Del amor de un animal Francisco Ruiz Fernández

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Del amor de un animal
Francisco Ruiz Fernández
La noche había caído sobre los descuidados senderos de Monte envolviendo a Pedro. Nunca
le había gustado recorrer tan tarde aquellos caminos de gravilla faltos de la más mínima
iluminación, y para colmo tenía la dinamo de su bici rota. Aun con todo, tarareaba el Be All,
End All de Anthrax tratando de hacer más ameno el camino.
Repentinamente resonó un aullido. No podía apreciar bien el punto de origen ni la distancia
ya que con la suave brisa costera dicen que puede escucharse el tamborileo del motor de un
pesquero entrando en el distante puerto como si estuviera a tu lado. Pero sin duda provenía
de un perro que gemía lastimero a la luna llena. En Monte, rodeado de granjas antiguas y
decrépitas, no era nada extraño oír algo semejante.
Y sin embargo un escalofrío recorrió la espalda de Pedro. Nunca había sido muy
impresionable, ni siquiera cuando su abuelo le contaba de crío las historias de fantasmas y
brujería acerca de sitios evitados como el Cementerio de los Franceses, pero en aquella
noche en concreto bien habría dado el cielo y su alma por estar entre los brazos de María, su
novia. Aun el más impertérrito de los mortales no podría dejar de sentir un hormigueo con
semejante entorno: el ojo escrutador y sin piedad de la luna llena esquivaba ingrávida
delgadas nubes de gasa, mientras alzaba con su luz de velatorio la ominosa presencia de los
óseos muros del cementerio de Ciriego, todo él rodeado por un bosquecillo de árboles
ancianos. La escena era aun más impresionante en cuanto que sobre todo ello bramaba con
su brutal sonido el mar, lanzando sus ejércitos de olas contra los afilados dientes de sierra de
la costa.
Pero no era eso la causa del escalofrío. El aullido tenía un matiz singular, casi podía palparse
el dolor, el agónico sufrimiento de la garganta que lo entonaba. Pedro no había tenido nunca
perros y no conocía sus sonidos, pero aquel aullido sólo podía asociarse con el de un perro
velando la tumba de su amo, fiel más allá de la muerte. Y el cementerio estaba ahí al lado y
en su mente se dibujó la escena: el pobre animal soportando día y noche los maltratos de la
intemperie junto a una tumba olvidada por el amor del hombre; famélico, enfermo, vela el
túmulo en una espera vana, ansioso del regreso de aquel que le brindó su amor, aquel al que
otorgó sus más cariñosas lengüetadas. El amor y el sentido de la fidelidad animales son
capaces de trascender la última frontera.
—Pobre bicho —dijo para sí mismo Pedro, sintiendo cierto respeto por el can y admirando su
capacidad para amar.
Otro aullido silenció el canto de los grillos una vez más, y un nuevo escalofrío se apoderó de
Pedro. Ahora el origen del sonido era claro: el cementerio. El aullido en esencia era igual al
otro, pero en este nuevo gemido había algo diferente, un significado oculto que Pedro no
podía reconocer pero que pugnaba por salir de las profundidades de su mente. Guiado por
ese presentimiento no pronunciado aceleró el ritmo de pedaleo para apartarse de aquel
paraje.
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—¡Cómo me gustaría estar en casa ya mismo! Esto me da mala espina —se dijo en un
susurro. Los muros del cementerio de sucio marfil, alto y culminados en amenazadores
dientes de cristal roto, se alejaban a su espalda y con su distanciamiento la calma regresaba
al corazón de Pedro.
El aullido volvió a resonar en el aire, pero su foco había variado: se estaba acercando a él,
como si le persiguiese.
—¿Qué coño ocurre aquí? Maldito chucho, espero que no me haya visto —murmuró Pedro
entre dientes; estos empezaban a castañetearle incontrolados. —Tiraré por el sendero de La
Albericia y me apartaré de ese puto perro —viró, atravesó unos hierbajos y tras un rato de
inseguridad encontró el nuevo sendero. Éste ascendía por un suave repecho tras el cual
podría contemplar las luces de la adormecida Santa Ana: ¡ya quedaba poco para llegar a
casa! Casi se caía de la bicicleta, tales eran los temblores que le recorrían, pero poco a poco
la máquina ascendía la pendiente.
El silencio se quebró por cuarta vez. Ahora estaba justo enfrente de Pedro y cerca, en la
cima de la colina. Pedro, que hasta entonces había pedaleado con la cabeza gacha por el
esfuerzo, no se atrevía a mirar hacia delante. Pero ya nada evitaría la confrontación con el
animal y confiaba en que un grito o algo así, aunque sólo fuese una patada mal dada, lo
ahuyentaría. Si conseguía coronar la colina, el resto sería cuesta abajo. ¡Podía conseguirlo!
Haciendo acopio de valor miró al frente solamente para quedar paralizado de terror.
Bloqueando el camino había dos figuras: una voluminosa y de poco más de un metro de
altura con cuatro patas gruesas como columnas, un colosal perro, quizá un gran danés, que
retraía los belfos para enseñar unos manchados y descomunales colmillos; la otra casi le
hizo vomitar y el paralizó presa del pánico, ya que erguido sobre dos delgadas y retorcidas
piernas se sostenía un cuerpo desgarbado y mal cubierto por harapos que no podían ocultar
el horror de la carne muerta supurando líquidos pútridos y gusanos. Aquel conglomerado de
carne y huesos putrefactos abrió su boca para emitir con voz rota algo que antes habían sido
palabras, ahora casi incomprensibles:
—Toby, tu amor me ha alzado de la tumba, y tú conseguirás ahora alimento para mí y para
mis hambrientos inquilinos. ¡Tráemelo!
El perro aulló otra vez, y se abalanzó sobre Pedro, el cual solamente tuvo un pensamiento
mientras su cuerpo era desgarrado por la bestia. Ya reconocía aquel matiz en el aullido que
antes no había sido capaz de identificar: era la mezcla de alegría y terror animales cuando el
perro contempló alzarse de la tumba a su amo.
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