COLOR Japon

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Japón
El imperio
desconocido
Texto y fotos: Siqui Sánchez
Japón conserva intacta la capacidad de sorprender, precisamente por ser lo contrario de
lo que uno espera. Existen dos imágenes de Japón que enseguida nos vienen a la mente;
las dos son auténticas, las dos son falsas y las dos son aparentemente contradictorias. La
primera es la del país moderno que produce los más innovadores aparatos electrónicos, un
país cuya gente consume y trabaja desaforadamente. La otra es la del Japón ancestral, respetuoso de las tradiciones, apegado a ritos y creencias milenarias.
Edificio de la Fuji TV.
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Pocos lugares del mundo pueden
presumir de un apego tan grande
a las tradiciones como Japón.
Kioto es la antigua ciu-
Kiyomizu.
Shinkyo.
dad imperial y, por tanto,
asume con naturalidad su
papel de guardián de las
esencias. Como complemento al ritmo frenético de
ciudades como Osaka o Tokio, Kioto se muestra como
una ciudad tranquila, con
sus callejones y sus viejas
casas de madera, una urbe
repleta de hermosos templos que ofrecen una imagen diferente con cada estación. En Kioto podemos visitar docenas de templos y pagodas, como el Kiyomizu-dera, nombre que
significa “agua pura”. Desde hace más de mil años, los peregrinos
suben la pendiente para rezar ante la estatua de 11 cabezas de
Kannon y beber de su manantial sagrado. Otra visita inevitable es
el Pabellón Dorado, o Kinkaku-ji, una elegante estructura de tres
plantas totalmente recubierta de pan de oro. Es este un excelente ejemplo de paisajismo Muromachi. El monte Kinugasa ofrece
un fantástico telón de fondo mientras el pabellón se refleja en el
estanque central. Después de una nevada, el paisaje es especialmente impresionante, aunque el otoño, estación en la que los árboles que rodean el pabellón adquieren una intensa coloración roja y amarilla, es el momento elegido por los japoneses para visitar
el templo y ejercer una de las pasiones nacionales: la fotografía.
Nikko. Las montañas
Nikko.
Gion.
Una de las mayores sorpresas que puede tener el viajero es pasear por
los barrios de Gion o Pontocho, en Kioto, y encontrarse a grupos de
geishas paseando tranquilamente por la calle. El oficio de geisha, que
podríamos definir como “animadora profesional”, es único y ha sido siempre
mal entendido. Han de tener conocimientos de las artes tradicionales, agudeza
verbal y habilidad para guardar un secreto. Ellas prefieren llamarse geiko (hijas
de las artes) para distinguirse de las maiko, aprendices de geisha y, sobre todo,
de las geishas onsen, que han desprestigiado a la profesión con actividades
más equívocas.
que la rodean son un lugar
preferido de peregrinación por la cantidad de
santuarios budistas-sintoístas que aquí se encuentran, junto con un paisaje
que en otoño ofrece un
marco espectacular. Cientos de japoneses, cámaras en ristre, se arremolinan ante el puente Shinkyo, por donde cuenta la leyenda que Shodo Shonin cruzó el río sobre dos serpientes gigantes, recorren los jardines del
templo Rinno-Ji o del santuario de Futara-san y se concentran
ante el lago Chuzen-Ji para fotografiar la neblina que se levanta
de sus aguas sulfurosas al amanecer.
Nara. Es otro lugar especial por su simbolismo. Esta
ciudad, que fue durante 74
años capital del Japón, se convirtió en la gran diócesis del budismo y conserva muchos de
sus edificios, que junto a sus
colinas arboladas y sus templos
ajardinados convierten a la ciudad en un símbolo de la paz y la
tranquilidad. Nada hay más relajante para el espíritu que contemplar el atardecer desde el templo Todai-ji, y a ello se dedican
en silencio los muchos visitantes que cada día llegan hasta allí.
Nara es para los japoneses un símbolo de espiritualidad.
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No podemos obviar el Japón moderno y vibrante, representado
muy especialmente en Tokio, y que a ojos occidentales es el ejemplo
más palpable del frenesí de la vida moderna, del caos y el estrés.
Shibuya.
Ginza.
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Tokio no tiene un centro definido y
cada barrio —de las dimensiones de
una ciudad de buen tamaño— tiene
unas características que lo hacen único.
Shinjuku. Asombra ver a miles de
Akihabara.
Shibuya.
viajeros circular por la estación de Shinjuku, la más ajetreada de Japón con una
media de 2 millones de viajeros al día, y
responsable de imágenes como las de los
rashawa, que empujan a la gente para
que quepan en los vagones. Desde esta
estación accedemos a varios de los barrios más dinámicos y animados de
Tokio. Nada más al salir, encontramos Shinjuku Este, un auténtico hervidero de animación nocturna. Las multitudes que se desplazan entre desfiladeros de anuncios luminosos y el ruido de fondo de las pantallas gigantes
que vomitan publicidad, constituyen una de las experiencias obligatorias
de la ciudad. A su lado, Shinjuku Oeste alberga la mayoría de los rascacielos de oficinas de Tokio, en los cuales trabajan 260.000 personas.
Kabukicho, el barrio rojo, esta
poblado de casas de masaje, bares de alterne y pachinko, los casinos a los que
son tan aficionados los japoneses.
Contra lo que pudiera parecer, un sitio
absolutamente tranquilo y seguro para
pasear a cualquier hora.
Shibuya es otro centro neurálgico llamado sakariha, o ciudad de la juerga, por los
jóvenes de Tokio. El barrio está poblado de
grandes almacenes, tiendas de moda, restaurantes y tiendas de discos. Es un paraíso para
los adolescentes que quieren ir a la última.
Shibuya.
Harajuku, esta cerca del parque Yoyogi, donde un estrafalario desfile de jóvenes van vestidos de la manera más extraña posible, y es famoso porque allí acuden los otaku, adolescentes que se reúnen vestidos como sus personajes favoritos del cómic para ver y ser vistos. Hay que verlo para creerlo.
Ginza. El Tokio más occidental se puede ver
en este barrio que ostenta el récord de poseer el
metro cuadrado más caro del mundo. Allí se puede comprar cualquier cosa, pero si se desea un
poco de especialización, debemos acudir al lugar
adecuado. Así, podemos ir a Jimbocho si buscamos libros.
Akihabara. Si lo que deseamos son
tiendas de electrónica, en este distrito se encuentra absolutamente de todo, aunque para
los no iniciados puede ser un poco abrumador.
Kabukicho.
Lo primero que debemos plantearnos es cómo nos vamos a
desplazar por Tokio. La ciudad es inmensa, y la red de metro y
trenes, abrumadora. Afortunadamente, basta colocarse con cara de
póquer frente al plano del metro para que acuda a nosotros alguien
con ganas de practicar el inglés, que nos introducirá en los
misterios del transporte público japonés. No falla nunca, y es una
suerte, porque llegar a descifrar todos los entresijos del sistema
tarifario es tarea de titanes. En cualquier punto de la ruta, basta con
mirar un plano de nuevo para que alguien acuda en nuestra ayuda.
Tokio ofrece un inmenso mosaico de posibilidades: el mercado Tsukiji, donde podemos
ver la subasta de los atunes cada mañana; el parque Ueno; el polémico santuario Yasukuni; la bolsa de Tokio, o el tren de Yurikamome, un monorraíl
sin conductor que lleva hacia la parte más futurista de la ciudad.
Todo en Japón es sorprendente, pero la curiosidad es mutua. Los japoneses son hospitalarios como pocos, y consiguen, pese al contraste,
que nos sintamos un poquito como en casa. La cortesía, a veces incluso
excesiva, se nos llega a hacer familiar y llegamos a echarla en falta cuando
volvemos.J
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