemplo: cuando uno comete un adulterio y lo toma como ocasión para obtener alguna
ventaja justificada para otra persona (p. ej. que ésta haga una buena carrera), no por ello
el adulterio se convierte en algo bueno. La tercera condición se reduce, pues, al
principio de que el fin no justifica los medios.
Dado que lo que dice la primera condición se subsume en la cuarta y que la segunda y
tercera no aportan nada nuevo para resolver el problema de lo que es "intrínsecamente
malo", no resta sino la cuarta condición, que lógicamente debería ser la primera. Y hay
que decir que precisamente porque en dicha condición la expresión "razón
proporcionada" no se interpretaba correctamente, el principio del doble efecto muchas
veces no se han entendido bien en la tradición.
Para cada acción hay necesariamente una "razón". Pues sólo "por razón de un bien que
se pretende" (sub ratione boni) puede uno actuar. Actuamos o pretendiendo un bien o
queriendo evitar un daño. Pero esto no basta para la rectitud moral de una acción. Es
necesario que la "razón" de la acción sea además "proporcionada". Y la "razón" sólo
será "proporcionada" si, a la larga y en la totalidad de lo real, la acción responde al
valor o conjunto de valores premorales que se pretende con ella y que, para el análisis,
ha de recibir una formulación universal. Entendemos por formulación universal, por ej.,
"riqueza como tal", como contrapuesta a "riqueza mía o de mi grupo", que constituye
una formulación particular. Para el análisis ético se requiere siempre la formulación
universal.
A la inversa: la "razón" no es "proporcionada" -es decir no existe "proporción" entre la
acción y el bien pretendido-, si, a la larga y en el conjunto de la totalidad de lo real, la
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acción no sólo no responde al valor o conjunto de valores que se pretende, sino que
resulta, en definitiva, contraproducente o sacrifica innecesariamente otros valores.
Frente al valor o conjunto de valores que se pretende con la acción, la acción
moralmente mala posee el carácter de explotación destructiva ("Raubbau") que también
se da cuando la acción sacrifica sin necesidad otros valores. Y éste es el criterio último
para la inmoralidad.
4. Conclusiones. En definitiva, lo que se pregunta la ética no es tanto qué valores hemos
de escoger, sino cómo los escogemos, o sea, si al escogerlos les hacemos justicia en la
totalidad de la realidad y a la larga como a valores universalmente formulados. Por esto,
siempre que no esté justificado por una "razón proporcionada", el daño resultante y
previsto de una acción es en sentido moral directamente querido y determina el
"objetivo mismo de la acción". Y a la inversa: si existe una "razón proporcionada",
entonces el daño es, en sentido moral, sólo indirectamente querido y ya no constituye el
"objetivo de la acción" ni pertenece a las "circunstancias" éticamente relevantes.
El conocimiento de la "explotación destructiva" tiene muchas veces un "período de
incubación". Por eso, si en muchos casos se puede saber que una acción tiene ese
carácter, por el contrario nunca se puede saber de modo definitivo que una acción no lo
tiene.
El hecho de que una acción posea, a la larga y en su totalidad, el carácter de
"explotación destructiva" y sea, por tanto, inmoral, no depende de si al que actúa le
gusta o no. Se trata de esta objetividad cuando hablamos de "ley moral natural".
Los posibles cambios de la ley moral natural dependen de que se está obligado a buscar
siempre alternativas para reducir al mínimo las posibilidades de causar o tolerar efectos
dañosos. A partir del momento en que disponemos de alternativas mejores, las acciones
permitidas hasta entonces ya no lo están. Mientras la tuberculosis no se podía combatir
sino con un medicamento que, como efecto secundario, producía una gastritis, el uso de
este medicamento era, pese a todo, moralmente obligatorio. Pero se estaba obligado a
seguir investigando para dar con un medicamento que evitase ese efecto indeseable.
Desde que ese medicamento existe, en idénticas condiciones, ya no es responsable
recetar el otro.
Para todas nuestras acciones con doble efecto necesitaríamos una doble serie de
términos: una, para describirlas de una manera neutra, o sea, prescindiendo de si la
acción está o no justificada por una "razón proporcionada", y la otra con sentido
peyorativo, cuando no hay "razón proporcionada". Así resultarían pares de términos,
uno neutro y otro peyorativo, como los siguientes: apropiación de bienes ajenos - robo;
homicidio - asesinato; falsiloquio - mentira; interrupción del embarazo - aborto
(inmoral); amputación - mutilación. Todo robo es apropiación de bienes ajenos; pero no
toda apropiación de bienes ajenos es robo, etc. Muchas veces el lenguaje ordinario
carece de vocablos distintos y, por eso, da pie a frecuentes confusiones.
También sólo una falta de precisión en los conceptos explica frases tan confusas y poco
felices como la siguiente del Nuevo Catecismo: "Exceptuados los casos de
prescripciones médicas de orden estrictamente terapéut ico, las amputaciones,
mutilaciones o esterilizaciones directamente voluntarias de personas inocentes son
contrarias a la ley moral" (n° 2297). Si las acciones son "directamente voluntarias",
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según el lenguaje del Catecismo mismo, deberían ser "intrínsecamente malas" y, por
tanto, deberían ser prohibidas sin excepción alguna. Pero en el caso de una intervención
quirúrgica para salvar la vida, ya no se trata de una acción directamente voluntaria (una
mutilación), sino de una intervención en la que lo que se quiere directamente es salvar la
vida y sólo indirectamente se tolera el daño (la amputación).
Recuerdo haber leído hace muchos años un artículo de teología moral, en el que se
afirmaba que la donación de un riñón por parte de una persona viva para salvar la vida a
otra persona era moralmente ilícita, porque el fin no justifica los medios y la mutilación
es un medio malo. Este análisis es del todo falso. No estamos ante dos acciones, de las
cuales una ha de ser justificada por la otra. Se trata de una sola acción, cuyo "objetivo"
es la salvación de una vida. Ese objetivo es la "razón proporcionada" que hace la
pérdida del riñón sólo "indirectamente" querida.
Cuando en un embarazo peligra la vida de la madre y del feto y con la interrupción del
embarazo se salva por lo menos la madre, ésa es una acción en la que, según su objetivo
propio, se salva una vida, y no es lo que puede llamarse aborto (inmoral).
Hay que estar de acuerdo con la Encíclica en que lo que importa es comprender
correctamente el concepto moral de "objeto" de la acción. Pero sólo la verificación del
carácter de "explotación destructiva" de la acción nos permite calificarla de
"intrínsecamente mala".
No podemos primero saber que Dios quiere esto o aquello para poder decir que es
bueno o malo. Así se llega a errores como el de Tertuliano, que consideró pecado
teñirse el cabello, porque se atentaría al orden establecido por Dios. Lo contrario sí
podemos afirmarlo: sólo lo que en un análisis racional resulta irresponsable contradice
también la voluntad de Dios.
Según lo que llevamos dicho, una nueva interpretación del principio del doble efecto en
su significado como principio fundamental de toda la moral y criterio último de la
responsabilidad o irresponsabilidad de una acción diría así:
Sólo es lícito causar o tolerar un efecto nocivo (un daño):
1) Cuando se tiene una "razón proporcionada" para ello (o sea, cuando la acción no
socava el valor o conjunto de valores con ella pretendidos, que para el análisis hay que
formular de una manera universal, y además con dicha acción no se menoscaban
innecesariamente otros valores); de no ser así, la acción es "intrínsecamente mala" y
ya no puede justificarse por ninguna otra consideración.
2) Cuando la acción no es utilizada como medio para hacer posible otra que por
faltarle la "razón proporcionada" es ya "intrínsecamente mala".
3) Cuando, para hacer posible la acción, no se utiliza otra que, por faltarle la "razón
proporcionada", es ya "intrínsecamente mala".
Una acción irresponsable es, pues, siempre mala. En cambio, una acción correcta no es
todavía, por este solo hecho, siempre moralmente buena. Si alguien en un supermercado
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no roba, sino que abona sus compras, realiza una acción correcta. Pero, si lo hace sólo
cuando hay peligro de ser descubierto, su acción no es de ninguna manera buena. Sólo
actuamos bien de veras cuando tenemos la voluntad de obrar responsablemente no sólo
de hecho, sino por principio. Para semejante desprendimiento se requiere, en última
instancia, una redención que libera al hombre del poder del miedo por sí mismo. El
auténtico desprendimiento se logra sólo por medio de la gracia, por la certeza de ser
acogidos en el amor del que es poderoso en todo lo que acontece, de manera que ningún
poder del mundo pueda separarnos de él.
Tradujo y condensó: MARIO SALA
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