ALABANZA I

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ALABANZA I
Por Ricardo Vivas Arroyo
Alabanza: Expresión sincera de admiración y reconocimiento de las cualidades y/o virtudes de una
persona. Cuando no es sincera, se llama adulación y es motivada por motivos deshonestos.
Dios nos enseña a alabarle, no porque él lo requiera o tome gusto por ello, sino para enseñarnos su
sabiduría, pues la persona que alaba se vuelve cada vez más consciente de la grandeza de la
persona que es alabada. Si el creyente alaba a Dios, se volverá más consciente de la grandeza de
Dios, de sus cualidades y virtudes, de modo que su problema o necesidad, por grande que sea,
estará pequeña en comparación de Dios. A Dios no le hace falta tu alabanza, porque su gloria es
perfecta y no se le puedes añadir algo, pero al hacerlo, tú eres bendecido al volverte más
consciente de quien es tu Dios y de lo que es capaz de hacer por ti.
En el Antiguo Testamento, Dios instituyó el sacerdocio para ofrecer sacrificios y presentarse ante
Él a favor del pueblo (He. 5:1-2). Un presente u ofrenda era algo que debía ofrecer, a veces eran el
sacrificio de algún animalito en el altar, y otras ofrendas eran encendidas, que por supuesto son
figura de cosas espirituales para el culto del creyente, que así como el sacerdote no podía
presentarse con las manos vacías, nosotros ahora no podemos venir a Dios sino mediante el
sacrificio de Cristo por nosotros. No podemos traer a él la ofrenda de Caín, tipo del esfuerzo propio
o capacidad natural, sino la ofrenda de fe de Abel (Gn. 4:3-5), en el sacrificio de Cristo que nos
abrió el camino a Dios, para entrar con libertad a su presencia (He. 10:19-22). Las ofrendas del
Antiguo Testamento son figura de Cristo (He. 9:9-10, 8:4-5), y de la manera que en Cristo nosotros
podemos acercarnos con el presente de nuestra propia vida rendida a él.
Había tres diferentes tipos de ofrendas o presentes que Dios estableció para presentarse ante Él,
entender este primer aspecto es esencial para avanzar en la experiencia de verdadera comunión con
Dios: Sacrificios cruentos, ofrendas encendidas e incienso molido. Siendo las tres figura de Cristo,
ya que por medio de Él tenemos el acceso a Dios (He. 10:19-22).
SACRIFICIOS CRUENTOS
En el Antiguo Testamento, sólo los sacerdotes tenían el privilegio de presentarse ante Dios,
mediante los sacrificios cruentos o inmolados en el altar de bronce que estaba en el atrio. En el
Nuevo Testamento, todos los hijos de Dios tenemos el derecho de hacerlo (1ª P. 2:9, Ap. 1:6).
Enfatizo, todo creyente es sacerdote y debe presentarse ante Dios, sólo mediante Cristo, para
ofrecerse a sí mismo como sacrificio vivo, porque Cristo está ahora a la diestra del Padre para
validar nuestro acceso y ofrecer el sacrificio acepto y así obtener respuestas a nuestras oraciones
en su Nombre (He. 6:19-22, 10:12-14, 7:24-25).
El sacrificio en el Antiguo Testamento era la vida de un animal, tipo de Cristo, para quitar el
impedimento y poder entrar a la presencia de Dios por su bendición (Lv. 1:2-9). Los becerros en
especial, prefiguran la alabanza, pues la Biblia dice que podían ofrecer becerros de labios (Os. 14:2),
que era un sacrificio de alabanza brotando de su corazón dispuesto (Sal. 116:17, Sal. 69:30-31, Sal.
50:14-15).
Otro aspecto a entender, es que un sacrificio debe costar, es decir, debe significar para nosotros el
renunciar a algo que Dios nos pide, y que le damos para agradarle, como David ofreció y pagó la
ofrenda que hizo (1º Cr. 21:23-27).
La alabanza entonces nos cambia, porque es la humillación de nuestra alma ante Dios para que Él
disponga de nosotros. Negarnos a nosotros mismos es necesario en la verdadera alabanza a Dios, lo
que significa morir a nuestras metas personales para aceptar las suyas y hacerlas nuestras (Ro.
14:7-9, 2ª Co. 14-15). No vivir para nosotros sino para él y su voluntad, disfrutando así de su
gracia continuamente (Gá. 2:20-21), lo cual no es de todos los creyentes, sino sólo de aquellos que
comprenden la verdadera alabanza y culto a Dios. Este tipo de alabanza es con la vida que habla y
hace, que confiesa y vive su fe en Cristo (He. 13:15-16).
OFRENDAS ENCENDIDAS
Sobre las ofrendas encendidas podemos decir por ahora algunas cosas importantes:
Los sacerdotes ofrecían diferentes presentes no cruentos, es decir, ofrendas encendidas,
generalmente con libaciones de aceite e incienso (Lv. 2:1-3). Estos presentes se ofrecían en el altar
de bronce, consistía en poner sobre el altar un puño lleno de flor de harina, es decir, harina pura,
sobre la cual se vertía aceite de oliva e incienso y se quemaba delante de Dios. Este presente era
en especial una expresión de gratitud, en hebreo mincháb, que significa oblación, don o tributo
voluntario, holocausto sin sangre, lo cual muestra un principio que mantiene al alma sensible y
abierta a Dios, pues la voluntad debe rendirse a Dios para que Dios tenga libertad de intervenir en
nuestra vida, que es la vacuna para evitar la rebelión y el antídoto para el veneno de la amargura
(Ef. 1:16, Ef. 5:20, 1ª Ts. 1:2).
Si Dios nos lo ha dado todo en Cristo, la gratitud es porque Él mismo es el don inefable de Dios (2ª
Co. 9:15, Fil. 4:6). Las acciones de gracias afirman al creyente en la fe verdadera y le permiten
crecer en ella (Col. 2:7), porque le devuelven la gloria a Dios (Ro. 4:20). Las acciones de gracias
son las manera bíblica de echarle a Dios la culpa de lo que nos pasa, pero sin reproche, sino en
sumisión y acatamiento (Sal. 100).
La falta de gratitud endurece, insensibiliza el corazón y cierra el entendimiento (Ro. 1:19-22).
Dar gracias a Dios por todo es la voluntad de Dios para cada creyente, porque lo alinea con su
voluntad (1ª Ts. 5:18). Toda oración debe incluir siempre acciones de gracias (Col. 4:2).
La gratitud debe expresarse abierta y corporalmente, como lo hizo el cojo de nacimiento cuando fue
sanado y entró al templo saltando (agradeciendo) y alabando a Dios (Hch. 3:1-11). La danza (Ex.
15:20, Jr. 31:4, 13), aplaudir (Sal. 98:3-4, Sal. 47:1-4, Sal. 98:8), alzar las manos (Sal. 63:4, Sal.
119:48, Sal. 134), son expresiones de gratitud que Dios enseña para que el creyente deje salir su
alegría y reconocimiento de la bondad de Dios en todo lo que le pasa, aún en lo doloroso.
Los hacimientos de gracias son expresiones corporales de aceptación y reconocimiento de las
bendiciones recibidas, entendiendo que las bendiciones no son las cosas que nos agradan sino todas
las que nos aprovechan, edifican, acercan a Dios y nos maduran (2ª Co. 9:10-12).
INCIENSO MOLIDO
En especial, para ofrecer incienso a Dios había otro altar en el lugar santo, diferente al de bronce de
los sacrificios cruentos (Ex. 30:1-8, Lv. 16:12-13). El incienso era fabricado con una mezcla de
cuatro ingredientes que tienen un significado espiritual para el creyente de hoy (Ex. 30:34), pero
por ahora, sólo veamos en manera general que el incienso era muy santo, exclusivo de Dios, no para
el agrado personal (Ex. 30:35-38), y prefigura las oraciones y adoración a Dios de los creyentes
verdaderos (Ap. 5:8, 8:3-4). La palabra hebrea Chakjá, y en griego proskuneö, significan adorar, es
decir, doblar la servís o doblarse en reverencia o reconocimiento, postrarse ante alguien para
rendirle culto, postrarse para homenajear. El incienso prefigura la actitud de adoración o de culto
acepto a Dios.
Las brasas que se ponían en el altar de oro, procedían del altar de bronce y sobre ellas se echaba el
incienso molido para que ardiera y soltara su perfume, lo que prefigura que la adoración exhala su
mejor aroma en el fuego de la prueba (Dn. 3:15-27, Hch. 16:23-25, Is. 43:1-3, Stg. 1:2-4).
El creyente debe hoy ofrecer sacrificios espirituales por medio de Jesucristo, como sacerdote del
Nuevo Testamento (1ª P. 2:5), lo que significa, el adorar en espíritu al Señor, mediante las lenguas
que recibimos al ser bautizados en el Espíritu Santo, ya que Dios busca adoradores verdaderos que
lo hagan en espíritu y en verdad (1ª Co. 14:14, Jn 4:23-24).
El altar del incienso estaba frente al Arca del Pacto, separado por el velo entre el lugar santo y el
lugar santísimo (Ex. 30:6-8), lo que representa que Cristo debe ser el medio y el centro de nuestra
adoración: Al que está sentado en el trono (el Padre) y al Cordero (el Hijo) (Sal. 95:6, Ap. 5:8, 13).
Notemos que el Espíritu Santo nos lleva a adorar, pero Él no es adorado, Él es Dios, pero su papel
no es glorificarse a sí mismo, sino glorificar al Padre y al Hijo (Jn. 16:13-15, 1ª Co. 12:3, 1ª Jn.
1:3). El espíritu vino a nosotros para que pudiéramos adorar a Dios en espíritu, glorificando al Padre
y al Hijo por el Espíritu Santo y debemos ceñirnos a esa verdad, como verdaderos adoradores.
CULTO ACEPTO A DIOS
El culto a Dios incluye todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. Si volvemos a Romanos 12:1-2,
podemos entender que el sacrificio del creyente de ahora, es su vida misma, todo su ser expuesto
ante Dios, abierto como lo eran los sacrificios levíticos: por supuesto que nuestro cuerpo debe ser
parte de la ofrenda, pues es el instrumento por el cual expresamos nuestra gratitud y devoción, al
cantar, confesar, aplaudir, hincarse, danzar, llorar o reír, servir a Dios en lo que quiera, aunque
signifique ayunar o tenerlo en autodisciplina para poder servirle (1ª Co. 9:26-27); pero también
debe ser un sacrificio vivo, lo que se refiere a hacerlo con nuestro espíritu regenerado, o en forma
espiritual, lo que lo hace santo, porque Cristo perfeccionó nuestro espíritu al entrar en él; y además,
también debe ser nuestro culto racional, es decir, que nuestra alma, su razón se abra y le reconozca,
se rinda y exprese con entendimiento lo superior que es Dios ante él. Este sacrificio renueva la
mente del creyente, y abre el camino para que Dios le guie, se revele a él y pueda experimentar su
perfecta voluntad y lo disfrute, porque le agrade hacer lo que Dios le pide.
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